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El cazador de sueños - 3 / Stephen King
El cazador de sueños - 3 / Stephen King

 

 

Biblioteca Virtual do Poeta Sem Limites

 

 

El cazador de sueños

PARTE TERCERA

 

QUABBIN

 

Me encontré por la escalera

 con un hombre que no estaba.

 Hoy igual: ¡tampoco estaba!

 Qué alegría si se fuera.

         hughes mearns

 

Empieza la persecución

Cuando apareció entre la nieve el letrero verde de dysart's, Jonesy no tenía el menor indicio sobre la hora (el reloj del tablero de mandos del cuatro por cuatro se había ido al carajo y sólo parpa-deaba «12.00 AM»), pero aún era de noche y nevaba mucho. Fuera de Derry, los quitanieves estaban perdiendo la batalla contra la tormenta. La camioneta robada era «de las que tiran», como habría dicho el papá de Jonesy, pero también estaba perdiendo la suya: cada vez resbalaba más a menudo con la nieve, que ganaba espesor, y le costaba cada vez más esquivar los montones. Jonesy lo ignoraba todo del destino escogido por el señor Gray, pero dudaba que pudiera llegar. Nevando así y con aquella camioneta, imposible.

La radio funcionaba, pero de aquella manera; de momento sólo llegaban señales débiles y difusas. Jonesy no captó ninguna información horaria, pero sí un boletín meteorológico. Ahora al sur de Portland, en vez de nevar, llovía, pero entre Augusta y Brunswick, a decir de la emisora, la precipitación era una mezcla peligrosa de aguanieve y granizo. La mayoría de las poblaciones se habían quedado sin luz, y el tráfico rodado se restringía a los vehículos con cadenas.

Jonesy se alegró de oírlo.

 

Cuando el señor Gray dio un golpe de volante para meterse por la rampa en dirección al letrero verde, la camioneta resbaló decostado y levantó nubes de nieve. Jonesy pensó que él se habría salido de la calzada y se habría caído en la cuneta, pero no conducía él, sino el señor Gray, y, aunque éste ya no fuera inmune a las emociones de Jonesy, en situaciones de peligro demostraba una propensión al pánico mucho menor; por eso, lejos de contrarrestar ciegamente la dirección del patinazo, primero se dejó llevar con el volante bien sujeto, y luego, cuando ya no resbalaban, volvió a enderezar el rumbo. Ni siquiera despertó al perro que dormía al pie del asiento del copiloto, y a Jonesy apenas se le aceleró el pulso. Jonesy sabía que, conduciendo él, le habría latido el corazón como loco; claro que su idea de lo que había que hacer con el coche nevando así era meterlo en el garaje.

El señor Gray acató el stop del final de la rampa, a pesar de que no circulaba ni un alma por la carretera 9. Al otro lado había una zona enorme de estacionamiento muy iluminada por fluorescentes, en cuya luz, llevados por el viento, los copos parecían la respiración helada de un animal gigantesco pero escondido. Jonesy sabía que en una noche normal el aparcamiento habría estado lleno de coches con el motor y los intermitentes encendidos. En cambio ahora no había casi ninguno, salvo en la zona donde se leía ESTACIONAMIENTO PROLONGADO: DIRIGIRSE AL ENCARGADO. TICKET obligatorio, en cuyo interior había más de una docena de camiones difuminados por la nieve. Los conductores debían de estar dentro, comiendo, jugando al milloncete, mirando una peli porno o inten-tando conciliar el sueño en el dormitorio cutre de la parte de atrás, donde por diez dólares tenían dere-cho a catre, manta limpia y una vista privilegiada de la pared de hormigón. Seguro que pensaban todos las mismas dos cosas: «¿Cuándo tardaré en poder seguir?», y «¿va a salirme muy cara la broma?».

El señor Gray apretó el acelerador y, a pesar de que lo hizo suavemente tal como le indicaba el archivo de Jonesy sobre conducción invernal, giraron las cuatro ruedas de la camioneta, que empezó a moverse de lado y a hundirse en la nieve.

«¡Eso, eso! —le animó Jonesy desde su observatorio de la ventana del despacho — . ¡Embarranqúese bien, que luego en un cuatro por cuatro no hay manera de salir!»

Pero las ruedas mordieron: primero las de delante, donde el peso del motor daba un poco más de tracción al vehículo, y después las de detrás. La camioneta cruzó la carretera con dificultad hacia el letrero de entrada. Detrás había otro: bienvenidos a la MEJOR ÁREA DE CAMIONEROS DE TODA NUEVA INGLATERRA. Por último, los faros de la camioneta iluminaron el tercero, cubierto de nieve pero no hasta el extremo de haber quedado ilegible: quéCOÑO, BIENVENIDOS A LA MEJOR ÁREA DE CAMIONEROS DEL MUNDO.

«¿Es la mejor área de camioneros del mundo?», preguntó elseñor Gray.

«Pues claro», dijo Jonesy, sin poder aguantarse una carcajada.

«¿Por qué haces ese ruido?»

Jonesy se dio cuenta de algo asombroso, al mismo tiempo conmovedor y aterrador: el señor Gray sonreía con su boca. Sólo un poco, pero era una sonrisa. Pensó: lo pregunta en serio. No sabe qué es reírse. Claro que tampoco había sabido qué era enfadarse, pero había demostrado que aprendía deprisa. Ahora era un experto en rabietas.

«Me ha hecho gracia lo que ha dicho.»

«¿Qué significa exactamente "gracia"?»

Jonesy no sabía qué contestar. Quería que el señor Gray viviera toda la gama de emociones humanas, sospechando que a la larga su única esperanza de sobrevivir podía ser humanizar a su usurpador. Como había dicho Pogo, el personaje de cómic, hemos visto al enemigo y somos nosotros. Pero ¿cómo explicar «gracia» a un conjunto de esporas de otro planeta? Y, en el fondo, ¿qué gracia tenía que el área de servicio de Dysart's se proclamara la mejor del mundo?

Estaban pasando al lado de otro letrero con dos flechas. Debajo de la de la izquierda ponía vehículos grandes, y debajo de la otra vehículos pequeños.

«¿Nosotros qué somos?», preguntó el señor Gray, que había frenado delante.

Jonesy podría haberle obligado a buscar la información, pero ¿de qué habría servido?

«Pequeños», contestó.

El señor Gray giró a la derecha. Los neumáticos derraparon un poco y la camioneta dio un bandazo. Lad levantó la cabeza, despidió otro pedo largo y fragante y gimió. Se le había hinchado la mitad inferior del abdomen. Una persona poco informada lo habría confundido con una hembra a punto de parir una abundante carnada.

En la zona de vehículos pequeños debía de haber unas dos docenas de turismos y camionetas. Los más hundidos en la nieve eran los de los mecánicos (siempre había uno o dos de servicio), las camareras y los cocineros de comida rápida. A Jonesy le llamó mucho la atención que el vehículo más limpio fuera un coche patrulla azul de la policía del estado con nieve acumulada en la sirena. Un arresto no era mala manera de obstaculizar los planes del señor Gray. Por otro lado, contando la cabina de la camioneta, Jonesy ya había estado en tres lugares del crimen. En los dos primeros no había tes-tigos, ni era probable que hubiera huellas dactilares de Gary Jones, pero ¿y aquí? Muchísimas, seguro. Ya se veía en algún juzgado diciendo: «Oiga, señor juez, que los ha asesinado el extraterrestre que estaba dentro de mí. Ha sido el señor Gray.» Otro chiste que se le escaparía al señor Gray.

Ilustre personaje que no se cansaba de hurgar.

«Dry Farts[1] —dijo—. ¿Por qué llamas a esto Dry Farts si en el letrero pone Dysart's?»

«Es como lo llamaba Lámar —dijo Jonesy, acordándose de cuando iban o volvían de Hole in the Wall y se paraban a desayunar en el área de servicio: largas, hilarantes sesiones — . Mi padre también lo llamaba así.»

«¿Tiene gracia?»

«Alguna tendrá. Es un juego de palabras basado en sonidos parecidos. Por juegos de palabras se entiende la modalidad más baja de humor.»

El señor Gray aparcó en la hilera más cercana al islote de luz del restaurante, pero lejos del coche patrulla. Jonesy no sabía si su secuestrador entendía el significado de la sirena en el techo. Puso la mano en el botón del faro de la camioneta y lo apretó. Después la puso en la llave y profirió una serie de carcajadas secas:

— ¡Ja, ja, ja, ja!

«¿Has notado algo?», preguntó con bastante curiosidad. Y un poco de aprensión.

—No —dijo el señor Gray inexpresivamente, apagando el motor.

A pesar de ello, ahora que estaba sentado a oscuras y con el viento soplando alrededor de la cabina del vehículo, Jonesy lo hizo por segunda vez y con un poco más de convicción.

— Ja, ja, ja, ja!

Se estremeció en su refugio del despacho. Era un sonido que ponía los pelos de punta, como un fantasma intentando acordarse de ser humano.

A Lad tampoco le gustó. Volvió a gemir y a mirar con nerviosismo al hombre que estaba al volante de la camioneta de su amo.

 

Owen sacudía a Henry para despertarle, pero éste se hacía el sueco. Tenía una sensación como de llevar durmiendo sólo unos segundos, como si tuviera los brazos y las piernas metidos en cemento.

—Henry.

—Ya te oigo.

Un picor en la pierna izquierda, y otro más pronunciado en la boca. Ahora el puto byrus también le crecía en el labio. Se rascó con el dedo índice, llevándose la sorpresa de que se soltara con gran facilidad, como una costra.

—Escucha. Y mira. ¿Puedes mirar?

Henry levantó la cabeza y miró la carretera, que ahora, entre la poca luz (Owen había frenado en el arcén y tenía apagados los faros) y la nieve, presentaba un aspecto fantasmal. Más adelante, en la oscuridad, había voces mentales, el equivalente auditivo de una reunión alrededor de una hoguera. Henry fue hacia ellas. Había cuatro, correspondientes a jóvenes sin jerarquía en el... el...

«Blue Group —susurró Owen—. Esta vez somos Blue Group.»

Cuatro jóvenes sin jerarquía en el Blue Group, intentando no tener miedo... intentando ser duros... voces en la oscuridad... una hoguerita y voces en la oscuridad...

Henry descubrió que la luz de las llamas le permitía ver algo: nieve, por descontado, y una serie de intermitentes amarillos iluminando una entrada de autopista invadida por la nieve. También había una tapa de caja de pizza, vista a la luz de un tablero de mandos. La usaban de cenicero, y tenía encima varios cortes de queso y un cuchillo militar. Este último pertenecía al tal Smitty, y todos lo usaban para cortar queso. Cuanto más miraba Henry, mejor veía. Era como acostumbrar los ojos a la oscuridad, perocon algo más: lo que veía tenía una profundidad de vértigo, una profundidad alar-mante, como si de repente el mundo físico no se compusiera de tres dimensiones, sino de cuatro o cinco. El motivo era fácil de entender: Henry veía al mismo tiempo por cuatro pares de ojos. Estaban arrimados al...

«Humvee —dijo Owen, entusiasmado—. ¡Henry, coño, que es un Humvee! ¡Y encima equipado para la nieve! ¡Te apuesto lo que sea!»

En efecto, los jóvenes estaban muy juntos, pero, como no dejaban de ocupar cuatro lugares distintos, tenían cuatro puntos de vista, y cuatro calidades de visión distintas, desde el ojo de lince (Dana, de Maybrook, Nueva York) a lo meramente correcto. A pesar de ello, el cerebro de Henry las estaba procesando como cuando convertía en imágenes animadas los fotogramas de una bobina, con la diferencia de que no se trataba de ninguna película o truco en tres dimensiones. Era una manera de ver completamente nueva, como la que generaría una manera completamente nueva de pensar.

Como se difunda esta mierda, pensó entre asustado y exaltado, como llegue a propagarse...

Se le clavó en las costillas el codo de Owen, que dijo:

— ¿Y si dejas la conferencia para otro día? Mira al otro lado de la carretera.

Henry obedeció, empleando su excepcional visión cuádruple y dándose cuenta con retraso de que no se había limitado a mirar, sino que había movido los globos oculares de los cuatro jóvenes con el objetivo de observar el lado opuesto de la autopista. En donde vio más intermitentes bajo la tormenta.

— Es una barrera —murmuró Owen—. Una de las medidas de seguridad de Kurtz: se cierran las dos salidas, y no puede circular nadie por la autopista sin autorización. Yo quiero el Humvee. Nevando así, es lo mejor que podemos tener. Lo que no quiero es que se enteren los tíos del otro lado. ¿Se puede conseguir?

Henry volvió a experimentar con los ocho ojos y, a base de moverlos, descubrió que en cuanto no miraban los cuatro el mismo punto desaparecía la visión en cuatro o cinco dimensiones, dejando paso a una perspectiva fragmentada y mareante que excedía a su equipo de procesamiento. Sin embargo los movía. No mucho, sólo los ojos, pero...

«Creo que sí, pero sólo si colaboramos —le dijo a Owen—. Acércate. Y no digas nada más en voz alta. Métete en mi cabeza. Conéctate.»

De repente Henry notó que tenía más llena la cabeza. Volvió a aclarársele la vista, pero esta vez la perspectiva no era igual de profunda. Sólo dos pares de ojos en lugar de cuatro: el suyo y el de Owen.

Owen puso el Sno-Cat en primera y avanzó muy despacio con las luces apagadas. El chillido constante del viento se tragaba el zumbido del motor. A medida que recortaban distancias, Henry sintió afianzarse su influencia sobre los cerebros de delante.

«¡Coño!», dijo Owen, medio riendo medio aguantando la respiración.

«¿Qué? ¿Qué pasa?»

«Tú, tío. Es como ir en una alfombra mágica. Pero ¡qué fuerza!»

«Pues si te parezco fuerte yo, cuando conozcas a Jonesy alucinarás.»

Owen frenó al pie de una colina que les separaba tanto de la autopista como de Bernie, Dana, Tommy y Smitty, que estaban sentados en su Humvee al principio de la salida sur, cogiendo queso y galletas saladas de su bandeja improvisada. Los cuatro ocupantes del Humvee estaban limpios de byrus, y no sospechaban que estuviera espiándoles nadie.

«¿Listo?», preguntó Henry.

«Supongo. —Ahora la otra persona que tenía Henry en la cabeza, la que había esquivado los disparos de Kurtz y sus muchachos sin despeinarse, estaba nerviosa—. Mandas tú, Henry. Yo en esta misión soy puro apoyo logístico.»

«Pues adelante.»

Lo siguiente que hizo Henry fue por intuición: vinculó a los cuatro de dentro del Humvee, pero no con imágenes de muerte y destrucción, sino imitando a Kurtz. Con ese fin recurrió tanto a la ener-gía de Owen Underhill (que a esas alturas era mucho mayor que la suya) como a lo mucho que conocía a su superior. La acción de cerrar el vínculo le procuró una punzada de intensa satisfacción. También de alivio. Una cosa era moverles los ojos, y otra muy diferente dominarles por completo. Además, no estaban contagiados de byrus, cosa que podría haberles inmunizado. Suerte que no.

Dijo Kurtz: «A vuestra derecha, detrás de aquella colina, hay un Sno-Cat. Quiero que lo devolváis a la base, y ahora mismo, sin rechistar. Que no oiga ningún comentario. Venga, a moverse. Os parecerá un poco estrecho en comparación con donde estáis ahora, pero me parece que cabréis, Dios mediante. Venga, almas de Dios, a mover el culo.»

Henry vio que salían con las facciones tranquilas e inexpresivas. Él también empezó a salir, hasta que vio que Owen permanecía en el asiento del Sno-Cat con los ojos muy abiertos. Se le movían los labios, formando las palabras que pensaba: «Venga, almas de Dios, a mover el culo.»

«¡Owen, espabila!»

Owen miró alrededor con desconcierto, asintió con la cabeza y apartó la lona que colgaba por su lado del vehículo.

 

Henry tropezó, cayó de rodillas, volvió a levantarse y, cansado, miró la tormentosa oscuridad. No estaba lejos, ni mucho menos, pero se consideró incapaz de arrastrarse por la nieve, no ya cincuenta metros, sino seis o siete. Lo he conseguido, pensó. Claro, tiene que ser la respuesta. Me he suicidado, y ahora estoy en el infierno.

Le rodeó el brazo de Owen... pero era algo más que un simple brazo, porque le estaba inyectando su fuerza.

«Graci...»

«Ya me las darás. Y ya dormirás. Por ahora concéntrate.»

Bernie, Dana, Tommy y Smitty desfilaban debajo de la nieve, muda fila de sonámbulos con monos y parkas dotadas de capuchas. Se trasladaban al este de Swanny Pond Road, en dirección al Sno-Cat, mientras Owen y Henry se encaminaban al oeste, donde se había quedado abandonado el Humvee. Henry cayó en la cuenta de que también se habían quedado el queso y las galletas, y le crujió el estómago.

De repente tenían el Humvee justo delante. Al principio se lo llevarían sin encender los faros, en primera y muy, muy discretamente, esquivando las luces amarillas de la base de la rampa. Con algo de suerte, los que vigilaban la salida norte no se percatarían de su paso.

«Si les vemos —preguntó Owen—, ¿podremos hacer que se olviden? Darles... no sé, amnesia.»

Henry comprendió que era posible.

«Owen...»

«¿Qué?»

«Si algún día se divulga esto, lo cambiará todo. Todo.»

Owen se tomó un tiempo para meditarlo. Henry no se refería al conocimiento, que era la moneda de uso entre los jefazos de Kurtz en la cadena trófica, sino a una serie de facultades que por lo visto iban mucho más allá de la simple telepatía.

«Ya —acabó contestando—, ya lo sé.»

 

Pusieron rumbo al sur a bordo del Humvee, penetrando en la tormenta. En pleno festín de galletas saladas y queso, Henry Devlin se quedó frito de cansancio. Su cabeza, inundada de estímulos, cerró la persiana.

Durmió.

Y soñó con Josie Rmkenhauer.

    

A la media hora de haberse incendiado, el establo de Reggie Gosselin se reducía a un ojo agonizante de dragón en la noche de truenos, creciendo y decreciendo en una órbita negra de nieve derretida. En el bosque del otro lado de Swanny Pond Road se oían detonaciones de fusil: pum, puní, puní... Al principio eran fuertes, pero fueron disminuyendo tanto en frecuencia como en volumen a medida que los de Imperial Valley (ahora con Kate Gallagher al mando) se alejaban en persecución de los reclusos fugitivos. Se trataba de un combate desigual, al que sobrevivirían pocos de los segundos; acaso bastantes para contarlo y delatarles a todos, pero ya habría tiempo de preocuparse.

Mientras los chicos persistían en la caza (y mientras el traidor de Owen Underhill acrecentaba su ventaja), Kurtz y Freddy Johnson se hallaban en el puesto de mando (aunque Freddy supuso que volvía a ser una simple caravana, ya desprovista del halo de poder), metiendo naipes en una gorra.

Kurtz, que ya no era telépata, pero que en lo tocante a sus hombres conservaba la perspicacia de siempre (poco importaba, en realidad, que ahora sólo tuviera una persona a sus órdenes), miró a Freddy y dijo:

— Apresurarse lentamente, chavalín: el dicho sigue siendo válido. Otro: actúa deprisa y arrepiéntete cuando te convenga.

—Sí, jefe —dijo Freddy sin gran entusiasmo.

Kurtz sacó el dos de picas, que revoloteó por el aire y aterrizó en la gorra. Kurtz se ufanó como un chaval y se dispuso a repetir el lanzamiento. Entonces llamó alguien a la puerta de la caravana. Freddy se volvió hacia ella, recibiendo de Kurtz una mirada severa que le hizo recuperar su posición original y observar el nuevo lanzamiento de cartas. Empezó bien, pero pasó de largo y acabó en la visera. Kurtz masculló algo y señaló la puerta con la cabeza. Freddy fue a abrirla rezando una oración mental de gratitud.

Jocelyn McAvoy, una de las dos mujeres de Imperial Valley, estaba en el escalón de arriba. Tenía acento de Tennessee, el pelo rubio y cortado a lo varón y un rostro granítico. Sujetaba la correa de una metralleta ligera israelí que se apartaba por completo de lo reglamentario. Freddy se preguntó de dónde la sacaba, hasta que decidió que daba igual. Había muchas cosas que ya no importaban, sobre todo desde hacía una o dos horas.

—Joss —dijo—. ¿Qué cuentas de malo?

— Orden cumplida: traemos dos casos de Ripley.

Se oyeron más disparos en el bosque, y Freddy reparó en que los ojos de la soldado se movían un poquito en esa dirección. Jocelyn tenía ganas de volver a cruzar la carretera y cazar el máximo de piezas antes de que se alejaran. Freddy comprendía su estado de ánimo a la perfección.

— Que pasen —dijo Kurtz. Seguía de pie al lado de la gorra depositada en el suelo (donde no se habían borrado del todo las manchas de sangre del pinche tercero Melrose), y con la baraja en la mano, pero se le habían iluminado los ojos de interés — . A ver a quién habéis encontrado.

Jocelyn hizo gestos con el arma, y al pie de la escalerilla dijo una voz rasposa de hombre:

—Arriba, joder, y que no tenga que repetíroslo.

El primer hombre en pasar al lado de Jocelyn y entrar era alto y muy negro. Tenía dos cortes, uno en la mejilla y otro en el cuello, y ambos estaban llenos de Ripley. Le crecía más pelusa en las

arrugas de la frente. Freddy le conocía de cara, pero no de nombre. El jefe, como era natural, tenía presentes ambas cosas. Freddy supuso que conocía de nombre a todos los soldados que habían estado a sus órdenes, pasados o presentes, vivos o muertos.

— ¡Cambry! —dijo Kurtz con los ojos aún más encendidos. Dejó caer la baraja en la gorra, se acercó a Cambry, hizo ademán de estrecharle la mano, se lo pensó mejor y optó por un saludo militar. Gene Cambry no lo devolvió. Se le veía huraño y desorientado—. Bienvenido al club de los justicieros.

—Le hemos visto corriendo por el bosque con los prisioneros, y eso que en principio tenía que vigilarlos —dijo Jocelyn McAvoy.

Su cara era inexpresiva. Todo el desprecio se le concentraba en la voz.

— ¿Por qué no? —preguntó Cambry, mirando a Kurtz — . Total, pensaba usted matarme como al resto. Y no se moleste en disimular, que se lo leo en la cabeza.

Kurtz no se dejó amilanar. Se frotó las manos y le sonrió a Cambry de manera amistosa.

—Pórtate bien y puede que cambie de idea. Los corazones son para partirse, y las decisiones para cambiarlas. Es como nos ha hecho Dios. ¿A qué otro me has traído, Jossie?

Al ver al segundo personaje, Freddy se quedó de piedra. Además de contento. A su humilde parecer, el Ripley no podía haber escogido mejor. Ya de por sí, el muy hijo de puta no le caía bien a nadie.

— Señor... jefe... No sé qué hago aquí... Estaba persiguiendo a los fugitivos como Dios manda y esta... esta... perdone, pero tengo que decirlo: esta zorra, y perdón por la palabra, se me ha llevado de la zona de caza y...

— Se escapaba con ellos —dijo McAvoy con voz de aburrimiento—. Corría, y está de la cosa esa hasta el ojete.

— ¡Mentira! —exclamó el de la puerta—. ¡Mentira podrida! ¡Yo estoy limpio! ¡Al ciento por cien...!

McAvoy levantó el gorro de punto que llevaba en la cabeza el segundo prisionero. La calva incipiente había vuelto a poblarse, y parecía teñida de rojo.

—Jefe, se lo puedo explicar —dijo Archie Perlmutter, con una voz suave que perdió ímpetu a media frase — . Es que hay... un...

Y se le apagó del todo.

Kurtz le sonreía con gran efusión, pero había vuelto a ponerse la mascarilla (como todos), la cual prestaba un toque siniestro a su sonrisa tranquilizadora, una expresión peculiar como de pederasta invitando a pastel a una criatura.

—No va a pasarte nada, Pearly —dijo — . Sólo vamos a dar una vuelta. Tenemos que encon-trar a alguien, y tú le conoces...

— Owen Underhill —susurró Perlmutter.

—Exacto, nene —dijo Kurtz; y, girándose hacia la soldado — : McAvoy, tráele su tablilla. Le sentará bien tenerla en las manos. Después te doy permiso para seguir cazando, porque debes de estar impaciente.

—Sí, jefe.

— Pero antes mira esto. Es un truquito que aprendí en Arkansas.

Kurtz abrió la baraja y dejó que el viento huracanado que entraba por la puerta desperdigara todas las cartas. Sólo cayó una en la gorra, pero estaba boca arriba y era el

 

El señor Gray tenía la carta en las manos y estaba absorto en las listas (bola de carne picada, remolacha en rodajas, pollo a la brasa, pastel de chocolate), pese a no entender prácticamente ni jota. Jonesy se dio cuenta de que no se limitaba a ignorar el sabor de los platos. El señor Gray desconocía lo que era el sabor. Y era lógico que así fuera, pues en el fondo sólo era una espora, o como máximo una seta con alto coeficiente intelectual.

Apareció una camarera desplazándose bajo una vasta meseta de cabello rubio ceniza petrifica-do. En la chapa de la pechera, de no desdeñables proporciones, ponía: bienvenido a dysart's. soy

DARLENE, SU CAMARERA.

— Hola, majo. ¿Qué te pongo?

—Por apetecer, huevos revueltos con beicon, pero que estén pasaditos.

—¿Con tostada?

— ¿Pueden ser unas/?recs?

Darlene arqueó las cejas y le miró por encima de la libreta. El policía estaba detrás, en la barra, comiendo un bocadillo con alguna salsa y hablando con el cocinero.

—Perdona, quería decir sprec.

Las cejas subieron un poco más. La pregunta era evidente, y le parpadeaba en la frente como el letrero luminoso de un bar: ¿trataba con alguien con problemas de habla, o le tomaban el pelo?

Jonesy, que estaba sentado junto a la ventana del despacho y sonreía, cedió un poco.

—Creps —dijo el señor Gray.

—Ya. Me lo había imaginado. ¿Café para beber?

—Sí, por favor.

La camarera cerró la libreta y se alejó. El señor Gray volvió enseguida a la puerta cerrada del despacho de Jonesy, rabiando igual que las otras veces.

«¿Cómo lo has hecho? —preguntó — . ¿Cómo, si estás aquí dentro?» Dio un golpe de rabia en la puerta. Jonesy se dio cuenta de que no sólo estaba enfadado, sino asustado; porque, si Jonesy estaba en situación de interferir, se la jugaba.

«No lo sé —dijo, fiel a la verdad—. Pero no se lo tome tan a la tremenda; desayune a gusto, hombre, que sólo ha sido una broma.»

«¿Por qué? —Todavía enfadado, todavía bebiendo en el pozo de las emociones de Jonesy, y disfrutando sin querer—. ¿De qué te sirve?»

«Digamos que de vengarme por cuando estaba durmiendo y casi me achicharra», dijo Jonesy.

Como en el restaurante del área de servicio casi no había clientes, Darlene volvió en un santiamén. Jonesy tuvo la ocurrencia de comprobar si podía apoderarse de su propia boca bastante tiempo para decir algo insultante (por ejemplo sobre el pelo), pero no lo consideró oportuno.

Darlene le dejó el plato en la mesa y se marchó, no sin mirarle con cara de sospecha; la misma que sintió el señor Gray al ver por los ojos de Jonesy la masa amarilla de huevos y las tiras oscuras de beicon (no sólo pasadas, sino casi incineradas, en la mejor tradición de Dysart's).

«Adelante, coma», dijo Jonesy.

Estaba de pie al lado de la ventana del despacho, observando ya la expectativa, entre divertido y curioso. ¿Había alguna posibilidad de que los huevos con beicon mataran al señor Gray? Proba-blemente no, pero al menos era una manera de provocarle un buen cólico al muy cabrón de su secuestrador.

El señor Gray consultó los archivos de Jonesy que versaban sobre el uso correcto de la cubertería. A continuación levantó un trocito de huevo revuelto con el tenedor y lo introdujo en la boca de Jonesy.

Ocurrió algo tan digno de sorpresa como de hilaridad: el señor Gray comía a dos carrillos, y las únicas pausas que hacía eran para inundar las creps de falso jarabe de arce. Le encantaba todo, pero en especial el beicon.

«¡Carne! —le oyó exultar Jonesy. Casi era la voz de un monstruo de película cutre de los años treinta—. ¡Carne! ¡Carne! ¡Es el sabor de la carne!»

Tenía su gracia... aunque, pensándolo bien, tampoco tanta. Hasta resultaba un poco horrible. El grito de alguien recién convertido en vampiro.

El señor Gray miró alrededor para cerciorarse de que no le observase nadie (ahora el agente atacaba una porción grande de pastel de cerezas), levantó el plato y chupó la grasa que caía con generosos lengüetazos de la lengua de Jonesy. El toque final fue lamerse el pegajoso jarabe de las puntas de los dedos.

Darlene volvió, sirvió más café, miró los platos vacíos y dijo:

— ¡Hombre, medalla para el caballero! ¿Quiere algo más?

—Más beicon —dijo el señor Gray, y tras consultar la terminología correcta en los archivos de Jonesy añadió — : Ración doble.

Así te atragantes, pensó Jonesy, aunque ya no tenía muchas esperanzas.

El señor Gray se puso dos sobres de azúcar en el café, miró la sala para estar seguro de no ser visto y se echó al gaznate el contenido del tercero. Por unos segundos se entrecerraron los ojos de Jonesy, mientras el señor Gray se dejaba inundar por la gozosa dulzura.

«Puede comerlo cada vez que le apetezca», dijo Jonesy por la puerta.

Pensó que ahora ya conocía la sensación de Satán al llevarse a Jesús a la cima de la montaña y tentarle con todas las ciudades del mundo. Nada especial, ni agradable ni malo; simple trabajo de comercial.

Aunque... oído al parche. Sí que era una sensación agradable, porque se daba cuenta de que convencía. No podía decirse que estuviera asestando puñaladas, pero al menos pellizcaba al señor Gray. Le hacía sudar gotitas de sangre de deseo.

«Ríndase —insistió — . Hágase terrestre y podrá pasarse el resto de la vida experimentando con los sentidos. Están muy finos, porque aún no he cumplido los cuarenta.»

El señor Gray no contestó. Miró alrededor, vio que no se fijaba nadie en él, se echó jarabe en el café, lo sorbió y volvió a mirar hacia arriba para ver si le traían el suplemento de beicon. Jonesy suspiró. Era como estar de vacaciones en Las Vegas con un musulmán estricto.

Al fondo del restaurante había un arco con el letrero salón DE camioneros y duchas. El pasillo corto de detrás estaba equipado con una batería de teléfonos de pago donde había varias personas hablando. Debían de contarles a sus cónyuges y jefes que no podrían llegar puntuales porque les había sorprendido una tormenta en Maine, estaban en un área de servicio para camioneros al sur de Derry que se llamaba Dysart's y calculaban que no podrían proseguir hasta el día siguiente a mediodía.

Jonesy dio la espalda a la ventana del despacho, desde donde se veía el área de servicio, y miró su mesa, que ahora estaba cubierta con el mismo desorden que en casa, sempiterno y tranquilizador. También estaba el teléfono azul. ¿Se podía llamar a Henry? ¿Seguía vivo Henry? Consideró que sí. Pensó que si hubiera muerto se habría notado el momento de su defunción, quizá por un aumento de la oscuridad de la sala. «Elvis ha abandonado el edificio —había dicho Beaver varias veces al reconocer un nombre en las necrológicas — . Hay que joderse.» Jonesy dudaba que Henry hubiera abandonado el edificio. Hasta podía ser que tuviera previsto un bis.

 

El señor Gray no se atragantó con el segundo plato de beicon, pero de repente tuvo retortijones en la parte baja de la barriga y bramó, contrariado:

«¡Me has envenenado!»

«Tranquilo —dijo Jonesy—. Sólo tiene que desalojar un poco.»

«¿Desalojar? ¿Qué...?»

Dejó la frase a medias por otro retortijón en las tripas.

«Quiero decir que convendría ir corriendo al servicio de caballeros —dijo Jonesy—. ¡Pero hombre! ¿Tantas abducciones en los años sesenta y no habéis aprendido nada de anatomía humana?»

Darlene había dejado la cuenta. El señor Gray la cogió.

«Déjale el quince por ciento encima de la mesa —dijo Jonesy—. Es la propina.»

«¿Cuánto es el quince por ciento?»

Jonesy suspiró. ¿Eran esos los señores del universo que nos habían enseñado a temer las películas? ¿Conquistadores despiadados, viajeros estelares que no sabían cagar ni dejar propina?

Otro retortijón, seguido por un pedo silencioso. Apestaba, pero no a éter. «Alabado sea Dios», pensó Jonesy, y dijo al señor Gray:

«Enséñeme la cuenta.»

Examinó la nota verde por la ventana del despacho.

«Déjele un dólar y medio. —Como el señor Gray no parecía muy convencido, Jonesy añadió—: Fíese, que es buen consejo. Si deja más, se acordará de usted como del más generoso de la noche; menos, y le tendrá clasificado de tacaño.»

Notó que el señor Gray consultaba el significado de «tacaño» en los archivos. Acto seguido, y sin discutir, dejó en la mesa un dólar y dos monedas de veinticinco centavos, resuelto lo cual se encaminó hacia la caja, que estaba de camino hacia el lavabo.

El poli seguía dándole al pastel (con una lentitud que a Jonesy le pareció sospechosa). Cuando el señor Gray pasó cerca de la barra, Jonesy le sintió disolverse como entidad (entidad cada vez más humana) y meterse en la cabeza del agente. Sólo quedó la nube rojinegra a cargo de los sistemas de mantenimiento de Jonesy.

Cogió el teléfono del escritorio a la velocidad del rayo, pero tuvo un momento de vacilación.

Marca 1-800-HENRY y ya está, pensó.

Al principio no ocurrió nada. Luego, en algún otro lugar, empezó a sonar un teléfono.

 

—Idea de Pete —murmuró Henry.

Owen, que estaba al volante del Humvee (vehículo enorme y ruidoso, pero equipado con unos neumáticos descomunales parala nieve que le permitían surcar la tormenta) le miró. Henry dormía. Se le habían bajado las gafas hasta la punta de la nariz. Sus párpados, que ahora exhibían una pelusilla de byrus, delataban el movimiento de los globos oculares. Soñaba. ¿Con qué?, se preguntó Owen. Consideró posible hacer una zambullida en la cabeza de su nuevo acompañante, pero le pareció perverso.

—Idea de Pete —repitió Henry—. La vio primero.

Y profirió tal suspiro de cansancio que a Owen le dio pena. Decidió que no, que no quería saber nada de lo que ocurría en la cabeza de Henry. Para llegar a Derry faltaba una hora, o más, si seguía haciendo el mismo viento. Era preferible dejarle dormir.

 

El instituto de Derry tiene detrás el campo de fútbol americano donde solía jugar Richie Grenadeau, pero ahora Richie lleva cinco años en su tumba de héroe adolescente: otro James Dean de provincias muerto en accidente de coche. Entretanto han aparecido otros héroes, que después de unos pases han ido haciendo mutis por el foro. Resulta, además, que no ha empezado la temporada. Es primavera, y el campo está ocupado por algo que parece una congregación de pájaros, muy grandes, rojos y con la cabeza negra. Los cuervos mulantes ríen y conversan en sus sillas plegables, pero al director, el señor Trask, no le cuesta nada que le oigan, porque ocupa el podio del improvisado escenario y está en posesión del micro.

— ¡Otra cosa antes de dejaros marchar! —truena—. No os diré que no tiréis el birrete al final de la ceremonia, porque tengo bastantes años de experiencia para saber que sería como hablar con una pared...

Risas, vítores, aplausos.

— ¡Lo que os pido es recogerlos y devolverlos, porque, si no, os los cobraremos!

Algunos abucheos y pedorretas, la más ruidosa la de Beaver Clarendon.

El señor Trask realiza su última inspección del público.

—Jóvenes de la promoción del ochenta y dos, creo hablar en nombre de todo el profesorado si os digo que estoy orgulloso de vosotros. Con esto se acaba el ensayo, o sea, que...

A pesar de la amplificación, el resto es inaudible. Los cuervos rojos se levantan con aletazos de nailon y emprenden el vuelo. Mañana a mediodía abandonarán el nido de veras; aunque no se den cu-enta los tres cuervos que siembran de risas y bromas el camino hacia el aparcamiento donde está el coche de Henry, a la fase infantil de su amistad sólo le quedan unas horas de vida. Probablemente sea mejor que no se den cuenta.

Jonesy le quita a Henry el birrete, se lo pone encima del suyo y se aleja a toda leche por la zona de estacionamiento.

— ¡Devuélvemelo, mamón! —exclama Henry.

Después le quita a Beaver el suyo. Beav suelta un graznido de gallina, se ríe y sale corriendo en persecución de Henry. Los tres sobrevuelan el césped de detrás de las gradas, con un remolino de togas alrededor de los vaqueros. Jonesy tiene dos birretes en la cabeza, con las borlas bailando en sentidos opuestos; Henry lleva uno (que le va tan grande que se le apoya en las orejas), y Beaver corre con la cabeza descubierta, la larga y negra cabellera al aire, y en la boca un mondadientes.

Jonesy corre mirando hacia atrás, provocando a Henry («¡venga, que corres como las nenas!»), y está a punto de chocar con Pete, que se ha detenido para mirar el tablón de anuncios acristalado que hay en la entrada norte del aparcamiento. Este año, Pete sólo acaba tercer curso. Coge a Jonesy, le echa hacia atrás como un bailarín de tango a su bella pareja y le da un beso en toda la boca. A Jonesy se le caen de la cabeza los dos birretes, y chilla de sorpresa.

— ¡Maricón! —berrea, restregándose la boca; pero también empieza a cogerle risa.

Pete es un caso peculiar: es capaz de estar tranquilo varias semanas seguidas, como la persona más gris del mundo, y de repente se arranca con alguna chaladura. Lo normal es que antes se haya tomado un par de cervezas, pero no es el caso.

—Hace mucho tiempo que tenía ganas —dice Pete con sentimiento—. Ahora ya sabes lo que siento.

— ¡Si me has contagiado la sífilis te mato, mariconazo! Llega Henry, recoge del césped el birrete y lo usa para golpear

a Jonesy.

—Tiene manchas de hierba —dice—. Como tenga que pagarlo, te daré algo más que un morreo.

—No seas tan bocas, borde, que eres un borde —dice Jonesy.

—Yo también te quiero —dice Henry, muy serio.

Beav llega jadeando, pero con el palillo en la boca. Coge el birrete de Jonesy, lo mira por dentro y dice:

—En éste hay una mancha de semen. Seguro, porque he visto muchas en mi cama. —Respira hondo y declama en dirección a los de último curso que se marchan sin haberse quitado la toga roja de Derry—: ¡Gary Jones se ha hecho una paja en su birrete! ¡Atento todo el mundo, que Gary Jones se ha hecho una pa...!

Jonesy se le echa encima y le derriba. Ruedan los dos por el césped, como un remolino de nailon rojo. Los dos birretes se caen al suelo, y Henry los recoge para evitar que sean aplastados.

— ¡Suéltame! —exclama Beaver—. ¡Que me aplastas! ¡Te digo que...!

—Duddits la conocía —dice Pete. Ya no le interesan las bromas de sus amigos, ni participa mucho de su buen humor. (Es posible que sea Pete el único de los cuatro que sienta la proximidad de cambios importantes.) Está mirando otra vez el tablón—. Y nosotros. Era la que siempre estaba delante del colé de los subnormales, diciendo: «Hola, Duddie.»

Al reproducir el saludo, la voz de Pete se aflauta un momento y se vuelve de niña, pero con más ternura que burla; y, aunque Pete no destaque por sus dotes de imitador, Henry la reconoce enseguida. Se acuerda de la niña, de pelo rubio y suave, ojos grandes y marrones, arañazos en las rodillas y un bolso de plástico blanco donde llevaba la comida y sus BarbieKen. Siempre los llamaba BarbieKen, como si formaran una sola entidad.

Jonesy y Beav también saben a quién imita Pete. Y Henry. Ya hace varios años que están unidos por el vínculo; unidos entre ellos y con Duddits. Jonesy y Beav se acuerdan tan poco como Henry del nombre de la niña. Sólo saben que el apellido era largo y muy difícil de pronunciar. Y de que estaba enamorada de Duddits, que era la razón de que siempre le esperara a la puerta del colé de los subnormales.

Se reúnen los tres alrededor de Pete, con sus togas de graduación, y miran el tablón de anuncios del instituto.

Como siempre, rebosa de noticias: ventas de pasteles, pruebas para el grupo de teatro del pueblo, cursos de verano y gran cantidad de anuncios de alumnos escritos a mano: compro tal, vendo tal, busco a alguien que me lleve a Boston después de la graduación, busco compañero de piso en Providence...

En una esquina hay una foto de una chica sonriendo, con cantidades industriales de pelo rubio (ahora más rizado) y unos ojos muy grandes, ligeramente perplejos. Ha dejado de ser una niña (a Henry nunca deja de sorprenderle la desaparición de los niños de su edad, él incluido), pero es imposible no reconocer aquellos ojos marrones y perplejos.

se busca, pone en mayúsculas y letra grande al pie de la foto; y debajo, en letra un poco más pequeña: «Josette Rinkenhauer. vista por última vez el 7 de junio de 1982 en el campo de softball de Strawford Park.» Hay más texto, pero Henry no se molesta en leerlo. Prefiere reflexionar en lo raro que es que en Derry desaparezcan tantos niños, más que en otras poblaciones. Están a 8 de junio, es decir, que la hija de los Rinkenhauer sólo lleva desaparecida un día, pero el aviso está clavado en una esquina del tablón (o ha sido desplazado a ella) como si hubieran pasado siglos. Y algo más: el perió-dico no llevaba nada sobre el tema. Henry lo sabe porque lo ha leído, o mejor dicho hojeado al devorar los cereales. Piensa: quizá estuviera perdido en la sección de noticias regionales. Comprende ensegui-da que ha acertado. La palabra clave es «perdido». En Derry se pierden muchas cosas, empezando por los niños. En los últimos años se han extraviado muchos; lo saben los cuatro, y está claro que el día de conocer a Duddits Cavell se les pasó por la cabeza, pero no es un tema que se comente. Parece que el precio de vivir en un pueblo tan agradable y tranquilo sea el extravío de algún que otro chaval. Henry reacciona a la idea con una punta de indignación que va eclipsando la felicidad inconsciente de hace unos minutos. Era un encanto, piensa; como Duddits. Siempre con sus BarbieKen... Se acuerda de cuando llevaban a Duddits al colé (¡cuántas veces!), y de la frecuencia con que veían fuera a la niña. Josie Rinkenhauer, con las rodillas arañadas y el bolso grande de plástico blanco: «Hola, Duddie.» Un encanto.

Y sigue siéndolo, piensa Henry. Aún está...

—Está viva —suelta Beaver así como así. Se saca de la boca el mondadientes roído, lo mira y lo tira al césped—. Y cerca de aquí. ¿Verdad?

— Sí —dice Pete, que sigue fascinado por la foto. Henry le adivina el pensamiento, que es casi el mismo que el suyo: la niña ha crecido. Hasta Josie, que en una vida más justa podría haber sido novia de Doug Cavell—. Pero creo que... Ya me entendéis.

—Que se ha metido en un lío de la hostia —dice Jonesy, que se ha quitado la toga y se la está doblando en el brazo.

—Está atascada —dice Pete con tono soñador sin apartar la mirada de la foto. Ha empezado a movérsele el dedo, tictac, tictac.

— ¿Dónde? —pregunta Henry.

Pete, sin embargo, niega con la cabeza, y Jonesy lo imita.

—Vamos a preguntárselo a Duddits —dice Beaver de repente.

Todos saben por qué. No hace falta discutirlo. Porque Duddits ve la línea. Duddits

 

—... ve la línea! —exclamó Henry de manera brusca, incorporándose en el asiento del copiloto del Humvee y pegándole un susto a Owen, que se había sumido en un espacio íntimo donde sólo estaban él, la tormenta y la línea interminable de reflectores indicándole que seguía en la carretera—. ¡Duddits ve la línea!

El Humvee derrapó un poco, pero se dejó dominar.

— ¡Jo, tío! —dijo Owen—. Al próximo arranque, me avisas, ¿vale?

Henry se pasó la mano por la cara y respiró hondo.

—Ya sé adonde vamos y qué tenemos que hacer...

—Ah, pues muy bien...

—... pero tengo que explicarte algo para que lo entiendas.

Owen le miró de reojo.

—¿Tú lo entiendes?

—No del todo, pero más que antes, sí.

—Pues adelante. Para Derry falta una hora. ¿Tendrás tiempo?

Henry pensó que le sobraría, sobre todo si la comunicación era mental. Empezó por el principio, por lo que acababa de entender que era el principio; no la llegada de los grises, ni el byrus o las comadrejas, sino cuatro niños con ganas de ver una foto de la reina de la fiesta de ex alumnos levantándose la falda. Nada más. Mientras conducía Owen, la cabeza de Henry se pobló de una serie de imágenes conectadas entre sí, pero más como en un sueño, como en una película. Le habló de Duddits, del primer viaje a Hole in the Wall, y de Beaver vomitando en la nieve. Le explicó a Owen las caminatas para llevar a Duddits al colé, y la versión dudditesca del juego: ellos jugaban y él ponía las clavijas.

La vez que le habían llevado a ver a Papá Noel, y el mal rato que habían pasado. Y cuando habían visto la foto de Josie Rinken-hauer en el tablón de anuncios del instituto, el día antes de graduarse los tres mayores. Owen les vio ir a Maple Lane, a casa de Duddits, en el coche de Henry, con las togas y birretes amontonados detrás. Les vio saludar a los señores Cavell, que estaban en el salón en compañía de un hombre de tez lívida con mono de la compañía de gas y una mujer que lloraba. Roberta Cavell rodea los hombros de Ellen Rinkenhauer con el brazo y le dice que no se preocupe, que ella está segura de que Dios no dejará que le pase nada malo a la pequeña Josie.

Es fuerte, pensó Owen, un poco como soñando; ¡jo, qué fuerza tiene, el tío! ¿Cómo es posible?

Los Cavell apenas se fijan en los cuatro chavales, dada la frecuencia con que se dejan caer por el 19 de Maple Lane. En cuanto a los Rinkenhauer, están tan asustados que casi no reparan en ellos. Ni siquiera han tocado el café que les ha servido Roberta. «Está en su habitación», les dice Alfie Cavell con una vaga sonrisa. Duddits, que está jugando con sus soldados de plástico (tiene toda la colección), se leva-nta en cuanto los ve en la puerta. Cuando está en su habitación nunca se pone zapatos, sino las zapa-tillas de conejo que le regaló Henry para su último cumpleaños (le gustan tanto que las llevará hasta haberlas dejado como dos trozos de tela rosa apuntaladas con cinta aislante), pero ha hecho una excepción. Les estaba esperando, y, aunque sonríe con la misma efusividad de siempre, tiene la mirada seria. «¿Adode bamo?», pregunta («¿Adonde vamos?»). Y...

— ¿Todos erais así? ¿Todos? —susurró Owen. Supuso que Henry ya debía de habérselo dicho, pero entonces no lo había entendido—. ¿Antes de esto?

Se tocó un lado de la cara, donde había pelusilla de byrus.

—Sí. No. No lo sé. Escucha y no hables, Owen.

 

Cuando llegan a Strawford Park son las cuatro y media, y en el campo de softball hay un grupo de chicas con camisetas amarillas, todas con colas de caballo casi idénticas, metidas por la parte de detrás de la gorra. La mayoría lleva aparatos de ortodoncia.

—Qué patosas —dice Pete.

Es posible, pero se nota que se divierten, no como Henry, que tiene calambres en el estómago. Suerte que Jonesy es el mismo de siempre, serio y asustado. La imaginación que les falta a Pete y Beaver, a Jonesy y a él les sobra. Pete y Beav se lo toman como si fuera un caso detectivesco, pero Henry lo ve diferente. No encontrar a Josie Rinkenhauer sería malo (y sabe que existe la posibilidad), pero encontrarla muerta...

—Beav —dice.

Beaver, que estaba mirando a las chicas, se gira hacia él.

— ¿Qué?

—Es que... —A Beav se le borra la sonrisa, y pone cara de preocupación—. No sé, tío. ¿Pete?

Pete, sin embargo, niega con la cabeza.

—Yo creía que había vuelto al colé. ¡Coño, si en la foto parecía que me hablase! Pero ahora...

Se encoge de hombros.

Henry mira a Jonesy, que hace el mismo gesto y enseña las palmas: ni idea. Por lo tanto, se vuelve hacia Duddits.

Duddits lo mira todo a través de lo que llama «gafadezó uay», es decir, «gafas de sol guays»: curvadas y de espejo. También lleva el birrete de Beaver. Lo que más le gusta es soplar la borla.

Duddits carece de percepción selectiva; para él son igual de fascinantes el borracho que busca envases retornables en la basura, las jugadoras de softball y las ardillas corriendo por las ramas de los árboles. Forma parte de su peculiaridad.

—Duddits —dice Henry—, ¿te acuerdas de una niña que iba contigo al primer colé? Una que se llamaba Josie, Josie Rinkenhauer.

Duddits escucha a su amigo con cara de interés, pero es por educación, porque no le suena el nombre. ¿Por qué iba a sonarle? Teniendo en cuenta que Duds ni siquiera es capaz de memorizar lo que ha desayunado, ¿cómo va a acordarse de una compañera de clase de hace tres o cuatro años? Henry siente una oleada de impotencia, mezclada, cosa rara, con cierta diversión. ¿Cómo se les ha ocurrido?

—Josie —dice Pete con énfasis, a pesar de que tampoco parece muy esperanzado—. ¿No te acuerdas de que siempre te tomábamos el pelo diciendo que era tu novia? Tenía los ojos marrones... un pedazo de peluca rubia... y... —Suspira, disgustado —.Mierda.

—Mima mieda difentedia —dice Duddits, porque a sus amigos suele hacerles gracia: Misma mierda, diferente día. Como esta vez no funciona, hace otro intento — : Ni debote ni patido.

—Eso —dice Jonesy—. Tú lo has dicho: ni rebotes ni partido. Tíos, mejor que nos lo llevemos a casa, porque esto no...

—No —dice Beaver. Se lo quedan mirando. Tiene los ojos a la vez brillantes y preocupados, y mordisquea tan deprisa el palillo de la boca que se le mueve entre los labios como un pistón—. Atrapa-sueños —dice.

 

—¿Atrapasueños? —preguntó Owen.

Tuvo la sensación de hablar desde muy lejos. Delante, los faros del Humvee barrían un páramo nevado e infinito cuya similitud con una carretera se limitaba a la sucesión de reflectores amarillos. Atrapasueños, pensó, y volvió a ocuparle el cerebro el pasado de Henry, anegándole con imágenes, sonidos y olores correspondientes a aquel día prácticamente estival.

Atrapasueños.

 

—Atrapasueños —dice Beav, y se entienden los cuatro entre sí, tal como (equivocadamente, según acabará averiguando Henry) creen que hacen todos los amigos. A pesar de que nunca han abordado de manera directa el tema del sueño que compartieron durante su primera estancia en Hole in the Wall, saben que Beaver considera que en el fondo lo provocó el atrapasueños de Lámar. Nadie ha intentado convencerle de lo contrario, en parte porque no quieren romper la superstición de Beaver respecto a la inofensiva telaraña de cordel, pero sobre todo porque es un día del que no les apetece hablar. Sin embargo, al oírle, comprenden que Beaver ha entrevisto una verdad. En efecto, les ha unido un atrapasueños, aunque no sea el de Lámar.

Su atrapasueños es Duddits.

—Venga —dice Beaver con serenidad—. Venga, tíos, no tengáis miedo. Cogedle.

Lo hacen, aunque miedo tienen, como mínimo un poco. Incluido Beaver.

Jonesy coge la mano derecha de Duddits, tan diestra en manipular maquinaria desde que cursa formación profesional. Duddits pone cara de sorpresa, pero después sonríe y estrecha la mano de Jonesy. Pete le coge la izquierda. Beaver y Henry le rodean y le introducen los brazos a ambos lados de la cintura.

Los cinco se quedan en la misma postura debajo de uno de los robles grandes y viejos que hay en Strawford Park, con un encaje de luces y sombras de junio dibujado en las caras. Parecen crios formando una piña antes de un partido importante. No les miran las jugadoras de softball, con sus camisetas de color amarillo chillón, ni les miran las ardillas; tampoco el laborioso borracho, empeñado en amontonar latas vacías de refresco hasta tener bastante para la botella que será su cena.

Henry se siente penetrar por la luz, y comprende que la luz son sus amigos y él; el bellísimo encaje de luz y sombras verdes lo forman ellos cinco, y de los cinco es Duddits el más luminoso. Es su atrapasueños: les une. Henry siente el corazón henchido como nunca, ni antes ni después (y el vacío que deje ese nunca crecerá y se oscurecerá a medida que le cerque la acumulación de los años), y piensa: ¿Es para encontrar a una niña retrasada que se ha perdido, y que aparte de a sus padres lo más probable es que no le importe a nadie? ¿Fue para matar a un abusón descerebrado, juntándonos para conseguir que se saliera de la carretera (y soñando, ¡Dios!, soñando)? ¿No hay nada más? ¿Algo tan grande y maravilloso, sólo para objetivos tan pobres? ¿No hay nada más?

Porque, si no lo hay (piensa en pleno éxtasis unitivo), ¿de qué sirve? ¿Qué sentido tiene todo?

De repente, la intensidad de la experiencia barre cualesquiera ideas. Surge ante los cinco la cara de Josie Rinkenhauer, imagen movediza que al principio se compone de cuatro percepciones y memorias... hasta que pasan a ser cinco, porque Duddits ha entendido por quién se toman tantas molestias.

Con la intervención de Duddits se multiplican por cien la luminosidad y nitidez de la imagen. Henry oye que se le corta la respiración a alguien (Jonesy). A él también se le cortaría, pero ya hace unos segundos que no respira. Porque puede que Duddits sea retrasado en algunos aspectos, pero no en este. En este son ellos los débiles mentales, los torpes, y Duddits el genio.

— ¡Dios mío! —oye exclamar Henry a Beaver, con una voz donde se mezclan a partes iguales el éxtasis y la consternación.

Porque tienen a Josie al lado. Las cinco percepciones diferentes de su edad la han convertido en una niña de unos doce años, mayor que cuando la encontraban esperando delante del colé de los subnormales, pero seguro que menor que ahora. Se han decidido por un traje de marinero cuyo color no acaba de asentarse, oscilando entre el azul, el rosa y el rojo, y viceversa. Tiene en la mano el bolso grande de plástico blanco, con los BarbieKen asomando por arriba, y gloriosos arañazos en ambas rodillas. Le aparecen y desaparecen en los lóbulos dos pendientes en forma de mariquitas, y piensa Henry: ah, sí, me acuerdo de que los llevaba. Entonces se solidifican.

La niña abre la boca y dice: «Hola, Duddie.» Mira alrededor y dice: «Hola, chicos.»

Y de repente ya no está. Vuelven a ser cinco en lugar de seis, cinco chicos mayores debajo del roble viejo, con la luz antigua de junio impresa en la cara, y en los oídos el griterío de las jugadoras de softball. Pete está llorando. Jonesy también. El borracho se ha marchado (ya debe de tener bastante para comprarse la botella), pero ha venido otro hombre. Se trata de un individuo de aspecto muy serio que lleva parka de invierno, a pesar de que hace calor. Tiene una mancha roja por toda la mejilla izquierda, como de nacimiento, aunque Henry sabe que no es tal, sino byrus. Owen Underhill se ha reunido con ellos en Strawford Park, y les mira, pero no pasa nada; aparte de Henry, nadie ve al visitante del otro lado del atrapasueños.

Duddits sonríe, pero le extrañan las lágrimas de dos de sus amigos.

—¿Poqué yora? —le pregunta a Jonesy. (¿Por qué lloras?)

—No te preocupes —dice Jonesy.

Al soltar la mano de Duddits, se rompe lo que quedaba de conexión. Jonesy se seca la cara, al igual que Pete. Beav profiere una risita que tiene mucho de sollozo.

—Me parece que me he tragado el palillo —dice.

—No, burro, que está aquí —dice Henry señalando la hierba, donde está tirado el monda-dientes roído.

— ¿Contra a Yosi? —pregunta Duddits.

— ¿Puedes, Duds? —pregunta Henry.

Duddits se encamina hacia el terreno de juego, seguido respetuosamente por su grupo de amigos. Pasa al lado de Owen, pero claro, no le ve; para Duds, Owen Underhill no existe, al menos de momento. Deja atrás las gradas, la tercera base y el chiringuito, hasta que se detiene.

Pete, que está al lado, ahoga una exclamación.

Duddits se vuelve hacia él y le mira con ojos brillantes de interés, casi riendo. Pete tiene un dedo en alto y lo mueve como un péndulo, con la mirada en el suelo. Henry se la sigue, y tiene la breve impresión de haber visto algo (un destello amarillo en el césped, como de pintura). Después sólo está Pete, haciendo lo característico de cuando usa su facultad especial de recordar.

— ¿Belaliña, Pi? —inquiere Duddits con un tono paternal que a Henry casi le hace reír. (¿Ves la línea, Pete?)

—Sí —dice Pete con los ojos muy abiertos — . ¡Sí, coño! —Y mira a los demás — . ¡Tíos, que estaba aquí! ¡Justo aquí!

Cruzan Strawford Park siguiendo una línea que sólo ven Duddits y Pete, seguidos por un hombre a quien sólo ve Henry. Al fondo del parque hay una valla de madera hecha polvo con un letrero: propiedad de D. b. & A. r. R. ¡prohibido el paso! Ya hace años que los niños se saltan la prohibición a la torera; de hecho, también hace años que no pasan camiones de Derry, Bangor y Aroostook por los Barrens; a pesar de ello, al meterse por donde está rota la valla, ven las vías de tren. Están situadas al pie de la cuesta, brillando herrumbrosas al sol.

Es una cuesta muy empinada y llena de ortigas y plantas que pican. Cuando han bajado la mitad encuentran el bolso grande de plástico de Josie Rinkenhauer. Ahora está viejo, y da pena verlo tan gastado (con varios arreglos de celo), pero Henry lo reconocería donde fuera.

Duddits se lanza alegremente sobre él y lo abre sin miramientos.

— ¡BabiKe! —anuncia, sacando los muñecos.

Pete, que ha seguido rastreando el terreno con el torso inclinado, está serio como Sherlock Holmes tras las pistas del profesor Moriarty. De hecho, quien la encuentra es Pete Moore, que mira a los cuatro con cara de loco desde un desagüe sucio de hormigón que sobresale del follaje enmarañado de la cuesta.

— ¡Está aquí dentro! —exclama en pleno delirio. Tiene blanquísima toda la cara, menos dos manchas muy rojas en las mejillas—. ¡Tíos, que me parece que está aquí dentro!

Debajo de Derry, localidad que se asienta en antiguas marismas donde no habían querido instalarse ni los indios micmac que poblaban los alrededores, hay un sistema de alcantarillas que no sólo tiene muchos años, sino una complejidad increíble. La mayor parte se construyó en los años treinta con dinero del New Deal, y se desplomará casi entera en 1985, durante la inundación que destruirá la torre-depósito. Ahora todavía existen los conductos. El que ha encontrado Pete hace bajada y se mete en la colina. A Josie Rinkenhauer se le ocurrió meterse por ella, y resbaló con cincuenta años de hojas secas acumuladas. Bajó como en trineo, y está al fondo. Ha hecho tantos intentos de volver a subir por el tubo húmedo y medio deshecho que ya no le quedan fuerzas. Se ha comido las dos o tres galletas que llevaba en el bolsillo de los pantalones, y ya hace varias horas (doce o catorce interminables horas) que se limita a quedarse tendida en la oscuridad y el hedor, escuchando los ecos de un mundo exterior que se le hurta, y aguardando la muerte.

Ahora que ha oído la voz de Pete, levanta la cabeza y emplea la poca energía que le queda en contestar:

— ¡Ayudadmee! ¡No puedo salir! ¡Por favoor, ayudadmee!

No se les ocurre que convenga ir en busca de un adulto, como el agente Nell, que es quien tiene asignado el vecindario. Sólo piensan en sacar a Josie, que se ha convertido en responsabilidad suya. Al menos tienen la cordura de oponerse a que entre Duddits, pero a los otros cuatro no les cuesta ni medio minuto de debate formar una cadena en la oscuridad: primero Pete, luego Beav, a continuación Henry, y por último, como ancla, Jonesy, que es quien pesa más.

Es como penetran en la negrura apestosa a cloaca (también apesta a algo más, algo inconcebiblemente viejo y asqueroso). Después de unos tres metros, Henry encuentra en el fango una de las zapatillas deportivas de Josie, y se la mete sin pensárselo en el bolsillo de atrás de los vaqueros.

A los pocos segundos oye detrás la voz de Pete:

—Para, tío.

Ahora el llanto y los gritos de socorro de la chica se oyen con gran proximidad, tanta que Pete la ve sentada al fondo de la pendiente de hojas, mirándoles con una cara que se destaca en la oscuridad como un círculo blanco con manchas.

Estiran un poco más la cadena, sin que los nervios les impidan extremar las precauciones. Jonesy se apoya con los dos pies en un bloque de cemento caído. Josie tiende una mano... intenta coger la que le ofrece Pete... no llega... Justo cuando parece que tendrán que rendirse, consigue recorrer unos centímetros, y Pete la coge por la muñeca, sucia y con arañazos.

— ¡Bien! —exclama, triunfante—. ¡Ya te tengo!

Entonces la llevan con mucho cuidado hacia la boca del tubo, donde espera Duddits con el bolso en una mano y los dos muñecos en la otra, diciéndole a Josie en voz muy alta que no se preocupe, que tiene él a los BarbieKen. Hay sol, aire puro, y cuando la ayudan a salir del desagüe...

 

En el Humvee no había teléfono. Tenía dos radios, pero ningún teléfono. A pesar de ello sonó uno, haciendo añicos el nítido recuerdo tejido por Henry entre él y Owen, y pegándoles un susto de muerte.

Owen se sobresaltó como si le hubieran despertado de un sueño muy profundo, y el Humvee perdió un agarre que de por sí ya era precario. Al principio derrapó, y en segundo lugar inició un movimiento giratorio muy lento, como el baile de un dinosaurio.

—Me cago en...

Intentó seguir la dirección del giro, pero lo único que hizo la rueda fue girar con una facilidad angustiosa, como la de un barco que ha perdido el timón. El Humvee retrocedió por la superficie traicionera del único carril que quedaba en la 1-95 para ir hacia el sur, y acabó chocando de lado con el banco de nieve más interior, abriendo con los faros, en la dirección de donde venían, un cono de luz manchado de nieve.

¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing! Y sin teléfono a la vista.

Suena en mi cabeza, pensó Owen; lo proyecto, pero me parece que lo oigo en mi cabeza. Ya estamos otra vez con la telepatía de los...

En el asiento de en medio había una pistola, una Glock. Justo cuando la cogía Henry, dejó de sonar el teléfono. Entonces se aplicó a la oreja el cañón como si quisiera suicidarse, con la diferencia de que tenía todos los dedos en la culata.

Claro, pensó Owen, pura lógica. Le llaman por la pistola. No tiene nada de raro.

— ¿Sí? —dijo Henry. Owen no pudo oír la respuesta, pero vio iluminarse con una sonrisa la cara cansada de su acompañante—. ¡Jonesy! ¡Sabía que eras tú!

¿Y quién iba a ser?, se dijo Owen. ¿Oprah Winfrey?

— ¿Dónde...?

Henry permaneció a la escucha.

— ¿Buscaba a Duddits, Jonesy? ¿Por eso...? —Volvió a escuchar y añadió—: ¿El qué? ¿El depósito del agua? ¿Y por qué...? ¡Jonesy! ¡Jonesy!

Se quedó unos segundos más con la pistola en la oreja, hasta que la miró como si no la reconociera y la devolvió al asiento. Ya no sonreía.

—Ha colgado. Me parece que volvía el otro. Él le llama señor Gray.

— O sea que tu amigo está vivo. Pues no te veo muy contento.

Más que en la cara, se lo notaba en los pensamientos, pero a aquellas alturas ya no hacía falta decirlo. Al principio se había alegrado, como cualquiera que reciba una llamadita por la pistola, pero ya no estaba contento. ¿Por qué?

—Está... están al sur de Derry. Han parado a comer algo en un área de servicio para camioneros que se llama Dysart's... aunque Jonesy la ha llamado Dry Farts, como de niños. Para mí que no se ha dado ni cuenta. Ponía voz de asustado.

— ¿Por él o por nosotros?

Henry miró a Owen con mala cara.

—Dice que tiene miedo de que el señor Gray piense matar a un policía y robarle el coche patrulla. Supongo que más que nada es eso. Mierda.

Se dio un puñetazo en el muslo.

—Pero está vivo.

—Sí, eso sí —dijo Henry con muy poco entusiasmo — . Es inmune. Duddits... ¿Ahora ya entiendes lo de Duddits?

«No, y dudo que lo entiendas tú, Henry... pero es posible que ya entienda bastante.»

Henry pasó a la comunicación mental, que era más fácil.

«Duddits nos cambió, o nos cambió estar con él. Cuando a Jonesy le atrepellaron en Cambridge, volvió a cambiar. Muchasveces, a la gente que ha pasado por el trance de ver la muerte le cambian las ondas cerebrales. El año pasado vi un artículo en el Lancet sobre el tema. En el caso de Jonesy, debe de querer decir que el señor Gray en cuestión puede utilizarle sin contagiarle ni des-gastarle. Otra cosa que le ha permitido es que no le absorban, al menos de momento.»

— ¿Absorberle?

«Apropiársele. Tragársele.» Y en voz alta:

—¿Tienes alguna manera de sacarnos de la nieve?

«Me parece que sí.»

—Me lo temía —dijo Henry con desánimo.

Owen se volvió hacia él, con la luz verdosa del salpicadero en la cara.

—¿Se puede saber qué te pasa?

«¿No lo entiendes? ¿En serio? ¿De cuántas maneras tengo que explicártelo?»

— ¡Sigue dentro! ¡Jonesy sigue dentro!

Por tercera o cuarta vez desde el inicio de su fuga con Henry, Owen no tuvo más remedio que saltar encima del abismo entre lo que sabía su cabeza y lo que sabía su corazón.

—Ah, ya. —Se quedó un rato callado—. Está vivo. Piensa, y hasta llama por teléfono. —Otra pausa—. Caray.

Intentó poner el Humvee en primera y consiguió avanzar unos quince centímetros, pero volvieron a girar las cuatro ruedas. Entonces puso marcha atrás y se metió más en la nieve, pero estaba tan dura que el culo del Humvee se subió un poco a ella, que era lo que quería Owen; así, cuando volviera a meter la primera saldrían del banco de nieve como un corcho de una botella. Sin embargo, se quedó unos segundos con la suela de la bota en el freno. La vibración del Humvee era tan potente que hacía temblar todo el chasis. Fuera rugía el viento, haciendo resbalar por la autopista vacía copos de nieve como sierras.

—Supongo que te das cuenta de que no hay más remedio que seguir —dijo Owen—. Eso partiendo de la hipótesis de que podamos cogerle. Porque no conozco los detalles, pero casi seguro que el plan general es contaminarlo todo. Haciendo números...

—Ya, ya sé hacerlos —dijo Henry—. Seis mil millones de terrícolas contra un Jonesy.

—Exacto.

—Pero los números engañan —alegó Henry.

Sin embargo, lo dijo con mal tono. Al llegar a determinadas cantidades, los números no engañaban ni podían engañar, y seis mil millones era una cantidad muy alta.

Owen soltó el freno y apretó el acelerador. El Humvee avanzó (esta vez casi un metro), empezó a derrapar, se afianzó en la calzada y salió de la barrera de nieve con un rugido de dinosaurio. Owen lo enderezó rumbo al sur.

«Cuéntame qué pasó después de sacar a la niña de la tubería.»

Henry no tuvo tiempo de empezar, porque se oyó ruido en una de las radios de debajo del tablero. Después habló una voz fuerte y clara, como si procediera de otro ocupante del vehículo.

—¿Owen? ¿Me oyes, chaval?

Kurtz.

 

Tardaron casi una hora en cubrir los primeros veinticinco kilómetros al sur de Blue Base (o ex Blue Base), pero Kurtz no estaba preocupado. Tenía la seguridad de que les ayudaría Dios.

El conductor (de otro Humvee donde se apretujaba el feliz cuarteto) era Freddy Johnson. Perlmutter estaba en el asiento del copiloto, esposado al tirador de la puerta. Cambry lo mismo, pero detrás. Kurtz estaba sentado detrás de Freddy, y Cambry de Pearly. Kurtz se preguntó si los dos reclutas forzosos conspiraban por telepatía. Allá ellos, porque no les serviría de nada. Tanto Kurtz como Freddy habían bajado las ventanillas, aunque fuera al precio de tener el Humvee a temperatura de nevera. Habían puesto la calefacción a tope, pero no era suficiente. Con todo, era imprescindible bajar las ventanas, puesto que de lo contrario el interior del vehículo habría tardado muy poco en volverse inhabitable, más cargado de azufre que una mina de hulla contaminada. La diferencia era que no olía a azufre, sino a éter. Casi toda la peste, al parecer, procedía de Perlmutter, que cambiaba de postura cada dos por tres y gemía con disimulo. Cambry era un criadero de Ripley, que le crecía encima como un campo de trigo después de las lluvias de primavera, y olía (hasta con la mascarilla puesta lo notaba Kurtz), pero el más apestoso de los dos, el que no se estaba quieto y procuraba tirarse pedos sin hacer ruido (Kurtz recordaba vagamente que de niño lo llamaban el truco de «levanta

la nalga cuando salga»), intentando desentenderse de ellos, era Pearly. Gene Cambry criaba Ripley, pero Kurtz sospechaba que el bueno de Pearly criaba algo más.

Hizo todo lo posible por ocultar sus pensamientos con un mantra de su cosecha.

— ¿Podría decir otra cosa, por favor? —preguntó Cambry—. Me estoy volviendo tarumba.

—Y yo —dijo Perlmutter.

Se movió un poco y se le escapó un ruidito de «pfff», parecido al de algo de goma deshinchándose.

— ¡Pearly, coño! —exclamó Freddy, y bajó un poco más la ventanilla, dejando entrar una ráfaga de nieve y aire frío. El Humvee derrapó, y Kurtz se preparó para el golpe, pero había sido una falsa alarma—. ¿Podrías no seguir echando perfume anal, o es demasiado pedir?

— ¿Cómo dices? —dijo Perlmutter con frialdad—. Si insinúas que he soltado una ventosidad, te diré que...

—Yo no insinúo nada —dijo Freddy—. Sólo digo que ya hace bastante peste, o sea, que o paras o...

A falta de una manera satisfactoria de concretar la amenaza por parte de Freddy (puesto que de momento necesitaban a dos telépatas, uno principal y otro de refuerzo), intervino Kurtz con buenas maneras.

— Hay un caso muy interesante, en el sentido de que demuestra que todo tiene precedentes: el de Edward Davis y Franklin Roberts. Ocurrió en Kansas, en la época en que Kansas era Kansas...

Kurtz, que era un narrador más que aceptable, les retrotrajo a la época del conflicto de Corea. Ed Davis y Franklin Roberts eran de Kansas, dueños de sendas y pequeñas granjas en proximidad de Emporia, no demasiado lejos de la de la familia de Kurtz (cuyo nombre de pila no era exactamente Kurtz). Ed Davis, que siempre había tenido los tornillos un poco sueltos, fue convenciéndose de que su vecino, el maleducado de Roberts, pensaba robarle la granja. Se quejaba de que Roberts hablaba mal de él cuando iba a la ciudad, que le echaba veneno en los campos y presionaba al banco de Emporia para que le embargaran la granja.

La solución de Ed Davis, contó Kurtz, fue capturar un mapa-che enfermo de rabia y meterlo en el gallinero. El suyo. El animalmató gallinas a diestro y siniestro, y, cuando se cansó de matar, el bueno de Davis le voló la cabecita blanca y gris.

Todos los ocupantes del gélido Humvee, que proseguía su viaje, escuchaban en silencio.

Ed Davis cargó todas las gallinas muertas en la cosechadora, sin olvidarse del mapache muerto, montó en ella, fue de noche a la finca de su vecino y arrojó la carga de bichos muertos en los dos pozos de Franklin Roberts, el de riego y el de uso doméstico. La noche siguiente, con whisky hasta las cejas, Davis llamó por teléfono a su enemigo y le explicó su fechoría entre carcajadas de loco. El muy chalado preguntó: «¿Verdad que hoy ha hecho mucho calor?», riéndose tanto que a Roberts le costó entenderle. «¿Tú y tus chávalas cuál habéis bebido? ¿La del mapache o la de las gallinas? ¡Yo no sé decírtelo, porque no me acuerdo de qué puse en cada pozo! Lástima, ¿no?»

A Gene Cambry le temblaba la comisura izquierda de los labios, como si hubiera sufrido una grave apoplejía. El Ripley que le crecía por la arruga de la frente ya estaba tan avanzado que parecía que Cambry tuviera partida la cabeza.

— ¿Qué quiere decir? —preguntó — . ¿Que yo y Pearly no valemos más que un par de gallinas con rabia?

—Cambry, ojo con cómo le hablas al jefe —dijo Freddy, haciendo subir y bajar la mascarilla.

— ¡Qué jefe ni qué hostias! ¡La misión se ha acabado!

Freddy levantó una mano como para darle a Cambry un bofetón de espaldas. Cambry, cuya expresión era a la vez agresiva y de temor, adelantó la cabeza para acortar la distancia.

—Eso, guapo, pega, pega; aunque te aconsejo que esperes hasta haber comprobado que no tengas ningún corte en la mano. Porque no hacen falta más.

La mano de Freddy quedó suspendida a medio camino, hasta que volvió a apoyarse en el volante.

—Y hablando del tema, Freddy, también te aconsejo que tengas cuidado. Si crees que el «jefe» piensa dejar testigos, es que estás loco.

— Eso, loco —dijo Kurtz de corazón, y se rió entre dientes — . Hay muchos granjeros que se vuelven locos. Será que es una vida muy sufrida. Frank Roberts vendió la granja poco después de lo de los pozos, se fue a vivir a Wichita y entró de representante en una empresa, pero resulta que los pozos ni siquiera estaban contaminados. Hizo pruebas un inspector de aguas del estado, y salió que era potable. El inspector dijo que no era una vía de transmisión de la rabia. Me gustaría saber si lo es del Ripley.

—Al menos podría usar el nombre de verdad —dijo, o escupió, Cambry—. Se llama byrus.

—Byrus, Ripley... ¿Qué más da? —dijo Kurtz—. Están intentando envenenar nuestros pozos, contaminar nuestros preciosos fluidos, como dijo no sé quién.

— ¡Eso a usted le importa un carajo! —soltó Perlmutter con tanta animosidad en la voz que Freddy se sobresaltó — . Sólo le importa pillar a Underhill. —Y añadió apenadamente, después de una pausa—: Usted sí que está loco, jefe.

— ¡Owen! —exclamó Kurtz, más alegre que unas pascuas — . ¡Casi se me había olvidado! ¿Dónde está, nenes?

—Delante —dijo Cambry, resentido—. Atascado en la puta nieve.

— ¡Fabuloso! —tronó Kurtz—. ¡Nos acercamos!

—No se emocione, que está saliendo. Tiene un Humvee, igual que nosotros. Con un trasto así y sabiendo conducirlo, se puede cruzar el infierno. Y parece que sabe.

—Lástima. ¿Nos hemos acercado algo?

—No mucho —dijo Pearly.

Cambió de postura, hizo una mueca y se tiró otra ventosidad.

— ¡Jodeer! —dijo Freddy en voz baja.

—Freddy, dame el micro. Por el canal común, que es el que le gusta a nuestro amigo Owen.

Freddy estiró el cable, que se había enrollado, le pasó el micro a Kurtz, hizo un ajuste en el transmisor fijado con tornillos al salpicadero y dijo:

—Ya puede hablar, jefe.

Kurtz presionó el botón lateral del micro.

— ¿Owen? ¿Me oyes, chaval?

Silencio, estática y el aullido monótono del viento. Cuando Kurtz se disponía a volver a apretar el botón de transmisión y realizar otro intento, se oyó la voz de Owen con poco ruido de estática y nula distorsión. Kurtz no cambió de cara (conservó la misma expresión de afabilidad interesada), pero se le aceleró bastante el pulso.

—Aquí estoy.

— ¡Hombre, chaval, qué gusto oírte! ¡Qué alegría! Calculoque estás en nuestra posición más ochenta. Acabamos de pasar por la salida 39. ¿Me equivoco?

En realidad acababan de dejar atrás la 36, y Kurtz consideraba que faltaban bastante menos de ochenta kilómetros. Quizá la mitad.

No hubo respuesta.

—Frena, nene —le aconsejó Kurtz a Owen con su tono más amable y cuerdo—. Aún estamos a tiempo de que no se vaya a la mierda absolutamente todo. Supongo que nuestras carreras ya no hay quien las salve (son gallinas muertas en un pozo envenenado), pero, si tienes una misión, déjame compartirla. Ya estoy viejo, y lo único que pido es sacar algo un poco decente de...

—Corta el rollo, Kurtz.

Los seis altavoces del Humvee lo reprodujeron con la misma fuerza y nitidez. Cambry tuvo la desfachatez de reírse, ganándose una mirada venenosa de Kurtz. En otras circunstancias, una mirada así le habría puesto los pelos de punta, pero ya no había otras circunstancias, estaban canceladas, y Kurtz experimentó algo tan poco habitual como una punzada de miedo. Una cosa era saber que se les había jorobado todo, y otra notar el peso de la verdad como un gran saco de harina oprimiendo las tripas.

— Owen... chaval...

—Escucha, Kurtz. No sé si te queda alguna neurona cuerda en la cabeza, pero en caso afirmativo espero que esté atenta. Me acompaña una persona que se llama Henry Devlin, y tenemos delante (yo diría que a unos ciento cincuenta kilómetros) a un amigo suyo que se llama Gary Jones. Aunque ya no es él de verdad. Le ha raptado una inteligencia extraterrestre a la que llama señor Gray.

Gray... Gray..., pensó Kurtz. Por sus anagramas les conocerás.

— Lo que haya pasado en Jefferson Tract no tiene importancia —dijo por los altavoces la voz de Owen—. La masacre que tenías planeada era superflua, Kurtz. Lo mismo da matarles o dejar que se mueran, porque no representan ningún peligro.

—¿Oís? — preguntó Perlmutter, histérico—. ¡Ningún peligro! Ningún...

— Calla —dijo Freddy, dándole un golpe con la mano. Kurtz apenas se fijó. Estaba muy tieso en el asiento, con unamirada de odio. ¿Superflua? ¿Owen Underhill diciéndole que la misión más importante de su vida había sido superflua?

—... entorno, ¿entiendes? No pueden vivir en este ecosistema. La única excepción es Gray. ¿Por qué? Porque resulta que ha encontrado un huésped con diferencias radicales. Conque ya lo sabes, Kurtz: si tienes algún principio, renunciarás ahora mismo a perseguirnos y nos dejarás en paz. Deja que nos ocupemos nosotros de Jones y de Gray. Con suerte nos cogerías a nosotros, pero a ellos, lo dudo. Están muy al sur, y creemos que el señor Gray tiene un plan. Algo que esta vez funcionará.

—Estás exaltado, Owen —dijo Kurtz — . Frena y haremos juntos lo que haya que hacer. Lo...

—Si te importa algo, renuncia —dijo Owen con inexpresividad—. Y punto. No tengo nada más que decir. Corto.

— ¡No cortes, chaval! —vociferó Kurtz—. ¡Te lo prohibo! Se oyó un clic de gran nitidez, y el altavoz se cargó de unruido de fondo de estática.

— Ha cortado —dijo Perlmutter—. Tiene desconectado el micro y ha apagado el receptor.

—Bueno, pero ya le habéis oído —dijo Cambry—. Esto no tiene sentido. Renunciad.

A Kurtz le palpitaba una vena en medio de la frente.

— Claro, como que voy a creerme lo que diga ese. Después de la que ha montado en la base...

— ¡Pero ha dicho la verdad! —se exasperó Cambry. Por primera vez miró a Kurtz abriendo mucho los párpados, en cuyas comisuras había manchas de Ripley, o byrus, o como se quisiera llamar, y le roció de baba las mejillas, la frente y la superficie de su mascarilla protectora—. ¡Le he oído los pensamientos! ¡Los suyos y los de Pearly! ¡decía la pura verdad! ¡decía...!

Kurtz dio otra prueba de su increíble rapidez de movimientos, desenfundando la pistola de nueve milímetros de la cartuchera del cinturón y disparando. Dentro del Humvee, la detonación fue ensordecedora. Freddy gritó de sorpresa y dio otro golpe de volante, haciendo que el vehículo iniciara un derrape en diagonal por la nieve. Perlmutter, chillando, giró la cabeza, horrorizada y manchada de rojo, para mirar el asiento de detrás. Cambry no había tenido ninguna oportunidad. Le habían salido los sesos por el cogote y la ventanilla rota. Antes de que tuviera tiempo de levantar una mano en señal de protesta, ya se los llevaba la tormenta.

No te lo esperabas, ¿eh, chaval?, pensó Kurtz. ¿A que esta vez no te ha servido de nada la telepatía?

—No —dijo Pearly, gemebundo—. Alguien que no sabe qué va a hacer hasta que lo hace es un caso perdido. Con los locos no hay gran cosa que hacer.

Kurtz le apuntó con el arma.

—Venga, dímelo otra vez. Que te oiga volver a llamarme loco.

— Loco —dijo enseguida Pearly, y le ensanchó la boca una sonrisa que dejó a la vista varios huecos en la dentadura—. Loco, loco, loco. Por mucho que te lo diga no me pegarás un tiro. Ya has matado al refuerzo, que era lo máximo que podías permitirte.

Empezaba a levantar demasiado la voz. El cadáver de Cambry chocó con la puerta. El viento frío que entraba por la ventanilla le despeinaba su cabeza deforme.

— Calla, Pearly —dijo Kurtz. Ahora estaba más tranquilo y volvía a tenerlo todo controlado. Al menos Cambry había tenido alguna utilidad — . Sujeta tu tablita y calla. ¿Freddy?

—Sí, jefe.

— ¿Aún cuento contigo? —Para lo que sea, jefe.

— Owen Underhill es un traidor. Eso se merece un amén como una casa. ¿Me lo das?

—Amén.

Freddy se quedó más tieso que una escoba, mirando fijamente la nieve y los conos que formaban los faros del Humvee.

— Owen Underhill ha traicionado a su país y a sus camaradas. Ha...

—Te ha traicionado a ti —dijo Perlmutter con poco más que un susurro.

—Exacto, Pearly; y una cosa, chaval: no sobrestimes tu importancia, que es lo que menos te conviene. Ya has dicho que los locos son imprevisibles.

Kurtz volvió a mirar la ancha nuca de Freddy.

—A Owen Underhill le vamos a machacar; a él y al tal Devlin, suponiendo que les encontremos juntos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, jefe.

—Aunque lo primero es soltar lastre, ¿no? —Kurtz se sacó del bolsillo la llave de las esposas, pasó un brazo por detrás de Cambry, metió la mano en el pringue tibio que no había salido por la ventana y acabó por encontrar el tirador de la puerta. Entonces abrió con la llave las esposas, y unos cinco segundos despues el señor Cambry, Dios le tuviera en su gloria, se reintegró a la cadena alimentaria.

Mientras tanto, Freddy se había puesto una mano en la entrepierna, que le picaba la hostia. Por cierto, que también le picaban las axilas y...

Movió un poco la cabeza y topó con la atenta mirada de Perlmutter, ojos grandes y oscuros en una cara pálida con manchas rojas.

— ¿Qué miras? —preguntó Freddy.

Perlmutter giró la cabeza sin decir nada más y contempló la noche.

 

SIGUE   LA   PERSECUCIÓN

El señor Gray disfrutaba a fondo de las emociones humanas, y le gustaba mucho la comida de aquellos seres, pero le estaba gustando bastante menos vaciar los intestinos de Jonesy. Negándose a mirar lo que había evacuado, se levantó los pantalones y se los abrochó con un ligero temblor en las manos.

«¡Pero bueno! ¿No piensa usar papel? —preguntó Jonesy—. ¡Coño, al menos podría tirar de la cadena!»

El señor Gray, sin embargo, no veía el momento de salir del váter. Hizo una pausa para mojarse las manos debajo de uno de los grifos (Jonesy oía aullar el viento al otro lado de la pared de baldosas del lavabo, donde no había nadie más) y se encaminó a la puerta.

Para Jonesy no fue del todo una sorpresa ver que la empujaba el policía.

—Oiga, que se le ha olvidado subirse la cremallera —dijo éste.

—Ah, pues es verdad. Gracias, agente.

— ¿Viene del norte? Por la radio dicen que ha pasado algo gordo. Eso cuando se coge. Dicen que podría haber extraterrestres.

—Ni idea. Es que sólo vengo de Derry —dijo el señor Gray.

—Y, si no es indiscreción, ¿por qué ha salido de casa, con la nochecita que hace?

Dígale que para ir a ver a un amigo enfermo, pensó Jonesy; pero le acometió la desesperación. No sólo no quería ver el desarrollo de la escena, sino que habría preferido no participar.

—Un amigo, que está enfermo —dijo el señor Gray.

—Ah, un amigo. Haga el favor de enseñarme el permiso de conducir y el do...

De repente el policía abrió mucho los ojos y caminó deprisa y con paso forzado hacia la pared donde ponía en un cartel: LAS duchas están reservadas para los CAMiONEROS. Permaneció contra ella, intentando resistir... y empezó a dar cabezazos convulsos y brutales en las baldosas. El primero le quitó el sombrero Stetson. Al tercero empezó a correr la sangre, que al principio manchaba las baldosas, hasta que las salpicó con verdaderos chorros.

Como no estaba en su mano evitarlo, Jonesy quiso coger el teléfono del escritorio.

No había. En algún momento, bien fuera comiendo el segundo plato de beicon, bien cagando por primera vez como un ser humano, el señor Gray había cortado la línea. Estaba solo.

 

A pesar del horror que sentía (a menos que fuera la causa), Jonesy acompañó con grandes carcajadas el gesto de limpiar con una toalla la sangre de la pared del servicio. El señor Gray había accedido a los conocimientos de Jonesy sobre la ocultación y/o eliminación de cadáveres, y había encontrado una mina. Como aficionado a las películas de terror y las novelas de suspense y policíacas, con muchos años de afición a sus espaldas, Jonesy, en cierto modo, era una autoridad. De hecho, mientras el señor Gray dejaba caer la toalla ensangrentada sobre el uniforme empapado del agente (la chaqueta había servido para envolver la cabeza, francamente maltrecha), una parte del cerebro de Jonesy repasaba la eliminación del cadáver de Freddy Miles en El talento de Mr. Ripley, tanto la película como la novela de Patricia Highsmith. Ni mucho menos era el único vídeo puesto; había tantos que a Jonesy le daba vértigo mirarlos demasiado, como cuando estaba al borde de un precipicio. Y no era lo peor. Con ayuda de Jonesy, el señor Gray había descubierto algo que le gustaba más que el beicon muy hecho, y hasta que dar rienda suelta a las reservas de rabia de Jonesy.

El señor Gray había descubierto el asesinato.

 

Detrás de las duchas había un vestuario, y detrás de este un pasillo que daba al dormitorio para camioneros. En el pasillo no había nadie. Al fondo había una puerta por la que se salía a la fachada trasera del edificio, abocada a un callejón sin salida donde se había acumulado mucha nieve. Sobresalían dos contenedores verdes de basura. La luz débil de una farola proyectaba sombras largas y afiladas. El señor Gray, que aprendía deprisa, registró el cadáver del policía buscando las llaves del coche, y las encontró. También le quitó la pistola y la metió en uno de los bolsillos con cremallera de la parka de Jonesy. Usó la toalla manchada de sangre para evitar que se cerrara sola la puerta del callejón. Después arrastró el cadáver y lo dejó detrás de un contenedor.

Todo, desde la truculenta inducción al suicidio hasta el reingreso de Jonesy en el pasillo, duró menos de diez minutos. El cuerpo de Jonesy respondía con ligereza y agilidad, sin acusar el cansancio anterior: él y el señor Gray estaban disfrutando de otro episodio de euforia por endorfinas. En cuanto a la responsabilidad del crimen, a Gary Ambrose Jones le correspondía como mínimo una parte, que englobaba algo más que los conocimientos sobre cómo deshacerse del cadáver: los impulsos sanguinarios de ello, bajo una capita de «sólo es ficción». Al volante estaba el señor Gray (al menos Jonesy no tenía que agobiarse con la idea de ser el autor directo del asesinato), pero el motor era él.

A ver si resulta que nos merecemos que nos borren de la faz de la Tierra, pensó Jonesy mientras el señor Gray volvía por la sala de duchas (buscando salpicaduras de sangre con los ojos de Jonesy, y usando una mano de este para jugar con las llaves del policía). Quizá nos merezcamos que nos conviertan en esporas rojas. Quizá sea lo mejor.

 

La cajera, de aspecto cansado, le preguntó si había visto alagente.

— ¡Que si le he visto! —dijo Jonesy—. Hasta he tenido queenseñarle el carnet de conducir.

—Desde finales de la tarde pasan muchos de la montada

—dijo la cajera—, y eso que hace un día... Están con los nervios de punta. Como todo el mundo. Yo, para ver gente de otro planeta, prefiero alquilar un vídeo. ¿Han dicho algo más?

—En la radio dicen que era todo falsa alarma —contestó Jonesy, cerrando la cremallera de la chaqueta.

Miró las ventanas del restaurante que daban a la zona de estacionamiento, verificando lo que ya había visto: que la combinación de escarcha en el cristal y nieve exterior impedía cualquier visibilidad. Desde dentro no vería nadie a bordo de qué vehículo se marchaba.

— ¿En serio?

Con el alivio parecía menos cansada, y más joven.

— Sí. Y otra cosa, guapa: no te preocupes si tarda un poco el amigo, porque ha dicho que tenía que echar algo gordo.

Apareció una arruga en el entrecejo de la mujer.

— ¿Lo ha dicho así?

—Buenas noches. Feliz navidad. Feliz año nuevo.

Jonesy confió en estar participando en la respuesta, en influir en algo para llamar la atención.

No tuvo tiempo de ver si la llamaba, porque el señor Gray le hizo dar la espalda a la caja, y el pano-rama de la ventana del despacho pivotó. Cinco minutos más tarde volvía a circular hacia el sur por la autopista; el coche patrulla, con gran estrépito de cadenas, le permitía no bajar de los sesenta o setenta kilómetros por hora.

Jonesy notó que el señor Gray se proyectaba hacia atrás. El señor Gray podía tocar el cerebro de Henry, pero no podía meterse dentro. Henry tenía algo diferente, como Jonesy. Daba igual, porque Henry iba con otra persona, un tal Overhill o Underhill, que se lo dejaría sonsacar. Como mínimo les llevaba cien kilómetros de ventaja. ¿Estaban saliendo de la autopista? Sí, por Derry.

El señor Gray retrocedió todavía más y descubrió a más perseguidores. Eran tres... pero Jonesy percibió que el objetivo principal de su persecución no era el señor Gray. Cosa que a éste le sentó muy bien. Ni siquiera se molestó en buscar el motivo de que pararan Overhill/Underhill y Henry.

Para el señor Gray, lo principal era cambiar de vehículo y conseguir un quitanieves, a condición de que las capacidades de conducción de Jonesy le permitieran maniobrarlo.

Y sólo era el precalentamiento.

 

Owen Underhill está de pie en la cuesta, muy cerca del tubo que sobresale de los hierbajos, viéndoles ayudar a salir a la niña con barro en la ropa y miedo en los ojos (Josie). Ve que Duddits (un joven corpulento con hombros de jugador de fútbol americano y un pelo rubio, como de estrella de cine, que desentona con el resto) la levanta con un fuerte abrazo y le da besos sonoros en la cara sucia. Luego oye las primeras palabras de la chica:

—Quiero ir con mi mamá.

Los chicos consideran que está bien. No avisan a la policía ni a una ambulancia. Sólo la ayudan a subir por la cuesta, meterse por el agujero de la valla y cruzar el parque (donde ya no están las juga-doras de amarillo, sino otras de verde que se fijan tan poco como la entrenadora en los chicos y la criatura sucia y despeinada a quien han rescatado). Después la acompañan por Kansas Street hasta Maple Street. Saben dónde está la mamá de Josie. Y su papá.

Los Rinkenhauer no están solos. Al volver, los chicos se encuentran con que hay toda una hilera de coches aparcados en la manzana de la casa de los Cavell. La idea de avisar a los padres de los amigos y compañeros de clase de Josie ha sido de Roberta. Propone buscarla cada uno por su lado, y pegar los carteles por toda la ciudad, no en puntos escondidos y apartados (que en Derry es donde tienden a aparecer esa clase de avisos), sino donde no haya más remedio que verlos. El entusiasmo de Roberta es suficiente para alumbrar una chispa de esperanza en los ojos de Ellen y Héctor Rinkenhauer.

Los otros padres también responden, como si hubieran estado esperando que se lo pidiesen. Las llamadas han empezado poco después de salir por la puerta Duddits y sus amigos (ha supuesto Roberta que para jugar, porque aún está la tartana de Henry en el camino de entrada). Para cuando vuelven los chicos, en el salón de los Cavell ya se apretujan casi dos docenas de personas tomando café y fuman-do. En ese momento tiene la palabra un hombre que a Henry le suena, un tal Phil Bocklin, abogado. A veces juega con Duddits su hijo Kendall, que también tiene síndrome de Down; majo, pero no es como Duds. Claro que como Duds no hay nadie.

Los chicos están en la puerta del salón acompañados por Josie, que ya vuelve a llevar su bolso con los BarbieKen dentro. Hasta tiene la cara casi limpia, porque Beaver, al ver tantos coches, se la ha adecentado un poco antes de entrar con su pañuelo. («La verdad es que me ha dado una sensación un poco rara —reconoce más tarde, cuando ya ha pasado todo el follón—. Eso de limpiarle la cara a una tía con cuerpo de modelo de Playboy y cerebro más o menos de regadera...») Al principio sólo les ve el señor Bocklin, que no debe de haberles reconocido, porque sigue hablando como si nada.

—En definitiva, que tenemos que dividirnos en equipos, digamos que de tres parejas... tres por... por equipo... y luego... luego...

El señor Bocklin parece un juguete perdiendo cuerda, hasta que se queda callado del todo delante de la tele de los Cavell, mirando fijamente. La reacción de los padres, reunidos en cuestión de minutos, es de cierta agitación, porque no entienden qué le pasa. Con lo bien que estaba hablando...

—Josie —dice el señor Bocklin con un tono que no se parece nada al que usa en los juicios, teatral y confiado.

—Sí —dice Héctor Rinkenhauer—, es como se llama. ¿Qué te pasa, Phil? ¿Qué os pasa a...?

—Josie —repite Phil levantando una mano temblorosa.

A Henry (y por lo tanto a Owen, que mira por sus ojos) le recuerda el fantasma de las siguientes navidades señalando la tumba de Scrooge.

Se gira una cara... dos... cuatro... los ojos de Alfie Cavell, ojos de incredulidad magnificados por las gafas... y por último los de la señora Rinkenhauer.

—Hola, mamá —dice Josie tan tranquila, enseñando el bolso—- Duddie ha encontrado mi BarbieKen. Me había quedado metida en...

El grito de alegría de su madre impide oír el resto. Henry nunca ha oído un grito similar en toda su vida; es maravilloso, pero también tiene algo de sobrecogedor.

— Cágate lorito —dice Beaver (en voz baja).

Jonesy tiene sujeto a Duddits, que se ha asustado del grito.

Pete mira a Henry y le hace un gesto con la cabeza: «Lo hemos hecho bien.»

Y Henry se lo devuelve. «Sí.»

Si no es el mejor momento del grupo, es el segundo mejor, y con poca diferencia. Cuando la señora Rinkenhauer, que ahora llora, coge en brazos a su hija, Henry le toca a Duddits el brazo para que se gire, y le da un besito en la mejilla. «Duddits, majo —piensa Henry—. Duddits...»

 

—Ya estamos —dijo Henry en voz baja—. Salida 27.

La visión que tenía Owen de la sala de estar de los Cavell reventó como una burbuja de jabón. Miró el letrero: SALIDA 27 kansas street. pónganse a la derecha. Aún le resonaban en los oídos los gritos de la mujer, entre felices e incrédulos.

— ¿Te pasa algo? —preguntó Henry.

—No; vaya, me parece que no. —Owen metió el Humvee por la rampa de salida, entre paredes de nieve. El reloj del salpicadero se había quedado tan parado como el de pulsera de Henry, pero tuvo la impresión de que fuera había un poco más de luz—. ¿Después de la rampa es a la izquierda o la derecha? Dímelo ahora, para no arriesgarme a frenar.

—A la izquierda, a la izquierda.

Owen viró en la dirección indicada, pasando por debajo de una señal intermitente, superó otro derrape y se metió hacia el sur por Kansas Street. No hacía mucho tiempo que habían pasado los quitanieves, pero volvía a acumularse nieve.

—Ya va nevando menos —dijo Henry.

— Sí, pero ¡qué viento más cabrón! Debes de tener muchas ganas de verle, ¿no? Me refiero a Duddits.

Henry enseñó los dientes.

—Sí, pero también estoy un poco nervioso. —Sacudió la cabeza—. Jo, es que Duddits... Duddits te pone a gusto. Ya lo verás. Lo único que me da rabia es ir a su casa a una hora tan indecente.

Owen se encogió de hombros, gesto que quería decir: «No hay más remedio.»

—Me parece que llevan unos cuatro años en este barrio, y ni siquiera conozco la casa nueva.

Sin darse cuenta, siguió en telepatía: «Se mudaron al morirse Alfie.»

«¿Tú...?» La continuación no fueron palabras, sino una imagen: gente vestida de negro con paraguas negros. Un cementeriocon lluvia. Un ataúd encima de unos caballetes, y en la tapa la inscripción «R. i. p. alfie».

«No —dijo Henry, avergonzado—. Ninguno de los cuatro.»

«¿ ?»

Henry no sabía por qué no habían ido, pero intuía por dónde iban los tiros. Duddits había sido una parte importante de la infancia de los cuatro (supuso que la palabra que buscaba era «crucial»); roto el eslabón, habría sido doloroso regresar. Doloroso, sin embargo, no quería decir inútil. Ahora Henry entendía algo: que las imágenes que asociaba con su depresión, y con estar cada vez más convencido del suicidio (la leche en la barbilla de su padre, el culo enorme de Barry Newman bam-boleándose hacia la puerta de la consulta), escondían desde siempre otra imagen más potente: el atrapasueños. ¿Acaso no era el verdadero origen de su desesperación? ¿La majestad del concepto del atrapasueños contrastando con la banalidad de los usos que se le habían destinado? Usar a Duddits para encontrar a Josie había sido como descubrir la física cuántica y usarla para hacer un videojuego. O peor: descubrir que en el fondo la física cuántica no servía para nada más. Por supuesto que habían realizado una buena acción (sin ellos Josie Rinkenhauer se habría muerto en el tubo como una rata atascada en un desagüe), pero bueno, que... que no era como haber rescatado a un futuro premio Nobel...

«No he podido seguir todo lo que acaba de pasarte por la cabeza —dijo Owen, que de repente estaba muy metido en el cerebro de Henry—, pero me ha parecido como muy pretencioso. ¿Qué calle es?»

Henry le miró con mala cara, picado.

—Ya hace tiempo que no vamos a verle. ¿Vale? ¿Lo podemos dejar así?

—Bueno —dijo Owen.

—Pero le enviábamos felicitaciones de navidad cada año. Es como me enteré de que se habían mudado al 41 de Dearborn Street, en la parte oeste de Derry. Coge la tercera a la derecha.

—Vale, vale, tranquilo.

— Que te folle un pez.

— Henry...

— Perdimos el contacto. ¡Tampoco es tan raro! A un don perfecto como tú seguro que nunca le ha pasado, pero a los demás... a los demás..,

Henry bajó la mirada, vio que tenía cerrados los puños y les ordenó abrirse.

—He dicho vale.

—Claro, seguro que don perfecto aún tiene contacto con todos sus amigos del instituto. Debéis de reuniros cada año para poner los discos viejos de Motley Crue y comer bocadillos de atún igualitos a los que vendían en el bar del colé.

—Perdona que te haya ofendido.

— ¡Joder, es que viéndote la cara parece que le hayamos abandonado!

Que venía a ser lo que habían hecho, naturalmente.

Owen no dijo nada. Aguzaba la vista para ver si entre la nieve, a la luz grisácea del alba, aparecía la señal de Dearborn Street. En efecto: la tenían justo delante. Pasando por Kansas Street, un quitanieves había bloqueado la boca de Dearborn, pero Owen consideró que el Humvee era capaz de superar el obstáculo.

— ¡Ni que me hubiera olvidado de él! —dijo Henry. Iba a seguir mentalmente, pero lo hizo de palabra porque pensar en Duddits era demasiado revelador—. Nos acordábamos todos. De hecho, Jonesy y yo pensábamos ir a verle esta primavera, pero tuvo el accidente Jonesy y se me fue de la cabeza. ¿Tan raro es?

—No, qué va —dijo Owen, moderado.

Dio un golpe brusco de volante a la derecha, luego otro en sentido contrario para controlar el derrape y pisó a fondo el acelerador. El impacto del Humvee contra la pared de nieve prensada fue tan violento que arrojó a ambos ocupantes contra los cinturones de seguridad. Después se encontraron al otro lado, y Owen hizo maniobras para no chocar con los coches aparcados en las dos aceras de la calle.

—Paso de que me haga sentir culpable un tío que tenía pensado asar a la parrilla a doscientos o trescientos civiles —gruñó Henry.

Owen pisó el freno con los dos pies, y esta vez se vieron proyectados todavía con más fuerza. El Humvee derrapó hasta quedarse parado en diagonal en mitad de la calle.

— Calla, joder.

«No hables de lo que no entiendes.»

—Lo más seguro es que me

«maten por tu»

—puta culpa, o sea, que al menos podrías guardarte

«tus pandas pseudorracionales de»

(la imagen de un niño con cara de mimado)

«y no darme a mí la vara.»

Henry se le quedó mirando, escandalizado y perplejo. ¿Cuándo había sido la última vez que le habían hablado así? La respuesta probablemente fuera que nunca.

—A mí sólo me interesa una cosa —dijo Owen, que estaba pálido y tenía cara de crispación y cansancio—. Quiero encontrar al agente de contagio y pararle los pies. ¿Vale? Aparte de eso, me importan cuatro hostias tus sentimientos, lo cansado que estés y tú en general.

—Bueno, bueno —dijo Henry.

—Y paso de escucharle lecciones de moral a un finolis llorica que tenía pensado pegarse un tiro en la cabeza.

—Vale.

—Total: que te folie un pez a ti.

Dentro del Humvee se hizo el silencio. El único ruido de fuera era el zumbido monótono del viento, como de aspiradora.

Al final dijo Henry:

—Propongo lo siguiente: primero me folla a mí el pez, y luego a ti.

Owen empezó a sonreír, y Henry hizo lo propio.

«¿Qué están haciendo Jonesy y el señor Gray? —preguntó Owen—. ¿Lo sabes?»

Henry se mojó los labios. Casi ya no le picaba la pierna, pero su lengua había adquirido la textura de un felpudo viejo.

—No. Se ha cortado la comunicación. Debe de ser culpa del señor Gray. ¿Y tu líder indómito, Kurtz? ¿Verdad que se acerca?

—Sí. Mejor que nos demos un poco de prisa, porque no nos queda mucho tiempo de llevarle la delantera.

—Pues adelante.

Owen se rascó lo rojo de la cara, miró los pedacitos que se le quedaban en los dedos y volvió a poner el vehículo en marcha.

«¿Has dicho el número 41?»

«Sí. Oye, Owen...»

«¿Qué?»

«Tengo miedo.»

«¿De Duddits?»

«Pues... sí, más o menos.»

«¿Por qué?»

«No lo sé.»

Henry miró a Owen con cara de preocupación.

«Me parece que le pasa algo.»

 

Parecía que se hubiera hecho real su fantasía nocturna. Al oír llamar a la puerta, Robería no pudo levantarse. Tenía las piernas de gelatina. Ya no era de noche, pero la mañana era tan oscura y tétrica que poco habían avanzado. Estaban fuera Pete y Beav. Los muertos venían a por su hijo.

Volvió a caer el puño, haciendo temblar los cuadros de las paredes, entre ellos una portada enmarcada del Derry News con una foto de Duddits, sus amigos y Josie Rinkenhauer cogiéndose todos por la espalda y sonriendo como desquiciados. (¡Qué buen aspecto, el de Duddits en la foto! ¡Qué fuerte, y qué normal!) Estaba debajo del siguiente titular:  UN GRUPO DE AMIGOS DEL NSTITUTO HACE DE DETECTIVES Y ENCUENTRA A UNA CHICA DESAPARECIDA.

¡Bum, bum, bum!

No, pensó Robería, yo me quedo aquí sentada, y ya se marcharán. Seguro que a la larga se marchan, porque los muertos sólo entran si les dejas, y con que me quede sentada...

Fue antes de que pasara Duddits al lado de la mecedora donde estaba su madre. Ni más ni menos que corriendo, cuando ya hacía tiempo que no podía caminar sin cansarse; corriendo y con la luz de antes en los ojos. ¡Qué buenos chicos habían sido! ¡Cómo le habían alegrado la vida! Pero ahora estaban muertos, y venían en plena tormenta...

— ¡¡No, Duddieü —exclamó.

Su hijo no obedeció. Pasó corriendo al lado de la foto vieja enmarcada (Duddits Cavell en portada del periódico, Duddits Cavell un héroe... ¡qué cosas tiene la vida!), y Roberta le oyó gritar algo justo cuando abría la puerta, dejando entrar los últimos rigores de la tormenta:

— ¡Enni! ¡Enni! ¡enni!

 

Henry abrió la boca, pero no llegó a saber para qué, porque no le salió ningún sonido. Se había quedado mudo, estupefacto. No podía estar viendo a Duddits, sino a algún tío o hermano mayor suyo con mala salud. La persona que tenía delante estaba muy pálida, y la gorra de los Red Sox sólo le tapa-ba a medias la calva. Estaba mal afeitado, con sangre seca en los agujeros de la nariz y unas ojeras muy oscuras. Y sin embargo...

— ¡Enni! ¡Enni! ¡enni!

El desconocido de la puerta, alto y pálido, se echó en brazos de Henry como siempre lo había hecho Duddits, sin medida, y estuvo a punto de derribarle, pero no por el peso (pesaba menos que una pluma), sino porque a Henry el asalto le pillaba desprevenido. De no haber sido por Owen, que le sujetó, se habrían caído él y Duddits.

— ¡Enni! ¡Enni!

Reía. Lloraba. Cubría a Henry de besos de Duddits, ruidosos y babosos. En las profundidades del almacén de la memoria de Henry, susurró Beaver Clarendon: «Como le contéis a alguien lo que me ha hecho...» Y Jonesy: «¡Que sí, joder, que sí, que no volverás a dirigirnos la palabra!» La persona que llenaba de besos la mejilla de Henry, manchada de byrus, sólo podía ser Duddits... pero ¿qué decir del poco color de las suyas? Estaba tan flaco... No, flaco no, demacrado. ¿Por qué? ¿Y la sangre en la nariz? ¿Y el olor de su piel? No se parecía al de Becky Shue, ni al del interior de la cabaña invadida por el moho, pero no dejaba de ser olor a muerte.

Apareció Roberta en el pasillo, debajo de una foto de Duddits y Alfie montando en los caballitos de plástico del carnaval de Derry (desproporcionados jinetes) y riendo.

Llorosa, se retorcía las manos, pero era ella, seguía siendo ella aunque hubiera ganado peso en el pecho y las caderas, aunque ahora casi tuviera todo el pelo blanco. Mientras que Duddits... Duddits...

Henry, abrazado al viejo amigo que seguía repitiendo su nombre, la miró. Le dio a Duddits una palmada en un omoplato, y de tan frágil, de tan insustancial, le pareció un ala de pájaro.

—Roberta —dijo—. Roberta, por Dios, ¿qué tiene?

—ALL —dijo ella, con fuerzas para esbozar una sonrisa—.¿A que parece una marca de detergente? Son las siglas de leucemia linfocítica aguda. Se la diagnosticaron hace nueve meses, en una fase en que ya no se podía curar. Desde entonces sólo retrasamos lo inevitable.

— ¡Enni! —exclamó Duddits, con la sonrisa tonta de siempre iluminando un rostro gris y cansado.

Henry se puso a llorar.

—Ya sé a qué vienes —dijo Roberta—, pero Henry, por favor... Te lo suplico... No te lleves a mi niño. Se está muriendo.

 

Justo cuando Kurtz se disponía a pedirle a Perlmutter las últimas noticias sobre Underhill y su nuevo amigo (que se llamaba Henry, de apellido Devlin), Pearly levantó la cabeza hacia el techo del Humvee y emitió un grito largo. A Kurtz, que en Nicaragua había ayudado a dar a luz a una mujer (para que luego nos echen la culpa de todo, pensó, sentimental), le recordó el de entonces, oído a orillas del hermoso río La Juvena.

— ¡Tranquilo, Pearly! —exclamó Kurtz — . ¡Resiste, nene! ¡Respira hondo!

— ¡Vete a la mierda! —contestó Pearly—. ¡Mira qué me pasa por tu culpa, cabrón! ¡Vete a la mierda!

Kurtz no le guardó rencor por sus exabruptos. Las mujeres de parto decían barbaridades, y, aunque no hubiera dudas sobre la condición de varón de Pearly, Kurtz sospechó que estaba lo más cerca de parir que se podía estar siendo hombre. También sabía que lo más prudente quizá fuera ahorrarle sufrimientos...

—Ni se te ocurra —gimió Pearly, con lágrimas de dolor en las mejillas con pelusa roja—. Ni se te ocurra, sabandija con galones.

—Tranquilo, nene —le aplacó Kurtz, dándole palmadas en el hombro, que temblaba.

Delante se oía el ruido metálico del quitanieves que ahora, gracias a la capacidad de persuasión de Kurtz, les abría el camino. (Con el regreso al mundo de una luz gris, la velocidad de la comitiva había subido a cincuenta y cinco vertiginosos kilómetros por hora.) Las luces traseras del quitanieves parecían estrellas rojas sucias.

Kurtz se inclinó para mirar a Perlmutter con interés. Desde que tenían una ventanilla rota, en el asiento trasero del Humvee

hacía mucho frío, pero Kurtz no se dio cuenta. Por delante, el abrigo de Pearly se hinchaba como un globo. Kurtz volvió a desenfundar la pistola.

— Como reviente, jefe...

Freddy no tuvo tiempo de acabar la frase, porque justo entonces Perlmutter se tiró un pedo ensordecedor. La peste fue inmediata y enorme, pero no parecía que Pearly se hubiera dado cuenta. Tenía la cabeza floja en el respaldo, los ojos entrecerrados y una expresión de alivio sublime.

— ¡Me cago en la puta! —exclamó Freddy, bajando la ventanilla al máximo, aunque dentro del Humvee ya hubiera mucha corriente.

Kurtz, fascinado, observó deshincharse la barriga distendida de Perlmutter. O sea, que todavía no. Mejor. Tal vez pudieran sacarle alguna utilidad a lo que crecía dentro de las tripas de Perlmutter. No era lo más probable, pero tampoco podía descartarse. Según las Sagradas Escrituras, para Dios no hay nada inútil, incluidos, quizá, los bichos caca.

—Aguanta, soldado —dijo Kurtz, usando una mano para dar palmadas en el hombro de Perlmutter, y la otra para ponerse la pistola al lado de la pierna—. Tú aguanta y piensa en Dios.

—Dios se puede ir a la mierda —dijo Perlmutter, malhumorado.

Kurtz se llevó una pequeña sorpresa, porque Perlmutter nunca le había parecido tan malhablado.

Parpadearon las luces traseras del quitanieves, que frenó en el arcén de la derecha.

— ¡Anda! —dijo Kurtz.

— ¿Qué hago, jefe?

—Ponte detrás —dijo Kurtz, con jovialidad pero volviendo a recoger la nueve milímetros del asiento — . A ver qué quiere nuestro nuevo amigo.

—Aunque creía saberlo—. ¿Y de los viejos qué sabes, Freddy? ¿Les tienes sintonizados?

Freddy contestó muy a regañadientes:

— Sólo a Owen. Ni al que va con él ni a los que persiguen. Owen está en una casa hablando con alguien.

— ¿Una casa de Derry? -Sí.

Llegó el conductor del quitanieves dando zancadas por la nieve con botas grandes de goma verde y una parka con capuchadigna de un esquimal. Se protegía la parte inferior de la cara con una bufanda enorme de lana cuyos extremos le revoloteaban por detrás. A Kurtz no le hizo falta ser telépata para saber que se lo había hecho su mujer o su madre.

El conductor acercó la cabeza a la ventanilla y arrugó la nariz, porque dentro seguía oliendo a azufre y alcohol etílico. Su mirada, que expresaba ciertas reservas, empezó fijándose en Freddy, luego en Perlmutter (que estaba medio inconsciente) y por último en el asiento de atrás, donde le observaba Kurtz con sumo interés y ojos alertas. Kurtz juzgó prudente esconder la pistola debajo de la rodilla izquierda, al menos de momento.

— ¿Qué pasa, capitán? —preguntó.

—Acabo de recibir un mensaje por radio de uno que dice que se llama Randall. —El conductor elevó la voz para que se oyera más que el viento. Tenía puro acento de la costa nordeste — . General Randall. Ha dicho que hablaba desde Cheyenne Mountain, en Wyoming, y que la transmisión era por satélite.

— ¿Randall? No me suena de nada, capitán —dijo Kurtz con la misma jovialidad de antes, ignorando los gemidos de Perlmutter: «Mentira, mentira, mentira.»

El conductor del quitanieves se fijó un poco en Perlmutter y volvió a dirigirse a Kurtz:

—Me ha dado un mensaje en clave: Blue exit. ¿Le dice algo?

—Me llamo Bond, James Bond —dijo Kurtz, y se rió — . Le están tomando el pelo, capitán.

— Me ha pedido que le diga que ha acabado su parte de la misión, y que el país se lo agradece.

—¿Y no han dicho nada de un reloj de oro, chaval? —preguntó Kurtz con los ojos chispeantes.

El conductor se humedeció los labios, y Kurtz pensó que era interesante. Detectó el momento en que el otro llegaba a la conclusión de estar hablando con un loco. El momento exacto.

— ¿Un reloj de oro? Ni idea. Sólo he salido para decirle que no puedo llevarles más lejos, al menos sin autorización.

Kurtz se sacó la pistola de debajo de la rodilla y apuntó al conductor a la cara.

—Aquí está la autorización, chavalete, firmada y por triplicado. ¿Te parece bien?

El conductor miró el arma, pero no parecía muy asustado.

—Pues sí, se ve correcta.

Kurtz se rió.

— ¡Muy bien, chaval! ¡Así me gusta! Venga, arreando; y, ya que estamos, haz el favor de ir un poco más deprisa, hombre de Dios. Tengo que encontrar a alguien en Derry para darle... —Kurtz buscó le mot juste y lo encontró — . El parte.

Perlmutter profirió algo a medio camino entre un gemido y una risa, llamando la atención del conductor del quitanieves.

—No le hagas caso, que está embarazado —dijo Kurtz con aplomo—. Dentro de poco se pondrá a gritar pidiendo ostras y pepinillos en vinagre.

—Embarazado —dijo el conductor inexpresivamente.

—Sí, pero no le des más vueltas, que no es problema tuyo. La cuestión, chavalín... —Kurtz se inclinó y adoptó un tono afable y confidencial por encima del cañón de la pistola—. La cuestión es que tengo que llegar a Derry lo antes posible, o se me escapará. Y dudo que se quede mucho tiempo más. Será que sabe que voy a por él...

—Sí, sí que lo sabe —dijo Freddy Johnson. Se rascó un lado del cuello, bajó la mano a la entrepierna y siguió rascándose.

—... pero creo —continuó Kurtz— que aún puedo ganarle un poco de terreno. Bueno, ¿qué, mueves el culo?

El conductor asintió y se alejó hacia la cabina del quitanieves. Seguía clareando. Es la luz del último día de mi vida, pensó Kurtz con moderado asombro.

Perlmutter profirió un sonido grave de dolor que al poco rato se convirtió en alarido. Volvía a sujetarse la barriga.

— ¡Joder! —dijo Freddy—. Jefe, mírele la barriga. Le está subiendo como el pan en el horno.

—Respira hondo —dijo Kurtz, dando palmaditas benévolas en el hombro de Pearly. El quitanieves había vuelto a ponerse en marcha— . Respira hondo, nene. Relájate. Relájate y piensa en cosas positivas.

 

Sesenta kilómetros para Derry. Sesenta kilómetros entre Owen y yo, pensó Kurtz. No está mal, no. Voy a por ti, chaval. Tengo que enseñarte un par de cosas. Lo que olvidaste al cruzar la línea de Kurtz.

Treinta kilómetros después, seguían en la casa, según testimonio tanto de Freddy como de Perlmutter, si bien el primero estaba un poco menos seguro de sí mismo. En cambio Pearly dijo que hablaban con la madre, refiriéndose a Owen y su acompañante. La madre no quería que se lo llevaran.

— ¿Llevarse a quién? —preguntó Kurtz, a pesar de que le importaba muy poco. ¿ Que la madre les retenía en Derry, y gracias a ella acortaban la distancia? Pues bravo por la madre, con indiferencia de quién fuera y qué motivos tuviera.

—No lo sé —dijo Pearly, quien, desde la conversación de Kurtz con el conductor del quitanieves, casi no había sufrido movimientos intestinales. Eso sí: a juzgar por la voz estaba agotado —. No puedo verlo. Hay alguien, pero es como si no tuviera cerebro.

— ¿Freddy?

Freddy negó con la cabeza.

—Yo con Owen ya no conecto. Casi no oigo ni al del quitanieves. Parece... no sé... como perder una señal de radio.

Kurtz se inclinó para examinar de cerca el Ripley de la mejilla de Freddy. La pelusa del centro seguía igual de roja, pero la de los bordes se ponía cenicienta.

Se está muriendo, pensó Kurtz. O la mata el organismo de Freddy, o el medio ambiente. Tenía razón Owen. ¡Caray!

Sin embargo, no cambiaba nada. La línea seguía siendo la línea, y Owen la había cruzado.

—El del quitanieves —dijo Perlmutter con la misma voz de cansancio.

— ¿Qué le pasa, nene?

Perlmutter, sin embargo, se ahorró la respuesta. Justo delante, parpadeando entre la nieve, vio una señal: salida 32 grand-view/estación. De repente el quitanieves aceleró levantando la pala, y el Humvee volvió a correr por una capa de polvo resbaladizo cuyo grosor rebasaba los treinta centímetros. El conductor del quitanieves ni siquiera puso el intermitente. Se limitó a meterse por la salida a ochenta por hora dejando un pasillo en la capa de nieve.

— ¿Le seguimos, jefe? —preguntó Freddy—. ¡Podemos cogerle!

Kurtz reprimió el violento impulso de decirle a Freddy que adelante, que se enterase el muy hijo de puta de cómo se castigaba cruzar la línea. Nada mejor que una dosis de la medicina de Owen Underhill. Ocurría, sin embargo, que el quitanieves era mayor, mucho mayor que el Humvee, y a saber cómo acabaría la partida de autochoques.

—Sigue por la autopista, nene —dijo Kurtz, volviendo a apoyarse en el respaldo—. No nos distraigamos.

Y eso que le daba verdadera lástima ver marcharse el quitanieves a la luz de aquella mañana fría y de viento. Ni siquiera podía esperar que el cabrón del conductor se hubiera contagiado de Freddy y Archie Perlmutter, porque el Ripley no duraba.

Siguieron adelante con trechos de viento en que tenían que reducir la velocidad a poco más de treinta por hora, pero Kurtz calculó que a medida que bajaran al sur mejoraría el tiempo. Casi había pasado la tormenta.

—Ah, y felicidades —dijo a Freddy.

—¿Eh?

Kurtz le dio una palmada en el hombro.

—Parece que mejoras. —Se giró hacia Perlmutter—. En tu caso no sé, nene.

 

Ciento cincuenta kilómetros al norte de la posición de Kurtz, y a unos tres de la confluencia de carreteras secundarias donde habían apresado a Henry, la nueva comandante de los Imperial Valley (mujer atractiva aunque seria, de algo menos de cincuenta años) estaba al lado de un pino, en un valle cuyo nombre en clave era Clean Sweep One, «Barrido Uno». Era literalmente el valle de la muerte. Estaba sembrado en toda su extensión de cadáveres amontonados y enredados, en su mayoría con ropa naranja de caza. En total pasaban de los cien. Los cadáveres con documento de identidad encima lo tenían enganchado al cuello con cinta adhesiva. La mayoría de los muertos llevaban permiso de conducir, pero también había tarjetas Visa y Discover, y permisos de caza. A una mujer con un boquete negro en la frente le habían puesto en el cuello el carnet del videoclub Blockbuster.

Kate Gallagher estaba al lado del montón más grande, haciendo un recuento aproximado para la redacción del segundo informe, tenía en una mano un ordenador Palm Pilot, herramienta que le habría envidiado con seguridad Adolf Eichmann, el célebre contable de la muerte. Hasta hacía unas horas no funcionaban los Palm Pilots, pero el instrumental electrónico había vuelto a activarse.

Kate tenía puestos unos auriculares, y un micro colgando delante de la mascarilla. De vez en cuando pedía aclaraciones o daba órdenes. Kurtz había escogido una sucesora entusiasta y eficiente.             Gallagher sumó los cadáveres de todas las zonas y calculó que habían cazado como mínimo al sesenta por ciento de los fugitivos. Habían plantado cara, lo cual no dejaba de ser una sorpresa, pero el balance final era sencillo: la mayoría de ellos no eran supervivientes.

— ¡Yuju, Katie!

Jocelyn McAvoy apareció entre los árboles del fondo sur del valle con la capucha bajada, una bufanda amarilla de seda tapándole el pelo corto y el arma al hombro. Se había salpicado de sangre la parte delantera de la parka.

—Te he asustado, ¿eh? —preguntó a la nueva comandante.

—No te digo que no me haya subido la presión uno o dos puntos.

—Bueno, pues el cuadrante cuatro está limpio. Así puede que sean menos. —McAvoy tenía los ojos brillantes — . Nos hemos cargado a cuarenta. El total puro y duro lo sabe Jackson. Hablando de cosas duras, me muero de ganas de...

—Perdonen, señoritas...

Se giraron las dos. En los matorrales nevados del extremo norte del valle había aparecido un grupo de media docena de hombres y dos mujeres. Casi todos iban de naranja, pero el cabecilla, un tío muy cuadrado, llevaba debajo de la parka un mono reglamentario de Blue Group. Tampoco se había quitado la mascarilla transparente, pese a tener debajo de la boca una mancha de Ripley que era cual-quier cosa menos reglamentaria. Todo el grupo iba armado con fusiles automáticos.

Gallagher y McAvoy tuvieron tiempo de mirarse con los ojos muy abiertos y cara de nos han pillado en bragas. A continuación, Jocelyn McAvoy corrió en busca de su arma y Kate Gallagher de la Browning que tenía apoyada en el árbol. No llegó ninguna de las dos. Las detonaciones fueron ensor-decedoras. McAvoy voló seis o siete metros, y se le cayó una bota.

— ¡Va por Larry! —gritaba una de las mujeres de naranja del grupo — . ¡Va por Larry, hijas de perra!

 

Al final del tiroteo, el hombre cachas con perilla de Ripley reunió a su grupo cerca del cadáver prono de Kate Gallagher, número nueve de su promoción de West Point antes de enredarse en la enfer-medad llamada Kurtz. Le había quitado el arma, que era mejor que la que llevaba antes.

—Yo creo mucho en la democracia —dijo— o sea, que haced lo que queráis, pero yo voy al norte. No sé cuánto tardaré en aprender la letra del himno canadiense, pero pienso averiguarlo.

—Te acompaño —dijo uno de los hombres.

Quedó claro enseguida que le acompañaban todos. Antes de que abandonaran el claro, el cabecilla se agachó y sacó el Palm Pilot de un montón de nieve.

—Siempre he querido tener uno —dijo Emil Brodsky—. Me chiflan las nuevas tecnologías.

Salieron del valle de la muerte hacia el norte, por donde habían entrado. De vez en cuando se oía algún disparo alrededor, pero a efectos prácticos la operación Clean Sweep también había finalizado.

 

El señor Gray había cometido otro asesinato y el robo de otro vehículo. Se trataba esta vez de un quitanieves. Jonesy no lo presenció. El señor Gray debía de haberse resignado a no poder sacarle del despacho (al menos hasta que pudiera abordar el problema con todo su tiempo y energía), porque optó por la segunda opción, consistente en aislarle del mundo exterior. Jonesy pensó que ya sabía cómo debía de sentirse Fortunato cuando Montressor le emparedaba en la bodega.

Ocurrió al poco tiempo de que el señor Gray hubiera vuelto a poner el coche patrulla en el carril de la autopista que iba hacia el sur. (De momento sólo había uno, lo cual era peligroso.) Jonesy, mientras tanto, estaba en un armario, llevando a cabo una idea que le parecía brillantísima.

¿Que el señor Gray le había cortado la línea telefónica? Bueno, pues crearía otra forma de comunicación, igual que había creado un termostato para enfriar el ambiente cuando el señor Grayhabía intentado sacarle a base de calor. Decidió que lo más apropiado era un fax. ¿Por qué no? Todos los aparatos eran simbólicos, puras visualizaciones que ayudaban a enfocar y ejercer unos poderes que llevaban más de veinte años dentro de él. El señor Gray había detectado dichos poderes, y, tras la inicial contrariedad, había tomado medidas del todo eficientes para impedirle su uso a Jonesy. El truco era seguir encontrando maneras de circundar los bloqueos del señor Gray, de la misma manera que éste seguía encontrándolas de desplazarse hacia el sur.

Jonesy cerró los ojos y visualizó un fax como el del despacho del departamento de historia, con la diferencia de que lo instaló en el armario de su nueva oficina. Acto seguido, sintiéndose Aladino en el momento de robar la lámpara mágica (sólo que en su caso los deseos de los que se acordaba pare-cían infinitos, siempre y cuando no se pasara de la raya), también visualizó un fajo de papel y un lápiz negro Black Beauty. Por último, entró en el armario para ver cómo le había salido.

A primera vista bastante bien... aunque el lápiz era un poco raro: afilado y sin usar, pero con marcas de dientes a lo largo. Aunque bueno, era como tenía que ser, ¿no? El que usaba lápices Black Beauty siempre había sido Beaver, hasta en primaria, cuando iban a Witcham Street. Los demás siempre habían tenido los típicos Eberhard Faber amarillos.

El fax se veía irreprochable, bien asentado en el suelo, debajo de un lío de perchas vacías y sólo una chaqueta (la parka naranja chillón que le había comprado su madre para la primera excursión de caza, y que Jonesy, con la mano en el corazón, había prometido llevar «cada vez que salga»), y zumbaba tentador.

La decepción fue arrodillarse delante y leer el mensaje de la ventanilla iluminada: jonesy ríndete y sal.

Levantó el auricular del lateral del aparato y oyó la voz grabada del señor Gray: «Jonesy, ríndete y sal. Jonesy, ríndete y sa...»

Una serie de golpes, tan brutales que parecían truenos, le hizo gritar y levantarse. Lo primero que pensó fue que el señor Gray estaba intentando tirar la puerta.

Pero no se trataba de la puerta, sino de la ventana, lo cual, .según como se mirara, aún era peor. El señor Gray había montado persianas grises industriales (parecían de acero) al otro lado del cristal. Ahora Jonesy, además de encerrado, estaba ciego.

Por dentro había unas palabras que se leían sin problemas: Jonesy ríndete y sal. Jonesy se acordó de El mago de Oz (ríndete, dorothy escrito en el cielo) y tuvo ganas de reír, pero no podía. Aquello no tenía ni gracia ni ironía. Era una atrocidad pura y dura.

— ¡No! —exclamó—. ¡Bájalas! ¡Que las bajes, coño!

Silencio. Jonesy levantó las manos con la intención de romper el cristal y aporrear la persiana de acero, pero pensó: ¿Estás loco? ¡Es lo que quiere él! A la que rompas el cristal desaparecerán las persianas y entrará el señor Gray. Y adiós Jonesy.

Notó que se movía algo. Era el traqueteo del quitanieves. ¿Ahora a qué altura estaban? ¿Waterville? ¿Augusta? ¿Todavía más al sur? ¿Dentro de la zona donde había llovido pelusa? No, probablemente no, porque de no haber nieve el señor Gray habría acelerado. Ahora bien, no tardaría en no haberla. Porque iban hacia el sur.

¿Adonde?

Daría lo mismo estar muerto, pensó Jonesy, mirando con desconsuelo la persiana cerrada y la inscripción burlona. Daría lo mismo haberme muerto ya.

 

Fue Owen, al final, quien cogió a Roberta de los brazos y (atento al reloj, muy consciente de que cada minuto —y pasaban deprisa— acercaba otro kilómetro a Kurtz) le explicó por qué tenían que llevarse a Duddits aunque estuviera tan enfermo. Ni siquiera en aquellas circunstancias confiaba Henry en poder pronunciar las palabras «quizá esté en sus manos el destino del mundo» sin que se le escapara la risa. Underhill, que se había pasado la vida armado, podía y lo hizo.

Duddits seguía abrazando a Henry y mirándole extasiado con sus ojos verdes brillantes. Eran de lo poco que no había cambiado, al igual que la sensación de tener cerca a Duddits: la de que no pasaba nada malo, ni pasaría.

Roberta miraba a Owen como si cada frase que le oía pronunciar la envejeciera. Era como asistir al funcionamiento de un mecanismo maligno de fotografía a intervalos.

—No —dijo—, si ya entiendo que queráis encontrar a Jonesy 7 cogerle, pero ¿él qué quiere hacer? Y ¿por qué no lo ha hecho aquí, si ya ha pasado por el pueblo?

—Eso, señora, no se lo puedo contestar... —Aua —dijo Duddits de pronto—. Yonsy quere aua. «¿Qué ha dicho?» —preguntó a Henry el cerebro de Owen. «Ya te lo explicaré —contestó Henry. De repente Owen le oía como de muy lejos — . Tenemos que marcharnos.»

— Señora... Señora Cavell... —Owen volvió a cogerle los brazos con dulzura. Henry le tenía mucho cariño a aquella mujer, aunque durante diez o doce años la hubiera sometido a un olvido tan cruel. Owen comprendía sus sentimientos. No había más remedio que quererla—. Tenemos que irnos.

—No... No, por favor.

Más lágrimas, y Owen queriéndole decir: «No llore, señora, que bastante mal están las cosas. Por favor, no llore.»

—Viene un hombre, un hombre muy malo. No puede encontrarnos aquí.

El rostro acongojado de Roberta reflejó una firme decisión.

—Bueno, si no hay más remedio... Pero yo también voy.

—No, Roberta —dijo Henry.

— ¡Sí! Así puedo cuidarle... darle las pastillas... la Prednisona... Me llevaré las pastillas de limón, y...

—Tute queda, mamá.

— ¡No, Duddie, no!

— ¡Tute queda, mamá!

Duddits empezaba a ponerse nervioso.

—Perdone, pero es que se nos acaba el tiempo.

—Roberta —dijo Henry—. Por favor.

—¡Dejadme venir! —exclamó ella—. ¡No tengo a nadie más!

— Ama —dijo Duddits, con una voz que no tenía nada de infantil—. Tute... queda.

Ella le miró fijamente, y se le aflojó toda la cara.

—Bueno —dijo—. Sólo un minuto, que tengo que ir a buscar algo.

Entró en la habitación de Duddits, volvió con una bolsa de plástico y se la dio a Henry.

— Son las pastillas —dijo—. A las nueve tiene que tomarse la Prednisona. Que no se te olvide, porque entonces le cuesta respirar y le duele el pecho. Si pide un Percocet, que casi seguro que lo pedirá, porque lo pasa mal con el frío, se lo das.

Miró a Henry con pena, pero sin reproche. Henry casi lo habría preferido. Nunca había hecho nada que le diera tanta vergüenza, y no sólo porque Duddits tuviera leucemia, sino por haberla tenido tanto tiempo sin que se enterara ninguno de los cuatro.

—También puedes ponerle glicerina, pero sólo en los labios, porque ahora le sangran mucho las encías y le escuece. Te he puesto algodón por si le sangra la nariz. Ah, y el catéter. ¿Ves que lo tiene en el hombro?

Henry asintió con la cabeza. Un tubo de plástico sobresaliendo de unas vendas. Al mirarlo tuvo una sensación extraña y muy potente de dejà vu.

— Si salís, que esté tapado... El doctor Briscoe se ríe, pero siempre tengo miedo de que se meta el frío por el tubo. Con que le pongáis una bufanda... o un pañuelo, no sé...

Volvía a llorar, y se le escapaban los sollozos.

—Roberta... —dijo Henry, que ahora también miraba el reloj.

—Tranquila —dijo Owen—, que yo cuidé a mi padre hasta que se murió, y ya sé cómo hay que dar la Prednisona y el Percocet.

Eso y otras cosas: esteroides y analgésicos más potentes. Después marihuana y metadona, y, al final de todo, morfina pura, mucho mejor que la heroína. Morfina: el motor último modelo de la muerte.

Entonces notó a Roberta en su cabeza. Era una sensación extraña, un cosquilleo como de pies desnudos que casi no pesaran. Extraña pero no desagradable. Roberta intentaba averiguar si era verdad o mentira lo que había dicho de su padre. Owen comprendió que era el regalito que le había hecho un hijo fuera de lo común, y que lo usaba desde hacía tanto tiempo que ya no se daba cuenta... como Beaver, el amigo de Henry, mordiendo los palillos. No era tan potente como lo de Henry, pero existía, y Owen se alegró más que nunca en su vida de haber dicho la verdad.

—Pero no era leucemia —dijo ella.

—No, cáncer de pulmón. Señora Cavell, tenemos que...

—Aún tengo que traerle otra cosa.

—Roberta, que no... —empezó a decir Henry.

—Es un segundo.

Roberta salió disparada hacia la cocina. Por primera vez, Owen tuvo miedo de verdad.

— Kurtz, Freddy y Perlmutter... ¡Henry, ya no sé dónde están! ¡Les he perdido!

Henry había desenrollado la parte de arriba de la bolsa paramirar qué había dentro, y lo que vio encima de la caja de pastillas de glicerina con sabor a limón le dejó de piedra. Contestó a Owen, pero como si le saliera la voz del fondo de un valle cuya existencia, hasta entonces, no se sospechaba. Ahora sabía que existía ese valle. Una hondonada de años. No negaría que alguna vez hubiera sospechado su existencia, no podía negarlo, pero por Dios, ¿cómo era posible que hubiera sospechado tan poco?

—Acaban de pasar por la salida 29 —dijo — . Les tenemos a treinta kilómetros. Como máximo.

—¿Qué te pasa?

Henry metió la mano en la bolsa marrón y sacó la red de cordeles, parecidísima a una telaraña, que había estado colgada sobre la cama de Duddits, y sobre la de Maple Lañe antes de morir Alfie.

—¿De dónde lo has sacado, Duddits? —preguntó.

Claro que ya lo sabía. Era un atrapasueños más pequeño que el de la sala de Hole in the Wall, pero no se diferenciaba en nada más.

—Bibe —dijo Duddits. No había dejado de mirar a Henry ni un segundo. Era como si no acabara de creer en su presencia—. Me lonbió Bibe. Pada mi nabidá, hazuna zemana.

Aunque la victoria de su cuerpo sobre el byrus estuviera diluyendo sus facultades telepáticas, Owen lo entendió sin problemas. Duddits había dicho: «Me lo envió Beaver para mi Navidad, hace una semana.» Las personas con síndrome de Down tenían dificultades para expresar conceptos de pasado y futuro, y Owen sospechaba que el pasado, para Duddits, siempre era hacía una semana, y el futuro dentro de otra. Se le ocurrió que un mundo donde pensaran todos como él albergaría menos sufrimiento y rencor.

Henry siguió mirando el atrapasueños pequeño de cordel. Después volvió a meterlo en la bolsa marrón, justo cuando volvía Roberta. Al ver lo que traía, Duddits sonrió de oreja a oreja.

— ¡Cubidú! —exclamó—. ¡La fambera Cubidú!

La cogió y le dio a su madre un beso en cada mejilla.

— Owen —dijo Henry con los ojos brillantes—, tengo una noticia buenísima.

—Pues dímela.

—Acaban de encontrar un desvío. Un tractor con remolque que se la ha pegado justo antes de la salida 28. Será un retraso de entre diez y veinte minutos.

— ¡Alabado sea Dios! Pues venga, a aprovecharlos. —Miró el perchero del rincón. Había una parka enorme de color azul, con letras muy rojas en la espalda: red sox—. ¿Es tuyo, Duddits?

— ¡Mío! —dijo Duddits, sonriendo y asintiendo — . Miabigo. -Y, cuando Owen lo cogía—: Novite encontá ayoci.

Owen también lo entendió, y le dio escalofríos: «Nos viste encontrar a Josie.»

En efecto, y Duddits le había visto a él. La noche anterior. ¿O el mismo día, hacía veinte años? ¿También tenía el don de viajar en el tiempo?

No era el momento indicado para preguntas así. Owen casi se alegró de que no lo fuera.

— Le he dicho que no le pondría nada en la fiambrera, pero era mentira. He acabado llenándosela.

Roberta la miró, y miró a Duddits cambiándosela de mano mientras hacía el esfuerzo de ponerse aquella parka enorme, otro regalo de los Red Sox de Boston. Era increíble lo blanca que tema la cara en contraste con la intensidad del azul, pero sobre todo del amarillo de la fiambrera.

—Ya sabía que se iría. Y sin mí. —Miró a Henry a la cara inquisitivamente—. Por favor, Henry, ¿me dejas venir?

— No, que podrías morirte delante de él —dijo Henry, aborreciendo la crueldad de sus palabras y lo bien que le había preparado la vida para accionar los resortes indicados — . ¿Querrías que lo viera, Roberta?

— Claro que no —contestó ella con un tono de reproche que le dolió a Henry en todo el corazón.

Se acercó a Duddits, apartó a Owen y le cerró la cremallera a su hijo con un movimiento rápido. Después le cogió por los hombros, le hizo agacharse y le miró con fijeza. Ella, menuda como un pajarito, pero con fuego interior. Su hijo, alto, pálido y flotando dentro de la parka. Roberta ya no lloraba.

—Pórtate bien, Duddie.

—Vale, mamá.

—Y cuida a Henry.

—Vale, mamá.

— Quédate bien abrigado. -Vale.

La obediencia de Duddits se había teñido de unas gotas de impaciencia, porque ya tenía ganas de salir. ¡Qué recuerdos letrajo a Henry la escena! De cuando salían a comprar helado, a jugar a minigolf (a Duddits, cosa extraña, se le daba tan bien que el único en ganarle con cierta asiduidad había sido Pete), al cine... Y siempre lo mismo: «Cuida a Henry», «cuida a Jonesy», «cuida a tus amigos»... Siempre «pórtate bien, Duddie», y él «vale, mamá».

Roberta le miró de arriba abajo.

—Te quiero, Douglas. Siempre has sido buen hijo, y te quiero como a nadie. Ven, dame un beso.

Se lo dio. La mano de Roberta acarició su mejilla con barba de varios días. A Henry le costaba mirar, pero lo hizo. No podía evitarlo: era como una mosca en una telaraña. Los atrapasueños también eran trampas.

Duddits dio otro besito a su madre, pero sus ojos verdes y brillantes ya miraban a Henry y la puerta. No veía el momento de salir. ¿Porque sabía lo cerca que estaban los perseguidores de Henry y su amigo? ¿Porque era una aventura como las de los cinco en los viejos tiempos? ¿Por ambas cosas? Sí, probablemente por ambas. Roberta le soltó. Sus manos soltaron a su hijo por última vez.

—Roberta —dijo Henry—, ¿por qué no nos dijiste cómo estaba? ¿Por qué no llamaste?

¿Y vosotros? ¿Por qué no vinisteis ni una vez? Henry podría haber hecho otra pregunta (¿por qué no les había llamado Duddits?), pero habría sido falsa. Duddits les había llamado varias veces desde marzo, cuando el accidente de Jonesy. Se acordó de Pete sentado en la nieve al lado del Scout volcado, bebiendo cerveza y escribiendo duddits una y otra vez. Duddits abandonado a su suerte en el país de Nunca Jamás, mu-riéndose, mandando mensajes cuya única respuesta era el silencio. Al final había venido uno de los cuatro, pero sólo para llevársele sin otro equipaje que una bolsa de pastillas y la fiambrera amarilla de siempre. El atrapasueños no tenía bondad para nadie. Siempre, desde el primer día, le habían deseado a Duddits lo mejor. Le habían querido de corazón. Y sin embargo, en qué paraba todo. — Cuídale, Henry. —La mirada de Roberta se desplazó hacia Owen—. Y usted también. Cuide a mi hijo. Henry dijo: —Lo intentaremos.

 

En Dearborn Street no había espacio para dar media vuelta; los caminos de entrada a las casas estaban obstruidos por el paso de los quitanieves. Ya era de día, y el barrio dormido presentaba el aspecto de un pueblo de Alaska en plena tundra. Owen puso el Humvee en marcha atrás y recorrió toda la calle de culo, dando bandazos con la voluminosa parte trasera del vehículo. El parachoques de acero chocó con un coche aparcado en la acera debajo de la nieve, haciendo ruido de cristales rotos. El siguiente choque volvió a ser con la barrera de nieve helada de la bocacalle, superada la cual salieron derrapando a Kansas Street con el morro apuntando a la autopista. Duddits, que estaba sentado detrás, lo aguantó todo sin inmutarse, con la fiambrera en las rodillas.

«Henry, ¿qué ha dicho Duddits que quería Jonesy?»

Henry intentó contestar por telepatía, pero Owen ya no le oía. Las manchas de byrus que tenía en la cara se le habían puesto blancas, y al rascarse desprendía trozos grandes con las uñas. La piel de debajo se veía agrietada e irritada, pero sin grandes destrozos. Como después de un resfriado, se sorprendió Henry. En el fondo no es más grave.

— Ha dicho...

—Aua —dijo Duddits desde atrás. Se inclinó para mirar la señal grande de color verde donde ponía 95 sentido sur—. Yonci quere aua.

La frente de Owen se contrajo, y cayó un polvillo de byrus muerto, como caspa.

—¿Qué...?

—Agua —dijo Henry, girándose un poco para darle a Duddits una palmadita en la rodilla huesuda—. Intenta decir que Jonesy quiere agua, aunque en realidad no la quiere Jonesy, sino el que llama señor Gray.

 

Roberta entró en el dormitorio de Duddits y empezó a recoger ropa del suelo. Le desesperaba aquella manera de dejarlo todo tirado, aunque supuso que era la última vez. Cuando no llevaba nicinco minutos notó una debilidad en todas las piernas y tuvo que sentarse en la silla de al lado de la ventana. Ver la cama, donde Duddits había ido pasando cada vez más tiempo, la afectaba mucho. La luz gris del amanecer en la almohada, que conservaba la depresión circular de la cabeza, era de una crueldad indecible.

Henry creía que les había dejado llevarse a Duddits por aquella idea de que el futuro del mundo podía depender de que encontraran a Jonesy, y lo antes posible, pero no: les había dado permiso por-que era lo que quería Duddits. Cuando se está muriendo alguien, tiene derecho a gorras de béisbol firmadas. También tiene derecho a salir de excursión con los amigos.

Aunque era duro.

Era tan duro perderle...

Se puso el ovillo de camisetas en la cara para no seguir viendo la cama, pero encontró su olor: champú Johnson's, jabón Dial, y sobre todo (lo peor) la crema de árnica que le aplicaba en la espalda y las piernas cuando tenía dolores musculares.

La desesperación hizo que tendiera los brazos para tocarle, tratando de encontrarle en compañía de los dos hombres que se lo habían llevado, como una visita de los muertos, pero ya no había contacto mental.

Se ha aislado de mí, pensó. Ella y Duddits habían vivido muchos años disfrutando (con algún que otro disgusto) de la telepatía que en ellos era normal, y que quizá se diferenciara poco de la de cualquier madre con hijos especiales (la compenetración que tantas veces había oído nombrar en las reuniones de ayuda, de las que ella y Alfie no eran asiduos), pero ahora ya no. Duddits se había aislado, señal de que sentía la inminencia de algo terrible.

Duddits lo sabía.

Con las camisetas en la cara, aspirando su aroma, Robería volvió a llorar.

 

Kurtz estuvo contento (dentro de lo que cabía) hasta que vieron las balizas y las luces azules de policía llenando de parpadeos el flojo amanecer, y detrás un vehículo enorme, volcado como un dinosaurio muerto. Delante de todo había un policía tan abrigado que no se le veía la cara, dirigiéndoles hacia una salida.

— ¡Mierda! —escupió Kurtz. Tuvo que reprimir el impulso de desenfundar la pistola y liarse a tiros, consciente de que sería un desastre (el camión estaba rodeado de polis). Aun sabiéndolo, el impulso casi no se dejó dominar. ¡Con lo cerca que estaban! ¡Y ganando terreno, por los clavos de Cristo! ¡Y ahora les paraban!—. ¡Mierda, mierda y mierda!

— ¿Qué quiere que haga, jefe? —preguntó Freddy, impasible al volante, aunque también había sacado el arma (un fusil automático) y la tenía en las rodillas—. Para mí que si sigo podemos pasar de largo por la derecha, y en un minuto ya no nos ven el pelo.

Kurtz tuvo que reprimir otro impulso, el de contestar: «Eso, Freddy, acelera, y si se te pone delante algún chorra de azul le pegas un tiro.» Quizá Freddy consiguiera pasar... y quizá no. Se parecía a demasiados pilotos, con quienes compartía la errónea creencia de que sus habilidades aéreas se correspondían a las terrestres. Para más inri, si pasaban les tendrían fichados, y eso, después de la orden de punto final del general Randall de los huevos, no se podía aceptar. Le habían anulado el permiso de salida inmediata de la cárcel. Ahora iba por libre.

Seamos astutos, pensó, que para eso me pagan tanto.

—Sé buen chico y ve por donde te dice —contestó Kurtz—. De hecho, al coger la salida quiero que le saludes con toda la simpatía del mundo y le enseñes los pulgares. Luego sigue hacia el sur y métete en la autopista en cuanto puedas. —Suspiró—. ¡Hay que tener mala leche! —Se inclinó hacia Freddy para verle la pelusa blanquecina de Ripley de la oreja derecha, y susurró con ardor de amante — : Y como la cagues, nene, te meto una bala por la nuca. -Tocó la zona donde se juntaban lo blando del cuello con lo duro del cráneo—. Justo aquí.

No hubo cambios en la cara de palo de Freddy y sus facciones indias.

—Sí, jefe.

A continuación, Kurtz cogió por el hombro a Perlmutter, que estaba medio en coma, y le sacudió hasta conseguir que abriera un poco los ojos.

—Déjame en paz, jefe, que tengo que dormir.

Kurtz aplicó el cañón de su pistola al cogote de su antiguo ayudante.

—Nanay. Venga, nene, arriba. Toca dar el parte.

Pearly gruñó, pero incorporándose. Al abrir la boca para hablar se le cayó un diente por la parte de delante de la parka. A Kurtz le pareció un diente perfecto, sin caries.

Pearly dijo que Owen y su nuevo amigo seguían en Derry. Excelente noticia. ¡Yuju! La situación empeoró al cuarto de hora, cuando Freddy volvió a meterse en la autopista por una vía de acceso nevada. Era la salida 28, sólo dos antes de su meta, pero equivocarse significaba un par de kilómetros.

—Han vuelto a ponerse en marcha —dijo Perlmutter, que, a juzgar por la voz, estaba débil y rendido.

— ¡Me cago en la leche!

Kurtz estaba furibundo, supurando odio inútil a Owen Underhill, quien había pasado a simbolizar el conjunto de la desgraciada operación (al menos para Abe Kurtz).

Pearly profirió un gemido grave, un sonido de desesperación completa. Volvía a hinchársele la barriga. Se la cogía con las dos manos y tenía mojadas las mejillas de sudor. Su cara, que nunca había destacado por apuesta, ganaba atractivo por el dolor.

Se le escapó otro pedo largo y repulsivo, tan largo que parecía que no fuera a acabarse nunca. Oyéndolo, Kurtz retrocedió mil años y volvió a cuando había ido de campamentos y construían una especie de dispositivo con latas y cordel para montar escándalo.

La peste que llenó el Humvee era la del cáncer rojo que crecía en la planta de tratamiento de aguas residuales de Pearly, el cáncer que había empezado alimentándose de sus desechos y ahora se comía lo bueno. Una atrocidad, pero todo tenía su lado bueno. Freddy estaba mejorando, y Kurtz no había llegado a contagiarse del Ripley (quizá fuera inmune; el caso es que se había quitado la mascarilla hacía un cuarto de hora y la había tirado sin darle importancia). En cuanto a Pearly, por enfermo que estuviera (y era evidente que lo estaba), conservaba el valor que le confería tener un radar metido en el culo. Kurtz, por lo tanto, le dio una palmada en el hombro sin quejarse del olor. Tarde o temprano saldría la cosa de dentro, con efectos que cabía suponer terminantes para la utilidad de Pearly, pero ya llegaría el momento de preocuparse.

— Aguanta —dijo Kurtz con ternura—. Dile que vuelva a dormirse.

— ¡Cretino... de... mierda! —dijo Perlmutter con voz entrecortada.

—Eso, eso —asintió Kurtz—. Lo que tú digas, chavalín.

¿Qué era Kurtz, a fin de cuentas, sino un cretino de mierda? Owen le había salido un zorro cobardica, y ¿quién le había metido en el gallinero?

Ya estaban a la altura de la salida 27. Kurtz miró la vía de acceso y le pareció ver las huellas del Humvee que llevaba Owen. Arriba, a izquierda o derecha del paso elevado, estaría la casa objeto del desvío inexplicable de Owen y su amigo. ¿Para qué lo habían hecho?

—Han pasado a recoger a Duddits —dijo Perlmutter.

Volvía a deshinchársele la barriga, y parecía que se le hubiera pasado el dolor más agudo. Al menos de momento.

—¿Duddits? ¿Y eso qué nombre es?

—No lo sé. Se lo he captado a su madre. A él no puedo verle. Es diferente, jefe. Casi parece que en vez de humano sea un gris.

Al oírlo, Kurtz notó un cosquilleo en la espalda.

—La imagen que tiene la madre es a la vez de niño y de adulto —dijo Pearly.

Era el comentario más espontáneo que le había hecho a Kurtz desde que habían salido de lo de Gosselin. ¡Dios, si hasta parecía que le interesase!

—Igual es retrasado —dijo Freddy.

Perlmutter le miró.

—Podría ser. En todo caso está enfermo. —Suspiró—. Yo ya sé cómo se siente.

Kurtz le dio otra palmadita en el hombro.

—Arriba esos ánimos, chaval. ¿Y los otros, Gary Jones y el que se supone que se llama Gray?

No le importaba gran cosa, pero existía la posibilidad de que la trayectoria de Jones (y de Gray, en el supuesto de que existiera al margen de la imaginación enfebrecida de Underhill) colisionara con la de Underhill, Devlin y... ¿Duddits?

Perlmutter sacudió la cabeza, cerró los ojos y volvió a descansar la cabeza en el respaldo. Debía de habérsele pasado el brote de energía e interés.

—Nada —dijo — . Está bloqueado.

¿Y si no existe?

—Algo hay —dijo Perlmutter—. Es como un agujero negro. —Y añadió con tono soñador—: Oigo muchas voces. Ya mandan refuerzos.

Dicho y hecho, porque de repente apareció en los carriles de la 1-95 en sentido norte el convoy más grande que había visto Kurtz en veinte años. En cabeza y a la misma altura iban dos quitanieves enormes, dos elefantes con palas levantando la nieve y despejando hasta el mismísimo asfalto los dos carriles. Seguían dos camiones de arena, asimismo en tándem, y detrás doble hilera de vehículos militares y material pesado. Kurtz vio camiones que llevaban bultos envueltos en lonas, y supo que sólo podían ser misiles. Había otros camiones transportando radares, telémetros y a saber qué más cacharros. Entre medio iban camiones de transporte de tropas con unos faros deslumbrantes, a pesar de que casi era de día. Los efectivos no se contaban por cientos, sino por miles. A saber para qué se preparaban: la Tercera Guerra Mundial, luchar cara a cara con seres de dos cabezas, con los insectos inteligentes de Starship Troopers, la peste, la locura, la muerte, el día del juicio... Kurtz pensó en los Imperial Valley de Kate Gallagher, y esperó que no tardaran en abandonar la operación (suponiendo que siguieran con ella) y se fueran a Canadá. Estaba claro que no les serviría de gran cosa levantar los brazos y decir // n'y apas d'infection id. Eso ya lo habían probado otros. Y ¡qué absurdo era todo! Kurtz, en lo más hondo, sabía que Owen tenía razón como mínimo en una cosa: en que al norte ya no pasaría nada. Ahora podía cerrar la puerta del establo y encomendarse a Dios, pero ya les habían robado el caballo.

—Van a cerrarlo del todo —dijo Perlmutter—. Jefferson Tract acaba de convertirse en el estado número cincuenta y uno. Y es un estado policial.

— ¿Todavía puedes sintonizar con Owen?

—Sí —dijo Perlmutter, distraído — , pero por poco tiempo. Él también se está curando, y pierde la telepatía.

— ¿Dónde está, chavalín?

—Acaban de pasar por la salida 25. Nos llevarán unos veinticinco kilómetros de ventaja. No puede ser mucho más.

— ¿Le meto un poco de caña? —preguntó Freddy.

Ya habían perdido la oportunidad de pillar a Owen por culpa del camión de los cojones. Lo último que quería Kurtz era perder otra estrellándose en el arcén.

—Negativo —dijo—. De momento, creo que les dejaremos correr.

Se cruzó de brazos y vio pasar el mundo, blanco como unasábana. Sin embargo, ya no nevaba, y seguro que cuanto más al sur estuvieran mejor carretera encontrarían.

Habían sido veinticuatro horas muy accidentadas. Kurtz había hecho explotar una nave extraterrestre, le había traicionado la persona a quien consideraba su sucesor lógico, había sobrevivido a un motín de civiles, y por si fuera poco le había apartado del mando un soldadito de pega. Se le cerraron los ojos, y al poco tiempo se quedó dormido.

 

Jonesy se quedó bastante tiempo sentado a la mesa y de mal humor, repartiendo miradas al teléfono, que ya no funcionaba, al atrapasueños del techo (agitado por una corriente de aire que casi no se notaba) o a las persianas nuevas de acero que había usado el puerco de Gray para taparle la vista. Y siempre el mismo ruido sordo, tanto en los oídos como haciéndole temblar las nalgas en la silla. Se parecía al ruido de una caldera un poco escandalosa, pendiente de reparación, pero no lo era. Era el quitanieves abriéndose camino hacia el sur, hacia el sur, siempre hacia el sur; y al volante el señor Gray, sin duda con la gorra de la compañía, robada a su más reciente víctima, maniobrando el quitanieves, manejando el volante con los músculos de Jonesy y usando los oídos de Jonesy para escuchar las noticias por el canal interno.

«Bueno, Jonesy, ¿hasta cuándo piensas quedarte sentado y compadeciéndote ?»

Jonesy, que estaba repantigado en la silla (de hecho casi dormía), se puso derecho al oírlo. Era la voz de Henry, pero no le llegaba por telepatía, puesto que el señor Gray las había bloqueado todas menos la suya. No, procedía de su propio cerebro. No por ello dejó de escocerle.

«¡No es que me compadezca, es que estoy aislado!» No le gustó el aspecto defensivo del pensamiento. Seguro que en caso de pronunciarlo en voz alta le habría salido tono de quejica. «No puede oírme nadie, no puedo ver nada y no puedo salir. No sé dónde estás, Henry, pero yo estoy en una celda de castigo.»

«¿Te ha quitado el cerebro?»

— Calla.

Jonesy se frotó la sien.

«¿Se ha llevado tus recuerdos?»

No, claro. Ni siquiera estando separado de los miles de millones de cajas por una puerta a cal y canto dejaba de acordarse de cuando yendo a primer curso le había pegado a Bonnie Deal un moco en la punta de la trenza (la misma Bonnie Deal con quien había pedido bailar seis años más tarde), de cuando Lámar Clarendon les había explicado cómo se jugaba al cribbage, y de cuando había visto salir del bosque a Rick McCarthy y le había confundido con un ciervo. Se acordaba de todo. Quizá tuviera alguna ventaja, pero no la veía. Tal vez se tratara de algo demasiado grande, demasiado obvio para verlo.

«¡Anda, que dejarte atrapar así habiendo leído tantas novelas policíacas! —se burló la versión mental de Henry—. Y no te digo las pelis de ciencia ficción con extraterrestres, desde Ultimátum a la, Tierra a El ataque de los tomates asesinos. ¿Tantos libros y pelis y no se te ocurre ninguna manera de pararle los pies? ¿No sabes ver de dónde sale el humo y localizar su campamento?»

Jonesy se frotó la sien con energías redobladas. No era percepción extrasensorial, sino su propio cerebro. ¿Por qué no podía hacerle callar? Total, ¿de qué servía, si estaba más aislado que la hostia? Era un motor sin transmisión, un carro sin caballo; era el cerebro de la película Donovan's Brain, mantenido con vida en un tanque de líquido turbio y soñando sueños inútiles.

«¿Qué quiere? Empieza por ahí.»

Jonesy miró el atrapasueños, movido por flujos imprecisos de aire caliente. Notaba el traqueteo del quitanieves, que era tan fuerte que hacía vibrar hasta los cuadros. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Tina Jean Schlossinger, y se suponía que había una foto levantándose la falda y con el chocho al aire. ¿Cuántos adolescentes se habían dejado engatusar por el mismo sueño?

Jonesy se levantó (casi de un salto) y empezó a dar vueltas por el despacho casi sin cojear. Había pasado la tormenta y le dolía un poco menos la cadera.

Piensa como Hércules Poirot, se dijo; ejercita tus células grises. De momento descarta tus recuerdos y concéntrate en el señor Gray. Piensa con lógica. ¿Qué quiere?

Detuvo sus pasos. En realidad era obvio lo que quería el señor Gray. Había ido a la torre-depósito (o a su antiguo emplazamiento) porque quería agua; y no cualquier agua, sino la que acababa saliendo por los grifos de mucha gente. Agua potable. Perola torre-depósito ya no estaba, porque la había destruido la tormenta del 85 (ja, ja, señor Gray, por fin te pillo), y el suministro de agua corriente de Derry se encontraba al nordeste. Lo más probable era que el camino estuviera cortado por la tormenta, además de que el suministro no estaba concentrado en un solo lugar. Por eso, después de consultar el almacén de conocimientos accesibles de Jonesy, el señor Gray había vuelto a ir al sur. Hacia...

De repente lo tuvo clarísimo. Perdió toda la fuerza de sus piernas y se cayó en la alfombra sin notar el pinchazo de dolor de la cadera.

El perro. Lad. ¿Seguía teniéndolo?

—Pues claro que lo tiene —susurró—. Claro que lo tiene, el muy hijo de puta. Se le huelen los pedos hasta aquí. Son clavados a los de McCarthy.

Aquel planeta era hostil al byrus, y sus habitantes luchaban con un vigor sorprendente, surgido de hondos pozos de emoción. Mala suerte. Sin embargo, el último gris superviviente había tenido una sucesión de golpes de suerte, como el típico cazurro que va a Las Vegas y empiezan a salirle sietes a los dados: cuatro, seis, ocho... ¡coño, doce seguidos! Primero había encontrado a Jonesy, su agente de contagio, y le había invadido y conquistado. Después había encontrado a Pete, que le había llevado a donde quería después de apagarse la luz flotante (el kim). Luego a Andy Janas, el de Minnesota, que transportaba dos ciervos que se habían muerto de Ripley. Al señor Gray no le habían servido de nada los ciervos... pero Janas también transportaba el cuerpo en descomposición de un extraterrestre.

El cuarto siete del señor Gray había sido el Dodge con su canino pasajero. ¿Qué había hecho? ¿Darle de comer al perro un trozo de cadáver de gris? ¿Ponerle el cadáver en la nariz y obligarle a respirarlo? No, era mucho más verosímil que se hubiera comido un trozo; el proceso que daba nacimiento a las comadrejas no empezaba en los pulmones, sino en el intestino. Jonesy vio una imagen fugaz de McCarthy perdido en el bosque. Beaver le había preguntado: «¿Se puede saber qué has comido? ¿Cacas de marmota?» ¿Y McCarthy? ¿Qué había contestado? «Arbustos, musgo... No sé, cosas. Es que me entró un hambre...»

Cómo no. Perdido, asustado y hambriento, no se había fijado en las manchas rojas de byrus que había en las hojas de algunos arbustos, ni en las del musgo que se había metido en la bocay que se había tragado venciendo las ganas de vomitar, por el simple motivo de que en algún momento de su vida de dócil abogado, de cristiano de misa semanal, había leído que cuando se estaba perdido en el bosque lo mejor era comer musgo, porque seguro que no era venenoso. ¿Tragar un poco de byrus (motas casi invisibles flotando en el aire) equivalía en todos los casos a incubar un monstruo sangui-nario como el que había destrozado a McCarthy y matado a Beav? Quizá no, como no se quedaban embarazadas todas las mujeres que mantenían relaciones sexuales sin protección, pero en el caso de McCarthy había funcionado... Como en el de Lad.

—Sabe lo de la casa —dijo Jonesy.

Por supuesto. La casa de Ware, unos cien kilómetros al oeste de Boston. Y seguro que sabía la historia de la rusa, como todo el mundo. Jonesy se acordaba de haberla contado. Era demasiado truculenta, demasiado buena para no divulgarla. Corría por Ware, por New Salem, por Cooleyville, por Belchertown, por Hardwick, por Packardsville, por Pelham... Por todos los alrededores. ¿Alrededores de qué, si podía saberse?

Pues de qué iba a ser, del Quabbin. El embalse de Quabbin, que suministraba agua a Boston y su área metropolitana. ¿Cuánta gente bebía agua del Quabbin a diario? ¿Dos millones? ¿Tres? Jonesy no estaba seguro, pero muchísima más que la que había bebido la del depósito de Derry en toda su historia. El señor Gray sacando sietes seguidos, haciendo historia y a punto de conseguir que saltara la banca.

Dos o tres millones de personas. El señor Gray quería presentarles al collie Lad, y al nuevo amigo de Lad.Y, una vez introducido en el nuevo medio, el byrus arraigaría.

 

Acaba la persecución

Sur y sur y sur.

Cuando el señor Gray llegó a la altura de la salida de Gardiner, la primera por debajo de Augusta, la capa de nieve era bastante más fina, y, si bien la autopista estaba enfangada, había recuperado sus dos carriles. Había llegado el momento de cambiar el quitanieves por algo menos llamativo, y no sólo porque ya no lo necesitase, sino porque le dolían los brazos de Jonesy, poco acostumbrados a manejar un vehículo tan grande. Al señor Gray le importaba bastante poco el cuerpo de Jonesy (al menos quería convencerse de ello, aunque en realidad fuera difícil no cogerle como mínimo un poco de afecto a algo capaz de proporcionar placeres tan inesperados como los de «beicon» y «asesinato»), pero lo necesitaba para unos cuantos centenares de kilómetros más. Sospechaba que Jonesy, para un varón en la mitad de la vida, no estaba en muy buena forma. En parte se debía al accidente, pero también a su trabajo, que era de naturaleza «académica». Debido a él, había prestado escasa atención a los aspectos más físicos de la vida, cosa que al señor Gray le extrañaba, porque aquellos seres eran sesenta por ciento emoción, treinta por ciento sensación y diez por ciento pensa-miento (diez calculando por lo alto, pensó el señor Gray). Aquella manera de no hacerle caso al cuerpo le parecía una tontería. Claro que no era problema suyo. Ni de Jonesy. Ya no. Ahora Jonesy era lo que siempre había querido ser, según todos los indicios: puro cerebro; y, a juzgar por su reacción, no le hacía mucha gracia haberlo conseguido.

Lad, el perro, estaba en el suelo del quitanieves, entre colillas, tazas de café de cartón y bolsas de patatas arrugadas, gimiendo de dolor. Tenía el cuerpo hinchado hasta extremos grotescos, con el torso del tamaño de un barril. Pronto le volvería a salir aire y se le deshincharía otra vez la barriga. Como el señor Gray había establecido contacto con el byrum que crecía dentro del perro, podría controlar la gestación.

El perro sería su versión de lo que su huésped tenía conceptuado como «la rusa». Después de colocar al perro, vendría todo rodado.

Retrocedió con la mente para buscar a los demás. De Henry y su amigo Owen ya no recibía nada. Eran como una emisora de radio después del final de la programación. Inquietante. Detrás (aca-baban de pasar al lado de las salidas de Newport, unos cien kilómetros al norte de donde estaba el señor Gray) había un grupo de tres con un contacto claro: «Pearly.» El tal Pearly incubaba un byrum, como el perro. Por eso el señor Gray le sintonizaba con tanta claridad. Antes también había recibido a otro del segundo grupo («Freddy»), pero ya no le captaba. Se le había muerto el byrus. Lo decía «Pearly».

Vio otra de las señales verdes de la autopista: ÁREA DE SERVICIO. Había un Burger King, identificado en los archivos de Jonesy con la doble descripción de «restaurante» y «fast-food». Tendrían beicon. La idea le despertó ruidos en el estómago. Sí, en muchos sentidos sería difícil renunciar a aquel cuerpo; pero bueno, no era momento de comer beicon, sino de cambiar de vehículo. Y con cierta discreción.

El acceso al área de servicio se bifurcaba en una vía para turismos y otra para camiones y autobuses. El señor Gray metió el quitanieves naranja en la zona de estacionamiento de camiones (temblándole los músculos de Jonesy por el esfuerzo de girar aquel volante tan grande) y se alegró sobremanera de ver otros cuatro quitanieves aparcados juntos, y casi sin diferencias con el suyo. Aparcó detrás de la fila y apagó el motor.

Buscó a Jonesy y le encontró donde siempre, escondido en aquella zona de seguridad que no se entendía.

«¿Qué, socio, qué te ronda por la cabeza?», murmuró el señor Gray.

Silencio... pero notó que Jonesy le escuchaba.

«¿Qué haces?»

Siguió sin recibir respuesta. En realidad, poco podía hacer Jonesy, porque estaba encerrado y ciego; de todos modos, convenía no olvidarse de él. De Jonesy... con su propuesta, no desprovista de fascinación, de que el señor Gray eludiera sus obligaciones (la necesidad de sembrar) y disfrutara de la vida en la Tierra. De vez en cuando aparecía una idea en la mente del señor Gray, una carta deslizada bajo la puerta del refugio de Jonesy. Según los archivos de Jonesy, los pensamientos de esa clase se llamaban «consignas». Eran ideas simples y que iban al grano. La más reciente decía: el beicon sólo es el principio. El señor Gray estaba seguro de que era verdad. Incluso aquí, en su habitación de hospital («¿qué habitación de hospital?, ¿quién es Marcy?, ¿quién quiere que le den una inyección?»), entendía que la vida en el planeta era una pura delicia. La obligación, no obstante, era profunda e inquebrantable: sembraría aquel mundo, y después moriría. ¿Que de camino se le presentaba la ocasión de picar un poco de beicon? Pues mucho mejor.

«¿Quién era Richie? ¿Era uno de los Tigers? ¿Por qué le matasteis?»

Silencio. Pero Jonesy escuchaba. Y con gran atención. El señor Gray odiaba tenerle ahí dentro. Era (la comparación procedía del almacén de Jonesy) como tener una espina de pescado clavada en la garganta, demasiado pequeña para atragantarse pero bastante grande para «dar la lata».

«Jonesy, me tienes hasta los huevos.» Se puso los guantes, los que habían sido del conductor del Dodge. El dueño de Lad.

Esta vez hubo respuesta. «Lo mismo digo, socio. Oiga, y ¿por qué no se va a algún sitio donde sea mejor recibido? ¿Por qué no hace los bártulos y se las pira?»

«No puedo», dijo el señor Gray.

Acercó una mano al perro, que levantó la cabeza y husmeó con gratitud el olor de su dueño en el guante. El señor Gray envió un pensamiento de estáte quieto, salió del quitanieves y se encaminó hacia el lateral del restaurante. Al otro lado debía de estar el «aparcamiento de empleados».

«Cabrón, que están a punto de llegar Henry y el otro. Los tienes pegaditos al culo, conque tranqui y pásate en el Burguer el rato que haga falta. Pide ración triple de beicon, no doble.»

«No pueden captarme —dijo el señor Gray, exhalando una nube de vaho. (La sensación del aire frío en la boca, la garganta y los pulmones era deliciosa, tonificante; hasta le parecía fabuloso el olor a gasolina.) — - Si no les capto yo, es que tampoco me captan ellos a mí.»

Jonesy se rió. ¡Se rió! El señor Gray se quedó helado a pocos pasos del contenedor.

«Han cambiado las reglas, amigo. Han pasado a buscar a Duddits, y Duddits ve la línea.»

«No sé qué quiere decir.»

«Lo sabe perfectamente, so cabrón.»

«¡No vuelvas a llamarme eso!», replicó el señor Gray.

«Vale, pero a condición de que no insulte más a mi inteligencia.»

El señor Gray siguió caminando, dobló la esquina y en efecto, había unos cuantos coches, casi todos viejos y cascados.

«Duddits ve la línea.»

Era verdad: el señor Gray sabía lo que quería decir. El que se llamaba Pete había tenido lo mismo, el mismo «don», aunque casi seguro que no tan fuerte como el otro, el misterioso «Duddits».

Al señor Gray no le gustaba la idea de dejar un rastro visible para «Duddits», pero sabía algo que ignoraba Jonesy. «Pearly» consideraba que Henry, Owen y Duddits sólo estaban veinticinco kiló-metros más al sur que él. De ser cierto, Henry y Owen tenían más de setenta kilómetros de retraso y estaban entre Pittsfield y Waterville. No era, juzgó el señor Gray, lo que se entendía por tenerles «pegaditos al culo».

Aunque tampoco era cuestión de entretenerse.

Se abrió la puerta trasera del restaurante y salió un hombre joven con un uniforme blanco que los archivos de Jonesy identificaron como «de cocinero», llevando dos bolsas grandes de basura con destino, cabía suponer, de los contenedores. Se llamaba John, pero sus amigos le llamaban «Butch». El señor Gray pensó que daría gusto matarle, pero Butch parecía bastante más fuerte que Jonesy, además de más joven y seguro que mucho más veloz. Por otro lado, el asesinato también tenía su cara molesta; lo peor, la velocidad con que perdían vigencia los coches robados.

«Oye, Butch.»

Butch paró y le miró con expresión despierta.

«¿Cuál es tu coche?»

En realidad no era suyo, sino de su madre. Mejor. La tartana de Butch se había quedado en casa por culpa de la batería. El de la madre era un Subaru cuatro por cuatro. Jonesy habría dicho que al señor Gray acababa de salirle otro siete.

Butch le entregó las llaves sin rechistar. Conservaba la expresión despierta, pero ya no estaba consciente.

«De esto no te acordarás», dijo el señor Gray.

—No —convino Butch.

«Seguirás trabajando como si nada.»

—Eso —dijo Butch.

Recogió las bolsas de basura y siguió caminando hacia los contenedores. Para cuando acabara el turno y viera que ya no estaba el coche de su madre, seguro que habría terminado todo.

El señor Gray abrió la puerta del Subaru rojo y entró. En el asiento había media bolsa de patatas con sabor barbacoa. El señor Gray las devoró mientras conducía en dirección al quitanieves, y remató la faena chupando los dedos de Jonesy, que estaban aceitosos. Muy bueno, como el beicon. Recogió al perro, y a los cinco minutos volvía a estar en la autopista.

Sur y sur y sur.

 

La noche es un estruendo de música, risas y voces; todo huele a salchichas a la brasa, chocolate y cacahuetes tostados; florece el cielo con fuegos de colores. Y todo lo une, lo identifica y firma como el autógrafo del propio verano, un rock and roll amplificado por los altavoces instalados en Strawford Park.

Entonces aparece el tío más alto del mundo, un vaquero de casi tres metros contra el cielo en llamas, empequeñeciendo al gentío y dejando boquiabiertos y ojiabiertos a los niños, con la boca manchada de helado. Los padres se ríen y les levantan para que tengan mejor visión, o se los ponen en los hombros. El vaquero tiene el sombrero en una mano, saludando, y en la otra un cartel donde pone fiesta de derry 1981.

—¿Poqué etanato? —pregunta Duddits.

Tiene en una mano un cucurucho de algodón de azúcar azul, pero ya no se acuerda. Ve andar con zancos al vaquero contra los fuegos artificiales que incendian el cielo, y abre los ojos como cualquier niño de tres años. A un lado tiene a Pete y Jonesy, y al otro a Henry y Beav. El vaquero encabeza un séquito de vírgenes vestales (alguna virgen debe de haber, hasta en el año de gracia de 1981). Llevan faldas tejanas con lentejuelas, y botas blancas de vaquero, y desfilan lanzando y recogiendo bastones.

—No sé por qué es tan alto, Duddits —dice Pete entre risas. Luego arranca un pedazo de algodón de azúcar del cucurucho que tiene Duddits en la mano y aprovecha que su amigo tiene la boca abierta para ponérselo dentro—. Debe de ser magia.

Todos se ríen de que Duddits mastique sin apartar la vista del vaquero con zancos. Ahora Duds es el más alto de todos, hasta más alto que Henry, pero no deja de ser un niño y les llena a todos de felicidad. El mágico es él. Todavía falta un año para que encuentre a Josie Rinkenhauer, pero ya saben los cuatro que es mágico. Por mucho miedo que les diera enfrentarse con Richie Grenadeau y sus amigos, fue el día de más suerte de toda su vida. En eso están todos de acuerdo.

— ¡Eh, grandullón! —berrea Beaver, saludando al vaquero alto con su gorra, que es de los Tigers de Derry—. ¡Tócame los perendengues!

Se mueren todos de risa (hay que decir que es un recuerdo de los que hacen época: la noche en que Beaver empezó a soltarle barbaridades al vaquero con zancos del desfile de las fiestas de Derry, con el cielo lleno de pólvora); todos menos Duddits, que sigue mirando con los ojos como platos, y Owen Underhill (¡Owen!, piensa Henry; ¿cómo has llegado tú aquí?), que parece preocupado.

Owen le está zarandeando. Owen está diciéndole que se despierte. ¡Henry, despierta, por Dios!

Lo que acabó sacando a Henry de su sueño fue el tono de miedo de Owen. Le duró unos segundos el olor a cacahuetes y al algodón de azúcar de Duddits, hasta que se impuso la realidad: un cielo blanco, los carriles nevados de la autopista y una señal verde de próximas dos salidas augusta. La realidad de Owen sacudiéndole, y de una especie de ladridos desesperados que llegaban de detrás. Duddits tosiendo.

— ¡Despierta, Henry, que sangra! Coño, tío, haz el favor de...

— Que sí, que ya estoy despierto.

Henry se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso de rodillas hacia atrás. Se le quejaron los músculos de los muslos, que habían trabajado demasiado, pero no les hizo caso.

Se esperaba algo peor. El pánico de la voz de Owen le había preparado para alguna especie de hemorragia, pero sólo eran gotas en un agujero de la nariz, y que Duddits, al toser, salpicaba un poco de sangre. Owen debía de pensar que el pobre Duds estaba echando los pulmones, cuando en realidad lo más probable era que se hubiera hecho una heridita en la garganta. Claro que no dejaba de ser peli-groso, porque en su estado, cada vez más endeble, podía ser grave cualquier cosa. Podía matarle un simple microbio de resfriado. Nada más verle, Henry había sabido que estaba en las últimas.

— ¡Duds! —le interpeló con dureza. Algo diferente. Algo diferente en él, en Henry. ¿Qué? No tenía tiempo de pensarlo—. ¡Duddits, respira por la nariz! ¡Por la nariz, Duds! ¡Así!

Henry hizo una demostración, respirando hondo varias veces con la nariz muy dilatada... y al espirar le salieron hilitos blancos. Como la pelusa de algunas plantas, al estilo del diente de león. Byrus, pensó Henry; me crecía por dentro de la nariz, pero se ha muerto. Lo estoy sacando cada vez que respiro. Entonces comprendió la diferencia: ya no le picaba nada, ni el muslo, ni la boca, ni la ingle. Seguía notándose la boca como si estuviera forrada de moqueta, pero no le picaba.

Duddits empezó a imitarle con respiraciones por la nariz, y enseguida se le alivió la tos. Henry cogió la bolsa de papel, encontró un frasco de jarabe inofensivo para la tos y se lo dio a beber a Duddits con el tapón, diciendo:

—Con esto mejorarás.

Confianza no sólo en las palabras, sino en el tono. Con Duddits importaba mucho el tono.

Duddits se bebió la dosis de jarabe, hizo una mueca y sonrió a Henry. Ya no tosía, pero seguía goteándole sangre en un lado de la nariz... y Henry vio que también le sangraba el rabillo de un ojo. Mala señal, como la palidez extrema de su amigo, que ahora llamaba mucho más la atención que en casa. El frío... una noche sin dormir... la excitación, mala para alguien tan enfermo... No anunciaba nada bueno, no. Duddits empezaba a pillar algo, y, como estaba en fase terminal de leucemia, podía morirse hasta de una infección nasal.

— ¿Cómo está? —preguntó Owen.

— ¿Duds? Es de hierro. ¿A que sí, Duddits?

—Deyero —asintió Duddits, flexionando un brazo tan flaco que daba pena.

Viéndole tan demacrado y con cara de cansancio (pero haciendo el esfuerzo de sonreír), Henry tuvo ganas de gritar. La vida era injusta. Pensó que ya hacía muchos años que debía de saberlo, pero lo de Duddits iba más allá. No era una simple injusticia, sino una rotunda monstruosidad.

—A ver qué te han puesto para beber, guapetón.

Cogió la fiambrera amarilla.

—Cubidú —dijo Duddits. Sonreía, pero se le notaba el agotamiento en la voz.

— Pues sí, tenemos trabajo —asintió Henry, abriendo el termo.

Le dio a Duddits la pastilla matinal de Prednisona, aunque faltara un poco para las ocho, y a continuación le preguntó si también quería Percocet. Duddits se lo pensó y enseñó dos dedos. A Henry se le cayó el alma a los pies.

— Estás un poco hecho polvo, ¿eh?  —dijo, pasándole a Duddits dos tabletas de Percocet por encima del respaldo.

No necesitaba respuesta. La gente como Duddits no pedía una pastilla de más porque tuviera ganas de ponerse a tono.

Duddits movió la mano como un balancín: comme ci comme ga. En su memoria, Henry tenía el gesto tan vinculado a Pete como a Beaver los lápices y los palillos mordidos.

Roberta había llenado el termo de lo que le gustaba más a Duddits, leche con cacao. Henry le llenó una taza, la sujetó mientras el Humvee derrapaba en un tramo resbaladizo de autopista y se la dio. Duddits se tomó las pastillas.

— ¿Dónde te duele, Duddits?

—Aquí. —La mano en la garganta—. Yaquí. —La mano en el pecho; después se puso un poco rojo, vaciló y se la puso en la entrepierna—. Yaquí.

Una infección del tracto urinario, pensó Henry. Fantástico.

— ¿Lapatilla mecudan? Henry asintió con la cabeza.

— Sí, las pastillas te curan. Tú déjalas que hagan lo que tienen que hacer. ¿Aún estamos en la línea, Duddits?

Duddits asintió con énfasis y señaló la ventanilla. Henry (por enésima vez) tuvo curiosidad por saber qué veía. Se lo había preguntado a Pete, y Pete le había dicho que era como un hilo, y que en general costaba verlo. «Lo mejor es cuando es amarillo —le había dicho — . El amarillo siempre destaca más. No sé por qué.» Si Pete veía un hilo amarillo, quizá Duddits viera toda una franja amarilla, y hasta el camino amarillo de Dorothy en El mago de Oz.

—Si se mete por otra carretera, nos avisas, ¿vale?

— Vale.

— ¿Seguro que no te dormirás?

Duddits sacudió la cabeza. A decir verdad, con los ojos brillándole en la cara demacrada, parecía más vivo y despierto que nunca. Henry pensó que a veces las bombillas brillaban con una misteriosa intensidad poco antes de fundirse.

—Bueno, pero si notas que te entra sueño me avisas y paramos a por café. Te necesitamos despierto.

— Vale.

Cuando Henry empezaba a girarse hacia adelante, moviendo su cuerpo dolorido con la mayor precaución, Duddits dijo algo más.

— Ezeñó Gué quere becon.

— ¿En serio? —dijo Henry, pensativo.

¿Qué? —preguntó Owen—. No le he entendido.

—Dice que el señor Gray quiere beicon.

— ¿Es importante?

—No lo sé. Oye, ¿este trasto tiene radio normal? Es que me gustaría oír las noticias.

La radio normal estaba debajo del salpicadero y parecía recién instalada, como un accesorio añadido. Justo cuando iba a tocarla, Owen frenó de golpe porque se les había cruzado un Pontiac (sin cadenas ni tracción en las cuatro ruedas). El Pontiac dio unos cuantos bandazos, y al final decidió quedarse un poco más en la carretera. En cuestión de segundos cogió los cien por hora (cálculos de Henry) y se alejó. Owen lo miraba con el entrecejo fruncido.

—No quiero meterme, porque conduces tú —dijo Henry—, pero, si ese tío puede ir sin

cadenas, ¿por qué no hacemos lo mismo? No sería mala idea ganar un poco de terreno.

— Los Humvee van mejor con barro que con nieve. Hazme caso.

— Ya, pero...

—Además, en diez minutos le adelantaremos. Te apuesto una botellita de whisky bueno. O choca con la barrera y se cae por la cuesta, o se empotra en la del medio. Si tiene suerte no dará una vuelta de campana. Y otra cosa, aunque sólo sea un tecnicismo: somos fugitivos escapando de la autoridad, y no podremos salvar el mundo en una cárcel de... ¡Coño!

Les adelantó a toda leche, levantando la nieve, un Ford Explorer con tracción en las cuatro ruedas, pero que iba demasiado deprisa para las condiciones de la carretera (a unos ciento diez por hora). Tenía mucho bulto en la baca. Como la lona azul que la tapaba estaba atada de cualquier manera, Henry vio qué había debajo: maletas. Adivinó que no tardarían en caerse.

Después de haberse encargado de Duddits (ya surtía efecto el jarabe), Henry miró la carretera con detenimiento y no acabó de sorprenderle lo que vio. Aunque en sentido norte siguiera sin circular casi nadie por la autopista, los dos carriles contrarios estaban llenándose deprisa... y en efecto, por todas partes se habían salido coches.

Owen encendió la radio justo cuando les adelantaba un Mercedes salpicando barro. Tocó el botón de búsqueda, encontró música clásica, volvió a apretarlo, salieron los arrullos de Kenny G, y a la tercera pulsación... salió una voz.

«... un porro que te cagas, como un misil», decía la voz. Henry y Owen se miraron.

—Dice caga elarayo —comentó Duddits desde el asiento trasero.

—Exacto —contestó Henry. Se oyó que el de la voz inhalaba en pleno micro — . Y para mí que se está fumando uno gordo. «No sé qué pensará la Comisión de Comunicaciones —dijo el locutor, tras una exhalación larga y ruidosa—, pero, como sea verdad la mitad de lo que oigo, pasaré bastante de comisiones. Hermanos y hermanas, anda suelta ni más ni menos que una epidemia intergaláctica. Os aconsejo que canceléis cualquier viaje al norte.»

Otra inhalación larga y ruidosa.

«Queridos oyentes, ya tenemos aquí a los marcianetes. Es la noticia que nos llega de los condados de Somerset y Castle. Epidemias, rayos mortales... Va a ser la rehostia. Iba a poner publicidad de neumáticos Century, pero que se jodan. —Ruido de algo rompiéndose. Parecía plástico. Henry estaba fascinado. Habíavuelto su amiga, la oscuridad, y no en su cabeza, sino en la puta radio — . Hermanos, si estáis yendo en coche más al norte de Augusta, allá va un consejito de vuestro colega Dave el Solitario, por la WWVE: dad media vuelta. Y ahora mismo, tíos. Os pongo un disquete para ambientar la maniobra.»

Como era de esperar, Dave el Solitario puso a los Doors. Jim Morrison recitando The End. Owen pasó a onda media.

Consiguió encontrar noticias. El que las daba no ponía voz de flipado. Algo era algo. Otro paso en la buena dirección: dijo que no había razón para que cundiera el pánico. Después puso declaraciones del presidente y el gobernador Baldacci, que venían a decir lo mismo: tranquis, no os pongáis nerviosos que está todo controlado. Muy bonito y muy relajante, jarabe para el organismo político. A las once de la mañana, horario este, tenía que comparecer el presidente para dar un informe completo a la ciudadanía.

— Será el discurso que decía Kurtz —señaló Owen—. Sólo lo han adelantado uno o dos días.

— ¿Qué discurso...? -Shhh.

Owen señaló la radio.

Después de tranquilizar los ánimos de su audiencia, el locutor procedió a encenderlos de nuevo repitiendo gran parte de los rumores que ya le habían oído al flipado de la FM, pero en lenguaje más fino: epidemia, invasores del espacio, rayos... A continuación, el tiempo: nevadas ocasionales, seguidas de lluvia y viento por la llegada de un frente cálido (y de los marcianos asesinos). Se oyó un pitido, y empezó desde el principio el mismo boletín.

— ¡Mira! —dijo Duddits — . ¡Ede ante! ¿Tacueda? Señalaba por la ventana sucia, temblándole el dedo y la voz.

Ahora tiritaba y le castañeteaban los dientes.

Owen echó un vistazo al Pontiac (en efecto, se había empotrado en la barrera de separación entre los dos grupos de carriles; no había volcado del todo, pero estaba de lado, con los desconsolados pasajeros rodeándolo), y después se volvió para mirar a Duddits. Lo vio más pálido que antes, temblando y con un trozo de algodón en la nariz, manchado de sangre.

— ¿Está bien, Henry? —No lo sé.

— Saca la lengua.

— ¿No sería mejor que miraras la...?

—No protestes, que voy bien. Saca la lengua. Henry obedeció. Owen se la miró e hizo una mueca. —Tiene peor pinta, aunque debe de estar mejor. Se ha puesto blanca toda la porquería.

— Sí, como en el corte que tengo en la pierna —dijo Henry—. Y tú igual, en la cara y las cejas. Menos mal que no se nos ha metido en los pulmones. —Hizo una pausa—. A Perlmutter se le puso en el intestino, y ahora le crece una cosa de esas.

— ¿A cuánto están, Henry?

—Yo creo que a unos treinta kilómetros. Puede que alguno menos. Vaya, que si pudieras acelerar... aunque sólo fuera un poquito...

Owen pisó el pedal con la seguridad de que Kurtz haría lo mismo en cuanto se enterara de que ahora formaba parte de un éxodo general, y de que por lo tanto corría mucho menos riesgo de que le parara la policía, civil o militar.

— Sigues oyendo a Pearly —dijo Owen—, y eso que se te está muriendo el byrus. ¿Es por...?  Señaló hacia atrás con el pulgar, refiriéndose a Duddits, que estaba reclinado y de momento ya no temblaba.

—Sí, claro —dijo Henry—. Lo de Duddits lo recibí mucho antes de empezar todo esto. Igual que Jonesy, Pete y Beaver. No nos dábamos ni cuenta. Era una parte más de la vida. —Claro, claro, como todo eso de pensar en bolsas de plástico, puentes y escopetas en la boca. Una parte más de la vida—. Ahora es más fuerte. Puede que a la larga disminuya, pero lo que es ahora... —Se encogió de hombros — . De momento oigo voces. —Pearly.

— Por ejemplo —asintió Henry—. Y otros con el byrus en fase activa. La mayoría está detrás.

— ¿Y tu amigo Jonesy? ¿O Gray? Henry negó con la cabeza.

—El que oye algo es Pearly.

— ¿Pearly? Y ¿cómo puede ser?

—Ahora mismo tiene más radio mental que yo, por el byrum...

— ¿El qué?

Lo que tiene en el culo —dijo Henry—. El bicho caca.

Ah.

Owen tuvo un momento de náuseas.

— Lo que oye no parece humano. Dudo que sea el señor Gray, pero tampoco es imposible. En todo caso, lo capta.

Condujeron un rato en silencio. Había bastante tráfico, con algunos conductores haciendo salvajadas (encontraron el Explorer justo al sur de Augusta, en la cuneta, sin nadie dentro y con las maletas en el suelo), pero Owen se consideró afortunado. Supuso que la tormenta había hecho que se quedara mucha gente en casa. Existía la posibilidad de que quisieran huir aprovechando que había pasado el mal tiempo, pero él y Henry se habían adelantado al grueso de la ola. En muchos aspectos les había beneficiado la nevada.

—Voy a decirte una cosa —acabó anunciando Owen.

—No hace falta que lo digas. Te tengo justo al lado, a corto alcance, y aún recibo una parte de lo que piensas.

Lo que pensaba Owen era que, si creyera que Kurtz se daría por satisfecho cogiéndole a él, frenaría y se apearía del Humvee. En realidad no creía tal cosa. Owen Underhill era el principal objetivo de Kurtz, pero éste comprendía que Owen no habría incurrido en tan monstruosa traición sin verse obligado a ello. No; le pegaría un tiro a Owen en la cabeza y seguiría. Al menos, con Owen, Henry tenía alguna oportunidad. Sin él, casi seguro que era hombre muerto. Y Duddits igual.

— Seguiremos juntos —dijo Henry—. Amigos hasta el final, como suele decirse.

Se oyó en el asiento de atrás: —Tenemo tabajo.

—Exacto, Duds. —Henry desplazó el brazo hacia atrás y dio un apretón a la mano fría de Duddits — . Tenemos trabajo.

 

Diez minutos después, Duddits recuperó toda su animación les hizo meterse en la primera área de descanso de la autopista pasada Augusta. De hecho faltaba muy poco para Lewiston.

— ¡Liña! ¡Liña! —exclamó antes de otro ataque de tos.

— Tranquilo, Duddits —dijo Henry.

— Deben de haber parado a tomarse un café y una pasta Owen — . O un bocadillo de beicon.

Duddits, sin embargo, les guió hacia la parte trasera, el aparcamiento de empleados. Frenaron, y Duddits bajó. Al principio se quedó quieto, murmurando y con aspecto frágil bajo el cielo nublado, como si cada ráfaga de viento amenazara su estabilidad.

—Henry —dijo Owen—, no sé en qué está tan enfrascado, pero si es verdad que Kurtz está muy cerca...

Justo entonces, sin embargo, Duddits asintió con la cabeza, volvió a meterse en el Humvee e indicó la señal de salida. Se le veía más cansado que nunca, pero también satisfecho.

— ¡Pero bueno! —dijo Owen, desconcertado — . ¿Qué ha sido eso?

—Me parece que ha cambiado de coche —dijo Henry—. ¿Es eso, Duddits? ¿Ha cambiado de coche? Duddits asintió con énfasis.

— ¡Obado! ¡A dobado uno!

— Ahora irá más deprisa —dijo Henry—. Owen, hay que meter un poco más de caña. Pasando de Kurtz. Tenemos que coger al señor Gray.

Owen miró a Henry de reojo... y después con mayor atención.

— ¿Qué te pasa? Te has quedado blanco.

— He sido muy estúpido. Debería haber sabido qué planes tenía desde el principio. La única excusa que tengo es que estaba cansado y tenía miedo, pero no me servirá de nada, porque como... Owen, tienes que cogerle. Va hacia el oeste de Massachusetts, y tienes que cogerle antes de que llegue.

Ahora rodaban por nieve medio deshecha. La conducción era engorrosa, pero mucho menos arriesgada. Owen llegó hasta noventa y cinco, porque no se atrevía a más.

—Voy a intentarlo —dijo —, pero, como no tenga un accidente o una avería... —Negó con movimientos lentos de la cabeza—. Cosa que dudo. Lo dudo mucho.

 

De niño (cuando se llamaba Coonts) lo había soñado con frecuencia, pero, desde las poluciones y sudores de la adolescencia, sólo una o dos veces. Corría por un campo, con luna llena, y tenía miedo de mirar hacia atrás porque le perseguía... la cosa.

Corría con todas sus fuerzas, pero claro, en los sueños nunca se corre bastante. Llegó un momento en que lo tuvo tan cerca que oía su respiración seca y percibía su olor seco peculiar.

Llegó a la orilla de un lago grande y tranquilo, a pesar de que en el pueblo de Kansas seco y miserable de su niñez nunca había habido ningún lago, y aunque era bonito (ardía la luna en sus profundidades como una lámpara) le dio mucho miedo porque le cortaba el camino y no sabía nadar.

Cayó de rodillas a la orilla del lago (el sueño, en ese sentido, era idéntico a los de su infancia), pero en lugar de ver el reflejo de la cosa en el agua inmóvil, el horrible hombre espantapájaros con la cabeza de arpillera rellena y las manos hinchadas, con guantes azules, esta vez vio a Owen Underhill con la cara llena de manchas. A la luz de la luna, las manchas de byrus parecían grandes lunares negros, esponjosos y amorfos.

De niño siempre se había despertado en ese momento (y muchas veces con la picha tiesa, por raro que fuera que a un niño se la pusiera dura un sueño tan angustioso), pero esta vez la cosa (Owen) llegó a tocarle, y en el reflejo de los ojos en el agua había una mirada de reproche. Quizá una pregunta.

«¡Porque has desobedecido órdenes, chaval! ¡Porque has cruzado la línea!»

Levantó la mano para empujar a Owen, apartar aquella mano... y vio la suya a la luz de la luna. Estaba gris.

No, se dijo, sólo es la luna.

Ahora bien, sólo tenía tres dedos. ¿Eso también era la luna?

La mano de Owen encima de él, tocándole, contagiándole su asquerosa enfermedad... y atreviéndose aun así a llamarle...

 

—... jefe. ¡Jefe, despierte!

Kurtz abrió los ojos y se incorporó gruñendo, al mismo tiempo que apartaba la mano de Freddy. No la tenía en el hombro, sino en la rodilla. Freddy estaba al volante, con el brazo hacia atrás sacudiéndole la rodilla, pero seguía siendo intolerable. -Ya estoy despierto, ya estoy despierto. Se puso las manos delante de la cara para demostrarlo. Notenía piel rosada de niño, ni mucho menos, pero tampoco estaban grises, y poseía cada una los cinco dedos preceptivos.

— ¿Qué hora es, Freddy?

—Ni idea, jefe. Sólo puedo decirle que aún es por la mañana.

Naturalmente. Se habían escacharrado todos los relojes. Hasta se le había quedado sin cuerda el de bolsillo. Como era tan víctima de los tiempos modernos como cualquier hijo de vecino, se había olvidado de dársela. Kurtz, cuyo sentido del tiempo nunca había dejado que desear en cuanto a precisión, intuyó que eran sobre las nueve; o sea, que le había durado unas dos horas el sueñecito. No era mucho, pero tampoco necesitaba mucho. Se encontraba mejor; bastante bien, en todo caso, para notarle a Freddy la preocupación en la voz.

— ¿Qué te pasa, chavalote?

—Dice Pearly que ahora ya no tiene contacto con ninguno. Dice que el último era Owen, y que ahora tampoco le recibe. Dice que Owen debe de haber rechazado el hongo de Ripley, señor.

Kurtz, de reojo y por el retrovisor, vio la mueca de burla de Perlmutter, como diciendo: «Os he engañado.»

— ¿Qué pides, Archie?

—Nada —dijo Pearly, con tono bastante más lúcido que antes de la cabezadita de Kurtz—. Aunque... es verdad que me iría bien beber un poco de agua. Hambre no tengo, pero...

—Supongo que se podría hacer una paradita —dijo Kurtz—; eso si tuviéramos contacto, porque si les hemos perdido a todos, tanto al que se llama Jones como a Owen y Devlin... Tú ya me conoces, chavalote: me moriré mordiendo, y hasta entonces harán falta dos cirujanos y un tiro para que abra la boca. Te espera un día largo y de mucha sed, porque Freddy y yo vamos a tener que buscarle por todas las carreteras que van al sur. Menos si nos ayudas, Archie; entonces le ordenaré a Freddy que se meta por la primera salida y entraré personalmente en el primer súper de carretera para comprarte la botella más grande de agua mineral que tengan en la nevera. ¿A que te apetecería?

Kurtz notó que sí en que Perlmutter se mojó los labios, primero por dentro y luego sacando la lengua (el Ripley de sus labios y mejillas seguía igual de lozano, con mayoría de manchas de color rojo claro y otras más vinosas), pero volvió a verle cara de travieso. Movía mucho los ojos, con costras de Ripley en los bordes. De repente Kurtz comprendió la situación: el pobre Pearly había enloquecido. Nada como un loco, quizá, para reconocer a otro.

—Juro por Dios que le he dicho la verdad. Ya no tengo contacto con nadie.

Archie, sin embargo, se puso un dedo al lado de la nariz y volvió a mirar el retrovisor con cara de picaro.

—Yo creo que si les cogemos tendrás bastantes posibilidades de curarte, nene. —Kurtz lo dijo con el tono más seco de su repertorio, tono de pura constatación—. ¿Bueno, qué? ¿A cuál sigues recibiendo? ¿A Jonesy? ¿O al nuevo, Duddits?

—No, a ese no. A ninguno.

Pero el dedo paralelo a la nariz, la cara de travieso...

—Dímelo y te doy agua —dijo Kurtz—. Como sigas tocándome los huevos, te pego un tiro y te suelto en la nieve. Venga, léeme el coco y dime que es mentira.

Pearly le miró un poco más por el retrovisor con mala cara. Luego dijo:

—Jonesy y el señor Gray aún van por la autopista. Ahora están por Portland. Jonesy le ha explicado al señor Gray cómo se rodea la ciudad por la 295. Bueno, tanto como explicar... Tiene en la cabeza al señor Gray, que cuando quiere algo lo coge.

Oyéndolo, Kurtz se quedó cada vez más pasmado, pero sin interrumpir sus cálculos.

— Hay un perro —dijo Pearly—. Van con un perro que se llama Lad. Es con el que estoy en contacto. Está... como yo.

— Volvieron a encontrarse sus ojos con los de Kurtz en el retrovisor, pero esta vez sin malicia, sino con una especie de media cordura angustiada—. ¿En serio ve alguna posibilidad de que vuelva a...? A ser yo, vaya.

El hecho de saber que Perlmutter podía leerle el pensamiento hizo que Kurtz procediera con cautela.

— Como mínimo, creo que se te podría quitar lo de dentro. ¿Con un médico que entienda la situación? Sí, yo creo que sí. Una buena dosis de cloroformo, y cuando te despiertes... ¡Nada! — Kurtz se dio un beso en las puntas de los dedos y miró a Freddy—. Si están en Portland, ¿cuánto nos llevan?

—Yo diría que unos ciento diez kilómetros, jefe.

—Pues acelera un poco, hombre de Dios; sin salimos de la carretera, pero corre un poco más.

Ciento diez kilómetros. Y si Owen, Devlin y Duddits sabían lo mismo que Archie Perlmutter, continuarían la persecución.

—A ver si me aclaro, Archie. El señor Gray está dentro de Jonesy...

— Sí.

— ¿Y van con un perro que puede leerles el pensamiento?

—El perro oye lo que piensan, pero sin entenderlo. De momento no pasa de ser un perro. Jefe, que tengo sed.

¡Coño! ¡Escucha al perro como si fuera la radio!, pensó Kurtz sin salir de su asombro.

—Freddy, la próxima salida. Barra libre.

Le molestaba tener que parar (le molestaba cualquier ventaja de Owen, aunque sólo fueran tres o cuatro kilómetros), pero necesitaba a Perlmutter, y a ser posible contento.

Tenían delante el área de descanso donde el señor Gray había cambiado el quitanieves por el Subaru del cocinero, y donde también habían hecho una breve parada Owen y Henry porque pasaba la línea por dentro. El aparcamiento estaba repleto, pero entre los tres tenían bastante calderilla para las máquinas de bebidas de fuera.

Gracias a Dios.

 

Más allá de los triunfos y fracasos de la llamada «presidencia de Florida» (cuestión de la que queda casi todo por escribir), hay algo que no puede negarse: aquella mañana de noviembre, con su discurso, el presidente acabó con el «pánico espacial».

Respecto a por qué funcionó el discurso hubo diversas opiniones («más que dotes de liderazgo, fue elegir bien el momento», dijo, desdeñosa, una voz crítica), pero funcionó. Hubo gente que ya había emprendido la huida, pero que tenía tanta hambre de noticias claras que salió de la carretera para ver hablar al presidente. Las tiendas de electrodomésticos de los centros comerciales se llenaron de gente silenciosa y muy atenta. En las estaciones de servicio de la interestatal 95 cerraron las tiendas, y se instalaron televisores al lado de las cajas registradoras inactivas. Se llenaban los bares. En muchas partes hubo gente que abrió las puertas a cualquier persona que quisiera oír el discurso. Podrían haberloescuchado por la radio del coche (como fue el caso de Jonesy y el señor Gray), y así no habrían tenido que parar, pero sólo lo hizo una minoría. En general había ganas de verle la cara al líder. Según los detractores del presidente, el único efecto del discurso fue romper la inercia del pánico. «En un momento así podría haber salido Porky a hacer un discurso y habría conseguido el mismo resultado», opinó uno de ellos. Distinto parecer expresó otro: «Era el momento decisivo de la crisis. Debía de haber unas seis mil personas yendo en coche. Si el presidente hubiera dicho algo mal, por la tarde habrían sido seis mil por dos, y a saber si para cuando llegase la oleada a Nueva York (la mayor cantidad de desplazados desde la recesión de los treinta) no habrían sido seiscientos mil. Los americanos, sobre todo los de Nueva Inglaterra, acudieron al presidente que habían elegido por la mínima buscando ayuda, consuelo, seguridad... y él reaccionó con un discurso a la nación que puede haber sido el mejor de la historia. Así de sencillo.»

La cuestión, sencilleces, sociología y liderazgos al margen, fue que el discurso se ajustó bastante a las expectativas de Owen y Henry, mientras que Kurtz podría haber adivinado cada palabra, cada expresión. El discurso giró en torno a dos ideas simples, presentadas como hechos irrefutables y calculadas para paliar el miedo que palpitaba en el pecho del americano medio, tan satisfecho, por lo general. La primera idea era que, aunque los visitantes no hubieran venido con ramitas de olivo y regalos, tampoco habían dado ninguna muestra de comportamiento agresivo u hostil. La segunda, que, si bien eran portadores de una especie de virus, se había logrado confinarlo a la zona de Jefferson Tract. (El presidente la señaló en una pantalla con la pericia de un meteorólogo indicando una zona de bajas presiones.) No sólo estaba aislado, sino que se moría solo, sin intervención de los científicos y expertos militares que habían acudido a la zona.

«Aún no está comprobado del todo —dijo el presidente a una audiencia sin aliento (es posible que los que menos aliento tuvieran fueran los que se encontraban en la zona de Nueva Inglaterra, lo cual no carecía de justificación)—, pero tendemos a pensar que nuestros visitantes traían consigo el virus como hay gente que viaja al extranjero y vuelve a su país de origen con algún insecto en el equipaje, o en las compras que ha hecho. Lo normal es que lo detecte el personal de aduanas, pero claro —[gran sonrisa del gran padre blanco]—, los visitantes a los que me refiero no han pasado ningún control aduanero.»

En efecto, se conocían víctimas mortales del virus, en su mayoría personal militar, pero la gran mayoría de los que lo habían contraído («el hongo presenta un aspecto parecido al del pie de atleta», dijo el gran padre blanco) lo rechazaban sin dificultad. La zona había sido puesta en cuarentena, pero fuera de ella nadie estaba en peligro. «A los que estén en Maine y se hayan marchado de casa —dijo el presidente— les sugeriría que volvieran. Como dijo Franklin Delano Roosevelt, sólo hay que tenerle miedo al propio miedo.»

La masacre de grises, la explosión de la nave, los cazadores enterrados, el incendio en la tienda de Gosselin y la evasión, ni mentarlos. No se dijo nada de que a los últimos Imperial Valley de Gallagher les abatieran como perros (porque eran eso, perros, y para muchos peores que perros). Kurtz y el agente de contagio (Jonesy) no merecieron una sílaba. El presidente soltó lo justo para pararle los pies al pánico y evitar que se descontrolara.

La mayoría de la gente siguió su consejo y volvió a casa.

Claro que algunos no podían.

Algunos se habían quedado sin casa.

 

El pequeño desfile se desplazaba hacia el sur bajo un cielo muy gris, encabezado por el Subaru rojo oxidado que no volvería a ver Marie Turgeon, vecina de Litchfield. Henry, Owen y Duddits le seguían a unos noventa kilómetros, o unos cincuenta y cinco minutos. Al salir del área de descanso y reintegrarse al tráfico (con Pearly tragándose su segunda botella de agua mineral), Kurtz y sus hombres estaban a unos ciento veinte kilómetros de Jonesy y el señor Gray, y a unos treinta de la presa principal de Kurtz.

Sin la capa de nubes, un observador que volara bajo habría podido ver al mismo tiempo el Subaru y los dos Humvee a las 11.43 hora este, que fue cuando el presidente dio colofón a su discurso con la siguiente despedida: «Que Dios os bendiga, americanos, y que Dios bendiga a América.»

Jonesy y el señor Gray entraban en New Hampshire por elpuente Kittery-Portsmouth; Henry, Owen y Duddits pasaban al lado de la salida 9, por donde se accede a las localidades de Falmouth, Cumberland y Jerusalem's Lot; Kurtz, Freddy y Perlmutter (cuyo abdomen volvía a inflarse, y que estaba estirado soltando gases nocivos, posible comentario crítico al discurso del gran padre blanco) se hallaban no muy al norte de New Brunswick. La razón de que fuera tan fácil detectar los tres vehículos era la cantidad de gente que se había parado a ver al presidente impartiéndoles su clase sedante y con pantalla.

Valiéndose de la memoria de Jonesy, cuya organización era admirable, el señor Gray pasó de la interestatal 95 a la 495 justo después de cruzar la frontera entre New Hampshire y Massachusetts... y, dirigido por Duddits, que veía el paso de Jonesy como una línea de color amarillo chillón, lo mismo, a su tiempo, haría el primer Humvee. En la localidad de Marlborough, el señor Gray cambiaría la 495 por la 90, una de las grandes arterias este-oeste del país. En Massachusetts recibe el nombre de Mass Pike. Según Jonesy, en la salida 8 ponía Palmer, UMass, Amherst y Ware. El Quabbin estaba a seis kilómetros de Ware.

Lo que buscaba era el tubo 12. Lo decía Jonesy, que, aunque quisiera mentir, no podía. Las oficinas de la compañía de aguas de Massachusetts estaban en la presa de Winsor, al extremo sur del embalse de Quabbin. Llegar sería cosa de Jonesy; el resto, del señor Gray.

 

Jonesy no podía seguir sentado al escritorio, porque empezaría a lloriquear; del lloriqueo pasaría al berreo, del berreo al pataleo, y se arriesgaba a que el pataleo le hiciera salir y echarse en brazos del señor Gray, tarado perdido y a punto para la extinción.

¿Y ahora dónde estamos?, se preguntó. ¿Ya hemos llegado a Marlborough? ¿Ya hemos salido de la 495 para coger la 90? Sí, yo diría que sí.

Claro que con la persiana era imposible cerciorarse. Jonesy miró la ventana... y no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué remedio! Ahora, en lugar de ríndete Y sal, ponía lo que había pensado él:

RÍNDETE, DOROTHY.

Lo he hecho yo, pensó, y seguro que si quisiera podría hacer desaparecer la persiana.

Muy bien, y ¿entonces qué? El señor Gray instalaría otras, o se contentaría con embadurnar el cristal con pintura negra. Mientras quisiera evitar que Jonesy mirara afuera, Jonesy seguiría igual de ciego. La cuestión era que el señor Gray controlaba su parte exterior. Le había explotado la cabeza, había esporulado en las narices de Jonesy (el doctor Jekyll convirtiéndose en Mr. Byrus), y Jonesy le había inhalado. Ahora el señor Gray era... Un incordio, pensó Jonesy.

La idea suscitó un conato de protesta; no sólo eso, sino que Jonesy tuvo una idea coherente en contra («no; es al revés; el que ha salido, el que se ha escapado has sido tú»), pero la rechazó. Eran chorradas seudointuitivas, alucinaciones cognitivas que no se diferenciaban mucho de los oasis que hacía ver la sed en el desierto. Él estaba encerrado. El señor Gray estaba fuera comiendo beicon y llevando la batuta. Dejarse convencer por ideas así era como hacerse una inocentada a sí mismo.

Tengo que hacer que vaya menos deprisa, pensó. Ya que no puedo pararle, ¿no habrá alguna manera de poner una piedra en el engranaje?

Se levantó y empezó a dar vueltas por el perímetro del despacho. Eran treinta y cuatro pasos. ¡Coño, qué ronda más corta! Aunque bueno, supuso que era más que en las celdas normales de cárcel. A los de Walpole, Danvers o Shawshank les habría parecido de puta madre. En medio de la habitación bailaba y daba vueltas el atrapasueños. Una parte del cerebro de Jonesy contaba los pasos, y la otra quería saber cuánto faltaba para que llegaran a la salida 8 de Mass Pike.

Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro. Ya volvía a estar detrás de la silla, listo para la segunda vuelta.

Tardarían muy poco en llegar a Ware, y no se detendrían. A diferencia de la rusa, el señor Gray tenía muy claro adonde quería ir.

Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis. Otra vez con el respaldo delante, listo para otra ronda.

A los treinta años, él y Carla ya eran padres de tres hijos (el cuarto lo habían tenido hacía menos de un año), sin esperanzas a corto plazo de comprarse una casa de campo, aunque fuera tanmodesta como la de Ware, en Osborne Road. Un buen día, el departamento de Jonesy había sufrido un movimiento sísmico, y el nuevo director, amigo de Jonesy, le había nombrado profesor adjunto tres años antes que en sus previsiones más optimistas. El sueldo había experimentado un salto considerable.

Treinta y cinco, treinta y seis, treinta siete, treinta y ocho, y otra vez detrás de la silla. Le estaba sentando bien. Era un simple paseo por la celda, pero le tranquilizaba.

El mismo año se había muerto la abuela de Carla, y, como en la generación intermedia no quedaba vivo ningún pariente cercano, ella y su hermana se habían repartido una herencia respetable. La casa se la habían comprado entonces, y el primer verano se habían llevado a los crios a la presa de Winsor, a una visita guiada. El guía, un funcionario con uniforme verde, les había contado que ahora los alrededores del embalse habían recuperado la condición de naturaleza virgen, y que era donde anidaban más águilas en toda Massachusetts. (John y Misha, los mayores de los tres niños, esperaban ver alguna, pero se habían quedado con las ganas.) El embalse se había hecho en los años treinta inundando tres comunidades de granjeros, cada una con su pueblecito. Entonces las tierras de alrededor del nuevo lago aún acusaban la mano del hombre, pero en sesenta y pico años habían recuperado el aspecto que debía de tener toda Nueva Inglaterra antes del siglo XVII, el del inicio de los cultivos y las primeras industrias. Al este del lago (que era uno de los embalses de aguas más puras de toda Norteamérica, según el guía) había una red de caminos sin asfaltar, pero nada más. El que quisiera alejarse mucho del tubo 12 tendría que ponerse botas de montaña. Lo había dicho el guía, que se llamaba Lorrington.

En la visita guiada, aparte de la familia de Jonesy, participaban unas doce personas. Casi habían vuelto al punto de partida. Estaban al borde de la carretera que cruzaba la presa de Winsor, mirando hacia el norte del embalse (con el azul intenso del Quabbin, el sol erizándolo con miríadas de puntos de luz, y Jonesy con Joey en la espalda, durmiendo como un tronco). Justo cuando Lorrington se disponía a cortar el rollo y despedirse, había levantado alguien la mano como un niño en el colé y había dicho: «¿En el tubo 12 no es donde una rusa...?»

Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno, y otra vez a la silla. Siempre hacía lo mismo: contar sin fijarse en losnúmeros. Según Carla era algo obsesivo-compulsivo. A saber. Lo que tenía claro Jonesy era que le tranquilizaba, conque inició otro circuito.

Oyendo la palabra «rusa», Lorrington había apretado los labios. Se veía que no formaba parte de la conferencia, que no cuadraba con el buen recuerdo que quería que se llevaran la compañía de aguas. El agua corriente de Boston, dependiendo de por qué tuberías municipales recorriera los últimos diez o quince kilómetros, podía ser la más pura, la más buena del mundo: tal era la buena nueva que quería difundir la compañía.

«Pues no sé decírselo», había contestado Lorrington, haciendo pensar a Jonesy: «¡Anda! Me parece que nuestro guía acaba de soltar una mentirijilla.»

Cuarenta y uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres, otra vez con el respaldo delante y en el punto de partida de otra ronda. Ahora un poco más deprisa, con las manos en la espalda como un capitán de barco dando zancadas por la cubierta... o en la bodega del barco, después de tener éxito un motín. A eso, pensó, se limitaba el asunto.

Jonesy había sido profesor de historia casi toda la vida, y tenía el reflejo de la curiosidad. Un par de días después había ido a la biblioteca, había buscado la noticia en el periódico local y al final la había encontrado. Era corta y concisa (en el mismo número había artículos sobre fiestas de sociedad más detallados y retóricos), pero el cartero sabía más, y tenía ganas de contarlo. El señor Beckwith. Jonesy aún se acordaba de lo último que había dicho antes de que volviera a arrancar la camioneta azul y blanca de correos, y de que continuara por Osborne Road hacia la próxima casa. En verano, el extremo sur del lago recibía mucho correo. Caminando de vuelta hacia el regalo inesperado de él y Carla, la casa, Jonesy había pensado que se entendía que Lorrington no hubiera querido decir nada de la rusa.

Malo, muy malo para las relaciones públicas.

 

Se llama llena o Elaina Timarova. Al parecer no lo tiene claro nadie. Aparece en Ware a principios de otoño de 1995 en un Ford Escort con una pegatina discreta de Hertz en el parabrisas.

Resulta que el coche es robado, y corre el rumor (sin fundamento, pero jugoso) de que ha conseguido las llaves en el aeropuerto a cambio de favores sexuales. A saber.

El caso es que se nota que está desorientada y un poco mal de la cabeza. Quién se acuerda del morado que tenía en un lado de la cara, quién de que llevaba mal abrochada la blusa. Habla mal inglés, pero bastante para que se le entienda lo que quiere: que le expliquen cómo se va al embalse de Qua-bbin. Escribe el nombre en un trozo de papel (en ruso). Por la tarde, al cerrarse la carretera que cruza la presa de Winsor, encuentran el Escort abandonado en la zona de picnic del dique de Goodnough. Como a la mañana siguiente sigue en el mismo sitio, empiezan a buscar a la mujer dos empleados de la compañía de aguas (hasta podría ser que uno de los dos fuera Lorrington) y dos guardas forestales.

Recorren tres kilómetros de East Street y encuentran sus zapatos. Otros tres, hasta donde se acaba lo asfaltado (East Street viene y va por el bosque de la orilla este del embalse, y aunque se llame «street» no es ninguna calle, más bien una especie de versión de Deep Cut Road), y encuentran su blusa... Uy. Tres kilómetros después de donde estaba la blusa, se acaba East Street y hay un camino de leñadores con muchos baches (Fitzpatrick Road) que se aparta del lago. Cuando estaban a punto de meterse por él, uno de los que buscan ve algo rosa colgado en la rama de un árbol, cerca del agua. Resulta que es el sostén de la mujer.

En aquella zona el suelo está mojado, sin llegar a ser pantanoso, y se ven tanto las huellas de la mujer como las ramas que ha roto, y que, aunque no les agrade imaginárselo, deben de haberle hecho cosas bastante feas en la piel desnuda. Les guste o no, la prueba de ellas está a la vista: una parte del rastro se compone de sangre en las ramas, y después en las piedras.

A un kilómetro y medio de donde acaba East Street, llegan a un edificio de piedra construido sobre la roca. El edificio está orientado hacia el embalse, y tiene delante, en la otra orilla, Mount Pornery. Es la construcción que alberga el tubo 12, y sólo se puede llegar en coche viniendo del norte. Por qué llena o Elaina no hizo lo más fácil, empezar por el norte, es una pregunta que no llegará a contestarse.

Hasta llegar a Boston, el acueducto que arranca del Quabbin recorre ciento cinco kilómetros, siempre hacia el este, y recoge más agua de los embalses de Wachusett y Sudbury (que no son,sin embargo, ni tan grandes ni tan puros). No hay bombas. La canalización del acueducto, que tiene cuatro metros de alto y tres y medio de ancho, se las basta sola. El suministro de agua de Boston se asegura mediante la simple gravedad, técnica que ya usaban los egipcios hace treinta y cinco siglos. Entre el suelo y el acueducto hay doce tubos verticales que sirven de reguladores de presión. También ejercen la función de puntos de acceso, por si se emboza el acueducto. El tubo 12, el que está más cerca del embalse, también recibe el nombre de «tubo de prueba». Es donde se hacen los tests de pureza del agua. También ha visto poner a prueba la virtud de muchas mujeres. (El edificio de piedra no está cerrado con llave, y a menudo sirve de lugar de descanso para las parejas que van en canoa.)

En el peldaño más bajo de los ocho que llevan a la puerta, encuentran los vaqueros de la rusa bien doblados. En el escalón superior hay unas bragas blancas de algodón sin nada de encaje. Está abierta la puerta. Los hombres se miran, pero nadie dice nada. Tienen una idea bastante clara de qué encontrarán dentro: una rusa muerta y sin ropa.

Pero no. La tapa circular de encima del tubo 12 ha sido desplazada lo justo para abrir un arco de oscuridad en el lado del embalse. Un poco más lejos se ve la palanca que ha usado la mujer para mover la tapa, y que debía de estar apoyada detrás de la puerta, con el resto de las herramientas. Más al fondo, el bolso de la rusa, con el billetero encima, abierto y con el documento de identidad a la vista. El vértice de la pirámide, valga la comparación, es el pasaporte, de donde sobresale un papelito cubierto de garabatos. Debe de ser ruso, o cirílico, o como lo llamen. Lo toman por una nota de suicidio, pero la traducción demuestra que sólo son las indicaciones que usaba la rusa. En la última línea pone: «Cuando se acabe la carretera, caminar por la orilla.» Es lo que hizo, quitándose la ropa sin importarle que la pincharan las ramas y le hicieran rasguños los arbustos.

Los hombres rodean la boca del tubo, que no está tapada del todo, y se rascan la cabeza, oyendo el murmullo del agua al emprender el camino hacia los grifos, fuentes y mangueras de Boston. Es un ruido con mucho eco, y con razón: el tubo 12 tiene una profundidad de cuarenta metros. No les entra en la cabeza que la rusa haya elegido una manera así de suicidarse, pero tienen muy claros sus movimientos. Se la imaginan sentada en el suelo de piedra, desnuda y con las piernas colgando. Antes de tirarse, quizá mire hacia atrás para estar segura de que no se hayan movido el billetero ni el pasaporte. Quiere que se entere alguien de la identidad de la persona que ha muerto de aquella manera. Es un deseo de una tristeza inconsolable, atroz. Mira hacia atrás y se desliza por el eclipse que hay entre la tapa desplazada y el lateral del conducto. Tal vez se tape la nariz, como los niños tirándose a la piscina municipal. Tal vez no. El caso es que desaparece en un segundo. Hola, amiga oscuridad.

 

Lo último que había dicho el señor Beckwith antes de seguir repartiendo el correo había sido lo siguiente: «Por lo que dicen, para San Valentín se la beberán los de Boston con el café del desayuno. —Una sonrisa burlona—. Yo no bebo agua. Prefiero la cerveza.»

 

Jonesy ya llevaba doce o catorce vueltas por el despacho. Se detuvo un momento detrás de la silla del escritorio, tocándose la cadera distraídamente, y emprendió la enésima ronda sin interrumpir el recuento de pasos. Siempre tan obsesivo-compulsivo, este Jonesy.

Uno... dos... tres...   .

Lo de la rusa era una historia muy buena, el típico cuento de terror elevado a sus mayores cotas (donde se codeaba con otros del tipo casas encantadas que han presenciado asesinatos múltiples, accidentes de carretera horrendos...). Por otro lado, era indudable que aclaraba los planes del señor Gray referentes al pobre collie Lad, pero ¿de qué le servía a Jonesy saber adonde iba el señor Gray? En el fondo...

Otra vez a la silla, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, y... eh, eh, un momento. ¿Aquí qué coño pasa? ¿La primera vuelta del despacho no la había hecho en sólo treinta y cuatro pasos ? Entonces ¿cómo podía ser que ahora hicieran falta cincuenta? Ni arrastraba los pies ni daba pasitos cortos, conque...Lo has estado agrandando, pensó. A cada vuelta se ha hecho un poco mayor. La habitación estuya, ¿no? Seguro que si quisieras podrías hacerla tan grande como la sala de baile del Waldorf-Astoria... y sin poder remediarlo el señor Gray.

— ¿En serio? —susurró Jonesy detrás de la silla y con una mano en el respaldo, como posando para un retrato. La pregunta no requería respuesta. Bastaba con mirar. En efecto, la habitación había crecido.

Venía Henry. Si le acompañaba Duddits, sería facilísimo seguir al señor Gray, aunque cambiara mil veces de vehículo, porque Duddits veía la línea. Primero les había llevado en sueños hasta Richie Grenadeau, después, en la realidad, hasta Josie Rinkenhauer, y ahora le costaría tan poco orientar a Henry como a un lebrel encontrar la madriguera del zorro. El problema era la puñetera ventaja del señor Gray, como mínimo de una hora. En cuanto el señor Gray hubiera arrojado al perro por la tubería, ya no habría nada que hacer. En teoría quedaría tiempo para cerrar el suministro de agua de Boston, pero sólo si Henry conseguía convencer a alguien de que tomara una medida tan drástica, y eso Jonesy lo dudaba. Además, ¿y toda la gente que bebería agua casi enseguida a medio camino? Seis mil quinientos en Ware, mil cien en Athol, y en Worcester más de quince mil. En todos esos casos, el margen no sería de meses, sino de semanas, y en algunos de días.

¿Había alguna manera de entorpecer el avance de aquel hijo de puta, y de darle a Henry la oportunidad de recortar distancias?

Jonesy miró el atrapasueños, y en ese momento cambió algo en la sala: se oyó una especie de suspiro, como los que se supone que hacen los fantasmas en las sesiones de espiritismo. Pero no era ningún fantasma, y Jonesy notó un cosquilleo en el brazo. Al mismo tiempo se le pusieron los ojos llorosos.

— ¿Duddits? —susurró. Se le había erizado el vello de la nuca—. ¿Eres tú, Duddits?

Silencio... pero, al mirar el escritorio, vio que había aparecido algo nuevo en el lugar del inservible teléfono. Un tablero y una baraja.

Alguien quería jugar.

 

Ahora duele casi todo el rato. Mamá ya lo sabe, porque se lo ha dicho. Cristo ya lo sabe, porque también se lo ha dicho. A Henry no se lo dice, porque Henry también tiene pupa, está cansado y se pondría triste. Beaver y Pete están en el cielo, a la diestra del Señor Todopoderoso, creador del cielo y la tierra por los siglos de los siglos, amén. Le da mucha pena, porque eran amigos suyos, y jugaban con él sin tomarle el pelo. Un día encontraban a Josie, otro veían a aquel hombre tan alto, el vaquero, y otro jugaban.

Esto también es un juego, como cuando jugaban y le decía Pete «Duddits, da igual perder o ganar, la cuestión es jugar», lo que pasa es que esta vez sí que importa, lo dice Jonesy, que cuesta oírle, aunque pronto se le oirá mejor, bastante pronto. Aunque qué rabia que haga tanto daño. No mejora ni con el Percocet. Tiene seca la garganta, le tiembla el cuerpo, y tiene pupa en la barriga, como cuando tiene que ir a hacer caca, más o menos parecido, lo que pasa es que ahora no tiene que ir, y a veces tose y le sale sangre. Tiene ganas de dormir, pero están Henry y su nuevo amigo Owen, el que estaba el día que encontraron a Josie, y dicen «Ojalá pudiéramos hacer que fuera menos deprisa», y «Ojalá podamos cogerle»; y tiene que quedarse despierto y ayudarles, aunque para oír a Jonesy tiene que cerrar los ojos, y se creen que está durmiendo, y dice Owen: «¿No habría que despertarle?, ¿y si el cabrón se desvía?», y dice Henry: «Te digo que Duddits sabe adonde va, pero bueno, le despertaremos en la 1-90 para estar seguros. De momento déjale dormir, pobre. ¿No ves la cara de cansancio que tiene?» Y luego otra vez «Ojalá pudiéramos hacer que fuera menos deprisa, el muy cabrón», pero esta vez pensándolo.

Los ojos cerrados. Los brazos cruzados en el pecho, que le duele. Respirando poco a poco. Dice mamá que cuando tosas respira poco a poco. Jonesy no está muerto, no está en el cielo con Beaver y Pete, pero el señor Gray dice que Jonesy está encerrado, y Jonesy se lo cree. Jonesy está en el despacho sin teléfono ni fax, y cuesta hablar con él porque el señor Gray es malo y tiene miedo. Jonesy también. Ahora sabrá Jonesy cuál de los dos está encerrado de verdad.

¿Cuándo hablaban más?

Cuando jugaban.

Le da un escalofrío. Tiene que pensar mucho, y le duele, nota que se queda sin fuerzas, las pocas fuerzas que le quedan, pero esta vez es más que un juego, esta vez importa quién gana y quién la caga, por eso entrega su fuerza, hace el tablero y hace las cartas, Jonesy llora, pero Duddits Cavell ve la línea, la línea va hacia el despacho y esta vez hará algo más que mover las clavijas.

«Jonesy, no llores —dice. Las palabras son claras, en su cerebro siempre lo son, la culpa siempre es de la tonta de su boca, que las estropea—. No llores, que estoy aquí.»

Los ojos cerrados. Los brazos cruzados.

En el despacho de Jonesy, debajo del atrapasueños, Duddits juega.

 

—Recibo al perro —dijo Henry con voz de agotamiento — . El que tiene sintonizado Perlmutter. Ahora lo cojo yo. Estamos un poco más cerca. ¡Ojalá hubiera alguna manera de que no fueran tan deprisa!

Ahora llovía. Owen confió en estar bastante al sur para salvarse del aguanieve. Hacía tanto viento que costaba mantener el Humvee en línea recta. Era mediodía, y estaban entre Saco y Bid-deford. Echó un vistazo al retrovisor y vio que Duddits tenía cerrados los ojos y la cabeza apoyada en el respaldo, con los brazos cruzados en el pecho como dos palos. Asustaba verle tan amarillo. Le salía un hilo de sangre de la comisura de los labios.

— ¿Tu amigo puede ayudarnos de alguna manera? —preguntó. —Me parece que ya lo intenta.

— ¿No habías dicho que dormía? Henry se giró, miró a Duddits y contestó: —Me había equivocado.

 

Jonesy repartió las cartas, apartó dos de las suyas, cogió la otra mano y apartó otras dos.

«Jonesy, no llores. No llores, que estoy aquí.»

Jonesy miró el atrapasueños con la certeza de que era de donde procedían las palabras.

—No lloro, Duds. Es la mierda de la alergia. Tranquilo. Creo que te conviene sacar el...

«Dos», dijo la voz del atrapasueños.

Jonesy sacó el dos de las cartas de Duddits (reconociendo que no era mala manera de empezar) y contestó con un siete. Total, nueve. Duddits tenía un seis. Quedaba por ver si lo...

«Seis para quince —dijo la voz del atrapasueños — . Quince para dos. ¡Tócame los perendengues!»

A Jonesy se le escapó la risa. Era Duddits, pero casi le había confundido con Beaver.

—Pues venga, mueve la clavija.

Le fascinó ver levantarse del tablero una de las clavijas, flotar y volver a colocarse en el segundo agujero de la primera calle.

De repente entendió algo.

— Oye, Duds, ¿verdad que siempre has sabido jugar? Sólo contabas de cualquier manera porque nos hacía reír.

La idea alimentó el llanto. Tantos años creyendo que jugaban con Duddits, y era al revés. ¿Y el día de detrás de Tracker Hermanos? ¿Quién había encontrado a quién? ¿Quién había salvado a quién?

—Veintiuno.

«Treinta y dos para dos. —Desde el atrapasueños. Por segunda vez, la mano invisible levantó la clavija y la desplazó dos agujeros—. Para mí está bloqueado, Jonesy.»

—Ya lo sé.

Jonesy sacó un tres, Duddits pidió trece, y Jonesy lo sacó de las cartas que le correspondían.

«Pero para ti no. Tú puedes hablar con él.»

Jonesy sacó su dos y avanzó dos agujeros. Duddits jugó, avanzó una posición con la última carta, y Jonesy pensó: «Me está ganando un retrasado. ¡Anda que no!» Sólo que Duddits no era ningún retrasado. Estaba cansado y se moría, pero no era ningún retrasado.

Hicieron el recuento y Duddits llevaba mucha ventaja.

«Jonesy, ¿qué quiere aparte del agua?»

«Matar —pensó Jonesy—. Le gusta matar gente.» Pero basta de asesinatos. Basta, por amor de Dios.

—Beicon —dijo—. Le encanta el beicon.

Empezó a barajar... hasta que Duddits le dejó de piedra llenándole la cabeza. El Duddits de verdad, joven, fuerte y dispuesto a luchar.

 

En el asiento trasero, Duddits gimió. Henry se volvió para mirarle y vio que le salía de la nariz una sangre tan roja como el byrus. Tenía la cara crispada por una mueca tremenda de concentración, y se le movían los ojos muy deprisa debajo de los párpados.

— ¿Qué le pasa? —preguntó Owen. —No lo sé.

Duddits sufrió un brote de tos convulsiva, con ruido de bronquios, y le salieron disparadas varias gotitas de sangre entre los labios.

— ¡Despiértale, Henry, haz el favor!

Henry miró a Owen Underhill con cara de susto. Estaban acercándose a Kennebunkport, a unos treinta kilómetros de la frontera de New Hampshire y ciento ochenta del embalse de Quabbin. Jonesy tenía una foto del Quabbin en la pared de su despacho. La había visto Henry. Y una casita cerca, en Ware.

Entre los ataques de tos, Duddits exclamó tres veces la misma palabra. Aún no escupía mucha sangre, y sólo le salía de la boca y la garganta, pero si empezaban a abrírsele heridas en los pulmones...

¿Qué dice? ¿Le duele algo? —Dice «beicon».

 

La entidad que ahora se denominaba a sí misma «señor Gray» (y que se concebía como tal) tenía un problema grave, pero al menos era consciente de tenerlo.

«Hombre prevenido vale por dos», decía Jonesy. Las cajas del almacén de Jonesy contenían dichos así a centenares, o a millares. Algunos, al señor Gray, le parecían incomprensibles (como «cada oveja con su pareja», o «a río revuelto, ganancia de pescadores»), pero «hombre prevenido vale por los dos» estaba bien.

El mejor resumen de su problema eran los sentimientos que le merecía Jonesy. Claro que ya era bastante grave tener sentimientos. Podía pensar: «Ahora Jonesy está aislado y tengo el problema resuelto; le he puesto en cuarentena como querían ponernos a nosotros los militares. Me están siguiendo, o persiguiendo, pero, como no me falle el motor o tenga un pinchazo, ninguno de los grupos de perseguidores tiene muchas posibilidades de cogerme. Les llevo demasiada ventaja.»

Eran datos, verdades, pero insípidas. Lo sabroso era la idea de acercarse a la puerta que tenía aprisionado a su huésped a la fuerza y gritarle: «¿Qué? Estás jodido, ¿eh? ¿A que te he hecho una putada?» El señor Gray no veía ninguna relación con las putas, pero, dentro del arsenal de Jonesy, era una bala de calibre emocional bastante alto, con ecos de infancia profundos y satisfactorios. Después metería entre los dientes la lengua de Jonesy («que ahora es mía», pensó con innegable satisfacción) y le haría «una pedorreta de las buenas».

Respecto a los que le perseguían, tenía ganas de bajarse los pantalones de Jonesy y enseñarles el culo de Jonesy. Tampoco tenía mucho sentido, pero le apetecía.

El señor Gray se dio cuenta de que se le había contagiado el byrus de aquel mundo. Empezaba por las emociones, progresaba hacia la conciencia sensorial (el sabor de la comida, el placer salvaje pero indiscutible de hacer que el policía se partiera la cabeza en la pared de baldosas del lavabo, con aquel «pum, pum, pum» que sonaba a hueco) y terminaba en lo que llamaba Jonesy «pensamiento elevado». Al señor Gray le parecía un chiste, como llamar comida reprocesada a la mierda o limpieza étnica al genocidio, pero el «pensamiento» no carecía de atractivos para un ser que siempre había formado parte de una mente vegetativa, de una especie de no-conciencia muy inteligente.

Antes de quedar aislado, Jonesy le había propuesto que renunciara a su misión y disfrutara siendo humano. Ahora el señor Gray estaba descubriendo el mismo deseo en su interior, a medida que su mente «no-consciente», que hasta entonces había sido armónica, empezaba a fragmentarse y se convertía en un guirigay de voces encontradas, algunas de las cuales querían A, otras B y otras Q al cuadrado y dividido por Z. Lo previsible habría sido aborrecer tanta chachara, considerarla una locura, pero empezaba a descubrir que no, que le iba la marcha.

Estaba el beicon. Estaba el «sexo con Carla», identificado por la mente de Jonesy como un gozo superlativo, con aportaciones tanto sensoriales como emocionales. Estaba conducir deprisa, jugar a billar en el bar de O'Leary, la cerveza y los conciertos en directo a todo volumen. Estaba ver el paisaje saliendo de la niebla en una mañana de verano. Y el asesinato, por descontado. Todo eso.

El problema del señor Gray era que, si no ejecutaba el plan deprisa, corría el peligro de no ejecutarlo. Ya no era byrum, sino el señor Gray. ¿Cuánto faltaba para decirle adiós al señor Gray y convertirse en Jonesy?

No, eso jamás, pensó. Pisó el acelerador, y el Subaru le dio lo poco que tenía. En el asiento de atrás, el perro soltó un ladrido agudo... y aulló de dolor. El señor Gray proyectó su mente y tocó el byrum que crecía dentro del perro. Crecía deprisa, casi demasiado. Otro problema: que los contactos mentales con el byrum no entrañasen ningún placer, ni gota de la calidez propia de los encuentros entre iguales. La mente del byrum se tocaba fría... repugnante...

— Como de extraterrestre —murmuró. Aun así la apaciguó. Era necesario mantenerlo dentro del perro hasta el momento de arrojar a éste al suministro de agua. Le haría falta tiempo para adap-tarse. El perro se ahogaría, pero el byrum aún tendría un plazo de vida para alimentarse del cadáver del animal hasta que llegara la hora. Sin embargo, en primer lugar había que meterlo en la tubería. Ya no faltaba mucho.

Mientras seguía conduciendo en dirección oeste por la 1-90, y veía pasar pueblos (de mala muerte, como decía, no sin afecto, Jonesy) como Westborough, Grafton y Dorothy Pond (ya estaba cerca, sólo faltaban unos setenta kilómetros), buscó algún sitio donde guardar su nueva conciencia, para que no le incomodara ni le metiera en líos. Probó con los hijos de Jonesy, pero se arredró: dema-siado emocional. Volvió a intentarlo con Duddits, pero seguía estando en blanco. Jonesy le había roba-do los recuerdos. Acabó decidiéndose por el trabajo de Jonesy, que consistía en dar clases de historia, y su especialidad, dotada de una truculenta seducción. Al parecer, entre 1860 y 1865 Estados Unidos se había partido en dos, como las colonias de byrus antes del final de cada ciclo de crecimiento. Entre las causas, harto diversas, la principal tenía que ver con la «esclavitud», aunque volvía a ser como referirse a la mierda o el vómito como comida reprocesada. «Esclavitud» no quería decir nada. «Derecho de secesión», tampoco. «Proteger la Unión» no tenía sentido. En el fondo habían hecho lo que sabían hacer mejor: «enfadarse». Pero ¡a qué escala!

Mientras el señor Gray investigaba cajas y más cajas de armamento fascinante (balas de cañón, bayonetas, minas de tierra), se entrometió una voz.

beicon

Rechazó la idea, aunque se quejara el estómago de Jonesy. En efecto, le apetecía un poco de beicon, que era carnoso, graso y provocaba una satisfacción primitiva y física, pero no era el momento adecuado. Quizá después de haberse librado del perro; entonces, si tenía tiempo antes de que llegaran los otros, podría comer lo que le diera la gana. Como si quería matarse de un empacho. Pero en otro momento. Pasando al lado de la salida 10 (sólo faltaban dos), se concentró en la guerra civil, en hombres azules y hombres grises corriendo por el humo, gritando y clavándose cosas en la barriga, dando culatazos en el cráneo a sus enemigos, con aquel pum pum puní embriagador, y...

beicon

Volvió a hacerle ruido el estómago. En la boca de Jonesy se dispararon chorros de saliva, y se acordó de Dysart's, las tiras marrones y crujientes en el plato azul, que se cogían con las manos y tenían una textura dura, de carne muerta y sabrosa...

Tengo que pensar en otra cosa.

Sonó irntadamente una bocina que sobresaltó al señor Gray e hizo gemir a Lad. Se había equi-vocado de carril y se había metido en el «de adelantar», como lo identificaba el cerebro de Jonesy. Dejó paso a un camión grande con más potencia que el Subaru. Las ruedas del camión salpicaron el parabrisas del coche con agua sucia, haciendo perder visibilidad al señor Gray, que pensó: «Como te pille te enteras, gilipollas, a ver si te parto la cara, inútil, más que inútil, no sabes ni conducir, pedazo de»

bocadillo de beicon

Había sido como un disparo dentro de la cabeza. Se resistió, pero era diferente, con más fuerza. ¿Podía ser Jonesy? No, seguro que no. Jonesy no era tan fuerte. De repente, sin embargo, parecía que el señor Gray fuera todo estómago, un estómago vacío que dolía y pedía comida. Seguro que tenía tiempo de haceruna parada y matar el hambre, porque si seguía así se saldría

¡bocadillo de beicon! ¡con mayonesa!

El señor Gray profirió una exclamación inarticulada, sin darse cuenta de que babeaba sin remedio.

 

—Le oigo —dijo Henry de repente, y se aplicó los puños a las sienes como si le doliera la cabeza—. ¡Jo, tío, cómo duele! Tiene

un hambre...

— ¿Quién? —preguntó Owen. Acababan de cruzar la frontera de Massachusetts. Delante del coche llovían rayas plateadas que desviaba el viento — . ¿El perro? ¿Jonesy? ¿Quién?

—El —di)o Henry—. El señor Gray. —Miró a Owen, y de repente le brillaba en los ojos una esperanza irracional — . Me parece que frena. Me parece que frena.

 

— Jefe.

Justo cuando Kurtz estaba a punto de quedarse dormido por segunda vez, Perlmutter giró la cabeza (no sin esfuerzo) y le dijo algo. Acababan de superar el peaje de New Hampshire, donde Freddy Johnson había tenido la precaución de meterse por el automático. (Tenía miedo de que un cobrador humano se fijara en la peste que hacía dentro del Humvee, en que tenía rota la ventanilla de detrás, en el armamento... o en las tres cosas.)

Kurtz observó con interés, y hasta fascinación, el rostro sudado y demacrado de Archie Perlmutter. ¿El anodino burócrata, el administrativo de maletín o tablilla, siempre repeinado y con la raya a la izquierda hecha como con regla? ¿El hombre que no conseguía evitar el uso de la palabra «señor»? Ni rastro de aquella persona. Pensó que la cara de Pearly, si bien demacrada, había ganado en otras cosas.

—Jefe, aún tengo sed.

Pearly dirigió una mirada anhelante a la Pepsi de Kurtz y se tirootro pedo asqueroso. Freddy soltó un taco, pero con menos indignación que al principio. Ahora parecía resignado, casi aburrido.

—Perdona, nene, pero es mía. —Kurtz—. Y también tengo un poco de sed.

Perlmutter inició otra frase y la dejó a medias con una mueca de dolor. Volvió a tirarse un pedo, pero, si el anterior había sido de trompeta, éste fue una nota desafinada de flautín. Entrecerró los ojos y puso cara de pillo.

— Si me das de beber, te cuento algo que te interesa. —Pausa—. Algo que necesitas saber.

Kurtz se lo pensó. Llovía contra el lateral del coche, y entraba agua por la ventanilla rota. ¡Qué lata, por Dios! Se le había empapado toda la manga de la chaqueta, pero no tenía más remedio que aguantar. A fin de cuentas, ¿de quién era la culpa?

—Tuya —dijo Pearly, sobresaltando a Kurtz. Lo de leer el pensamiento ponía los pelos de punta. Tenías la sensación de acostumbrarte, pero de golpe notabas que no — . La culpa es tuya; o sea que dame algo de beber de una puta vez. Jefe.

—Ese vocabulario —rezongó Freddy.

— Si me dices lo que sabes, te doy lo que queda. —Kurtz levantó la botella de Pepsi y la agitó ante la mirada fija y torturada de Pearly.

En sus palabras no faltaba cierto desprecio humorístico hacia sí mismo. Kurtz había estado al frente de unidades enteras, y las había utilizado para cambiar el paisaje geopolítico de más de una re-gión. Ahora, de quien estaba al frente era de dos hombres y un refresco. Había caído muy bajo, y por Dios que la culpa era del orgullo. Tenía el orgullo de Satanás, y, si era un defecto, costaba renunciar a él. El orgullo era el cinturón con que aguantarse los pantalones después de haberse quedado sin pantalones.

— ¿Me lo prometes?

A Pearly le salió la lengua de la boca, una lengua con pelusa roja, y lamió sus labios agrietados.

—Si es mentira, que me muera aquí mismo —dijo Kurtz con solemnidad — . ¡Coño, chavalín, léeme el coco!

Pearly le miró fijamente, y Kurtz casi notó sus dedos dentro de la cabeza (ahora con pelusa roja debajo de cada uña). Era una sensación asquerosa, pero la soportó.

Perlmutter debía de haber quedado satisfecho, porque asintió con la cabeza.

—Ahora capto más —dijo. Entonces se le redujo la voz a un susurro confidencial y horrorizado — . ¿Sabes que se me está comiendo? Se me come los intestinos. Lo noto.

Kurtz le dio unas palmaditas en el brazo. Estaban pasando al lado de una señal de bienvenidos A massachusetts.

—Tranquilo, nene, que te cuido yo. Te lo he prometido, ¿no? Mientras tanto, dime qué recibes.

—El señor Gray para. Tiene hambre.

Kurtz, que había dejado la mano en el brazo de Perlmutter, se lo apretó con más fuerza, convirtiendo sus uñas en garras.

— ¿Dónde?

— Cerca de su objetivo. Es una tienda. Jonesy sabe que vienen Henry, Owen y Duddits. Por eso ha hecho que pare el señor Gray.

La idea de que Owen diera alcance a Jonesy/señor Gray produjo pánico a Kurtz.

—Escúchame bien, Archie.

—Tengo sed —se quejó Perlmutter—. ¡Cabrón, que tengo sed!

Kurtz le puso la botella de Pepsi delante de los ojos, pero apartó la mano de Perlmutter en cuanto la vio acercarse.

—¿Henry, Owen y Duddits saben que Jonesy y el señor Gray han parado?

Perlmutter gritó de dolor y se cogió la barriga, que volvía a inflársele.

— ¡Sí, ya lo saben! ¡Duddits ha ayudado a Jonesy a meterle hambre al señor Gray! ¡Lo han hecho entre él y Jonesy!

—Esto no me gusta —dijo Freddy.

Anda, guapo, ni a mí, pensó Kurtz.

—Jefe, por favor —dijo Pearly—, que me muero de sed.

Kurtz le dio la botella y miró con mala cara cómo se la bebía.

—495, jefe —anunció Freddy—. ¿Qué hago?

— Cógela —dijo Perlmutter—. Y luego la 90 hacia el oeste. — Soltó un eructo, ruidoso pero por suerte inodoro — . La cosa quiere otra Pepsi. Le gusta el azúcar. Y la cafeína.

Kurtz meditó. Owen sabía que su presa había parado, al menos un rato. Ahora Owen y Henry acelerarían para aprovechar al máximo el margen de entre noventa y cien minutos. Por lo tanto, también debían acelerar ellos.

Los polis que se cruzaran en su camino tendrían que morir.

Dios los tuviera en su gloria. El desenlace, fuera cual fuese, estaba cerca.

—Freddy.

— Sí, jefe.

—Pisa a fondo. Dale caña a este trasto, y que te lo pague Dios. Venga, a fondo.

Freddy Johnson hizo lo que le ordenaban.

 

No había establo, corral ni cercado, y en el escaparate no había ningún letrero anunciando cerveza cebos bebidas lotería, sino una foto del embalse de Quabbin. Por lo demás, la tiendecita no se diferenciaba de la de Gosselin: la misma vía de acceso cutre, la misma suciedad en los muros, la misma chimenea torcida goteando humo en el cielo lluvioso, y la misma bomba de gasolina oxidada. La bomba tenía apoyado un letrero donde ponía: NO HAY GASOLINA. CULPA DE LOS MOROS.

Por ser noviembre, y dada la hora, el único ocupante de la tienda era el dueño, un tal Deke McCaskell que se había pasado toda la mañana pegado al televisor, como la mayoría de la gente. La cobertura informativa (estaba compuesta casi por entero de repeticiones y, como tenían acordonada aquella zona del norte, las únicas imágenes buenas eran de armamento de tierra y aire) había tenido como colofón el discurso del presidente. Deke llevaba muchos años sin ejercer su derecho al voto, pero su opinión del presidente (y del último follón electoral; ¿qué pasaba, que abajo no sabían contar?) era bajísima: le tenía por un hijo de puta melifluo, de poco fiar y dentudo (aunque la mujer era guapa), y consideraba que el discurso de las once había sido el bla bla bla de siempre. A su modo de ver, todo debía de ser un montaje calculado para asustar al contribuyente y que diera el visto bueno al incremento de gastos de defensa (y, por lo tanto, de impuestos). En el espacio no había nadie. Lo había demostrado la ciencia. En Estados Unidos, los únicos extra algo (aparte del propio presidente, claro) eran los que cruzaban nadando la frontera mejicana. Aun así, la gente tenía miedo y se había quedado en casa mirando la tele. Luego pasarían unos cuantos a por cerveza o vino, pero de momento el local estaba más muerto que un gato atropellado en la autopista.

Hacía media hora que Deke había apagado la tele (porque ya estaba bien de paridas). A la una y cuarto, cuando sonó la campanilla de encima de la puerta, se hallaba al fondo de la tienda, mirando una revista debajo de un rótulo que prohibía la entrada a los menores de veintiún años. La revista que había cogido se denominaba Lasses in Glasses, «tías con gafas», y era justo que así se llamara, puesto que si algo llevaban las tías de dentro (lo único), eran gafas.

Miró a la persona que había entrado y se dispuso a decir algo como «qué tal» o «¿qué, aún resbala tanto?», pero al final no lo dijo. Se había puesto nervioso. De repente estaba seguro de que iban a atracarle, y tendría suerte con que no le ocurriera nada más. En sus doce años al frente del establecimiento, no le habían atracado ni una sola vez. Los que quisieran arriesgarse a que les metieran en la cárcel por unos billetitos de nada disponían de otros locales de la zona donde había más negocio. Como no fuera...

Deke tragó saliva. Había pensado «como no fuera un loco». Pues bien, quizá hubiera entrado uno. Quizá el nuevo cliente fuera de aquellos psicópatas que acababan de cargarse a toda la parentela y tenían ganas de dar un paseíto y pelarse a unos cuantos más antes de ponerse el cañón en la boca.

Deke, de por sí, no era paranoico (su ex mujer habría dicho que de por sí era gilipollas), pero de repente se sintió amenazado por el primer cliente de la tarde. No tenía demasiada afición a la típica gente que aparecía por la tienda sólo para dar una vuelta y quedarse hasta las tantas comentando el último partido de los Patriots o los Red Sox, o el pedazo de bicho que había pescado en el embalse (mentira), pero ahora le habría gustado tener dentro a alguien así. Todo un grupo, si no era mucho pedir.

Al principio, el cliente se quedó al lado de la puerta, y un poco raro sí era. No porque llevara chaqueta naranja de cazador y en Massachusetts no se hubiera levantado la veda del ciervo. No tenía por qué ser mala señal. Lo que le hizo menos gracia a Deke fueron los arañazos que tenía en la cara, como si hiciera como mínimo dos días que rondaba por el bosque, y lo chupado que le vio, con cara de no estar muy bien de la cabeza. Movía la boca como hablando solo. Y otra cosa: la luz gris que entraba por el escaparate sucio se le reflejaba de manera extraña en los labios y la barbilla.

Babea, el muy cabrón, pensó Deke. Fijo que babea.

La cabeza del recién llegado se movía como por tics, a diferencia de su cuerpo, que se man-tenía inmóvil, recordándole a Deke la inmovilidad de los buhos acechando presas desde una rama. Deke tuvo la ocurrencia de bajar de la silla y esconderse detrás del mostrador, pero no tuvo tiempo de valorar los pros y los contras de la idea (otra cosa que habría dicho su mujer era que no destacaba por su rapidez de reflejos mentales), porque la cabeza del desconocido efectuó otro movimiento rápido y se orientó hacia él.

La parte racional del cerebro de Deke había albergado la esperanza (que no llegaba a idea coherente) de que fueran imaginaciones suyas, de que hubieran acabado por afectarle tantas noticias raras y rumores aún más raros del norte de Maine, debidamente recogidos por la prensa. A lo mejor era una persona normal que quería un paquete de tabaco, un pack de cervezas o una botella de licor de café y una revista porno para pasar la noche en un motel de los alrededores de Ware o Belchertown.

La esperanza sucumbió a la mirada del presunto cliente.

No era la mirada obsesiva del psicópata que acaba de matar a toda la familia y se pasea sin rumbo. Casi habría sido preferible. No era una mirada inexpresiva, enajenada, sino demasiado expresiva. Se le adivinaban millones de pensamientos e ideas, como en un teletipo con demasiadas revoluciones. Casi parecía que estuvieran a punto de saltar de las órbitas.

Y eran los ojos más hambrientos que había visto Deke McCaskell en su vida.

—Está cerrado —dijo Deke, pero no le salió su voz normal, sino una especie de graznido — . Hemos cerrado hasta mañana. Tengo al socio aquí detrás. Es por lo del norte. Lo que pasa es que se me ha... se nos ha olvidado girar la placa. Hemos...

Podría haber hablado durante horas, por no decir días, pero le interrumpió el de la chaqueta naranja.

—Beicon —dijo — . ¿Dónde está?

De repente Deke tuvo la certeza absoluta de que, si no tenía beicon, le mataría. Quizá acabara matándole de todos modos, pero sin beicon... sin beicon, seguro. Menos mal que tenía. Gracias a Dios, a Cristo, al presidente gilipollas y a todos los moros del mundo que tenía beicon.

—En la nevera de atrás —dijo con aquella voz tan rara que le salía.

Tenía la mano de encima de la revista como un cubito de hielo. Oía susurros en su cabeza, pero no parecían suyos. Pensamientos rojos y pensamientos negros. Pensamientos hambrientos.

Preguntó una voz inhumana: «¿Qué es una nevera?» Y contestó una voz cansada, humana a más no poder: «Vaya por el pasillo y la encontrará.»

Ahora oigo voces, pensó Deke. ¡Ay, Dios mío! Es lo que le pasa a la gente justo antes de volverse loca.

El hombre pasó al lado de Deke y se metió por el pasillo central. Cojeaba mucho.

Al lado de la caja había un teléfono. Deke lo miró, pero sólo unos segundos. Lo tenía al alcance, y había grabado el 911 en la memoria, pero como si fuera la luna. Aunque pudiera reunir fuerzas para llegar al teléfono...

«Me enteraré», dijo la voz inhumana. Deke profirió un gemidito de impotencia. La tenía dentro de la cabeza, como si le hubieran implantado una radio en el cerebro.

Encima de la puerta había un espejo convexo, especialmente útil en verano, cuando se llenaba la tienda de criajos yendo al embalse con sus padres (el Quabbin sólo estaba a veintinueve kilómetros) a pescar o sólo de picnic. Siempre intentaban llevarse alguna cosita, sobre todo caramelos y revistas de tías. Deke miró por el espejo y observó los pasos del hombre de la chaqueta naranja hacia la nevera con una mezcla de fascinación y horror. El hombre miró el contenido y acabó cogiendo beicon, pero no un paquete, sino cuatro.

Volvió por el pasillo central con el beicon en la mano, cojeando y mirando los estantes. Parecía peligroso, hambriento y con un cansancio descomunal, como un corredor de maratón en el último kilómetro. Al mirarle, Deke tuvo la misma sensación de vértigo que cuando miraba desde gran altura. Era como si no viera a una sola persona, sino a varias solapadas, enfocándose y desenfocándose. Se acordó de una película que había visto, sobre un gilipuertas que tenía como cien personalidades.

El hombre se detuvo y cogió un tarro de mayonesa. Al llegar al final del pasillo, volvió a detenerse y se quedó un poco de pan. A los pocos segundos volvía a estar delante del mostrador. Deke casi olía el cansancio que le salía por los poros. Y la locura. El hombre depositó sus compras y dijo: —Bocadillos de beicon con mayonesa y pan de molde. Es lo mejor.

Y sonrió. Era una sonrisa de una sinceridad tan cansada y desgarradora que a Deke se le olvidó un poco el miedo.

Tendió el brazo sin pensárselo.

—Oiga, ¿se encuentra bien?

Se le quedó la mano a medio camino como si hubiera chocado con una pared. Después le tembló en el mostrador, y por último saltó y le dio una bofetada en su propia cara. ¡Plaf! La mano se retiró con lentitud y se quedó flotando. Poco a poco se doblaron los dedos anular y meñique.

«¡No le mates!»

«¡Sal a impedírmelo!»

«A ver si lo intento y te llevas una sorpresa.»

Eran voces dentro de su cabeza.

La mano siguió deslizándose en su cojín de aire, y el índice y el corazón se le metieron a Deke en los agujeros de la nariz. Al principio se quedaron quietos, pero después empezaron a hurgar. ¡Dios mío! Y Deke McCaskell tenía muchos hábitos reprobables, pero no el de morderse las uñas. Al principio los dedos no querían meterse mucho, pero, cuando empezó a correr la sangre lubricante, se pusieron francamente juguetones. Parecían gusanos. Las uñas sucias se clavaban como garras. Siguieron penetrando, excavando hacia el cerebro... notó que se rompía el cartílago... lo oyó...

«¡Basta, señor Gray! ¡Basta!»

Y de repente Deke recuperó la posesión de sus dedos. Los sacó con un ruido húmedo y cayeron gotas de sangre en el mostrador, la alfombrilla de goma para el cambio y la tía desnuda pero con gafas cuya anatomía había estado examinando Deke al entrar aquel ser.

— ¿Qué le debo, Deke?

— ¡Lléveselo! —El mismo graznido, pero ahora nasal, porque tenía sangre tapándole la nariz — . ¡Lléveselo gratis y márchese! ¡Que se vaya, coño!

—No, insisto. Esto es comercio, intercambio de artículos con valor por moneda de cambio.

— ¡Tres dólares! —exclamó Deke.

Empezaba a reaccionar. Le latía muy deprisa el corazón, y la adrenalina le hacía palpitar los músculos. Vio posible que se marchara el ser, lo cual empeoraba las cosas en grado infinito: estar tan cerca de seguir viviendo, pero sabiendo que dependía del capricho de aquel loco de mierda.

El loco sacó un billetero hecho polvo, lo abrió y se pasó una eternidad buscando. Al inclinarse le caía un hilo de saliva. Al final sacó tres dólares y los dejó en el mostrador. La cartera volvió al bolsillo. El loco hurgó en sus vaqueros mugrientos, sacó calderilla y dejó tres monedas en la alfom-brilla. Dos de veinticinco yuno de diez.

—Yo de propina doy el veinte por el ciento —dijo el cliente con evidente orgullo—. Jonesy da el quince. Esto es mejor. Es más.

—Sí, claro —susurró Deke con la nariz llena de sangre.

El hombre de la chaqueta naranja se quedó con la cabeza inclinada. Deke le oía comparar despedidas, y tuvo ganas de gritar. Al final dijo el hombre:

— Que pase un buen día. —Otra pausa, y a continuación—: Oiga, no se le ocurra llamar a nadie.

—Descuide.

— ¿Me lo jura por Dios?

— Se lo juro por Dios.

—Yo soy como Dios —comentó el cliente.

—Ya. Si usted lo...

— Como llame a alguien, me enteraré, y volveré para darle sumerecido.

¡Que no, que no llamaré!

 —Buena idea.

Abrió la puerta. Sonó la campanilla. Salió.

Deke se quedó unos segundos donde estaba, como pegado al suelo. Después corrió alrededor del mostrador y se dio un golpe en el muslo con la esquina. Por la noche le habría salido un morado enorme, pero de momento no le dolía. Corrió el pestillo y miró por el cristal. El coche aparcado delante era una mierdecita de Subaru con salpicones de barro. El hombre se puso la compra en un brazo, abrió la puerta y se sentó al volante.

Arranque y vayase, pensó Deke. Por favor, vayase. Por amorde Dios.

Pero el hombre no se marchó, sino que cogió algo (el pan), abrió la bolsa y sacó unas doce rebanadas. A continuación destapo el tarro de mayonesa y, usando el dedo de cuchillo, empezó a untar las rebanadas de pan. Después de acabar cada rebanada se chupaba el dedo, y a cada ocasión cerraba los ojos, echaba la cabeza hacia atrás y le aparecía en la cara una expresión de éxtasis que irradiaba desde la boca. Cuando se hubo comido todo el pan,cogió uno de los paquetes de carne y desgarró el papel. Después abrió el envoltorio interior de plástico con los dientes, sacó el medio kilo de beicon, lo dobló, lo puso encima de una rebanada de pan y colocó otra encima. Mordió el bocadillo con hambre de lobo, sin que en ningún momento desapareciera su expresión de gozo divino. Era la cara de alguien dándose el gran ágape de su vida. Cada vez que engullía un mordisco enorme, se le movía el cuello. El bocadillo sólo duró tres. Cuando el hombre del coche cogió otras dos rebanadas, apareció una idea en el cerebro de Deke McCaskell y parpadeó como un anuncio luminoso: «¡Así aún es mejor! ¡Casi vivo! ¡Frío, pero casi vivo!»

Deke retrocedió con lentitud, como si buceara. Parecía que la grisura del día hubiera invadido la tienda, quitándole luz. Notó que se le doblaban las piernas, y, antes de que subiera a su encuentro el suelo sucio de madera, lo gris se había vuelto negro.

 

Cuando Deke volvió en sí era más tarde, pero no sabía cuánto, porque el reloj digital Budweiser de encima de la nevera de las cervezas parpadeaba 88:88. En el suelo había tres dientes suyos, supuso que rotos por la caída. Se le había secado la sangre de alrededor de la nariz y la barbilla, adquiriendo una textura esponjosa. Intentó levantarse, pero no le sostenían las piernas. Optó por arrastrarse hacia la puerta, con el pelo en la cara y rezando.

Su oración fue escuchada. Ya no estaba el Subaru rojo. Su lugar lo ocupaban cuatro paquetes de beicon, todos vacíos, el tarro de mayonesa, vacío a tres cuartos, y medio paquete de pan de molde. Varios cuervos (por los alrededores del embalse los había enormes) habían encontrado el pan y sacaban rebanadas con el pico a través del envoltorio roto. Más lejos (casi en la carretera 32, la principal) había otros dos o tres, ensañándose con un revoltillo congelado de beicon y trozos de pan apelmazado. Por lo visto, a monsieur le gourmet no le había sentado bien la comida.

¡Dios!, pensó Deke. Espero que hayas vomitado tanto que te hayas destrozado las tuberías, pedazo de...

Justo entonces experimentó un brinco extraño en la barriga y se tapó la boca con la mano. Se le apareció una imagen de nitidez repugnante, la de los dientes del hombre clavándose en la carne cruda y grasicnta que colgaba entre las rebanadas de pan, carne gris con vetas marrones como una lengua cortada de caballo muerto. Deke empezó a tener arcadas y a hacer ruidos con la mano en la boca.

Apareció un coche. Lo que faltaba, un cliente justo cuando iba a echar las papas. Bien mirado, en realidad no era un coche. Tampoco un camión. Era uno de esos trastos tan feos que se llamaban Humvee, pintado con colores de camuflaje. Delante iban dos hombres, y detrás (Deke estaba casi seguro) otro.

Levantó la mano, giró la placa de la puerta (poniendo hacia el cristal el lado de cerrado) y se apartó. Había conseguido levantarse (algo era algo), pero volvió a notar que estaba a punto de caerse. Fijo que me han visto, pensó. Ahora entrarán y me preguntarán adonde ha ido el otro, porque le siguen. Buscan al de los bocadillos de beicon. Y yo se lo diré. Me obligarán. Entonces me...

Se puso la mano delante de los ojos. Los primeros dos dedos, ensangrentados hasta los nudillos, formaban un garfio, y temblaban. A Deke casi le pareció que le saludaban. «Hola, ¿qué tal? Disfruta al máximo de que ves algo, porque pronto vendremos apor ti.»

El ocupante del asiento trasero del Humvee se inclinó como diciéndole algo al conductor. Entonces el vehículo volvió a arrancar, cruzando el charco de vómito que había dejado el último cliente de la tienda con una de las ruedas de atrás. Dio la vuelta, se quedó parado unos segundos y salió en dirección a Ware y elQuabbin.

Cuando desapareció al otro lado de la colina, Deke McCaskell rompió a llorar. Volviendo hacia el mostrador (caído de hombros, inestable, pero de pie), se fijó en los dientes que había en el suelo. Tres, y suyos. Al final le había salido barato. A continuación se detuvo mirando los tres billetes de un dólar que se habían quedado en el mostrador. Les había salido una capa de moho rojizo.

 

— ¡Notaquí! ¡Zeguí!

Owen entendió bastante bien lo que decía Duddits. (En el fondo sólo había que acostumbrarse.) «¡No está aquí! ¡Seguid!»

Se metió por la carretera 32, mientras Duddits se apoyaba (o se caía) en el respaldo y sufría otro ataque de tos.

—Mira —dijo Henry, señalando—. ¿Lo ves?

Owen lo veía. Unos cuantos envoltorios aplastados contra el suelo por la fuerza del chaparrón. Y un tarro de mayonesa. Volvió a poner el Humvee en dirección al norte. Las gotas de lluvia que se estrellaban en el parabrisas tenían un peso especial, que reconoció: pronto volverían a helarse, y después, lo más probable era que nevase. Owen, que ahora estaba casi exhausto, y a quien el paso de la ola telepática había dejado un poco triste, descubrió que lo que más le indignaba era tener que morirse en un día así.

— ¿Ahora a cuánto está? —dijo, sin atreverse a preguntar lo que de veras importaba: «¿Ya es demasiado tarde?» Supuso que cuando lo fuera se lo diría Henry.

—Ya ha llegado —dijo Henry, distraído.

Se había girado hacia el asiento de atrás y le limpiaba la cara a Duddits con un trapo mojado. Duddits le miró con gratitud e intentó sonreír. Ahora tenía sudadas las mejillas, y se le habían agrandado tanto las ojeras que parecían ojos de mapache.

—Pues, si ya ha llegado, ¿para qué nos hemos desviado? —preguntó Owen.

Tenía puesto el Humvee a ciento diez por hora, lo cual, en aquel tramo de dos carriles tan resbaladizo, era muy, pero que muy peligroso. Sin embargo, ya no había alternativa.

— No quería arriesgarme a que Duddits perdiera la línea —dijo Henry—. Si llega a perderla...

Duddits exhaló un profundo suspiro, cruzó los brazos debajo del pecho y dobló el cuerpo. Henry, que seguía de rodillas en su asiento, le acarició la esbelta columna del cuello. —Tranquilo, Duds —dijo — , que estás bien.

Pero no, no lo estaba, y tanto Owen como Henry lo sabían de sobra. Duddits Cavell tenía fiebre, seguía sufriendo calambres a pesar de haberse tomado otra pastilla de Prednisona y dos Per-cocets más, y ahora escupía sangre por la boca con cada tos. Duddits Cavell estaba muy lejos de encontrarse bien. El premio de consolación era que la combinación Jonesy-Gray también se hallaba muy lejos del bienestar físico.

Era el beicon. Ellos sólo habían querido recortar la ventaja del señor Gray, sin sospechar lo prodigiosa que resultaría ser su gloroñería. El efecto sobre la digestión de Jonesy había sido bastante previsible. El señor Gray ya había vomitado en la zona de estacionamiento de la tienda, y de camino hacia Ware había tenido que parar otras dos veces, sacar la cabeza por la ventanilla y descargar un par de kilos de beicon crudo con una fuerza casi convulsiva.

Paso siguiente, la diarrea. Se había detenido en la gasolinera Mobil de la carretera 9 y casi no había tenido tiempo de llegar al servicio de caballeros. Fuera de la gasolinera ponía gasolina barata servicios limpios, pero, al marcharse el señor Gray, lo de los «servicios limpios» ya estaba desfasado. Henry consideró un plus que no matara a nadie durante su estancia en la gasolinera.

Antes de desviarse por la carretera de acceso al Quabbin, el señor Gray había tenido que parar otras dos veces y meterse corriendo en el bosque llovido, para intentar evacuar los castigados intestinos de Jonesy. Para entonces ya no caían gotas de lluvia, sino copos enormes de nieve medio fundida. El cuerpo de Jonesy se había debilitado tanto que Henry ponía sus esperanzas en un desmayo, que de momento no se producía.

El señor Gray estaba muy enfadado con Jonesy; al volver a ponerse al volante, después de la segunda incursión forestal, rabiaba sin parar. Todo era culpa de Jonesy. Le había tendido una trampa. Ni palabra de su hambre, ni de la tragonería con que había comido, parando entre bocado y bocado lo justo para chuparse los dedos. Henry ya estaba acostumbrado a ver en sus pacientes aquella manera de manipular los hechos (exagerar unos e ignorar otros). El señor Gray era una reedición de Barry Newman.

¡Qué humano se está volviendo!, pensó. ¡Qué cambio másinteresante!

—Cuando dices que ha llegado —preguntó Owen—, ¿hastaqué punto ha llegado?

—No lo sé. Vuelve a estar bastante bloqueado. Duddits, ¿túoyes a Jonesy?

Duddits miró a Henry con cara de cansado y negó con lacabeza.

—Ezeñó Gue nozaquitado la baraja —dijo. «El señor Gray nos ha quitado la baraja.» Era una manera de hablar. Duddits no tenía vocabulario para explicar lo que de veras había pasado, pero Henry le leía los pensamientos. A pesar de que el señor Gray nopudiera acceder al refugio de Jonesy y llevarse las cartas, había conseguido dejarlas en blanco.

—¿Y tú, Duddits? ¿Cómo vas? —dijo Owen, mirando por el retrovisor.

—Yo bie —dijo Duddits, poniéndose a temblar. Tenía la fiambrera amarilla en las rodillas, con la bolsa marrón de medicamentos dentro y aquella cosa extraña de cordel. Llevaba puesta la parka grande, que le abrigaba todo el cuerpo, y sin embargo tiritaba.

Se nos va deprisa, pensó Owen, mientras Henry volvía a humedecerle la cara a su amigo.

El Humvee derrapó en un tramo resbaladizo, estuvo a punto de provocar un desastre (casi seguro que un choque a ciento diez por hora les habría matado a todos, y, en el mejor de los casos, el accidente habría dado al traste con todas las opciones de parar al señor Gray) y volvió a dejarse conducir.

Owen notó que se le iban los ojos hacia la bolsa de papel, y los pensamientos hacia la cosa de cuerda. «Me lo envió Beaver para mi navidad, la semana pasada.»

Pensó que, ahora, intentar comunicarse por telepatía era como meter un mensaje en una botella y arrojarla al mar, pero lo hizo: envió un pensamiento, confiando en encauzarlo hacia Duddits. «¿Cómo lo llamas?»

De repente, inesperadamente, vio un espacio grande, al mismo tiempo sala de estar, comedor y cocina. Las planchas doradas de pino estaban barnizadas y brillaban. En el suelo había una alfombra de los indios navajo, y en una pared un tapiz: cazadores indios muy pequeñitos rodeando a un personaje gris, el típico extraterrestre de la prensa sensacionalista. También había una chimenea de piedra y una mesa grande de roble, pero lo que más poderosamente llamó la atención de Owen (a la fuerza, porque era el centro de la imagen que le había enviado Duddits, y brillaba con una luz especial) era lo que había colgado en la viga central. Era lo de la bolsa de medicinas de Duddits, pero en grande, y el cordel era de colores, no blanco. Por lo demás, idénticos ambos. A Owen se le empañaron los ojos. Era la sala más bonita del mundo. La sensación era un reflejo de la que tenía Duddits. Veía así la sala porque era donde iban sus amigos, y él les quería.

—Atrapasueños —dijo el moribundo del asiento de atrás, pronunciando sin tacha.

Owen asintió. Atrapasueños, sí.

«Eres tú —dijo, adivinando que les oía Henry, pero sin importarle. El mensaje era para Duddits, nadie más — . ¿Verdad que el atrapasueños eres tú? El de ellos cuatro. Desde siempre.»

Duddits sonrió en el espejo.

 

Vieron una señal donde ponía embalse de quabbin 13 kilómetros. PROHIBIDO PESCAR. NO HAY SERVICIOS. ÁREA DE PICNIC ABIERTA. SENDEROS ABIERTOS. ENTRE POR SU CUENTA Y RIESGO. Ponía algo más, pero, a ciento treinta por hora, Henry no tuvo tiempo de

leerlo.

— ¿Hay alguna posibilidad de que aparque y vaya caminando? —preguntó Owen.

—No —dijo Henry—. Conducirá lo más deprisa que pueda. Como máximo, se le parará el coche. Esperemos. Está flojo, y no podrá ir muy deprisa.

— ¿Y tú, Henry? ¿Podrás caminar deprisa?

Teniendo en cuenta lo entumecido que tenía Henry todo el cuerpo, y lo que le dolían las piernas, la pregunta era pertinente.

—Mientras tengamos alguna posibilidad —dijo—, me forzaré al máximo. La cuestión es Duddits. No creo que esté en condiciones de pegarse una caminata así.

Podría haber dicho que ni así ni asá.

— Oye, Henry, ¿y Kurtz y Perlmutter? ¿A cuánto están?

Henry pensó. A Perlmutter le recibía bastante bien... y también podía tocar al caníbal voraz que tenía dentro. Era como el señor Gray, con la diferencia de que la comadreja vivía en un mundo hecho de beicon. Su beicon era Archie Perlmutter, que había sido capitán del ejército de Estados Unidos. A Henry no le gustaba proyectarse hacia ellos. Demasiado dolor. Demasiada hambre.

—Veinticuatro kilómetros —dijo — . O a saber si sólo veinte. Da igual, Owen, porque les vamos a ganar. La única cuestión es saber si podremos alcanzar al señor Gray. Nos va a hacer falta

suerte. O ayuda.

—Y si le cogemos, Henry, ¿seguiremos siendo héroes? Henry le sonrió con cansancio. —Habrá que intentarlo, digo yo.  

 

EL   TUBO   

El señor Gray recorrió casi cinco kilómetros de East Street (con barro, baches y diez centí-metros de nieve reciente), hasta que se le atascó el vehículo en una falla provocada por una alcantarilla obstruida. El animoso Subaru había cruzado varios fangales al norte del dique de Goodnough, y había rascado de tal manera unas piedras que le habían arrancado el silenciador y casi todo el tubo de escape, pero la última falla fue la gota que colmó el vaso. El coche se metió de morro en la grieta y chocó con la tubería, con el motor haciendo un ruido de mil demonios, ahora que ya no tenía silenciador. El cuer-po de Jonesy se proyectó hacia adelante, trabando el cinturón de seguridad. La presión en el diafragma le obligó a vomitar en el salpicadero, pero sólo escupió hilos de bilis y saliva, debido a que ya no que-daba nada sólido. Durante un momento se puso todo en blanco y negro, y el traqueteo salvaje del mo-tor se perdió en la distancia. El señor Gray se empeñó en no perder la conciencia, aferrándose a ella con uñas y dientes, porque tenía miedo de que Jonesy aprovechara el desmayo, por breve que fuera, para recuperar el control.

El perro gimió. Seguía teniendo los ojos cerrados, pero sufría convulsiones en las patas traseras y se le movían las orejas. Tenía la barriga hinchada, y ondas le surcaban la piel. Se acercaba el momento.

Poco a poco volvieron el color y la realidad. El señor Gray respiró hondo varias veces para imponer algún rastro de serenidad a un cuerpo mareado y sin fuerzas. ¿Cuánto faltaba para llegar? Dudaba que fuera mucho, pero, si era verdad que se le había quedado atascado el coche, tendría que caminar... y el perro no podía. Tenía que seguir durmiendo, y el peligro de que despertara ya era bastante grande.

Acarició la zona de su cerebro rudimentario que controlaba el sueño, mientras se limpiaba la boca de saliva. Una parte de su mente tenía presente a Jonesy, tan recluido como antes, igual de ciego a lo de fuera, pero acechando cualquier oportunidad de sabotear la misión. Aunque pareciera increíble, otra parte de la misma mente pedía más comida: beicon, ni más ni menos que la causa de su intoxicación.

«Duerme, bonito.» Hablaba tanto al perro como al byrum. Y escuchaban ambos. Lad dejó de quejarse, y no movió las patas. El movimiento de debajo de la piel de la barriga fue haciéndose más lento... más lento... y cesó. No sería una calma duradera, pero de momento iba todo bien. Dentro de lo posible.

«Ríndete, Dorothy.»

— ¡Calla! —dijo el señor Gray—. ¡Tócame los perendengues! Dio marcha atrás al Subaru y pisó el acelerador. El estruendodel motor espantó a los pájaros de los árboles, pero no sirvió de nada. Las ruedas de delante estaban muy metidas; las de detrás giraban sin tocar el suelo.

— ¡Mierda! —exclamó el señor Gray, dando un puñetazo al volante con el puño de Jonesy—. ¡Hay que joderse!

Se proyectó hacia atrás, hacia los que le perseguían, pero lo único claro que captó fue una sensación de proximidad. Había dos grupos, y el que estaba más cerca contaba con Duddits. El señor Gray le tenía miedo. Notaba que era el mayor responsable de que aquella misión se hubiera convertido en un engorro tan grande, en algo tan irritante. La cuestión era conservar la ventaja sobre Duddits. Habría sido útil conocer la distancia exacta, pero le estaban bloqueando los tres: Duddits, Jonesy y el que se llamaba Henry. Entre todos, generaban una fuerza que el señor Gray nunca había experimen-tado, y que le daba miedo.

—Aunque aún tengo bastante ventaja —le dijo a Jonesy saliendo del coche.

Resbaló, soltó una palabrota de Beaver y dio un portazo. Volvía a nevar. El cielo estaba lleno de copos gruesos y blancos, como de confeti; copos que aterrizaban en las mejillas de Jonesy. A duras penas consiguió el señor Gray ponerse detrás del automóvil, porque el barro estaba muy resbaladizo. Dedicó unos segundos a examinar el conducto metálico que sobresalía del fondo de la zanja donde se había quedado atascado el coche. (Hasta cierto punto, el señor Gray también había caído víctima de la curiosidad de su huésped, una curiosidad que de bien poco servía, pero que se contagiaba a velocidad de escándalo.) A continuación se desplazó hacia la puerta del copiloto, diciendo:

—A los capullos de tus amigos les voy a dar una paliza que se van a enterar.

La provocación quedó sin respuesta, pero percibía tanto a Jonesy como a los demás. Aunque estuviera callado, seguía siendo la misma espina en la garganta de antes.

Que se fuera a la mierda. El problema era el perro. Estaba a punto de salir el byrum. ¿Cómo transportar al animal?

Volvió al almacén de Jonesy. Al principio no encontró nada... hasta que apareció una imagen de «catcquesis», algo que hacía Jonesy de niño para aprender sobre «Dios» y «el hijo de Dios». Por lo visto, el tal hijo había sido un byrum, creador de una cultura byrus que la mente de Jonesy identificaba al mismo tiempo como «cristianismo» y «gilipollez». La imagen, muy nítida, procedía de un libro titulado «la Biblia», y enseñaba al «hijo de Dios» llevando un cordero. Las patas delanteras del animal le colgaban al «hijo de Dios» en un lado del pecho, y las traseras en el otro.

Serviría.

El señor Gray sacó al perro dormido y se lo echó a la espalda. Ya pesaba mucho (daba rabia lo débiles que eran los músculos de Jonesy), y pesaría más cuando llegara el señor Gray a su meta. Pero llegaría.

Se internó por East Street, pisando una capa de nieve en aumento y con el collie dormido en el cuello, como una estola de piel.

 

La nieve recién caída resbalaba en grado extremo. Una vez que estuvieron en la carretera 32, Freddy no tuvo más remedio que bajar hasta sesenta y cinco kilómetros por hora. Kurtz se llevó un disgusto tan grande que tuvo ganas de gritar, pero lo peor era que Perlmutter se le escapaba por culpa de una especie desemicoma. ¡Maldición! ¡Justo cuando había entablado contacto con el objetivo de la persecución de Owen y sus nuevos amigos, el tal señor Gray!

—Está demasiado ocupado para esconderse —dijo Pearly con voz amodorrada, como a punto de dormirse — . Tiene miedo. En el caso  de Underhill, jefe, no  sé, pero Jonesy...  Henry... Duddits... le dan miedo. Con razón, porque mataron a Richie.

 — ¿Qué Richie, nene?

A Kurtz le era bastante indiferente, pero quería mantener despierto a Perlmutter. Sentía que faltaba poco para que ya no les hiciera falta, pero de momento seguía siendo necesario.

 —No lo... sé...

La última palabra se convirtió en ronquido. El Humvee derrapó casi en sentido lateral. Freddy soltó una palabrota, peleó con el volante y consiguió recuperar el control justo antes de que el vehículo acabara en la cuneta. Kurtz no se fijó. Inclinado, dio a Perlmutter una bofetada muy fuerte en la me-jilla. Al mismo tiempo pasaron al lado de la tienda con la foto del embalse en el escaparate.

— ¡Aaaay! —Los párpados de Pearly temblaron y se abrieron. Ahora tenía amarillento lo blanco de los ojos, cosa que a Kurtz le importaba tan poco como el tal Richie—. ¡Jefe, no me...!

— ¿Dónde están?

—El agua —dijo Pearly sin fuerzas, con voz de inválido malhumorado. Su barriga, cubierta por la chaqueta, era una montaña que de vez en cuando se movía. De nueve meses, pensó Kurtz—. El aaa...

Volvieron a cerrársele los ojos, y Kurtz volvió a levantar la mano para otra bofetada.

—Déjele que duerma —dijo Freddy.

Kurtz le miró con las cejas arqueadas.

—Debe de referirse al embalse. En ese caso ya no le necesitamos. —Señaló las huellas de las ruedas de los pocos coches que les habían precedido por la 32 en el transcurso de la tarde. En contraste con lo blanco de la nieve fresca, estaban muy negras — -Hoy, arriba, no habrá nadie aparte de nosotros, jefe. Nadie.

—Dios mediante. —Kurtz se recostó en el asiento, cogió la pistola de nueve milímetros, la miró y volvió a meterla en la funda—. Dime una cosa, Freddy.

— Si puedo...

— Cuando se haya acabado todo esto, ¿te apetecería ir a México?

—No estaría mal. Mientras no bebamos agua del grifo...

Kurtz estalló en carcajadas y dio una palmada en el hombro de Freddy, a cuyo lado estaba Archie Perlmutter, cada vez en un coma más profundo. En el tramo final de su intestino, dentro de un amasijo de comida desechada y células muertas, se abrieron por primera vez unos ojos negros.

 

Dos postes de piedra señalaban la entrada a la extensa zona natural del embalse de Quabbin. A partir de ellos, la carretera se reducía a un solo carril, y Henry tuvo la sensación de completar un cír-culo. No era Massachusetts, era Maine, y, aunque el letrero atestiguara que entraban en el Quabbin, en realidad volvía a ser Deep Cut Road. Era una sensación tan poderosa que hasta miró el cielo gris con cierta previsión de encontrar luces moviéndose. En lugar de ellas vio un águila calva volando tan bajo que casi se podía tocar. El ave se posó en la rama inferior de un pino y les vio pasar.

Duddits separó la cabeza del cristal frío y dijo:

— Ora ezeñó Gue camina.

El corazón de Henry dio un brinco.

— ¿Has oído, Owen?

—Sí —dijo Owen, y aceleró un poco más.

La nieve medio deshecha de la calzada presentaba el mismo peligro que el hielo. Ahora que habían abandonado las carreteras estatales, sólo quedaba un carril que llevara hacia el norte, hacia el embalse.

Ahora dejaremos rastro, pensó Henry. Si Kurtz llega hasta aquí, no le hará falta telepatía.

Duddits gimió, se tocó la barriga y tiritó de pies a cabeza.

—Eni, etoy enfemo. Duddi tanfemo.

Henry le acarició la frente sin pelo, y no le gustó que estuviera tan caliente. ¿Y ahora? Casi seguro que lo siguiente serían ataques. Con lo flojo que estaba Duddits, no sobreviviría a uno grave. En el fondo era lo mejor que podía pasarle, pero la idea era dolorosa. Henry Devlin, el aspirante a suicida. Y, al final, la oscuridad no se lo tragaba a él, sino a sus amigos, uno por uno.

—Tranquilo, Duds, que falta poco.

No obstante, intuía que ese poco era lo peor.

Volvieron a abrirse los ojos de Duddits.

—Ezeñó Gué... zatacao.

— ¿Qué? —preguntó Owen—, No lo he entendido.

—Dice que el señor Gray se ha atascado —contestó Henry, que acariciaba la frente de Duddits deseando que hubiera pelo y acordándose de cuando lo había. El pelo rubio de Duddits, tan bonito. Su llanto les había dolido, se les había clavado en la cabeza como un cuchillo desafilado, pero ¡qué felices les hacía su risa! Oyendo reír a Duddits Cavell, volvían a creerse los cuentos chinos de toda la vida: que era buena la vida, que tenía sentido vivir, tanto de niños como de adultos. Que, además de oscuri-dad, había luz.

—Y ¿por qué no tira el perro al embalse, que sería más fácil? —preguntó Owen, con una voz que delataba fatiga—. ¿Por qué considera que tiene que hacer todo el camino hasta el tubo 12? ¿Sólo porque lo hizo la rusa?

—No creo que el embalse sea bastante seguro para sus intenciones —dijo Henry—. Habría sido suficiente la torre-depósito, pero el acueducto aún es mejor. Es un intestino de cien kilómetros de largo, y el tubo 12 es la garganta. Duddits, ¿podemos cogerle?

Duddits le miró con unos ojos de cansancio extremo y sacudió la cabeza. El disgusto hizo que Owen se golpeara la pierna. Duddits se humedeció los labios y susurró dos palabras roncas. Owen las oyó, pero sin entenderlas.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho?

— «Sólo Jonesy».

— ¿Qué quiere decir? «Sólo Jonesy» ¿qué? —Supongo que sólo puede pararle Jonesy.

El Humvee volvió a derrapar, y Henry se cogió al asiento. Sintió una mano fría encima de la suya. Duddits le miraba con una intensidad desesperada. Intentó decir algo, pero sufrió otro espasmo de tos. Algunas gotas de sangre que le salían por la boca eran bastante más claras, espumosas y casi rosadas. Henry pensó que era sangre de los pulmones. En pleno ataque de tos, Duddits no aflojaba su presión sobre la mano de Henry.

—Piénsamelo —dijo Henry—. ¿Puedes pensármelo, Duds?

Al principio, la única respuesta fueron la mano fría y la mirada fija de Duddits. Después desaparecieron tanto él como el interior caqui del Humvee, con su vago olor a cigarrillos fumados a escondidas. En su lugar, Henry ve un teléfono de pago de los de antes, con varias ranuras encima para las monedas de veinticinco, de diez y de cinco. Un murmullo de voces y un clac clac extrañamente familiar. Al poco rato comprende que es el de las fichas en el damero. Está viendo el teléfono de monedas de la tienda de Gosselin, el que usaron para llamar a Duddits después de la muerte de Richie Grenadeau. Su autor material fue Jonesy, porque era el único con número de teléfono para cargar la llamada. Los otros se reunieron alrededor sin quitarse la chaqueta, por el frío que hacía dentro de la tienda. El carcamal de Gosselin no quería malgastar la leña, y eso que vivía en pleno bosque, rodeado de árboles. ¡Qué tocada de cojones! Encima del teléfono hay dos letreros. En uno pone: por favor, limiten las llamadas A 5 min. En el otro...

Se oyó un impacto. Duddits se vio proyectado contra el respaldo del asiento de Henry, y este contra el salpicadero. Sus manos se soltaron. Owen había salido de la carretera. Estaban en la cuneta con las huellas del Subaru delante, aunque empezaba a borrarlas la nieve.

— ¡Henry! ¿Estás bien?

— Sí. ¿Tú estás bien, Duds?

Duddits asintió, pero la mejilla donde se había dado el golpe se le estaba poniendo negra más deprisa de lo normal. Cosas de la leucemia.

Owen redujo la transmisión del Humvee y empezó a subir por la zanja. El vehículo se había inclinado mucho, pero, en cuanto lo puso en marcha Owen, respondió la mar de bien.

—Ponte el cinturón, pero pónselo primero a él.

— Intentaba decirme a...

—Me importa un pepino lo que intentara decirte. Esta vez no nos ha pasado nada, pero a la siguiente quizá demos una vuelta de campana. Ponle a él el cinturón, y después ponte el tuyo.

Henry obedeció pensando en el otro letrero de encima del teléfono de monedas. ¿Qué ponía? Algo sobre Jonesy. Ahora el único que podía detener al señor Gray era Jonesy. Palabra de Duddits. Amén.

¿Qué ponía en el otro letrero?

 

Owen no tuvo más remedio que bajar a treinta y pocos kilómetros por hora. Le ponía histérico ir tan lento, pero ahora nevaba mucho y la visibilidad era casi igual a cero.

Justo antes de que desaparecieran del todo las huellas del Subaru, encontraron el propio automóvil metido de morros en una zanja transversal hecha por el agua, con la puerta del copiloto abierta y las ruedas traseras en el aire.

Owen pisó el freno de emergencia, sacó la pistola y abrió la puerta.

—Tú quédate, Henry —dijo al salir.

Corrió agachado hacia el Subaru.

Henry se desabrochó el cinturón y se giró hacia Duddits, que ahora estaba reclinado en el asiento trasero y respiraba con dificultad. Sólo permanecía sentado gracias al cinturón. Tenía una mejilla amarillenta, como de cera, mientras que la otra se había inundado de sangre debajo de la piel. Volvía a sangrarle la nariz, y se le habían empapado de rojo los algodones que tenía metidos en los agujeros.

— Lo siento mucho, Duds —dijo Henry—. Esto es una tocada de cojones.

Duddits asintió y levantó los brazos. Sólo pudo mantenerlos en alto unos segundos, pero a Henry le pareció evidente el significado del gesto.

Henry abrió la puerta y salió justo cuando volvía corriendo Owen, que ahora llevaba la pistola metida en el cinturón. Caía tal cortina de nieve, y eran tan enormes los copos, que costaba respirar.

— ¿No tenías que quedarte dentro? —dijo Owen. —Sólo quería ir detrás, con él.

— ¿Por qué?

Henry habló con bastante serenidad, a pesar de que le temblaba un poco la voz.—Porque se está muriendo —dijo—. Se está muriendo, pero me parece que primero tiene que decirme algo.

 

Owen miró por el retrovisor, vio a Henry abrazando a Duddits, vio que llevaban los dos el cinturón puesto y se abrochó el suyo.

— Sujétale fuerte —dijo — , que esto va a dar un salto de la hostia.

Retrocedió una treintena de metros, cambió de marcha y avanzó hacia el espacio que había entre el Subaru abandonado y la cuneta de la derecha. En aquel lado parecía un poco más estrecha la falla transversal.

En efecto, el salto fue la hostia. A Owen se le trabó el cinturón de seguridad, y vio saltar el cuerpo de Duddits entre los brazos de Henry. La cabeza calva de Duddits rebotó en el pecho de Henry. Después la zanja quedó a sus espaldas, y volvían a circular por East Street. A Owen le estaba costando mucho ver las últimas huellas fantasmales de calzado en la cinta blanca de la carretera. El señor Gray iba a pie, y ellos todavía estaban motorizados. Si pudieran darle caza antes de que el muy cerdo cortara por el bosque...

Pero no pudieron.

 

Haciendo un último y tremendo esfuerzo, Duddits levantó la cabeza, y Henry quedó conster-nado al ver que ahora también se le llenaban de sangre los ojos.

Clac. Clac clac. Risas secas de viejos viendo realizar a alguien el mítico triple salto. Poco a poco volvió a flotar el teléfono en su campo de visión, y los letreros de encima.

—No, Duddits —susurró Henry—. No te esfuerces. Ahorra energías.

Energías, pero, si no para aquello, ¿para qué?

El letrero de la derecha: por favor, limiten las llamadas a 5 min. Olor a tabaco, olor al humo de la estufa y la salmuera de los pepinillos. Los brazos de sus amigos rodeándole.

Y el letrero de la derecha: llama ahora mismo a jonesy.

— Duddits... —Su voz flotando en la oscuridad. Su vieja amiga—. Es que no sé cómo, Duddits.

Por última vez, cansadísima pero serena, le llegó la voz de Duddits:

«Deprisa, Henry. Me queda muy poco aguante. Tienes que hablar con él.»

Henry levanta el auricular. Piensa algo tan absurdo (pero ¿no es absurda toda la situación?) como que no tiene cambio... ni una mísera moneda de cinco. Se pone el auricular en la oreja.

Se oye la voz de Robería Cavell, seria, impersonal:

—Hospital General de Massachusetts. ¿Qué desea?

 

El señor Gray empujaba el cuerpo de Jonesy por el sendero que nacía al final de East Street y recorría la orilla este del embalse. Resbalaba, se caía, cogía las ramas, volvía a levantarse... Las rodillas de Jonesy estaban llenas de arañazos, y sus pantalones de agujeros y sangre. Le ardían los pulmones, y le latía el corazón como un martillo pilón. Sin embargo, lo único que le preocupaba era la cadera de Jonesy, la que se había roto en el accidente. Era como una bola de calor y palpitaciones que irradiaba dolor tanto en el muslo y la rodilla como en la mitad inferior de la espalda, por la columna. El peso del perro empeoraba la situación. Seguía durmiendo, pero lo de dentro estaba muy despierto y sólo lo retenía la voluntad del señor Gray. En una ocasión, al levantarse, la cadera se atascó del todo y, para conseguir que se soltara, el señor Gray tuvo que darle varios golpes mediante el puño de Jonesy, con el guante interpuesto. ¿Cuánto faltaba? ¿Qué trecho de aquella nieve maldita, asfixiante, deslum-brante e interminable quedaba por cubrir? ¿Y Jonesy? ¿Qué hacía? ¿Hacía algo? El señor Gray no se atrevía a dejar suelta el hambre voraz del byrum (no tenía nada remotamente parecido a un cerebro), aunque sólo fuera para acercarse a la puerta del despacho y escuchar.

Apareció una silueta fantasmal sobre la nieve. El señor Gray detuvo sus pasos y la miró sin respirar. Después hizo el esfuerzo de seguir caminando, sujetando las patas inertes del perro y arrastrando el pie derecho de Jonesy.

Había un letrero clavado al tronco de un árbol: terminantemente prohibida la pesca desde la caseta. Otros quince metros y se desviaban unos escalones del camino. Había seis... no, ocho,y llevaban a la edificación de muros y base de piedra que se proyectaba en la nada gris donde estaba el embalse. Sobre el latido acelerado y laborioso de su corazón, los oídos de Jonesy captaron un ruido de olas chocando con piedra.

Había llegado.

Con el perro bien sujeto, y usando las últimas fuerzas de Jonesy, el señor Gray se tambaleó por la nieve, escalón a escalón.

 

Cuando pasaron entre los postes de piedra que marcaban el ingreso al embalse, dijo Kurtz:

—Para, Freddy. Ponte en el arcén. Freddy no cuestionó sus órdenes.

— ¿Tienes la automática, nene?

Freddy la levantó. Una M-16 de toda la vida, de eficacia y fidelidad demostrada. Kurtz asintió.

— ¿Pistola?

—Una Magnum, jefe.

Y Kurtz la nueve milímetros, su favorita para trabajar de cerca. Era como quería trabajar: de cerca. Quería ver qué color tenían los sesos de Owen Underhill.

—Freddy.

— Sí, jefe.

— Sólo quería decirte que es mi última misión, y que no podría tener mejor compañero.

Levantó la mano y le dio a Freddy un apretón en el hombro. Al lado de Freddy, Perlmutter roncaba boca arriba. Unos cinco minutos antes de llegar a los pilares de piedra, se había tirado varios pedos largos y de peste espectacular. Luego había vuelto a deshinchársele la barriga, suponía Kurtz que por última vez.

Entretanto, los ojos de Freddy habían adquirido un brillo de gratitud. Kurtz estaba encantado. Por lo visto no había perdido del todo sus facultades.

— Bueno, chavalín —dijo Kurtz — , pues a toda pastilla. ¿Oído?

—Sí, señor.

Kurtz consideró que ya no había objeciones al «señor». Ya podían olvidarse de los protocolos de la misión. Ahora eran dos forajidos cabalgando por las montañas de Massachusetts, como la banda de Bradley.

Freddy señaló a Perlmutter con el pulgar, haciendo una mueca de evidente asco.

— ¿Quiere que intente despertarle, señor? Quizá ya no se pueda, pero...

— ¿Para qué? —preguntó Kurtz sin soltar el hombro de Freddy. Señaló a través del parabrisas, hacia donde la ruta de acceso se fundía en una pared blanca: la nieve. Aquella nieve de mil demonios que les había perseguido sin descanso, como la puta muerte pero de blanco en vez de negro. Ahora ya no se veía ni rastro del paso del Subaru, pero seguían apreciándose las huellas del Humvee que había robado Owen. Seguirlas sería pan comido, Dios mediante y yendo deprisa—. Creo que ya no nos hace ninguna falta, y me alegro. Venga, Freddy, arranca.

El Humvee dio un par de coletazos y enderezó el rumbo. Kurtz sacó la nueve milímetros y se la aplicó a la pierna. Voy a por ti, Owen. Te voy a coger, chaval. Y te aconsejo que tengas preparado lo que quieras decirle a Dios, porque no tardarás ni una hora en recitárselo.

 

El despacho, tan bien amueblado y decorado (con materiales de su cerebro y memoria), se caía a pedazos.

Jonesy cojeaba sin descanso por la habitación, mirándola y apretando tanto los labios que se le habían puesto blancos. Tenía la frente sudada, a pesar de que hacía un frío de cojones.

No era la caída de la casa Usher, sino la caída del despacho de Jonesy. Debajo hacía tanto ruido la caldera que Jonesy sentía temblar el suelo. Entraban cosas blancas por la rejilla (quizá fueran cris-tales de hielo), dejando en la pared un triángulo de polvillo. Su efecto sobre el forro de madera era doble: la pudría y la alabeaba. Fueron cayéndose los cuadros al suelo, como si se suicidasen. La silla Eames (la que siempre había soñado con tener) se partió en dos como si le hubieran asestado un ha-chazo invisible. Las planchas de caoba de las paredes empezaron a resquebrajarse y a desprenderse como piel muerta. Los cajones del escritorio cayeron uno a uno al suelo. Las persianas que había instalado el señorGray para taparle la visión del mundo exterior vibraban con un ruido metálico incesante que a Jonesy le daba dentera.

No habría servido de nada llamar a gritos al señor Gray y preguntarle qué ocurría. Por otro lado, Jonesy tenía toda la información que necesitaba. Había hecho perder tiempo al señor Gray, pero éste no sólo le había plantado cara, sino que le había vencido. Hurra por el señor Gray, que, o bien había alcanzado su meta, o estaba a punto de alcanzarla. La caída de los paneles de madera dejaba a la vista el pladur sucio de debajo: las paredes del despacho de Tracker Hermanos tal como lo habían visto cuatro chavales en 1978, muy juntos y con la frente en el cristal, mientras su nuevo amigo, que les había hecho caso y se había quedado detrás, esperaba que acabasen y le llevaran a casa. Se des-prendió otra placa y se cayó de la pared con ruido de papel rompiéndose. Debajo había un tablón de anuncios, sólo con una foto Polaroid. No era ninguna guapa oficial del instituto, no era Tina Jean Schlossinger, sino una mujer cualquiera con la falda levantada hasta las bragas. Qué tontería. De repente se arrugó la alfombra como si fuera piel, descubriendo las baldosas sucias de Tracker Hermanos, así como una serie de renacuajos blancos, condones de parejas que venían a follar bajo la mirada de desinterés de la mujer de la foto, que no era nadie en concreto, sólo el producto de un deseo hueco.

Jonesy daba vueltas cojeando. Desde los primeros días del accidente no había vuelto a dolerle tanto la cadera, y se comprendía: la tenía llena de astillas y cristales rotos, y le dolían una barbaridad los hombros y el cuello. En su último sprint, el señor Gray le estaba matando el cuerpo sin poder evitarlo Jonesy.

Al atrapasueños no le había pasado nada, aunque se balanceaba con trayectorias pronuncia-dísimas. Jonesy lo miró fijamente. Había pensado que quería morirse, pero no de aquella manera ni en aquel despacho apestoso. Fuera, en una ocasión, habían hecho algo bueno, casi noble. Morirse dentro, observado con indiferencia y una capa de polvo por la mujer del tablón... le parecía una injusticia. Sin entrar en lo que se mereciese el resto del mundo, él, Gary Jones, de Brookline, Massachusetts (antes de Derry, Maine, y últimamente de Jefferson Tract), se merecía algo mejor.

— ¡Por favor, que esto no me lo merezco! —exclamó a la telaraña que se balanceaba encima. Entonces sonó el teléfono en el escritorio medio desmontado.

Jonesy giró sobre sus talones, y el dolor de cadera, brutal y con muchas ramificaciones, le arrancó un gemido. Antes había llamado a Henry con el teléfono de su despacho, el azul. Ahora el de la superficie quebrada de la mesa era un trasto negro de los de disco, con una pegatina donde ponía QUE LA fuerza TE acompañe. Era el de su habitación de niño, el regalo de cumpleaños de sus padres. 949-7784, el número donde había cargado la llamada a Duddits.

Se abalanzó sobre el aparato olvidándose del dolor de cadera, y rezando por que no se desintegrase y se desconectase la línea antes de poder contestar.

—¿Diga? ¡Diga!

La vibración, las sacudidas del suelo le hacían balancearse. Ahora se movía todo el despacho como un barco en mala mar.

Esperaba cualquier voz menos la de Roberta.

—Un momento, doctor. Le paso una llamada.

Un clic tan fuerte que le dolió la cabeza, seguido por nada, silencio. Jonesy gimió, pero, justo cuando iba a colgar, oyó otro clic.

— Jonesy?

Era Henry. Se le oía muy mal, pero seguro que era él.

— ¿Dónde estás? —bramó Jonesy—. ¡Henry, coño, que se me cae todo encima! ¡Y yo estoy igual, cayéndome a trozos!

—Te llamo desde la tienda de Gosselin —dijo Henry—. Bueno, no. Tú tampoco estás donde estás. Estamos en el hospital donde te ingresaron después de que te atrepellaran... —Ruido en la línea, un zumbido. Después volvió a oírse la voz de Henry, cada vez más cercana y más fuerte. En medio de aquella desintegración, sonaba a salvavidas —. ¡... tampoco es donde estás!

—¿Qué?

— ¡Jonesy, estamos dentro del atrapasueños! ¡Siempre hemos estado dentro, desde 1978! ¡El atrapasueños es Duddits, pero se está muriendo! Todavía aguanta, pero no sé cuánto...

Otro clic seguido por otro zumbido duro y eléctrico.

— ¡Henry! ¡Henry!

— ¡... salir! —La voz de Henry volvía a oírse mal, y tenía un tono desesperado—. ¡Tienes que salir, Jonesy! ¡Reúnete conmigo! ¡Corre por el atrapasueños y reúnete conmigo! ¡Aún estamos a tiempo! ¡Aún podemos darle una paliza al muy hijo de puta! ¿Meoyes? Aún...

Se oyó otro clic y se cortó la comunicación. El teléfono de su infancia se partió por la mitad y vomitó un amasijo absurdo de cables. Todos eran naranjas, todos contaminados de byrus.

Jonesy soltó el auricular y levantó la mirada hacia el atrapasueños, telaraña efímera. Según lo que acababa de decirle Henry por teléfono, no estaban donde creían estar.

Estaban dentro del atrapasueños.

Se fijó en que el que daba vueltas sobre las ruinas del escritorio tenía cuatro radios simétricos saliendo del centro. Los cuatro unían muchos hilos, pero lo que les unía a ellos era el centro, el núcleo de donde emergían.

«¡Corre por el atrapasueños y reúnete conmigo! ¡Aún estamos a tiempo!»

Jonesy dio media vuelta y corrió hacia la puerta.

 

El señor Gray también estaba delante de una puerta, la de la caseta del tubo, y estaba cerrada con llave. Teniendo en cuenta lo que le había ocurrido a la rusa, no le sorprendió. Jonesy disponía de una expresión que ni pintada: cerrar la puerta del establo después del robo del caballo. Con un kim habría sido fácil. El señor Gray no tenía ninguno, pero tampoco estaba muy nervioso. Había descu-bierto que uno de los efectos secundarios más interesantes de tener emociones era que obligaban a pensar con antelación y confeccionar planes, para que en caso de que saliera algo mal no se desenca-denara un ataque emocional en toda regla. Quizá fuera uno de los motivos por los que habían sobrevivido tanto tiempo aquellos seres.

La propuesta de Jonesy de renunciar a la misión (había usado la palabra «nacionalizarse», que para el señor Gray tenía resonancias de misterio y exotismo) no acababa de borrársele de la cabeza, pero el señor Gray la apartó. Cumpliría su misión, su obligación, ahí mismo. Después... a saber. Quizá se dedicara a los bocadillos de beicon, o a lo que identificaba el cerebro de Jonesy como «cóctel». Se trataba de una bebida fría y refrescante que mareaba un poco.

Llegó una ráfaga de viento del embalse y le arrojó nieve deshecha a la cara, provocando una ceguera momentánea. Tuvo el efecto de un golpe hecho con una toalla mojada: devolverle al presente, a la misión inconclusa.

Se desplazó hacia la izquierda de la losa rectangular de granito que había delante de la puerta, resbaló y cayó de rodillas, ignorando el dolor de la cadera de Jonesy. No había hecho un camino tan largo (años luz negros y kilómetros blancos) para rodar por los escalones y partirse el cuello, o caerse al Quabbin y morir de hipotermia en aquel agua tan fría.

Se inclinó hacia el lado izquierdo de la losa, apartó la nieve y palpó la base de piedra buscando un pedazo suelto. Al lado de la puerta había ventanas, y eran estrechas, pero no demasiado.

La cortina de copos medio deshechos amortiguaba los sonidos. A pesar de ello, oyó acercarse un motor. Era el segundo que oía, pero el de antes ya había parado. Debía de haberse quedado al final de East Street. Venían, pero era demasiado tarde. Había casi dos kilómetros de sendero resbaladizo e invadido por la maleza. Cuando llegaran, el perro ya estaría dentro del tubo, ahogándose y trasladando el byrum al acueducto.

Encontró una piedra suelta y la extrajo con cuidado, a fin de que no se le cayera de los hombros el cuerpo palpitante del perro. Después retrocedió de rodillas del borde e intentó levantarse, pero al principio no pudo. Había vuelto a tensarse la bola de la cadera de Jonesy. Al final consiguió apoyarse en las dos piernas, aunque al precio de un dolor increíble que parecía subir hasta los dientes y las sienes.

Se quedó de pie, levantando un poco la pierna derecha de Jonesy como un caballo con una piedra en el casco, y apoyándose en la puerta cerrada de la caseta. En cuanto el dolor remitió un poco, usó la piedra para romper el cristal de la ventana de la izquierda e infligió algunos cortes en la mano de Jonesy, uno de ellos profundo, pero les hizo tan poco caso como al hecho de que en la parte de arriba del marco hubieran quedado varios trozos rotos de cristal, que colgaban sobre la inferior como una guillotina. Tampoco notó que Jonesy se hubiera decidido a salir de su refugio.

El señor Gray se metió por la ventana, aterrizó en el suelo de cemento frío y miró alrededor.

Se hallaba en una habitación rectangular de unos diez metros de largo. Al fondo había una ventana que en días despejados debía,de ofrecer un panorama espectacular del embalse, pero que ahora estaba blanca, como si le hubieran colgado una sábana por fuera. Al lado de la ventana había una especie de cubo enorme demetal manchado de rojo. No era byrus, sino un óxido que Jonesy identificaba como «herrumbre». Supuso el señor Gray, sin estar del todo seguro, que servía para bajar hombres por la tubería en casos de emergencia.

La tapadera de hierro, con más de un metro de diámetro, estaba en pleno centro de la habitación, bien encajada. El señor Gray vio el agujero cuadrado del borde e inspeccionó la estancia. En la pared había unas cuantas herramientas, entre ellas una que estaba rodeada por trozos de cristal de la ventana rota: una palanca. Caía dentro de lo posible que fuera la misma que había usado la rusa para los preparativos del suicidio.

Por lo que dicen, pensó el señor Gray, para San Valentín los de Boston se beberán el byrum con el café del desayuno.

Cogió la palanca, fue hacia el centro de la sala cojeando y con muchos dolores, precedido por la nube blanca de su respiración, e introdujo el extremo de la herramienta, en forma de espátula, en la ranura de la tapadera.

Encajaba a la perfección.

 

Henry cuelga el teléfono, respira hondo, aguanta la respiración... y corre hacia la puerta donde pone dos cosas: despacho y privado.

— ¡Eh! —dice Reenie Gosselin, que está sentada delante de la caja—. ¡Vuelve, chaval, que no se puede entrar!

Henry sigue corriendo a la misma velocidad, pero al entrar por la puerta se da cuenta de que es un chaval, en efecto, como mínimo treinta centímetros más bajo que de adulto, y que lleva gafas, pero mucho menos gruesas que con el paso de los años. Es un chaval, pero debajo de todo aquel pelo (que, para cuando cumpla los treinta, habrá clareado un poco) hay un cerebro de adulto. Dos en uno, piensa, e irrumpe en el despacho de Gosselin riendo como loco, como en los viejos tiempos, cuando los hilos del atrapasueños estaban cerca del centro y Duddits les movía las clavijas. Casi me meo de risa, decían. Casi me meo.

Conque entra en el despacho, pero no es el mismo donde un tal Owen Underhill le reproducía a alguien que no se llamaba Abraham Kurtz una cinta de los grises hablando con voces defamosos, sino un pasillo, un pasillo de hospital, y a Henry no le sorprende en absoluto. Es el General de Massachusetts. Ha conseguido llegar.

Hay más humedad y hace más frío que en un pasillo de hospital normal, y las paredes están salpicadas de byrus. En alguna parte se queja una voz: «No quiero que vengas tú, no quiero que me den una inyección, quiero a Jonesy. Jonesy conocía a Duddits, Jonesy se murió, se murió en la ambulancia; Jonesy es el único que me sirve. No vengas. Quiero a Jonesy.»

Henry, sin embargo, no piensa renunciar. Es la muerte, astuta y vieja, y no piensa renunciar. Tiene trabajo.

Camina por el pasillo sin que le vea nadie, y hace tanto frío que le sale vaho de la boca. Es un chaval con una chaqueta naranja que pronto se le quedará pequeña. Piensa que ojalá tuviera su escopeta, la que le prestaba el padre de Pete, pero ya no existe, se ha quedado atrás, enterrada en los años, como el teléfono de Jonesy con la pegatina de La guerra de las galaxias (qué envidia les daba), y la chaqueta de Beaver con las cremalleras, y el jersey de Pete con el logo de la NASA en el pecho. Enterrados en los años. Hay sueños que mueren y se desprenden: se trata de otra de las verdades amargas de la vida. Cuántas verdades amargas.

Pasa al lado de dos enfermeras que hablan y se ríen. Una de las dos es Josie Rinkenhauer, y la otra la mujer de la foto Polaroid que vieron por la ventana del despacho de Tracker Hermanos. No le ven porque para ellas no está. Ahora está dentro del atrapasueños, corriendo por el hilo en dirección al centro.

Henry siguió yendo por el pasillo hacia donde se oía la voz del señor Gray.

 

Kurtz lo oyó con claridad por la ventanilla rota. Era el tartamudeo de un fusil automático, suscitando una vieja sensación de desasosiego e impaciencia: la rabia de que hubiera empezado el tiroteo sin él, y el miedo de que acabara antes de llegar, y de que sólo quedaran los heridos pidiendo a gritos un médico.

—Acelera, Freddy.

Justo delante de Kurtz, Perlmutter, comatoso, roncaba másfuerte que antes.

—Esto resbala bastante, jefe.

—Da igual, acelera. Tengo la sensación de que casi hemos...

Vio una mancha rosada en la cortina blanca y limpia de la nieve, una mancha difusa como la sangre de un corte en la cara filtrándose por la espuma de afeitar. A los pocos segundos tenían delante el Subaru con el morro hundido y las ruedas en el aire. En los instantes que siguieron, Kurtz retiró cualquier idea desfavorable que le hubieran merecido las facultades de conducción de Freddy. Su subordinado se limitó a girar el volante a la derecha y pisar el acelerador cuando empezaba a derrapar el Humvee. El voluminoso vehículo ganó agarre, saltó sobre la falla de la carretera y chocó con el suelo. Fue una sacudida tan brutal que Kurtz se dio un golpe en la cabeza y vio una lluvia de estrellas. Los brazos de Perlmutter se zarandearon como brazos de cadáver. El movimiento echó su cabeza hacia atrás, y después hacia adelante. El Humvee pasó tan cerca del Subaru que le arrancó el tirador de la puerta del copiloto. Después siguió rodando a toda pastilla, por huellas relativamente frescas pero sólo de un vehículo.

Me tienes casi encima, Owen, pensó Kurtz. ¿No notas mi aliento en la nuca?

Lo único que le preocupaba era la ráfaga de disparos. ¿Qué había sido? Fuera lo que fuera, no se repitió.

Otra mancha en la nieve a algunos metros. Esta vez era verde. El otro Humvee. Seguro que habían bajado, pero...

—Frena y carga —dijo Kurtz a Freddy con voz apenas estridente—. Va siendo hora de que pague alguien el pato.

 

Cuando Owen llegó al punto donde finalizaba East Street (o se convertía en la sinuosa Fitzpatrick Road, según se mirara), oía detrás a Kurtz y suponía que Kurtz le oía a él, porque, aunque los Humvee no hicieran tanto ruido como las Harley, no podía decirse que fueran silenciosos.

Se había perdido el rastro de las pisadas de Jonesy, pero seguía viéndose el sendero que nacía en la carretera y proseguía por la orilla del embalse.

Apagó el motor.

— Henry, parece que vamos a tener que ca...

Dejó la frase a medias. Se había estado concentrando demasiado en conducir para mirar, no ya atrás, sino por el retrovisor, y lo que vio le pilló por sorpresa. Sorpresa y susto.

Henry y Duddits estaban enlazados en lo que Owen, al principio, interpretó como un abrazo mortal, con las mejillas juntas, los ojos cerrados y las caras y chaquetas manchadas de sangre. No vio que respirara ninguno de los dos, y creyó que habían muerto al mismo tiempo, Duddits de leucemia y Henry... a saber, quizá de un infarto debido al agotamiento y la tensión constante de las últimas treinta y pico horas. Entonces detectó un temblor casi imperceptible en los párpados. Los cuatro.

Abrazados, manchados de sangre, pero vivos. Durmiendo. Soñando.

Owen se dispuso a repetir el nombre de Henry, pero cambió de idea. Henry se había negado a salir del recinto de Jefferson Tract sin liberar a los reclusos. ¿Que les había salido bien el plan? Sí, pero por pura suerte... o gracias a la providencia, para quien creyera en ella. El caso era que tenían a Kurtz en los talones, que Kurtz se les había pegado como una sanguijuela, y que ahora estaba mucho más cerca que si Owen y Henry se hubieran satisfecho con escapar disimuladamente al amparo de la tormenta.

Bueno, no me arrepiento, pensó al abrir la puerta y salir al exterior. Llegó del norte el grito de un águila quejándose del mal tiempo, y del sur el ruido de Kurtz, el loco y pesado de Kurtz, acercán-dose. No se podía saber a qué distancia estaba, por culpa de la nieve de los huevos. Caía tanta, y tan deprisa, que despistaba al oído. Podía estar tanto a tres kilómetros como mucho más cerca. Seguro que Kurtz iba con el gilipollas de Freddy, el soldado perfecto, el doble infernal de Dolph Lundgren.

Entre resbalones y palabrotas, Owen rodeó el vehículo y abrió la puerta trasera con la previsión de encontrar armas automáticas y la esperanza de que hubiera un lanzacohetes portátil. No había lan-zacohetes ni granadas, sino cuatro fusiles automáticos MP5 y una caja con cartucheras largas, de las de ciento veinte proyectiles.

En el recinto se había sometido a las reglas de Henry, con el resultado, supuso, de unas cuantas vidas salvadas, pero ahora lo haría a su manera. Si no estaba saldada la deuda de la bandeja de los Rapeloew, no había más remedio que vivir con ese peso; mucho o poco, dependiendo de que Kurtz se saliera con la suya.

Henry dormía, estaba inconsciente o se había fusionado con su amigo en una extraña mezcla mental. Mejor. Despierto, quizá protestara contra lo que había que hacer, sobre todo si tenía razón en que su amigo aún estaba vivo y se escondía en la mente del extraterrestre al mando. En cambio Owen no tenía reparos... y, ahora que se le había pasado la telepatía, tampoco oiría a Jonesy pidiendo que no le matara (suponiendo que siguiera dentro). La Glock era buena arma, pero no del todo de fiar.

La MP5 destrozaría el cuerpo de Gary Jones.

Owen cogió una y se metió tres cartucheras de reserva en los bolsillos de la chaqueta. Kurtz ya estaba muy cerca, muchísimo. Se volvió para mirar East Street, temiendo presenciar la materialización de un fantasma marrón y verde (el segundo Humvee), pero de momento no aparecía. Gracias a Dios, habría dicho Kurtz.

Las ventanillas del Humvee ya tenían una capa de hielo, pero, al pasar deprisa al lado del vehículo, Owen reconoció las siluetas borrosas de los dos ocupantes del asiento trasero. Seguían abrazados.

—Adiós —dijo — . Que descanséis.

Y, si tenían suerte, seguirían dormidos cuando llegaran Kurtz y Freddy y acabaran con sus vidas antes de emprender la persecución de su presa principal.

Owen frenó de manera tan brusca que resbaló en la nieve, y asió la capota del Humvee para no caerse. Estaba claro que Duddits no sobreviviría, pero quizá fuera posible salvar a Henry Devlin. Posible, no más.

¡No!, protestó una parte de su cerebro mientras volvía hacia la puerta de atrás. ¡No, que no hay tiempo!

Owen, sin embargo, decidió apostar (¿qué?, el mundo entero) a que sí. Quizá para pagar un poco más de lo que debía por la bandeja de los Rapeloew, o por lo del día de antes (los cuerpos grises desnudos alrededor de la nave accidentada, levantando los brazos como si se rindieran), o bien, lo más probable, sólo por Henry, que le había dicho que serían héroes, y había hecho magníficos esfuerzos por cumplir la promesa.

¿Simpatía por el diablo? Y un cuerno, pensó al abrir la puerta trasera.

Tenía más cerca a Duddits. Le cogió por el cuello de la parka azul y la estiró. Duddits se quedó tumbado en el asiento y se le cayó el sombrero, dejando a la vista una calva reluciente. Henry,que seguía abrazándole los hombros, se le cayó encima. No abrió los ojos, pero gimió un poco. Owen se inclinó hacia él y le susurró al oído con mucha fuerza:

—No te levantes. ¡Henry, no te levantes por nada del mundo!

Owen retrocedió, dio un portazo y tres pasos hacia atrás, se apoyó la culata del fusil en la cadera y disparó una ráfaga. Las ventanas del Humvee se pusieron blancas, y a continuación se hundieron. Se oyó un ruido metálico, el de los cartuchos cayéndose alrededor de los pies de Owen, que volvió a acercarse al Humvee y miró por la ventana reventada. Henry y Duddits seguían tumbados; entre los trozos de cristal y la sangre de Duddits, Owen pensó que nunca había visto a dos personas que parecieran más muertas. Confió en que Kurtz tuviera demasiada prisa para fijarse. El no podía hacer nada más.

Oyó una sacudida metálica y se sonrió. Ya tenía localizado a Kurtz: acababan de llegar al final del recorrido del Subaru. Rezó por que Kurtz y Freddy hubieran chocado con él, pero por desgracia no había hecho tanto ruido. En todo caso, ya les tenía localizados. Casi dos kilómetros de ventaja. Mejor de lo que pensaba.

—Te sobra tiempo —murmuró.

Podía ser verdad en el caso de Kurtz, pero ¿y en el otro extremo? ¿Dónde estaba el señor Gray?

Cogiendo la MP5 por la correa, se metió por el sendero que llevaba al tubo 12.

 

El señor Gray había descubierto otra emoción humana poco grata: el pánico. Después de un camino tan largo (años luz por el espacio y kilómetros por la nieve), le traicionaban los músculos de Jonesy, débiles y en baja forma, y la tapadera de hierro del conducto, que pesaba mucho más de lo esperado. Empujó la palanca hasta que los músculos de la espalda de Jonesy no pudieron más... y acabó obteniendo la recompensa de un guiño de oscuridad debajo del borde del hierro oxidado. Y un chirrido, el de la tapa moviéndose un poco (quizá entre tres y cinco centímetros) y rascando el cemento. Después se agarrotaron los músculos lumbares de Jonesy, y el señor Gray se apartó del tubo gritando entre dientes (gracias a la inmunidad, Jonesy los conservaba todos) y con la mano en la base de la columna vertebral de Jonesy, como queriendo evitar que explotase.

Lad emitió una serie de ruidos agudos. El señor Gray lo miró y vio que había llegado el momento crítico. El perro seguía durmiendo, pero ahora tenía una hinchazón tan grotesca en el abdomen que se le había puesto tiesa una pata. La piel de la parte baja de la barriga estaba tan tensa que amenazaba con partirse, y las venas de encima palpitaban con la rapidez de un reloj. Debajo de la cola le salía un hilo de sangre muy roja.

El señor Gray miró la palanca metida en la ranura de la tapadera con cara de odio. En la imaginación de Jonesy, la rusa era esbelta y muy guapa, con el cabello oscuro y ojos negros y trágicos. En realidad, pensó el señor Gray, debía de tratarse de alguien musculoso y ancho de hombros. De lo contrario, ¿cómo podía haber...?

Se oyó una ráfaga de disparos a proximidad alarmante. El señor Gray contuvo una exclamación y miró alrededor. Ahora, gracias a Jonesy, la corrosión humana de la duda había pasado a formar parte de su constitución, y se dio cuenta por primera vez de que podían detenerle. Sí, aunque estuviera tan cerca de su meta que oía el ruido con que el agua iniciaba su viaje subterráneo de cien kilómetros. Entre el byrum y todo aquel mundo sólo se interponía una placa circular de hierro que pesaba cincuenta kilos.

El señor Gray, desesperado, recitó en voz baja una retahila de tacos de Beaver y se lanzó hacia adelante, haciendo que el cuerpo de Jonesy, casi sin fuerzas, se agitara sobre el eje defectuoso de su cadera derecha. Venía alguien, el que se llamaba Owen, y el señor Gray no se atrevía a esperar que se apuntara a sí mismo con el arma. Habría hecho falta más tiempo y el factor sorpresa, cosas ambas de las que carecía. Para colmo, la persona que se acercaba estaba entrenada para matar. Era su carrera.

El señor Gray dio un salto, y se oyó con bastante claridad el chasquido de la cadera de Jonesy, que, por exceso de presión, se había salido de la cuenca hinchada que la sujetaba. Volvió a levantarse el borde, y esta vez la tapadera se deslizó casi treinta centímetros por el cemento. Reapareció el arco negro por donde se había metido la rusa. Era como una ce mayúscula de trazo fino... pero bastaba para el perro.La pierna de Jonesy ya no aguantaba el peso de Jonesy (por cierto, ¿dónde estaba Jonesy? El molesto anfitrión seguía sin dar señales de vida), pero daba igual. Se podía hacer a rastras.

Fue como avanzó el señor Gray por el suelo frío de cemento. Al llegar donde estaba dormido el collie, lo cogió por el collar y empezó a arrastrarlo hacia el tubo 12.

 

La sala de recuerdos (aquel almacén enorme de cajas) también se está cayendo a trozos. El suelo tiembla como si lo sacudiera un terremoto interminable y de baja intensidad. Arriba se encienden y se apagan los fluorescentes, creando un ambiente de alucinación. Hay lugares donde han caído varios montones de cajas, bloqueando una parte de los pasillos.

Jonesy corre con todas sus fuerzas y va de pasillo en pasillo, recorriendo el laberinto con una orientación puramente instintiva. Se exhorta repetidamente a ignorar la cadera, y más habiéndose convertido en puro cerebro, pero es tan poco persuasivo como un lisiado intentando convencer a un miembro amputado de que deje de dolerle.

Pasa corriendo al lado de unas cajas donde pone guerra AUSTROHÚNGARA, POLÍTICA DEL DEPARTAMENTO, CUENTOS INFANTILES y contenido del armario DE arriba. Salta por encima de varias cajas volcadas con el rótulo carla, aterriza en la pierna mala y chilla de dolor. Para no caerse, se coge a unas cajas donde pone gettysburg, y al final ve el fondo del almacén. ¡Gracias a Dios! Tiene la sensación de haber corrido vanos kilómetros.

En la puerta pone uci y prohibidas las visitas sin pase. En efecto, es donde le llevaron; es donde despertó y oyó a la muerte, astuta y vieja, fingiendo llamar a Marcy.

Empuja la puerta e irrumpe en otro mundo, un mundo conocido: el pasillo blanquiazul de la UCI donde dio sus primeros, dolorosos y frágiles pasos a los cuatro días de la operación. Recorre con dificultad unos tres metros de baldosas, ve las manchas de byrus en las paredes y oye el hilo musical, a decir verdad impropio de un hospital. El volumen está muy bajo, pero parece que son los Rolling Stones cantando Sympathy for the Devil.

Justo después de haber identificado la canción, le estalla lacadera sin previo aviso. Jonesy da un grito de sorpresa y se cae en las baldosas negras y rojas de la UCI, hecho un ovillo. Es como des-pués de que le atrepellaran: un estallido de dolor rojo. Rueda en el suelo mirando los paneles lumi-nosos, los altavoces circulares por donde sale la música (Anastasia screamed in vain), música de otro mundo, cuando llega el dolor a estos extremos es todo de otro mundo, el dolor convierte la sustancia en sombra, y en farsa hasta al amor, es lo que aprendió en marzo, lo que tiene que volver a aprender. Rueda, rueda con las manos apretándose la cadera hinchada, saliéndosele los ojos de las órbitas, contrayendo la boca en un rictus, y tiene muy claro qué ha pasado: el señor Gray. El hijo de puta del señor Gray ha vuelto a romperle la cadera.

Entonces reconoce una voz que se oye muy lejos en aquel otro mundo, una voz de niño.

«¡Jonesy!»

Distorsionada, con eco... pero menos lejana de lo que parecía. Está en otro pasillo, pero de los contiguos. ¿De quién es? ¿De un hijo suyo? ¿De John? No...

«¡Jonesy, tienes que darte prisa! ¡Viene a matarte! ¡Owen viene a matarte!»

No sabe quién es Owen, pero sabe de quién es la voz: de Henry Devlin. Sin embargo, no es su voz de ahora, ni la de la última vez que le vio Jonesy (marchándose con Pete hacia la tienda de Gos-selin), sino la voz del Henry compañero de estudios, del Henry que le dijo a Richie Grenadeau que se chivarían, y que Richie y sus amigos no conseguirían coger a Pete porque corría como una gacela.

«¡No puedo!», contesta, rodando por el suelo. Se da cuenta de que ha cambiado algo, de que todavía está cambiando, pero no sabe de qué se trata. «No puedo, el muy cabrón me ha vuelto a romper la cade...»

Entonces comprende qué le ocurre: el dolor va al revés. Es como ver rebobinarse una cinta de vídeo: la leche corre desde el vaso al tetrabrik; se cierra la flor que debería abrirse por el milagro de la fotografía a intervalos.

Descubre el motivo con un simple vistazo a la chaqueta naranja que lleva. Es la que le compró su madre en Sears para la primera caza en Hole in the Wall, la misma en que Henry abatió su primer ciervo y mataron entre todos a Richie Grenadeau y susamigos. Le mataron con un sueño. Poco importa que no fueraqueriendo.

Vuelve a ser un chaval de catorce años, y no le duele nada. ¿Por qué iba a dolerle? Todavía faltan veintitrés años para que se le rompa la cadera. Entonces se le junta todo en la cabeza, con un efecto explosivo: en realidad nunca ha habido ningún señor Gray. El señor Gray vive únicamente en el atrapasueños. Es tan poco real como el dolor de cadera. Yo era inmune, piensa al levantarse. No tenía ni gota de byrus. Lo que tengo en mi cabeza no es del todo un recuerdo. Soy yo. Dios mío. El señor Gray soy yo. Jonesy se incorpora y echa a correr tan deprisa que al doblar una esquina está a punto de perder el equilibrio, pero se mantiene de pie; es ágil y veloz como sólo se puede serlo a los catorce años, y no hay dolor, ningún dolor.

Reconoce el siguiente pasillo. Hay una camilla con ruedas, y encima una cuña. Al lado se mueve algo con delicadeza, algo de finas patas: el ciervo que vio en Cambridge antes de que le atrepellaran. Jonesy pasa corriendo al lado del animal, que le mira con ojos dulces de sorpresa. «¡Jonesy!» Falta muy poco. «¡Date prisa, Jonesy!»

Jonesy corre más deprisa, casi sin tocar el suelo, y sus pulmones jóvenes respiran con facilidad; no hay byrus porque es inmune, ni hay señor Gray, al menos dentro de él; el señor Gray está donde siempre, en el hospital, el señor Gray es el miembro fantasma que todavía se siente, el que se podría jurar que aún se tiene.

Dobla otra esquina. Ahora hay tres puertas abiertas, y en la de detrás, que es la única que está cerrada, espera Henry. Tiene la misma edad que Jonesy, catorce años, y lleva chaqueta naranja, como él. Como siempre, se le han bajado las gafas por la nariz, y le hace señales urgentes.

«¡Deprisa! ¡Deprisa, Jonesy, que Duddits no puede aguantarmucho más! Si se muere antes de que matemos al señor Gray...»

Jonesy se reúne con Henry al lado de la puerta. Tiene ganas deecharle los brazos al cuello, de abrazarle, pero no tienen tiempo.

«Todo es culpa mía», dice a Henry con una voz que no hasido tan aguda en muchos años.

«Mentira», dice Henry, y mira a Jonesy con la impaciencia que de niños les impresionaba tanto a los tres, Jonesy, Pete yBeaver. Siempre parecía que Henry estuviera muy por delante, a punto de correr hacia el futuro y dejarles atrás. Siempre parecía que le retuvieran.

«Pero...»

«También podrías decir que Duddits mató a Richie Grenadeau, y que nosotros fuimos cóm-plices. Él era como era, Jonesy, y nos hizo lo que somos... pero no fue a propósito. ¿No te acuerdas de que lo máximo que podía hacer a propósito era atarse los zapatos, y que ya le costaba bastante?»

Jonesy piensa: «¿Qué adegla? ¿Adegla tatilla?»

«Henry... ¿Duddits se...?»

«Aguanta por nosotros, Jonesy. Ya te lo he dicho. Nos mantiene juntos.»

«En el atrapasueños.»

«Exacto. Conque ¿qué hacemos? ¿Quedarnos discutiendo en el pasillo mientras se va el mundo al carajo, o...?»

«Matar al hijo de puta», dice Jonesy, acercando la mano al pomo de la puerta.

Encima hay un letrero donde pone aquí no hay infección. il n'y a pas d'infection ici, y de repente le ve los dos lados. Es como las ilusiones ópticas de Escher. Se mira desde un ángulo y es verdad. Se mira por otro y es la mentira más monstruosa del universo.

Atrapasueños, piensa Henry, y gira el pomo.

La sala de detrás es una leonera de byrus, una selva pesadillesca de zarzas, enredaderas y lianas unidas en trenzas de color sangre. Apesta a azufre y alcohol etílico, como cuando se rocía con anti-congelante el carburador que no quiere arrancar, una mañana de enero con temperatura bajo cero. Por lo menos, en aquella habitación no tienen que preocuparse por la comadreja, porque está en otra cuer-da del atrapasueños, en otro lugar y momento. Ahora el byrum es problema de Lad, un border collie con el futuro muy negro.

La televisión está encendida y se entrevé una imagen borrosa en blanco y negro, a pesar de que la pantalla está cubierta de byrus. Un hombre arrastra el cadáver de un perro por un suelo de cemento. Hay polvo y hojas secas, como en las tumbas de las películas de miedo de los años cincuenta que le gusta ver a Jonesy en vídeo. Pero no es ninguna tumba, porque al fondo se oye ruido de agua.

En medio del suelo hay una tapadera oxidada y redonda con unas siglas grabadas, las de la compañía de aguas de Massachusetts. La porquería rojiza que tapa la pantalla no las borra. ¿Cómo va a borrarlas, si para el señor Gray (que como ser físico murió en Hole in the Wall) lo son todo?

Literalmente todo: el mundo.

Han movido un poco la tapa del tubo, dejando a la vista un arco de oscuridad absoluta. Jonesy se da cuenta de que el hombre con el perro a rastras es él, y de que el animal no está muerto del todo. Deja un reguero de sangre espumosa y rosada en el cemento, y sacude las patas traseras. Casi como si nadase.

«No te fijes en la película», dice, o casi ruge, Henry. Jonesy mira al ser que hay en la cama, la cosa gris que se tapa medio pecho con una sábana manchada de byrus. El pecho es una superficie lisa y gris de carne sin poros, pelos ni pezones. La sábana lo tapa, pero Jonesy sabe que tampoco tiene ombligo, porque nunca ha nacido. Es la visión que tiene un niño de un extraterrestre, extraída del subconsciente de los primeros que entraron en contacto con el byrum. Nunca han existido como seres reales, como extraterrestres. Como seres físicos, los grises siempre han sido creaciones de la imagi-nación humana, del atrapasueños. Saberlo alivia un poco a Jonesy. No ha sido el único engañado. Algo es algo.

Y otra cosa que le complace: la mirada de aquellos ojos negros tan horribles. Es de miedo.

 

—Cargado —dijo Freddy tranquilamente, frenando detrás del Humvee que perseguían desde hacía tantos kilómetros.

—Estupendo —dijo Kurtz —. Reconoce el terreno. Yo te cubro.

— Voy.

Freddy miró a Perlmutter, que volvía a tener hinchada la barriga, y después el Humvee de Owen. Ahora estaba clara la causa de los disparos que habían oído: alguien había dejado el Humvee como un colador. La única pregunta pendiente de respuesta era quién había dado y quién había reci-bido. Había huellas saliendo del Humvee; empezaba a borrarlas la nieve, pero aún se reconocían. Sólo una persona. Botas. Debía de ser Owen.

— ¡Venga, Freddy!

Freddy salió a la nieve. Kurtz le siguió con sigilo, y Freddy le oyó preparar el arma. Era la pistola de nueve milímetros. Quizá fuera buena idea. Era evidente que la dominaba.

Sintió un escalofrío por toda la columna, como si Kurtz le tuviera encañonado. Claro que era una idea ridicula. A Owen sí, pero Owen era un caso diferente. Había cruzado la línea.

Corrió agachado hacia el Humvee, con la carabina a la altura del pecho. No podía negar que le hacía muy poca gracia tener detrás a Kurtz. Ninguna.

 

Mientras los dos chavales avanzan hacia la cama llena de moho, el señor Gray pulsa varias veces el timbre de aviso, pero no pasa nada. Eso es que el byrus ha atascado el mecanismo, piensa Jonesy. Mala pata, señor Gray. Echa un vistazo a la tele y ve que su doble de la película ya tiene al perro al borde del tubo. A ver si resultará que llegan demasiado tarde. O no. No se puede saber. Aún está girando la moneda.

«Hola, señor Gray. Tenía muchas ganas de conocerle», dice Henry.

Mientras habla, retira la almohada salpicada de byrus de debajo de la cabeza estrecha y sin orejas del señor Gray. Este intenta moverse hacia el otro lado de la cama, pero Jonesy le sujeta los brazos de niño. La piel que toca no está caliente ni fría. No tiene textura de piel, sino de...

De nada, piensa. Como un sueño.

«¿Señor Gray? —dice Henry—. En el planeta Tierra damos así la bienvenida.»

Y aprieta la almohada contra la cara del señor Gray.

Bajo sus manos, el señor Gray empieza a forcejear. Se oye el bip enloquecido de un monitor, como si el ser tuviera corazón y hubiera dejado de latir.

Jonesy mira al monstruo agonizante y sólo tiene ganas de que acabe todo.

 

El señor Gray arrastró al perro hasta el borde del conducto que había destapado a medias. Por el arco negro y estrecho subía un eco de agua en movimiento, y una corriente de aire húmedo y frío.

Las patas traseras de Lad ejecutaban un movimiento rápido de ciclista, y el señor Gray oía un ruido mojado de carne desgarrándose, a medida que el byrum empujaba con un extremo y roía con el otro para salir a la fuerza. Debajo de la cola del perro había empezado el chirrido, un sonido como de mono asustado. Había que meterlo en el tubo antes de que lograra salir. Sin ser imprescindible que naciera en el agua, significaba aumentar mucho sus posibilidades de supervivencia.

El señor Gray intentó meter al perro por el hueco entre la tapadera y el cemento, pero no podía. El cuello del animal se dobló, y su hocico, con los dientes a la vista, se orientó hacia arriba. Aunque durmiera (a menos que ahora estuviera inconsciente), empezó a emitir una serie de ladridos ahogados.

Y no había manera de meterlo por la ranura.

— ¡Me cago en la leche! —exclamó el señor Gray.

Ahora el dolor atroz de cadera de Jonesy le pasaba casi desapercibido, y desapercibido del todo el hecho de que la cara de Jonesy estuviera muy blanca, con lágrimas de esfuerzo y frustración en los ojos. En cambio, sí se daba cuenta, y en extremo, de que ocurría algo. «A mis espaldas», habría dicho Jonesy. Y ¿quién podía ser sino Jonesy, el huésped reticente?

— ¡Serás hijo de puta! —le chilló al maldito perro, al odioso y tozudo animal que sólo era un poquito demasiado grande—. Te digo que entras. ¿Me oyes, so...?

Se le atascaron las palabras en la garganta. De repente ya no podía gritar. ¡Y cómo le gustaba! ¡Cómo disfrutaba dando puñetazos (hasta a un perro moribundo y embarazado)! De repente no sólo no podía gritar, sino que no podía respirar. ¿Qué le estaba haciendo Jonesy?

No esperaba respuesta, pero la hubo. Una voz desconocida y llena de fría rabia:

«En el planeta Tierra damos así la bienvenida.»

 

Las manos de tres dedos de la cosa gris que está tumbada en la cama de hospital se levantan, y la verdad es que durante un momento intentan apartar la almohada. Los ojos negros y saltones, único rasgo de la cara, están enloquecidos de miedo y rabia. Intenta respirar. Teniendo en cuenta que en realidad no existe (ni siquiera en el cerebro de Jonesy, al menos como ente físico), parece mentira que se defienda tanto. Sin llegar al extremo de compadecerla, Henry lo entiende. La cosa quiere lo mismo que Jonesy, que Duddits... y hasta que el propio Henry; sí, porque, a pesar de sus ideas negras, ¿no ha seguido latiéndole el corazón? ¿Y su hígado? ¿No ha seguido limpiando sangre? ¿No es verdad que su cuerpo ha seguido librando una guerra invisible contra todo, desde un simple catarro al propio byrus, pasando por el cáncer? Una de dos, o el cuerpo es idiota, o de una infinita sabiduría; en ambos casos, se ahorra el embrujo fatal del pensamiento. Sólo sabe defender su territorio y luchar hasta el límite de sus fuerzas. Quizá en algún momento el señor Gray fuera diferente, pero ya no lo es. Quiere vivir.

«Pero no creo que puedas —dice Henry con voz tranquila, casi de consuelo—. No, amigo, no lo creo.»

Y vuelve a apretar la almohada contra la cara del señor Gray.

 

Las vías respiratorias del señor Gray se abrieron. Aspiró una bocanada de aire frío de la caseta... dos... y volvieron a cerrársele. Le estaban asfixiando, ahogando, matando.

«¡¡No!! ¡ESTO NO ME LO PUEDES HACER!»

Dio un estirón al perro y lo colocó de lomo. Casi era como ver a alguien que llega tarde al aeropuerto forzando la maleta para ver si cabe lo último.

Así cabrá, pensó.

Cabría, aunque hubiera que usar las manos de Jonesy para aplastarle al perro la barriga y que saliera disparado el byrum. De alguna manera tendría que caber aquella cosa infernal.

El señor Gray, con los ojos desorbitados, sin poder respirar y con una vena hinchada en medio de la frente de Jonesy, metióa Lad un poco más por la rendija, y empezó a darle puñetazos en el pecho con los puños de Jonesy. ¡Pasa, coño, pasa!

¡pasa!

 

Freddy Johnson metió el cañón del arma en el Humvee abandonado, mientras Kurtz, que había tenido la astucia de quedarse un poco rezagado (en ese sentido era como una repetición del ataque a la nave de los grises), aguardaba el desarrollo de los acontecimientos.

—Dentro hay dos tíos, jefe. Se ve que Owen ha preferido sacar la basura antes de seguir.

—¿Muertos?

—Yo diría que sí. Deben de ser Devlin y el otro, el que han pasado a buscar.

Kurtz se reunió con Freddy, echó un vistazo por la ventanilla rota y asintió. A su entender también estaban muertos. Eran dos bultos blancos enlazados en el asiento de atrás, con sangre y cristales rotos encima. Levantó la pistola para no correr riesgos (no estaba de más meterle a cada uno una bala en la cabeza), pero volvió a bajarla. Owen quizá no hubiera oído su motor. Caía una cortina de nieve tan tupida que era como una manta acústica, conque cabía la posibilidad. En cambio, seguro que oía los disparos. Prefirió volverse hacia el sendero.

—Tú primero, chavalín, y ojo por dónde pisas, que esto tiene pinta de resbalar. Piensa que aún podemos tener a nuestro favor el factor sorpresa. ¿No te parece que habría que tenerlo en cuenta?

Freddy asintió.

Kurtz sonrió, convirtiendo su cara en calavera. —Con un poco de suerte, chavalete, Owen Underhill estará en el infierno antes de haberse enterado de que se ha muerto.

 

El mando a distancia del televisor, un rectángulo de plástico negro cubierto de byrus, está en la mesita de noche del señorGray. Jonesy lo coge y dice con una voz que se parece más de lo normal a la de Beaver:

«A la mierda.»

Y lo estampa con todas sus fuerzas en el borde de la mesita, como si cascara un huevo duro. El mando se rompe, se caen las pilas al suelo y Jonesy se queda con un palo puntiagudo de plástico. En-tonces mete la mano debajo de la almohada que aprieta Henry en la cara de la cosa, y duda un poco, acordándose de su primer encuentro con el señor Gray (primero y único): el pomo suelto en la mano, después de romperse la vara de metal. La sensación de oscuridad, al proyectarse sobre él la sombra del ser. Entonces era de verdad, como las rosas o la lluvia. Jonesy se había girado y le había visto; «le», «lo» o lo que fuera el señor Gray antes de convertirse en señor Gray. De pie en medio de la sala gran-de. Como en la tira de películas y documentales de «enigmas sin explicar», pero viejo. Y enfermo. Entonces ya estaba para que lo ingresasen en la Unidad de Cuidados Intensivos. Y había dicho «Marcy», como sacando la palabra del cerebro de Jonesy. Como con sacacorchos. Haciendo el agujero para entrar. Entonces había explotado como un petardo, pero con byrus en lugar de confeti, y...

... y el resto me lo he imaginado yo. Es eso, ¿no? Otro caso de esquizofrenia intergaláctica. En el fondo ha sido eso.

«¡Jonesy! —grita Henry—. ¡Si piensas hacerlo, que sea ya!»

Vayase preparando, señor Gray, piensa Jonesy, que la venganza...

 

Teniendo a Lad medio embutido en la rendija, el señor Gray notó que le llenaba la cabeza la voz de Jonesy.

«Vayase preparando, señor Gray, que la venganza es muy puta.»

En medio de la garganta de Jonesy surgió un dolor brutal. El señor Gray levantó las manos de Jonesy, profiriendo una serie de ruidos guturales que no llegaban a ser gritos. No tocó la piel del cuello de Jonesy, tersa y con pelitos, sino la propia, cortada. Lo más fuerte que sentía era una mezcla de susto e incredulidad, última emoción de Jonesy a la que recurría. No podía ser. Aquellas cosas siempre llegaban en las naves de los viejos; siempre levantaban las manos para rendirse; siempre ganaban. No podía ser.

Pero era.

Más que diluirse, la conciencia del byrum se desintegró. Al morir, la entidad que había llevado el nombre de señor Gray regresó a su estado anterior. En el momento de pasar de «alguien» a «algo» (y justo antes de que ese «algo» se convirtiera en «nada»), el señor Gray dio el último y brutal empujón al cuerpo del perro, que se hundió en la rendija... pero no tanto como para caerse.

El último pensamiento teñido de Jonesy que tuvo el byrum fue: «Debería haberle hecho caso. Debería haberme naciona...»

 

Jonesy hace un corte en la papada del señor Gray con el mando de la tele, y en el momento de abrirse el cuello de la cosa, como una boca, sale una nube de algo anaranjado que mancha el aire de color sangre, antes de caerse en la colcha en forma de lluvia de polvo y pelusa.

Bajo las manos de Jonesy y Henry, el cuerpo del señor Gray sufre una convulsión galvánica que no se repite. A continuación se arruga como lo que siempre ha sido, un sueño, y se convierte en algo conocido. Jonesy tarda un poco en relacionar las dos cosas. Los restos del señor Gray se parecen a los condones que vieron en el suelo del despacho abandonado del garaje de Tracker Hermanos.

«¡Está...!»

Jonesy quiere decir «muerto», pero de repente le parte en dos un dolor insoportable. Esta vez no es la cadera, sino la cabeza. Y el cuello. Y de repente tiene en el cuello un collar de fuego. Y se ha vuelto transparente toda la habitación. ¡Joder! Ve a través de la pared, que da al interior de la caseta, donde el perro atascado en la rendija está pariendo un ser rojo y repugnante que parece un cruce de comadreja y gusano gigante. Lo reconoce: es uno de los byrum.

Manchado de sangre, caca y restos de su propia placenta membranosa, mira a Jonesy fijamente con sus ojos negros sin cerebro (y Jonesy piensa: son los de él, del señor Gray), mientras Jonesy le ve nacer, estirar el cuerpo, intentar soltarse, querer caerse en la oscuridad, hacia donde se oye correr el agua.

Jonesy mira a Henry.

Henry le mira a él.

Sus miradas jóvenes de sorpresa se encuentran fugazmente... hasta que empiezan a desaparecer ellos.

«Duddits —dice Henry como de lejos — . Se está yendo Duddits. Jonesy...»

Adiós. Quizá Henry haya querido decir adiós. No tiene ocasión, porque desaparecen ambos.

 

Se produjo un momento de vértigo en que Jonesy no estaba en ningún lugar, con una sensación de haberse quedado desconectado de todo. Pensó que debía de estar muerto, que, además de al señor Gray, se había matado a sí mismo.

Le hizo volver el dolor, pero no el de garganta (ahora ya podía respirar, y ya no le dolía), sino un dolor conocido. En la cadera. Se apoderó de él y le elevó hacia el mundo alrededor de su eje hin-chado, como una pelota atada a un palo y dando vueltas cada vez con menos cuerda. Debajo de sus rodillas había cemento, sus manos tocaban pelo, y oía una especie de chirrido inhumano. Al menos esta parte es real, pensó. Esto es fuera del atrapasueños.

Qué horrendo chirrido.

Jonesy vio que ahora la comadreja estaba colgando, y que lo único que la retenía al mundo superior era la cola, que aún no se había soltado por completo del perro. Se abalanzó sobre ella y la agarró con las dos manos por la mitad del cuerpo, justo cuando terminaba de soltarse.

Se tambaleó hacia atrás con mucho dolor de cadera, sujetando al bicho encima de la cabeza como en un número de circo con serpientes, mientras la cosa daba latigazos con la cola, propinaba dentelladas al aire, se retorcía, intentaba morder la muñeca de Jonesy, le arrancaba la manga derecha de la parka y hacía que saliera flotando plumón blanco.

Jonesy giró sobre su cadera hecha polvo, y en la ventana rota por donde había entrado el señor Gray vio a un hombre con cara de sorpresa. Llevaba parka de camuflaje, y un fusil.

Jonesy arrojó a la comadreja con todas sus fuerzas, que noeran muchas. El bicho voló unos tres metros y aterrizó en las hojas secas del suelo con ruido a mojado. Inmediatamente se deslizó hacia el tubo, cuya boca no estaba del todo atascada por el cuerpo del perro. Quedaba espacio más que suficiente.

— ¡Pégale un tiro! —dijo Jonesy al del fusil, gritando — . ¡Pégale un tiro, por Dios, antes de que se meta en el agua!

Pero el hombre de la ventana no hacía nada. La última esperanza del mundo se limitaba a quedarse boquiabierta.

 

Owen no daba crédito a lo que veía. Una cosa roja, una especie de comadreja sin patas. Oír su descripción no era lo mismo que verla. Se retorcía por el suelo hacia el agujero del centro de la caseta, donde estaba embutido un perro con las patas tiesas hacia arriba, como en señal de rendición.

El hombre (probablemente el agente de contagio) le gritaba que pegase un tiro al bicho, pero los brazos de Owen se negaban a levantarse, como si tuvieran un baño de plomo. La cosa estaba a punto de escapar. Después de tantas peripecias, Owen estaba punto de presenciar lo que había tenido la esperanza de evitar. Era como estar en el infierno.

La vio deslizarse con un ruido asqueroso, como de mono. Era como si lo oyera en medio de la cabeza. Vio que Jonesy la perseguía con movimientos torpes y desesperados, intentando atraparla o como mínimo cortarle el paso. No podría. El perro se interponía.

Owen volvió a ordenarles a sus brazos que levantaran el arma y apuntaran, pero no pasó nada. Era como si la MP5 perteneciera a otro universo. Iba a dejar que se escapase. Iba a quedarse como un pasmarote, dejando que se escapase. Que le ayudase Dios.

Que les ayudase a todos.

 

Henry, aturdido, se incorporó en el asiento trasero del Humvee. Tenía algo en el pelo. Se lo tocó sin haberse sacudido el sueño del hospital (que no ha sido ningún sueño, pensó). Entonces un dolor agudo le devolvió a algo parecido a la realidad. Eracristal. Tenía el pelo lleno de cristales. En el asiento había una capa entera. En el asiento y en Duddits.

—¿Dud?

No, claro, no servía de nada. Duddits estaba muerto. Tenía que estar muerto. Había gastado la poca energía que le quedaba en reunir a Jonesy y Henry en la habitación de hospital.

Sin embargo, Duddits gimió. Abrió los ojos y Henry, al verlos, volvió del todo a aquel final de carretera nevada. Los ojos de Duddits estaban rojos, inyectados en sangre; ojos muy abiertos, de sibila.

— ¡Cubi! —exclamó, levantando las dos manos y esbozando un gesto como de sostener un fusil—. ¡Cubidú! ¡Tenemo tabajo!

Lejos, en el bosque, contestaron dos disparos de fusil. Después una pausa, y el tercero.

—¿Dud? —susurró Henry—. ¿Duddits?

Duddits le vio. A pesar de la sangre que tenía en los ojos, Duddits le vio. Para Henry fue algo más que una sensación. Por un momento llegó a verse a través de los ojos de Duddits. Era como mirar un espejo mágico. Vio al Henry de otros tiempos: un chaval mirando el mundo por unas gafas de con-cha que eran demasiado grandes para su cara y siempre se le caían por la nariz. Sintió el amor que le tenía Duddits, una emoción sencilla, sin ninguna mancha de duda o egoísmo. Ni siquiera de ingratitud. Cogió en brazos a Duddits, y, al constatar la ligereza del cuerpo de su viejo amigo, se puso a llorar.

— Has sido un tío con mucha suerte —dijo, pensando que ojalá estuviera Beaver, que podría haber hecho lo que él no podía. Beav podría haber dormido a Duddits con una nana. Sí, yo creo que sí.

—Eni —dijo Duddits, tocándole a Henry la mejilla con una mano. Sonreía, y sus últimas palabras fueron clarísimas — : Te quiero, Henry.

 

Se oyeron dos detonaciones. Disparos de carabina, y no estaban lejos. Kurtz se detuvo. Freddy iba unos seis metros por delante, y estaba al lado de un letrero que a Kurtz leyó con dificultad: TERMINANTEMENTE PROHIBIDA LA PESCA DESDE LA CASETA.

Otro disparo, el tercero, y después silencio.

— ¿Jefe? —murmuró Freddy—. Parece que delante hay una especie de edificio.

—¿Ves a alguien?

Freddy negó con la cabeza.

Kurtz se reunió con él, y, a pesar de las circunstancias, le divirtió notar un ligero sobresalto al poner una mano en el hombro de Freddy. Tenía razón en sobresaltarse. Si Abe Kurtz sobrevivía a los siguientes quince o veinte minutos, pensaba adentrarse sin compañía en el mundo feliz que se ave-cinara. No habría nadie que le pusiera obstáculos, ni habría testigos de aquella acción final de guerrilla. En cuanto a Freddy, podía sospecharlo, pero sin estar seguro. Lástima que ya no hubiera telepatía. Lástima para Freddy.

—Parece que Owen ha encontrado a alguien más a quienmatar.

Kurtz hablaba en voz baja al oído de Freddy, oído que seguía presentando algunos rizos de Ripley, ahora blancos y muertos.

— ¿Vamos a por él?

— ¡No! —contestó Kurtz—. ¡Dios nos libre! Creo que ha llegado el momento, que por des-gracia les llega a casi todas las vidas, de apartarnos, chavalín. Vamos a escondernos entre los árboles, y a ver quién sale y quién se queda dentro. Si sale alguien. ¿Te parece bien que esperemos diez minutos? Yo creo que con diez minutos habrá de sobra.

 

Las palabras que llenaron la cabeza de Owen Underhill tenían poco sentido pero una gran nitidez: era la canción de Scooby-Doo. «Scooby-Doo, ¿dónde estás? Tenemos trabajo.»

La carabina se levantó. No había sido cosa suya, pero, cuando le abandonó la fuerza que había movido el rifle, Owen pudo tomar el relevo sin sobresaltos. Cambió al modo de disparo sin ráfaga, apuntó y presionó dos veces el gatillo. La primera bala, que falló, rebotó en el suelo delante de la comadreja. Saltaron trozos de cemento. La cosa retrocedió, dio media vuelta, vio a Owen y le enseñó unos dientes como agujas.

— ¡Muy bien, guapo! —dijo Owen—. ¡Sonríe a la cámara!

El segundo disparo atravesó de lleno la mueca del bicho, que no era precisamente una sonrisa. La cosa salió despedida hacia atrás, chocó con la pared de la caseta y se cayó al cemento. Sin em-bargo, la pérdida de su cabeza rudimentaria no entrañaba la de sus instintos. Empezó a deslizarse de nuevo, lentamente. Owen disparó, y al centrar la mira pensó en los Rapeloew, Dick e Irene. Buena gente. Buenos vecinos. Si hacía falta un poco de azúcar o leche (o, por qué no, consuelo), siempre quedaba el recurso de la casa de al lado.

El disparo, por lo tanto, estaba dedicado a los Rapeloew. Y al niño que no había sabido corresponderles.

Disparó por tercera vez. La bala pilló al byrum por el centro y lo partió en dos. Los trozos chirriaron... chirriaron... y se quedaron quietos.

A continuación, Owen trazó un breve arco con la carabina, y esta vez apuntó a Gary Jones en la frente.

Jonesy le miró sin pestañear. Owen estaba cansado (tanto que se sentía morir), pero aquel individuo parecía haber dado varios pasos más en la escala del agotamiento. Jonesy levantó las manos abiertas.

—No tiene por qué creérselo —dijo — , pero el señor Gray está muerto. Le he cortado el cuello mientras Henry le ponía una almohada en la cara. Parecía una escena de El padrino.

—Ya —dijo Owen con ausencia completa de entonación—. ¿Y dónde se ha celebrado la ejecución?

—En un Hospital General de Massachusetts mental —dijo Jonesy, y profirió la risa menos alegre que había oído Owen en toda su vida—. Uno donde se pasean ciervos por los pasillos y el único programa de la tele es una película antigua que se llama Sym-pathy for the Devil.

Al oír esto último, Owen se sobresaltó un poco.

—Si tiene que disparar, dispare. He salvado el mundo, aunque reconozco que usted me ha echado una manita. Adelante, pagúeme el servicio con la tarifa habitual. Encima, el muy cerdo ha vuelto a romperme la cadera. Regalito de despedida del hombrecillo que no existía. El dolor es... —Jonesy enseñó los dientes — . Es muy grande.

Owen siguió apuntando, y al cabo de unos instantes bajó el arma.

—Pues acostúmbrese.

Jonesy se quedó apoyado en los codos, gimió e hizo lo posible por cargar el peso en el lado bueno.

—Duddits está muerto. Valía tanto como nosotros dos juntos, o más, y está muerto. —Se tapó los ojos y volvió a bajar el brazo—. Jo, qué tocada de cojones. Es como lo habría descrito Beaver: una tocada de cojones total. Que en beaverés es lo contrario que un descojone.

Owen no le veía sentido a la palabrería de aquel hombre. Debía de estar delirando.

—Puede que se haya muerto Duddits, pero Henry está vivo. Hay gente persiguiéndonos, Jonesy, mala gente. ¿Los oye? ¿Sabe dónde están?

Jonesy, que estaba de espaldas en el suelo frío y sembrado de hojas, negó con la cabeza.

—Vuelvo a tener los cinco sentidos normales. Ya no me queda nada de telepatía.

El problema más inminente era la llegada de Kurtz. Que Owen no le hubiera oído no significaba que no estuviera cerca. Nevaba bastante para que sólo se oyeran los ruidos más fuertes. Como disparos.

—Tengo que volver al camino —dijo—. Usted quédese.

— ¡Qué remedio! —dijo Jonesy, cerrando los ojos — . Ojalá pudiera volver a mi despacho, que estaba calentito. Parece mentira que lo diga, pero...

Owen dio media vuelta y volvió a bajar por la escalera con algunos resbalones pero ninguna caída. Escudriñó el bosque a ambos lados del camino, pero no a fondo. Si Kurtz y Freddy acechaban entre la caseta y el Humvee, Owen dudaba que pudiera verles con tiempo para reaccionar. Podía ver huellas, pero entonces estaría tan cerca de ellos que seguro que eran lo último que veía. No había más remedio que confiar en su ventaja. En definitiva, dependía de la pura chiripa. ¿Por qué no? Había estado en muchas situaciones difíciles, y siempre se había librado por chiripa. Quizá volvier...

La primera bala, que le alcanzó en la barriga, le tumbó hacia atrás y le acampanó la chaqueta por la espalda. Movió los pies intentando mantenerse derecho y no soltar la MP5. No le dolía nada. Sólo tenía una sensación como de haber recibido un gancho de un guante de boxeo metido en la mano de un contrincante duro. La segunda bala le rozó un lado de la cabeza, generando unescozor como de aplicarse alcohol en una herida abierta. El tercer disparo le dio en la parte superior derecha del pecho, y fue el definitivo, el que le hizo perder tanto la posición derecha como el arma.

¿Qué había dicho Jonesy? Algo sobre salvar el mundo y recibir el pago habitual. En el fondo no era tan grave. Jesús había tardado seis horas, se habían burlado de él poniéndole un letrero en la cabeza, y a la hora del cóctel le habían dado vinagre con agua en vaso grande.

Estaba medio dentro medio fuera del sendero nevado, percibiendo con vaguedad que gritaba algo, y que no era él. Parecía un pajarraco muy grande y enfadado.

Es un águila, pensó.

Consiguió respirar, y, aunque lo espirado fuera más sangre que aire, pudo apoyarse en los codos. Entonces vio aparecer dos siluetas humanas entre los abedules y los arces, agachados y acercándose como en combate. Uno era bajo y ancho de hombros, y el otro delgado, con el pelo gris y semblante alegre. Johnson y Kurtz. El bulldog y el galgo. Al final se le había acabado la suerte. Siempre se acababa.

Kurtz se arrodilló junto a él con los ojos brillantes. Tenía en una mano un triángulo de papel de periódico, gastado y un poco curvado por su larga estancia en el bolsillo trasero, pero que seguía reco-nociéndose. Era un sombrero de loco.

—Mala pata, chaval —dijo.

Owen asintió. Mala pata, en efecto; malísima.

—Ya veo que has tenido tiempo de hacerme un detallito.

—Pues sí. ¿Al menos has conseguido tu objetivo principal?

Kurtz señaló la caseta con un movimiento de la barbilla.

—Sí, le he pillado —logró decir Owen.

Tenía la boca llena de sangre. La escupió e intentó respirar otra vez, pero oyó que le salía casi todo el aire por un agujero nuevo.

—Ah —dijo Kurtz con benevolencia—, pues entonces es lo que se llama un final feliz, ¿no?

Colocó tiernamente el sombrero en la cabeza de Owen. Lo empapó enseguida la sangre, que enrojeció el artículo sobre ovnis.

Llegó otro chillido de la zona del embalse, quizá de alguna de las islas que en realidad eran montañas saliendo de un paisaje inundado a propósito.

—Es un águila —dijo Kurtz, dándole a Owen palmadas en el hombro—. Considérate afortunado, chaval. Dios te envía un pájaro de guerra para cantarte el...

La cabeza de Kurtz se convirtió en una explosión de sangre, sesos y huesos. Owen vio una expresión final en los ojos azules y de pestañas blancas: sorpresa e incredulidad. Kurtz se quedó de rodillas, hasta que se cayó de cara (o resto de cara) en la nieve. Detrás estaba Freddy Johnson con la carabina levantada, sacando humo por el cañón.

«Freddy», intentó decir Owen. No le salió ningún sonido, pero Freddy debía de haberle leído los labios, porque asintió.

—No quería matarle, pero el muy hijo de puta me habría matado a mí. No hacía falta tener telepatía para saberlo. Después de tantos años...

«Acaba», intentó decir Owen. Freddy volvió a asentir. Al fin y al cabo, quizá conservara algún vestigio de la puñetera telepatía. Owen se apagaba. Estaba cansado, y se apagaba. Buenas noches a todos. Se recostó en la nieve, y fue como tumbarse en una cama con .el plumón más suave que existiese. Volvió a oír el grito de águila, un grito lejano. Habían invadido su territorio, turbando su paz de otoño y nieve, pero no tardarían en marcharse, y entonces el águila volvería a ser señora del embalse.

Hemos sido héroes, pensó Owen. A ver si no. Jódete tú y tu sombrerito, Kurtz; hemos sido he... No llegó a oír el último disparo.

 

Se habían oído algunos disparos más, pero ahora estaba todo en silencio. Henry estaba sentado detrás del Humvee con su amigo muerto, meditando qué hacer. La posibilidad de que se hubieran matado entre sí parecía remota. La de que los buenos (no, el bueno, en singular) se hubiera cargado a los malos, aún más remota.

Su primer impulso fue apearse del Humvee sin demora y esconderse en el bosque. Después miró la nieve (pensando que ojalá no volviera a ver nieve en diez años) y rechazó la idea. Si en el plazo de media hora volvían Kurtz o su acompañante, encontrarían las huellas de Henry. Entonces le seguirían el rastro y, al llegar al final, le pegarían un tiro como si fuera un perro rabioso. O una comadreja.

Pues consigue un arma, pensó. Dispara antes que ellos.

Eso ya era mejor idea. Henry no era Wyatt Earp, pero tenía puntería. No era lo mismo pegarle un tiro a una persona que a un ciervo, para saber eso no hacía falta ser psicólogo, pero se consideró capaz de disparar contra aquellos individuos con muy pocos titubeos, siempre que les tuviera bien apuntados.

Cuando casi tenía la mano en el tirador de la puerta, oyó una palabrota de sorpresa, un golpe y otra detonación, esta vez desde muy cerca. Henry pensó que alguien había resbalado, se había caído de culo en la nieve y se le había disparado el arma. ¿Y si el muy capullo se había pegado un tiro? ¿Era esperar demasiado? Habría sido una...

Pero la suerte no llegó a tanto. Henry oyó el gruñido que hacía al levantarse la persona caída. Sólo había una opción, y Henry la tomó. Se tumbó en el asiento, volvió a rodearse con los brazos de Duddits (lo mejor que pudo) y se hizo el muerto, aunque las posibilidades de éxito le parecieran escasas. En el camino de ida, los malos habían pasado de largo, pero sólo por las prisas que debían de llevar. Ahora sería mucho más difícil engañarles con un par de agujeros de bala, unos cristales rotos y la sangre de la hemorragia final del pobre Duddits.

Oyó pasos prensando nieve. A juzgar por el ruido, que era suave, sólo había una persona. Debía de tratarse del tristemente famoso Kurtz. El último superviviente. Se acercaba la oscuridad. Ya no era su amiga de siempre (ahora sólo se «hacía» el muerto), pero se acercaba.

Henry cerró los ojos... esperó...

Las pisadas pasaron al lado del Humvee sin detenerse.

 

De momento, el objetivo estratégico de Freddy Johnson era al mismo tiempo muy práctico y a muy corto plazo: quería hacer girar el Humvee de los huevos sin quedarse atascado. En caso de con-seguirlo, su intención era superar la grieta de East Street (donde se había quedado el Subaru persegui-do por Owen) sin meterse en ella de morros. Si conseguía volver a la carretera de acceso, quizápu-diera ampliar un poco sus expectativas. Mientras abría la puerta del Humvee del jefe y se sentaba al volante, reapareció en su cabeza el recuerdo de la autopista. En sentido sur, la 1-90 llevaba a mucho oeste americano. Muchos lugares donde esconderse.

Al cerrar la puerta, la peste a pedos acumulados y alcohol etílico frío fue como una bofetada. ¡Pearly! ¡Coño, el hijo de puta de Pearly! Con la emoción se le había olvidado que existiera.

Freddy se giró con el arma en alto... pero Pearly seguía frito. No hacía falta gastar otra bala. Con suerte, Pearly moriría de congelación sin despertarse. Él y su compañeri...

Sin embargo, Pearly no estaba ni dormido ni frito. Tampoco estaba en coma, sino muerto. Y parecía... reducido. Casi momificado. Tenía las mejillas chupadas y arrugadas, y las órbitas muy marcadas, como si debajo de las finas membranas de los párpados se le hubieran caído los ojos en el cráneo vacío. Por otro lado, estaba apoyado en la puerta del copiloto en una postura extraña, con una pierna levantada y casi encima de la otra. Parecía que se hubiera muerto intentando ejecutar un paso de baile. Se le había oscurecido el camuflaje de los pantalones del uniforme, que ahora tenían color de barro, y el asiento, debajo, estaba mojado. Los dedos de la mancha que apuntaba hacia Freddy eran rojos.

— ¿Qué co...?

En el asiento de atrás se oyó un chillido ensordecedor, como cuando se pone a tope el volumen de un equipo de música muy potente. Freddy vio que se movía algo con el rabillo del ojo derecho. Apareció en el retrovisor un bicho inverosímil que le arrancó una oreja, le mordió la mejilla, se le metió en la boca y le clavó los dientes en la mandíbula, por la parte interior de las encías. A continuación, el bicho caca de Archie Perlmutter arrancó el lateral de la cara de Freddy como alguien hambriento arrancando una pata de pollo.

Freddy gritó y descargó el arma contra la puerta del copiloto. Después levantó un brazo e intentó apartar al bicho, pero le resbalaron los dedos en una piel tersa, recién nacida. La comadreja retrocedió, echó la cabeza hacia atrás y se tragó lo que había arrancado como un loro engullendo un pedazo de carne cruda. Freddy buscó a tientas el tirador de la puerta de su lado y lo encontró, pero no tuvo tiempo de estirarlo, porque volvió a atacar la cosa, que esta vez hundió la boca en el músculo de donde se juntaban el cuello y el hombro de Freddy. Al abrirse, la yugularsoltó un chorro de sangre que chocó con el techo del vehículo y recayó como una lluvia roja.

Los pies de Freddy pataleaban en rápida cadencia, golpeando el freno del Humvee. El ser del asiento trasero volvió a retroceder, como si se lo pensara, se deslizó como una serpiente por el hombro de Freddy y cayó en su regazo.

Cuando el bicho le abrió las tripas, Freddy gritó una vez. No hubo segunda.

 

Henry estaba torcido en el asiento trasero del otro Humvee, viendo que el ocupante del vehículo que estaba aparcado detrás forcejeaba al volante. Se alegraba tanto de la cortina de nieve como del chorro de sangre que chocó con el parabrisas del otro Humvee, empeorando la visión.

Veía de sobra.

Al final, la silueta del asiento del conductor quedó inmóvil y cayó de costado. Entonces se alzó sobre ella un bulto oscuro, como en postura triunfal, y Henry lo reconoció. Había visto lo mismo en la cama de Jonesy, en Hole in the Wall. Lo que se veía claramente era que el Humvee que les había perseguido tenía rota una ventanilla. Henry dudaba que la cosa destacara por su inteligencia, pero ¿cuánta le haría falta para detectar el aire frío?

No les gusta el frío, pensó. Las mata.

En efecto, pero Henry no tenía ninguna intención de conformarse con ello. El motivo no se reducía a la proximidad del embalse, cuyo oleaje llegaba a sus oídos. Algo había contraído una deuda elevadísima, y sólo quedaba él para entregar la cuenta. La venganza es muy puta, como tantas veces observara Jonesy, y había llegado la hora de vengarse.

Miró por encima del respaldo de delante. No había armas. Se inclinó un poco más y abrió la guantera. Sólo contenía facturas, recibos de gasolina y un libro de bolsillo hecho polvo, Cómo ser tu propio mejor amigo.

Henry abrió la puerta, salió... y le resbalaron los pies. Se cayó de culo con todo su peso, y le rascó la espalda el guardabarros del Humvee, que era muy alto. Follame, Freddy. Se levantó, volvió a resbalar, cogió la puerta abierta y consiguió no caerse. Arrastrando los pies, caminó hacia la parte trasera del vehículo a bordo del cual había llegado, sin quitarle ojo al otro idéntico que estaba aparcado detrás. Seguía viendo la cosa de dentro merendándose al conductor con gran aparato de movimientos.

—Quédate donde estás, guapísimo —dijo Henry. Entonces se echó a reír. Era una risa de loco, pero le dio rienda suelta—. Pon unos cuantos huevos y te los hago fritos, que soy un experto. ¿Quieres que te preste Cómo ser tu propio mejor amigo? Tengo un ejemplar.

Ahora se reía tanto que casi no podía hablar, mientras movía los pies por la nieve traicionera como un niño recién salido del colegio, yendo hacia la cuesta más cercana para bajar en trineo. Mientras tanto, procuraba no soltar el lateral del Humvee... claro que, después de las puertas, no había nada que coger ni que soltar. La cosa seguía moviéndose... hasta que de repente ya no la vio. Malo. ¿Dónde coño se había metido? En las pelis chorras de Jonesy, pensó Henry, es cuando empieza la música de miedo. El ataque de las comadrejas asesinas. La idea volvió a hacerle reír.

Ya había dado toda la vuelta al vehículo. Se podía abrir la ventanilla de atrás con un botón... a menos que estuviese cerrada con llave, por supuesto. Aunque no debía de estarlo. ¿No era por donde se había metido Owen? Henry no se acordaba. No, no había manera de acordarse. Así nunca sería su propio mejor amigo.

Entre continuas carcajadas y lágrimas, apretó el botón y la ventanilla de atrás se abrió. La abrió un poco más y miró dentro. Armas, gracias a Dios. Fusiles del ejército como el que se había llevado Owen en su última misión. Cogió uno y lo examinó. Seguro, selección de fuego, 120 balas... Todo bien.

—Es tan fácil que podría usarlo un byrum —dijo, provocándose más carcajadas.

Se inclinó con las manos en el estómago, pisando nieve embarrada con cuidado de no volver a caerse. Le dolían las piernas, la espalda, sobre todo le dolía el corazón... pero reía, reía como una hiena.

Con el arma levantada (y el seguro en lo que esperaba fervientemente que fuera la posición de off), se acercó al Humvee de Kurtz por el lado del conductor. Le sonaba música de miedo en la cabeza, pero seguía riéndose. Reconoció la tapa del depósito, pero... ¿dónde estaba Camera, el monstruo del espacio?

Justo entonces, como oyéndole el pensamiento (lo cual, comprendió Henry, era harto posible), la comadreja estrelló la cabeza en el cristal trasero. Suerte que no era el que estaba roto. Tenía la cabeza manchada de sangre, pelos y trozos de carne. Sus ojos horribles, como dos bayas, estaban fijos en los de Henry. ¿Sabía que disponía de una vía de escape? Quizá. Y quizá entendiera que usarla era exponerse a una muerte rápida.

Enseñó los dientes.

Henry Devlin, ganador de un premio de la Asociación Americana de Psiquiatras a la terapia compasiva por un artículo en el New York Times sobre «El final del odio», le enseñó los suyos. Le sentó bien. A continuación le enseñó el dedo anular, por Beaver y por Pete, y le sentó igual de bien.

Al levantar el fusil, la comadreja (que podía ser idiota, pero tampoco tanto) hundió la cabeza y desa-pareció. Mejor, porque Henry nunca había tenido la menor intención de intentar pegarle un tiro a través del cristal. Eso sí, la idea del bicho en el suelo del vehículo le gustaba. Eso, majo, pensó, ponte todo lo cerca que puedas de la gasolina. Entonces cambió el selector de disparo a automático y soltó una ráfaga larga contra el depósito.

Los disparos fueron ensordecedores. Apareció un agujero enorme e irregular donde había estado la tapa del depósito, pero al principio no ocurrió gran cosa más. ¡Coño!, pensó Henry, ¿y lo que pasa en las pelis? Entonces oyó una especie de silbido rasposo que fue ganando intensidad. Retrocedió dos pasos, y volvieron a resbalarle los dos pies. En esta ocasión, probablemente la caída le salvase de perder la vista, o la vida. La parte trasera del Humvee de Kurtz sólo tardó otro segundo en explotar, escupiendo pétalos de fuego amarillo por debajo. Los neumáticos traseros salieron disparados. La nieve que caía se roció de cristales rotos, que en todos los casos le pasaron a Henry por encima de la cabeza. A continuación, como el calor empezaba a ser insoportable, retrocedió a rastras cogiendo el fusil por la correa y riéndose como loco. Se produjo otro estallido, y el aire se llenó de metralla.

Henry se levantó como cuando se sube por una escalera de mano, usando como travesanos las ramas de un árbol que estaba a mano. Jadeando, riéndose, se quedó de pie con dolor en las piernas y la espalda, y una sensación extraña en la nuca. Ahora ardía toda la mitad trasera del Humvee de Kurtz. Dentro se oían los chirridos furiosos de la cosa quemándose.

Dibujó un gran arco hacia el lado del copiloto del Humvee enllamas y apuntó hacia la ventanilla rota, pero se quedó con el entrecejo fruncido hasta que comprendió por qué le parecía una tontería tan grande. Ahora el Humvee tenía rotas todas las ventanillas. Sólo quedaba cristal en el parabrisas. Volvió a reírse. ¡No había que ser gilipollas ni nada!

A través del infierno de llamas de la cabina del Humvee, seguía viendo las sacudidas de borracho de la comadreja. ¿Cuántas balas le quedaban, por si al final salía el bicho? ¿Cincuenta? ¿Veinte? ¿Cinco? Hubiera las que hubiera, tendrían que bastar. No estaba dispuesto a arriesgarse a volver al Humvee de Owen para recargar.

La cosa, sin embargó, no llegó a salir.

Henry montó guardia cinco minutos, y los extendió a diez. Nevaba, ardía el Humvee y subía por el cielo una columna de humo negro. Henry pensaba en el desfile de las fiestas de Derry, en la aparición de un hombre alto con zancos, del legendario vaquero; se acordó de la emoción de Duddits, que no se estaba quieto. Se acordó de Pete esperando al resto del grupo en la puerta del colé, con las manos en la boca para que pareciera que fumase. De Pete y sus planes de ser el capitán de la primera expedición tripulada a Marte de la NASA. Pensó en Beaver y su chaqueta de cuero, en sus palillos, y en la nana que le cantaba a Duddits. Pensó en Beav abrazando a Jonesy en la boda de este, diciéndole que tenía que ser feliz por los cuatro.

Jonesy.

Una vez que Henry tuvo la certeza absoluta de que la comadreja estaba muerta (incinerada), se metió por el sendero a fin de averiguar si Jonesy aún estaba vivo. No tenía mucha esperanza... pero descubrió que tampoco había renunciado del todo a ella.

 

El dolor era lo único que retenía a Jonesy en el mundo. Al principio creyó que el hombre demacrado y con las mejillas manchadas de negro que se había puesto de rodillas al lado de él tenía que ser un sueño, o el último capricho de su imaginación. Porque parecía Henry.

—Jonesy... Eh, Jonesy, ¿me oyes? —Henry hizo chasquear los dedos delante de la cara de su amigo — . Llamando, llamando.

— ¿Eres Henry? ¿En serio?

— El mismo —dijo Henry.

Echó un vistazo al perro que seguía embutido en la rendija de la boca del tubo 12, y volvió a mirar a Jonesy. Con ternura infinita, le apartó el pelo sudado de la frente.

—Jo, tío, sí que te ha costado... —empezó a decir Jonesy, pero empezó a verlo todo borroso, cerró los ojos, se concentró mucho y volvió a abrirlos — . ... sí que te ha costado volver de la tienda. ¿Te has acordado del pan?

— Sí, pero he perdido las salchichas.

— Qué tocada de cojones. —Jonesy respiró larga, entrecortadamente—. La próxima vez voy yo.

— Tócame los perendengues, colega —dijo Henry, y Jonesy se deslizó en la oscuridad con una sonrisa.

 

SEPTIEMBRE,   DÍA DE  LOS   TRABAJADORES

 

El universo es una. puta..

    norman maclean

 

Otro verano al carajo, pensó Henry.

La idea, sin embargo, no tenía nada de triste; había sido un buen verano, y también sería un buen otoño. Iba a ser un año sin caza, y seguro que recibía alguna que otra visita de sus nuevos amigos militares (ante todo, los nuevos amigos militares querían cerciorarse de que no criara ninguna excres-cencia roja en la piel), pero no dejaría de ser un buen otoño. Aire fresco, días claros, noches largas.

A veces, pasada la medianoche, Henry seguía recibiendo la visita de su viejo amigo, pero en esos casos se limitaba a quedarse sentado en el estudio con un libro en el regazo y esperar a que vol-viera a marcharse. Siempre acababa marchándose. Siempre acababa saliendo el sol. El sueño perdido de una noche se recuperaba a la siguiente. Era como recibir a una amante. Lo había aprendido desde noviembre pasado.

Henry bebía una cerveza en el porche de la casa de campo que tenían Jonesy y Carla en Ware, la de la orilla del estanque Pepper. El extremo sur del embalse Quabbin se hallaba unos siete kilómetros al noroeste de donde estaba sentado. Al igual, naturalmente, que East Street.

La mano que sujetaba la lata de cerveza Coors sólo tenía tres dedos. Había perdido los otros dos por congelación, fuera en su travesía por la nieve por Deep Cut Road, con origen en Hole in trie Wall, fuera arrastrando a Jonesy hacia el Humvee restante en una camilla improvisada. Por lo visto, el otoño pasado había sido un otoño de arrastrar gente por la nieve, con una mezcla de éxitos y fracasos.

Cerca de la playita, Carla Jones preparaba una barbacoa. Noel, el bebé, con el pañal caído, ga-teaba a su izquierda, alrededor de la mesa de picnic. Una de sus manos agitaba alegremente una salchi-cha chamuscada. Los otros tres hijos de Jonesy, cuyas edades iban de once a tres, chapoteaban y grita-ban en el agua. Henry consideraba que el imperativo bíblico de crecer y multiplicarse no carecía de valor, pero tenía la impresión de que Jonesy y Carla lo habían llevado a extremos absurdos.

A sus espaldas batió la puerta mosquitera, y salió Jonesy con un cubo de cervezas heladas. Ya no cojeaba tanto. Esta vez, el médico había decidido que a la mierda con los accesorios originales, y los había sustituido por acero y teflón, diciéndole a Jonesy que a la larga habría sido inevitable, pero que con un poco más de cuidado se podría haber aprovechado cinco años más lo antiguo. La operación había sido en febrero, poco después de terminar las seis semanas de «vacaciones» de Henry y Jonesy con los de inteligencia militar.Los militares se habían ofrecido a que la prótesis de cadera la costease el Tío Sam (un poco como colofón del parte), pero Jonesy les había dicho que no, que muchas gracias pero que no quería quitarle trabajo a su ortopeda, ni facturas a su seguro.

Para entonces, los dos se morían de ganas de salir de Wyoming. Los apartamentos estaban bien (a condición de acostumbrarse a vivir bajo tierra), la comida era de cuatro estrellas (Jonesy engordó casi cinco kilos, y Henry poco menos de diez), y las películas siempre eran de estreno, pero flotaba un ambiente como de Teléfono rojo, volamos hacia Moscú. Henry se había tomado mucho peor que Jonesy las seis semanas. Jonesy lo pasaba mal, pero más que nada por la cadera dislocada; los recuerdos de compartir cuerpo con el señor Gray habían tardado un período de tiempo notablemente corto en adquirir consistencia de sueños.

En cambio, los recuerdos de Henry no habían hecho más que fortalecerse. Los peores eran los del establo. Los interrogatorios corrían a cargo de gente compasiva, sin ningún Kurtz en sus filas, pero Henry no conseguía no pensar en Bill, Marsha y Darren Chiles, el del porro gigante. Eran asiduos visitantes de sus sueños.

Al igual que Owen Underhill.

—Refuerzos —dijo Jonesy al dejar en el suelo el cubo de cervezas.

A continuación, gemido y mueca mediante, se instaló en la mecedora con asiento de mimbre de al lado de Henry.

—Sólo una más —dijo Henry—. Salgo para Portland más o menos dentro de una hora.

—Quédate a dormir —dijo Jonesy, observando a Noel, que ahora estaba sentado en la hierba detrás de la mesa de picnic y parecía muy concentrado en insertarse en el ombligo los restos de la salchicha.

—¿Con tus nenes dando guerra como mínimo hasta medianoche? —repuso Henry—. ¿Eligiendo una de miedo de Mario Bava?

—Ahora paso bastante de las pelis de miedo —dijo Jonesy—. Esta noche toca festival Kevin Costner, empezando por El guardaespaldas.

—¿No habías dicho que ya no veías pelis de terror?

—Muy gracioso. —Jonesy se encogió de hombros y enseñó los dientes—. Tú mismo.

Henry levantó la cerveza.

—Por los amigos ausentes.

Hicieron chocar las latas y bebieron.

— ¿Y Roberta? —preguntó Jonesy. Henry sonrió.

—Pues está muy bien. En el funeral no lo veía yo tan claro...

Jonesy asintió con la cabeza. En el funeral de Duddits, Roberta había estado entre los dos; mejor, porque apenas se tenía en pie.

—... pero se está recuperando mucho. Dice que quiere abrir una tienda de artesanía, y me parece buena idea. Claro que le echa de menos. Desde que se murió Alfie, su vida era Duds.

—Y la nuestra —dijo Jonesy.

—Sí, supongo que sí.

—Tengo muy mala conciencia por haberle dejado tantos años solo. ¡Él con leucemia, y nosotros sin enterarnos, haciendo los gilipollas!

—Sí que lo sabíamos —dijo Henry.

Jonesy le miró con las cejas arqueadas.

— ¡Eh, Henry! —llamó Carla—. ¿Cómo quiere la hamburguesa el señor?

— ¡Muy hecha! —exclamó Henry en respuesta.

— ¡Oído! ¿Me harías el favor de coger al niño? Es que se está poniendo perdido de salchicha. Quítasela y que lo coja su papá.

Henry bajó del porche, sacó a Noel de debajo de la mesa y le trasladó a las mecedoras.

— ¡Eni! —dijo Noel, muy animado. Tenía dieciocho meses. Henry se detuvo con un escalofrío en toda la espalda, comosi le hubiera interpelado un fantasma.

— ¡Pome, Eni! ¡Pome!

Noel subrayó su tesis con un buen salchichazo en la nariz de Henry.

—No, gracias, prefiero esperar a la hamburguesa —dijo Henry, que siguió caminando.

— ¿No quere pomé?

—No, guapetón. Eni se pome su popia pomida. Ahora, que si me das la porquería que tienes en la mano, mejor. Ya te darán otra cuando estén hechas.

Sacó la salchicha sucia de la manila de Noel, sentó a la criatura en las piernas de Jonesy y regresó a su asiento. Cuando Jonesy acabó de limpiar el ombligo de su hijo de mostaza y ketchup, el bebé casi dormía.

— ¿Por qué has dicho que lo sabíamos? —preguntó Jonesy.

—No te hagas el tonto. Una cosa es que le abandonáramosnosotros, o que intentáramos abandonarle, y otra que nos abandonara Duddits. ¿Tú crees que era posible, con todo lo que había pasado?

Jonesy negó muy lentamente con la cabeza.

—Una parte fue hacernos mayores e ir cada uno por su lado, pero también tuvo mucho que ver lo de Richie Grenadeau. Lo llevábamos dentro, como Owen Underhill lo de la bandeja de los Rapeloew.

A Jonesy no le hizo falta preguntar de qué se trataba. En Wyoming habían tenido todo el tiempo del mundo para ponerse al corriente de las peripecias del otro.

—Hay un poema de Francis Thompson sobre un hombre que intenta correr más que Dios —dijo Henry—. ¡Dios me libre de decir que Duddits fuera Dios! Pero siempre iba por delante. Nosotros corríamos lo más deprisa que podíamos, pero...

—No hubo manera de que saliéramos del atrapasueños —dijo Jonesy—. No lo consiguió ninguno de los cuatro. Entonces vinieron los byrum. Unas esporas gilipollas viajando en naves hechas por otra raza. ¿Sólo eran eso? ¿Nada más?

—Dudo que lleguemos a saberlo. En otoño pasado sólo secontestó una pregunta. Nos hemos pasado muchos siglos mirando las estrellas y preguntándonos si estamos solos en el universo. Pues ahora sabemos que no. Ya ves. Gerritsen... ¿Te acuerdas de Gerritsen?

Jonesy asintió. Por descontado que se acordaba de Terry Gerritsen, el psicólogo militar que dirigía el equipo de interrogadores de Wyoming. Gerritsen y Henry habían hecho tan buenas migas que sólo les había impedido trabar auténtica amistad la situación. En Wyoming, Jonesy y Henry ha-bían recibido muy buen trato, pero no de invitados. A pesar de ello, Henry Devlin y Terry Gerritsen eran colegas de profesión, lo cual tenía su peso.

— Gerritsen partía de que había dos respuestas, no una: que no estamos solos en el universo y que no somos los únicos seres inteligentes del universo. Yo discutí mucho para convencerle de que la segunda premisa se basaba en un error de lógica, y me parece que no llegué a convencerle, pero es po-sible que le hiciera dudar un poco. Aparte de todo, los byrum no son constructores de naves, y existe la posibilidad de que la raza que las hizo se haya extinguido. Hasta es posible que ahora sean los byrum.

—El señor Gray no era tonto.

— Estoy de acuerdo, pero sólo desde que se te metió en la cabeza. El señor Gray eras tú, Jonesy. Te robó las emociones, los recuerdos, la afición al beicon...

—Ahora ya no como.

—No me extraña. También te robó lo básico de tu personalidad, incluidas tus rarezas sub-conscientes: lo que hace que te gusten las pelis de terror de Mario Bava y los westerns de Sergio Leone, lo que alucinaba con el miedo y la violencia... ¡Jo, tío, cómo le gustaba todo eso al señor Gray! Y ¿qué tiene de raro? Son herramientas primitivas de supervivencia, y él, como era el último de su especie en un entorno hostil, cogió todas las que tenía a mano.

—Eso son chorradas.

A Jonesy se le leía en la cara que no le gustaba la idea.

—No. En Hole in the Wall viste lo que esperabas ver, o sea, un extraterrestre que era un cruce de Expediente X y Encuentros en la tercera fase. Inhalaste el byrus... porque tengo claro que algo de contacto físico tuvo que haber... pero eras completamente inmune. Ahora sabernos que lo es como mínimo el cincuenta por ciento de la especie humana. Lo que se te contagió fue una intención... una especie de imperativo ciego. ¡Coño, yo qué sé! No hay palabras para describirlo, porque no hay palabras para describirlos a ellos. Pero creo que entró porque tú creías que estaba.

— ¿Qué quieres decir? —dijo Jonesy, mirando a Henry por encima de la cabeza de su hijo dormido —. ¿ Que casi destruyo a la especie humana por culpa de una especie de embarazo histérico?

—No, no —dijo Henry—. Si sólo fuera eso, se te habría pasado. Se habría reducido a una... una amnesia transitoria. Pero la idea del señor Gray se te quedó enganchada como una mosca en una telaraña.

—Enganchada en el atrapasueños.

—Exacto.

Se quedaron callados. Pronto les avisaría Carla y comerían salchichas, hamburguesas, ensaladilla de patatas y sandía bajo el escudo azul del cielo, infinitamente permeable.

— ¿Entonces qué fue? ¿Pura coincidencia? —preguntó Jonesy—. ¿Aterrizaron en Jefferson Tract como podrían haber acabado en cualquier otro sitio, y resultó que también estaba yo? Yo y vosotros: tú, Peter y Beav. Más Duddits, ¿eh? Ten en cuenta que sólo estaba doscientos o trescientos kilómetros más al sur. Porque el que nos mantenía juntos era Duddits.

—Duddits siempre fue una espada de doble filo —dijo Henry—. Uno, el de Josie Rinkenhauer: Duddits el salvador, el que encontraba gente. Otro, el de Richie Grenadeau: Duddits el asesino. Ocurre que Duddits nos necesitaba para ayudarle a matar. Estoy seguro. Éramos los que teníamos la capa de subconsciente más profunda. Suministramos el odio y el miedo: miedo de que fuera en serio la promesa de Richie Grenadeau de ir a por nosotros. Siempre tuvimos más parte oscura que Duddits. Para él, ser malo era puntuar las cartas al revés, y más que nada lo hacía para reírnos. Aunque... ¿Te acuerdas de cuando Pete le puso el gorro en los ojos, y Duddits chocó con la pared?

Jonesy se acordaba vagamente. Había sucedido fuera del centro comercial, el gran centro de atracción de sus años jóvenes. Misma mierda, diferente día.

—Luego, durante bastante tiempo, siempre que jugábamos al juego de Duddits perdía Pete. En su caso Duddits, siempre contaba al revés, sin que le diéramos más importancia. Debimos de pensar que era casualidad, pero ahora, con todo lo que sé, tiendo a dudarlo.

— ¿Tú crees que hasta Duddits sabía que la venganza es muy puta?

— Lo aprendió de nosotros, Jonesy.

—Duddits le dio al señor Gray algo en que apoyar el pie. O la mente.

—Sí, pero también te dio a ti un refugio para esconderte del señor Gray. Que no se te olvide.

No, Jonesy pensó que jamás se le olvidaría.

—Por nuestro lado empezó todo con Duddits —dijo Henry—. Desde que le conocimos hemos sido raros. Ya lo sabes, Jonesy. Lo de Richie Grenadeau sólo fue lo que destacaba más, pero seguro que si repasas tu vida encontrarás más cosas.

—Defuniak —murmuró Jonesy.

— ¿Quién?

—El chaval que pillé copiando justo antes de mi accidente. El día del examen yo no estaba, pero le pillé.

— ¿Ves? Pero al final, el círculo de ese hijo de puta gris lo rompió Duddits. Y te digo otra cosa: me parece que, estando al final de East Street, me salvó la vida Duddits. Veo muy posible que cuando el ayudante de Kurtz nos vio en la parte trasera del Humvee (me refiero a la primera vez) tuviera a Duddits en la cabeza diciéndole: «Tranqui, tío, tú a lo tuyo, que están muertos.»

Jonesy, sin embargo, seguía con la idea de antes.

— ¿Y tenemos que creernos que el hecho de que el byrum conectara con nosotros, habiendo tanta gente en el mundo, fue puramente aleatorio? Porque es lo que creía Gerritsen. No lo dijo, pero se notaba en su enfoque.

— ¿Por qué no? Hay científicos, gente tan brillante como Stephen Jay Gould, que están con-vencidos de que si existe nuestra especie es por una serie de coincidencias todavía más larga e improbable.

— ¿Y tú lo crees?

Henry levantó las manos. Le costaba encontrar una respuesta sin invocar a Dios, que en los últimos meses, sigiloso, había vuelto a entrar en su vida, como por la puerta trasera y en el silencio de muchas noches de insomnio. Pero ¿de veras había que invocar al deus ex machina de toda la vida para encontrarle sentido a la cuestión?

— Lo que creo, Jonesy, es que Duddits es nosotros. L'enfant c'est moi... toi... tout le monde. Raza, especie, género; juego, sety partido. Nuestra suma es Duddits, y nuestras aspiraciones más nobles, juntas, no pasan de saber dónde está la fiambrera amarilla y aprender a ponernos bien los zapatos. Qué adegla, adegla tatilla. En un sentido cósmico, nuestras emociones más malvadas se reducen a alguien contando al revés los puntos del otro y haciéndose el tonto.

Jonesy le observaba con fascinación.

—No sé decirte si es exaltante u horrible.

—Tampoco importa.

Jonesy se lo pensó y preguntó:

—Si somos Duddits, ¿quién nos canta? ¿Quién canta la nana, y nos ayuda a dormir cuando pasamos pena y miedo?

—Ah, eso sigue haciéndolo Dios —dijo Henry.

Tuvo ganas de darse una patada. Tanto decirse que no lo soltaría, y ahí estaba.

—¿Y Dios evitó que la última comadreja se metiera en el tubo 12? Porque si llega a entrar en el agua, Henry...

Técnicamente, la última comadreja había sido la incubada dentro de Perlmutter, pero no tenía sentido ser tan tiquismiquis ni dilucidar bizantinismos.

—No te niego que hubiera sido un problema; durante unos años Boston habría pensado bastante menos en si hay que derruir el estadio de Fenway Park. Pero ¿destruirnos? Lo dudo. Para ellos éramos algo nuevo. El señor Gray lo sabía. Las grabaciones que te hicieron bajo hipnosis...

—Ni las menciones.

Jonesy había oído dos, y lo consideraba el mayor error de su estancia en Wyoming. Oírse a sí mismo hablando como señor Gray (sometido a una hipnosis profunda para «convertirse» en el señor Gray) había sido como oír a un fantasma maligno. Había ocasiones en que se consideraba la única persona de todo el planeta con una comprensión real de lo que era ser violado. Algunas cosas era mejor olvidarlas.

—Perdona.

Jonesy hizo un gesto con la mano para quitarle importancia, aunque había palidecido bastante.

— Lo único que digo es que, en mayor o menor medida, la que vive en el atrapasueños es toda nuestra especie. Suena fatal, a trascendentalismo cutre, a hueco, pero es que para esta parte tampoco tenemos palabras. Puede que a la larga tengamos que inventarnos alguna, pero de momento habrá que conformarse con «atrapasueños».

Henry giró el torso, al igual que Jonesy, que movió un poco a Noel. Encima de la puerta de la cabaña había un atrapasueños colgando. Lo había traído Henry como regalo, y Jonesy lo había colgado enseguida, como un campesino católico clavando un crucifijo en la puerta de su casa en época de vampiros.

—Quizá les atrajeras tú —dijo Henry—. O nosotros. Como cuando las flores se orientan hacia el sol, o como cuando se ponen en fila las limaduras de hierro sintiendo la atracción del imán. No podemos saberlo del todo, por lo diferente que es de nosotros el byrum.

—¿Volverán?

—Seguro —dijo Henry—. Los mismos u otros.

Miró el cielo azul de aquel día de finales de otoño. Lejos, por el embalse de Quabbin, chilló un águila.

—Pero hoy no.

— ¡Chicos! —exclamó Carla—. ¡A comer!

Henry levantó a Noel de las piernas de Jonesy. Hubo un momento en que se tocaron sus manos, sus ojos y sus mentes. Hubo un momento en que vieron la línea. Henry sonrió, y Jonesy le sonrió a él. Después bajaron por los escalones y cruzaron juntos el césped, Jonesy cojeando y Henry con el niño dormido en sus brazos. Por ese momento, la única oscuridad fueron sus sombras siguiéndoles por la hierba.

Lovell, Maine 29 de mayo de 2000

 

NOTA   DEL  AUTOR

Nunca he estado tan contento de escribir como durante la confección de El cazador de sueños (Dreamcatcher) (16 de noviembre de 1999-29 de mayo de 2000). A lo largo de esos seis meses y medio sufrí un gran malestar físico, y el libro me transportó. El lector verá que algunas partes del malestar físico me siguieron hasta el relato, pero lo que más recuerdo es el alivio sublime que nos proporcionan los sueños.

Me ayudó mucha gente. Una, mi mujer Tabitha, que se negó en redondo a referirse a la novela por su título original, Cáncer. Lo consideraba feo, y una invitación a la mala suerte y los problemas. He acabado por compartir su punto de vista, y ya no se refiere a él como «el libro ese» o «el de los bichos caca».

También estoy en deuda con Bill Pula, que me llevó en cuatro por cuatro por el embalse de Quabbin, y a sus acompañantes Peter Baldracci, Terry Campbell y Joe McGinn. Otro grupo de per-sonas, que quizá prefieran no ser nombradas, me llevaron en Humvee detrás de la base aérea de la Air National Guard y cometieron la imprudencia de dejarme conducir, asegurándome que era imposible quedarse atascado. Faltó poco. Volví manchado de barro, y contentísimo. También quieren que diga que los Humvee funcionan mejor con barro que con nieve. En ese aspecto, yo he novelado sus capacidades para que se adecuasen a mi relato.

Vaya también mi agradecimiento a Susan Moldow y Nan Graham, de Scribner, a Chuck Verrill, responsable de la revisión, y a Arthur Greene, que actuó como agente. Tampoco debo ol-vidarme de Ralph Vicinanza, mi agente para los derechos en el extranjero, que encontró como mínimo seis maneras de decir «aquí no hay infección» en francés.

Una nota final. Este libro fue escrito con el mejor procesador de textos del mundo: una pluma Waterman. Escribir a mano la primera redacción de un libro extenso me ha dado un sentido del lenguaje que no había tenido en muchos años. Una noche (durante un corte de electricidad), hasta escribí con velas. En el siglo XXI se encuentran pocas oportunidades así, y hay que saborearlas.

Y a quienes hayan llegado tan lejos, gracias por leer mi relato.



 

[1] «Pedos secos», por similitud fónica con el nombre del establecimien­to. (N. del T.)

 

                                                                                            Stephen King  

 

                      

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