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Paradoja Perdida / Fredric Brown
Paradoja Perdida / Fredric Brown

 

 

Biblioteca Virtual do Poeta Sem Limites

 

 

Paradoja Perdida

 

Fred odiaba escribir. Pero adoraba haber escrito. Hacia todo lo que se le ocurría para postergar el momento de sentarse ante la maquina de escribir: le quitaba el polvo al escritorio, tocaba la flauta, leía un rato, tocaba un poco más la flauta. Si vivíamos en un pueblo en el que la correspondencia no se repartía, iba a buscarla al correo y después encontraba a alguien con quien jugar una, dos o tres partidas de ajedrez o de naipes. Cuando regresaba a casa, pensaba que era demasiado tarde para empezar. Después de hacer lo mismo durante varios días, empezaba a remorderle la conciencia y se sentaba realmente ante la máquina de escribir. Podía escribir una o dos líneas, o algunas paginas. Pero los libros acababan por escribirse.

No fue un escritor prolífico. Su promedio diario era de tres paginas. A veces, si un libro parecía escribirse a sí mismo, escribía seis o siete paginas diarias, pero eso era algo excepcional.

Fred caminaba de una habitación a otra cuando urdía el argumento. Puesto que los dos estabamos en casa buena parte del tiempo, tuvimos el problema de que yo le hablaba mientras caminaba, y así interrumpía el hilo de sus pensamientos. No le gustaba. Después de probar varias soluciones que no dieron resultado, le aconsejé que se pusiera su gorra de algodón rojo cuando no quería ser molestado. Poco después, le miraba automáticamente la cabeza antes de abrir la boca.

Después de terminar un libró, generalmente hacíamos un viaje y el tiempo de nuestra estancia dependía de nuestras circunstancias.

Llegaba un momento en que Fred se atascaba cuando imaginaba un argumento. A pesar de sus caminatas, no llegaba a ningún sitio. Recuerdo que cuando escribía uno de sus primeros libros le ocurrió algo semejante y pensó que tal vez un viaje, por la noche y en autobús, podría ayudarle. No era persona que se acostara temprano y pensó que después de que apagaran las luces del autobús y todo estuviera en silencio, quizá podría concentrarse mejor. Se llevó un lápiz linterna y un bloc. Estuvo afuera unos días y cuando regresó, había resuelto el argumento.

Hizo muchos más viajes de ese tipo. Y yo siempre adivinaba cuándo estaba a punto de declarar que se iba. No siempre había resuelto el argumento cuando volvía a casa pero, en tal caso, había resuelto el argumento para su libro siguiente.

La gran decisión de la carrera de Fred fue dejar su trabajo de corrección de pruebas para dedicarse totalmente a escribir. Pero su momento más feliz y estimulante fue cuando ganó el Premio Edgar Allan Poe para Escritores de Obras de Misterio de Estados Unidos por el mejor libro de misterio, con su The Fabulous Clipjoint; nunca volvió a sentir lo mismo por ninguna de las obras que escribió desde entonces. Fue su nacimiento como novelista. Es natural que algunos de sus libros le gustaran más que otros, pero The Fabulous Clipjoint fue el primogénito y siempre tuvo debilidad por él.

Hasta que tuvo varias obras publicadas, siguió escribiendo cuentos entre una y otra a fin de tener un soporte en el que apoyarse durante el tiempo que llevaba escribir un libro. Más tarde escribía un cuento o un corto bosquejo literario sólo cuando tenía uno que sabia debía escribir.

Durante muchos años había deseado escribir The Office, pero sería un nuevo campo para él pues se trataría de una novela pura. Sabia que sus obras de misterio y ciencia ficción se vendían, pero ignoraba qué ocurriría con una novela pura de alguien nuevo en ese campo. Todavía no podía permitirse el lujo de escribir una obra que tal vez no se vendiera. Pero finalmente la escribió. Y se vendió.

Durante un tiempo intentó escribir para la televisión, pero llegó a la conclusión de que no era para él y volvió a escribir libros. Ha publicado algunos cientos de cuentos y veintiocho novelas; ésta es su octava colección.

Aunque todas las obras de Fred me han gustado, mi preferida de siempre es The Screaming Mimi. Otras que me agradan especialmente son Here Comes a Candle, The Lenient Beast, The far Cry, His Name Was Death, y Night of the Jabberwock.

No soy realmente admiradora de la ciencia ficción porque, en mi opinión, la mayoría de las novelas de ciencia ficción son demasiado técnicas. Pero las de Fred me resultaron muy amenas. En este grupo, mis preferidas son The Lights in the Sky Are Stars y The Mmd Thing. What Mad Universe es casi un clásico y una de mis favoritas.

Para mí, sus colecciones son deliciosas. Siento especial afecto por ésta porque se trata de su último trabajo concluido. Y como es su despedida de los lectores, espero que también les guste.

 

De algún modo, un moscón habla atravesado la persiana y zumbaba trazando monótonos círculos cerca del techo del aula. Incluso mientras el profesor Dolohan trazaba monótonos círculos de lógica frente a la clase. El Bajito McCabe, sentado en la fila del fondo, miraba a uno y a otro y finalmente llegó a la conclusión de que el moscón era el más interesante de los dos.

-El absoluto negativo -explicaba el profesor - no es, por así decirlo, absolutamente negativo. Esto sólo es aparentemente contradictorio. Si se invierte el orden, las dos palabras adquieren nuevas connotaciones. Por lo tanto...

El Bajito McCabe suspiró imperceptiblemente, miró al moscón y deseó poder volar en círculos semejantes y emitir un zumbido tan gratificante para el alma. En tamaños y decibeles comparados, un moscón hacía más ruido que un avión.

Hacía más ruido, en relación con el tamaño, que una sierra circular. ¿Una sierra circular aserraría metal? Di, una sierra. Entonces uno podía decir que vio una sierra circular aserrar una sierra. O cargarse el circular para que sonara mejor: vi una sierra aserrar una sierra. O, mejor aún: Serra vio una sierra aserrar una sierra.

-Uno podría pensar en un absoluto como una forma de ser... -seguía diciendo el profesor.

Sí, pensó el Bajito McCabe, uno puede pensar en una cosa como en cualquier otra y no consigue nada, excepto un fuerte dolor de cabeza. De todos modos, el moscardón se hacía más y más interesante. Ahora volaba hacia abajo, hacia el frente del aula, y tal vez se posara en la cabeza del profesor Dolohan. Y quizá zumbara.

No zumbó, pero se posó fuera de su vista, detrás del escritorio del profesor. Sin el moscón para entretenerle, el Bajito miró a su alrededor en busca de otra cosa para mirar o pensar. Sólo las nucas; estaba solo en la fila del fondo y... bueno, podía concentrarse en cómo crecía el vello en la nuca de las personas, pero le pareció un tema relativamente fascinante.

Se preguntó cuántos de los estudiantes que tenía delante estaban dormidos y calculó que la mitad; deseó dormirse, pero no podría hacerlo. Había cometido el estúpido error de acostarse temprano la noche anterior y, en consecuencia, ahora estaba totalmente despierto y aburrido.

-Pero si hacemos caso omiso de la contravención de la probabilidad que surge de la afirmación de que el absoluto positivo es menos que absolutamente positivo -decía el profesor Dolohan -, nos vemos conducidos a...

¡Hurra! El moscón estaba de regreso y salía de su escondite transitorio en la parte de atrás del escritorio. Voló zumbando hasta el techo, se detuvo allí un instante para acomodarse las alas y luego bajó, esta vez hacia la parte trasera del aula.

Si mantenía ese camino en espiral, pasaría a dos centímetros de la nariz del Bajito. Así fue. Él se puso bizco al observarlo y volvió la cabeza para no perderlo de vista. Pasó volando a su lado y...

Simplemente ya no estaba allí. En un punto, aproximadamente a treinta centímetros a la izquierda del Bajito McCabe, súbitamente había dejado de volar y de zumbar y no estaba allí. No había muerto ni se había caído en el pasillo. Simplemente había...

Desaparecido. En el aire, a un metro veinte del suelo del pasillo; simplemente había dejado de estar allí. El sonido que había producido pareció cesar en mitad del zumbido y en el repentino silencio la voz del profesor sonó más alta, si no más extraña.

-Al crear, mediante un supuesto contrario a la realidad, creamos un conjunto pseudoreal de axiomas que son, en cierta medida, la inversión de...

El Bajito McCabe, con la vista fija en el punto en el que el moscón se había desvanecido, exclamó:

-¡Caray!

-¿Cómo dice?

-Lo siento, profesor. No he dicho nada -respondió el Bajito -. Sólo... carraspeé.

-Mediante la inversión de... ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Creamos una base axiomática de pseudológica que proporcionaría soluciones distintas a todos los problemas. Quiero decir...

Al ver que el profesor había dejado de mirarle, el Bajito volvió otra vez la cabeza para observar el punto en el que el moscón habla dejado de volar. ¿Quizás había dejado de ser un moscón? Tonterías; debió de ser una ilusión óptica. Los moscones volaban bastante de prisa. Si súbitamente lo había perdido de vista...

Miró por el rabillo del ojo al profesor Dolohan y se cercioró de que éste estaba atento a otra cosa. Después el Bajito estiró a modo de prueba una mano hacia el punto, o el punto aproximado, en el que había visto desaparecer al moscón.

No sabia qué esperaba encontrar allí, pero no sintió nada. Bueno, eso era bastante lógico. Si el moscón había volado hacia la nada y él se estiró y no sintió nada, eso no demostraba nada. Pero, de algún modo, estaba ligeramente decepcionado. Ignoraba qué esperaba encontrar; tocar el moscón que no estaba allí, toparse con un obstáculo sólido pero invisible, o cualquier otra cosa. Pero, ¿ qué se había hecho del moscón?

El Bajito apoyó las manos en el pupitre y, durante un minuto, intentó olvidar el moscón prestando atención al profesor. Pero eso era peor que hacerse preguntas sobre el moscón.

Se preguntó por milésima vez cómo había sido tan tonto de inscribirse en esa clase 2B de lógica. Jamás aprobaría el examen. Y, de todos modos, se especializaría en paleontología. Le gustaba la paleontología; un dinosaurio era algo en lo que podías hincar el diente, por así decirlo. Pero la lógica, puaj; 2B o no 2B. Y prefería estudiar los fósiles que escuchar a uno de ellos.

Miró casualmente sus manos apoyadas en el pupitre.

-¡Caray! -murmuró.

-¿Si, señor McCabe? -preguntó el profesor.

El Bajito no respondió; no podía. Miraba su mano izquierda. No tenía dedos. Cerró los ojos.

El profesor sonrió profesoralmente.

-Creo que nuestro joven amigo del asiento del fondo se ha... bueno... dormido. ¿Alguien tendría la amabilidad de...?

El Bajito dejó caer rápidamente las manos sobre el regazo y dijo:

-Es... estoy bien, profesor. Lo siento. ¿Ha dicho algo?

-¿Usted no?

El Bajito tragó saliva.

-Yo... supongo que no.

-Estábamos analizando -agregó el profesor, afortunadamente para toda la clase y no para el Bajito individualmente la posibilidad de lo que uno podría considerar lo imposible. No se trata de una contradicción, ya que uno debe distinguir cuidadosamente entre imposible y no posible. Lo último...

El Bajito volvió a apoyar subrepticiamente las manos sobre el pupitre y las miró. La mano derecha estaba perfecta. La izquierda... Cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero todavía faltaban todos los dedos de su mano izquierda. No sentía que faltaran. A modo de prueba, ejercitó los músculos que debían moverlos y sintió que respondían.

Pero no estaban allí, al menos hasta donde veían sus ojos. Se estiró, los buscó con la mano derecha... y no los sintió. Su mano derecha atravesó el espacio que los dedos de su mano izquierda debían ocupar y no sintió nada. Pero podía mover los dedos de la mano izquierda. Y lo hizo.

Todo era muy confuso.

Entonces recordó que ésa era la mano que había utilizado para estirarse hacia el sitio donde el moscón había desaparecido. En ese momento, como si confirmara sus sospechas repentinas, sintió un ligero roce en uno de los dedos que no estaban allí. Un ligero roce y algo liviano que reptaba por su dedo. Algo del mismo peso aproximado que un moscón. Después el roce desapareció, como si hubiese emprendido nuevamente el vuelo.

El Bajito se mordió los labios para no gritar de nuevo. Empezaba a asustarse.

¿ Se estaba volviendo loco? ¿ O el profesor tenía razón y, al fin y al cabo, se había dormido? ¿Cómo podía averiguarlo? ¿Y si se pellizcaba? Con los únicos dedos disponibles, los de la mano derecha, bajó la mano y se pellizcó con fuerza la piel del muslo. Le dolió. Pero sí soñaba que se pellizcaba a si mismo, ¿acaso no podía soñar también que le dolía?

Volvió la cabeza y miró hacia la izquierda. No había nada que ver en esa dirección: el pupitre vacío al otro lado del pasillo, el pupitre vacío más allá, la pared, la ventana y el cielo azul a través de la hoja de cristal.

Pero...

Miró al profesor y vio que ahora estaba atento a la pizarra, en la que trazaba símbolos.

-Digamos que N es igual a infinito conocido -explicaba e1 profesor - y el símbolo a igual al factor de probabilidad.

A modo de prueba, el Bajito volvió a estirar su mano izquierda hacia el pasillo y la observó atentamente. Pensó que podía asegurarse y se estiró un poco más. La mano había desaparecido. Sacudió hacia atrás la muñeca y permaneció sudoroso.

Estaba chalado. Tenía que estar chalado.

De nuevo trató de mover los dedos y sintió que se agitaban satisfactoriamente, tal como debían hacerlo. Aún tenía sensación en ellos, cinética y de otro tipo. Pero... acercó la muñeca al pupitre y no lo sintió. Le colocó de modo tal que su mano, si hubiese estado en el extremo de la muñeca, habría tenido que tocar o atravesar el pupitre, pero no sintió nada.

Estuviera donde estuviese su mano, no era en el extremo de la muñeca. Seguía allí, en el pasillo, al margen de donde dirigiera el brazo. Si se levantaba y salía del aula, ¿su mano aun estaría allí, en el pasillo, invisible? ¿Y si se iba a una distancia de mil quinientos kilómetros? ¿Pero eso era una estupidez?

- ¿Pero acaso era más estúpido que el hecho de que su brazo estuviera aquí, en el pupitre, y su mano a sesenta centímetros de distancia? La diferencia en estupidez entre sesenta centímetros y mil quinientos kilómetros sólo era de grado. ¿Su mano estaba allí?

Cogió del bolsillo la estilográfica y estiró la mano derecha hasta aproximadamente el punto en el que suponía que ella estaba y, sin duda alguna, sólo sostenía parte de una estilográfica, la mitad. Evitó cuidadosamente estirarse más lejos, pero la levantó y la dejó caer bruscamente.

¡Sintió que tocaba los nudillos faltantes de su mano izquierda! ¡Ya estaba! Se sobresaltó tanto que soltó la estilográfica,. que desapareció. No estaba en el suelo del pasillo. No estaba en ninguna parte. Simplemente había desaparecido y se trataba de una buena estilográfica de cinco dólares.

¡Caray! Se preocupaba por una estilográfica cuando su mano izquierda había desaparecido. ¿Qué haría con respecto a eso?

Cerró los ojos y se dijo: "Bajito McCabe, tienes que resolver esto lógicamente y averiguar cómo recuperar tu mano de donde está. No te atrevas a asustarte. Probablemente estás dormido y sueñas esto, pero quizá no es así y, si no es así, te encuentras en un aprieto. Ahora sé lógico. Allí hay un lugar, un plano o algo, y puedes atravesarlo o poner cosas a través de él, pero no recuperarlas. Al margen de lo que haya al otro lado, ahí está tu mano izquierda. Y tu derecha no sabe lo que hace tu izquierda porque una está aquí y la otra allí y nunca se... Eh, Bajito, corta el rollo. Esto no es divertido".

Pero había algo que podía hacer: averiguar aproximadamente el tamaño y la forma de... lo que fuera. Sobre el pupitre tenía una caja de sujetapapeles. Cogió algunos con la mano derecha y los arrojó al pasillo. Avanzaron quince o veinte centímetros por el pasillo y desaparecieron. No los oyó caer en ningún sido.

Por el momento, iba bien encaminado. Lanzó uno un poco más abajo y obtuvo el mismo resultado. Se agachó teniendo cuidado de no asomar la cabeza al pasillo, deslizó un sujetapapeles por el suelo y lo vio desaparecer ocho centímetros pasillo afuera. Tiró uno hacia adelante y otro hacia atrás. El plano se extendía, como mínimo, un metro hacia adelante y hacia atrás, aproximadamente paralelo al pasillo.

¿Y hacia arriba? Lanzó un sujetapapeles que trazó un arco a un metro ochenta de altura sobre el pasillo y desapareció.

Arrojó otro, más alto y hacia adelante. Este trazó un arco en el aire y cayó en la cabeza de una muchacha sentada tres asientos más adelante, en el pasillo de al lado. La joven se sobresaltó y se llevó una mano a la cabeza.

-Señor McCabe -dijo seriamente el profesor Dolohan -, ¿puedo preguntarle si esta clase le aburre?

El Bajito dio un salto y respondió:

-S...     No, profesor. Sólo estaba...

-Noté que hacía un experimento de balística y de la naturaleza de la parábola. Señor McCabe, una parábola es la curva descrita por un proyectil lanzado al espacio sin más fuerza continua que su impulso inicial y la fuerza de gravedad. ¿Puedo continuar ahora con mi curso o prefiere estar delante de la clase para demostrar la naturaleza de la mecánica paraboloide para ilustrar a sus compañeros?

-Lo siento, profesor -respondió el Bajito -. Estaba... Bueno... Quiero decir... que lo siento.

-Gracias, señor McCabe. Ahora el profesor volvió a ponerse frente a la pizarra -, si permitimos que el símbolo b represente el grado de no posibilidad, a diferencia de c...

El Bajito miró atentamente sus manos -mejor dicho, su mano -, que apoyaba en el regazo. Dirigió la mirada hacia el reloj colgado de la pared, encima de la puerta, y supo que la clase terminaría dentro de cinco minutos. Tenía que hacer algo, y de prisa.

Volvió a mirar hacia el pasillo. No es que allí hubiese algo que ver. Pero sí mucho en qué pensar: media docena de sujetapapeles, su mejor estilográfica y su mano izquierda.

Allí había algo invisible. No podía sentirlo cuando lo tocaba, y objetos como los sujetapapeles no hacían ruido cuando chocaban contra aquello. Y podía atravesarlo en una dirección, pero no en la otra. Podía estirar la mano derecha hacia allí y tocar la izquierda, sin duda alguna, pero después no recuperaría la derecha. Y la clase terminaría muy pronto y...

- Una locura. Solo podía hacer una cosa que tuviese sentido. No había nada al otro lado de ese plano que dañara su mano izquierda, ¿verdad? Bien, entonces, ¿por qué no atravesarlo? Se encontrara donde se encontrase, estaría entero.

Miró al profesor y esperó hasta que éste se volvió para escribir algo en la pizarra. Entonces, sin detenerse a meditar, sin atreverse a meditarlo, el Bajito se puso de pie en el pasillo.

Las luces se apagaron. O había entrado en la oscuridad.

Ya no podía oír al profesor, pero junto a sus orejas había un zumbido familiar que parecía el de un moscón que trazara círculos en algún lugar cercano, en la oscuridad.

Reunió sus manos y ambas estaban allí; la derecha abrazó a la izquierda. Bueno, se encontrara donde se encontrase, todo él estaba allí. Pero, ¿por qué no podía ver?

Alguien estornudó.

El Bajito se sobresaltó y luego preguntó:

-¿Hay... alguien aquí?

Su voz se estremeció ligeramente, y en ese momento deseó estar realmente dormido y despertar poco después.

-Por supuesto -respondió una voz, bastante aguda y quejumbrosa.

-Eh... ¿Quién?

- ¿Qué quiere decir quién? Yo. ¿No puedes ver? No, claro no. Lo había olvidado. ¡Eh, escucha a ese muchacho! ¡Y ellos dicen que nosotros estamos locos! -Se oyó una risa en la oscuridad.

-¿A qué muchacho? -preguntó el Bajito-. ¿Y quién dice que están locos? Escuchen, no compren...

-Este muchacho -dijo la voz-. El profesor. ¿No puedes? No, olvido que no puedes. De todos modos, no tienes nada que hacer aquí. Pero estoy escuchando al profesor, que explica lo que ocurrió con los saurios.

-¿Los qué?

-Los saurios, estúpido. Los dinosaurios. El muchacho está loco. ¡Y ellos dicen que nosotros lo estamos!

Súbitamente el Bajito McCabe sintió la necesidad, la profunda necesidad, de sentarse. Tanteó en la oscuridad, sintió la tabla de un pupitre y el asiento vacío y se deslizó en éste. Luego dijo:

-Señor, esto es chino para mí. ¿Quiénes dicen que están locos quiénes?

-Ellos dicen que nosotros. ¿No lo sabes? Claro, no lo sabes. ¿ Quién dejó entrar esa mosca?

-Empecemos por el principio -suplicó el Bajito-. ¿Dónde estoy?

-Vosotros, los normales -musitó la voz petulantemente-. Si se os enfrenta con algo fuera de lo común, empezáis a hacer preguntas... Bueno, espera un momento y te lo diré. Hazme el favor de aplastar esa mosca.

-No puedo verla. Yo...

-Cállate. Quiero escuchar esto. Para eso he venido. El... caramba, les dice que los dinosaurios se extinguieron por falta de alimentos porque se volvieron demasiado grandes. ¿No es una tontería? Cuanto más grande es una cosa, mayores sus posibilidades de obtener alimento, ¿no? ¡Y la idea de que los herbívoros se murieron de hambre en estos bosques! ¡O de que los carnívoros lo hicieron mientras los herbívoros estaban por allí! Y... Pero, ¿por qué te digo todo esto? Tú eres normal.

-Yo... no entiendo. Si soy normal. ¿Y usted qué es?

La voz emitió una risita.

-Yo soy un loco.

El Bajito McCabe tragó saliva. Aparentemente no había nada que decir. La voz estaba evidentemente en lo cierto al dar esa respuesta.

En primer lugar, si podía oír hacia fuera, el profesor Dolohan estaba hablando sobre el absoluto positivo y esa voz -con lo que estuviera adosado a ella, si es que había algo - había ido a oír hablar de la decadencia de los saurios. Eso no tenía sentido porque el profesor Dolohan era incapaz de distinguir un pterodáctilo borracho de un esferoide achatado por los polos.

Y...

-¡Uy! -exclamó el Bajito, pues algo le había dado un fuerte golpe en el hombro.

-Lo siento -dijo la voz -. Sólo le di un tortazo a esa maldita mosca. Se posó encima de ti. De todos modos, fallé. Espera un minuto hasta que mueva la llave y deje salir al maldito bicho. ¿Tú también quieres salir?

Súbitamente el zumbido cesó. El Bajito dijo:

-Escuche... tengo demasiada curiosidad para querer salir de aquí antes de tener alguna idea con respecto a de dónde estoy saliendo, quiero decir de qué estoy saliendo. Supongo que estoy loco, pero...

-No, eres normal. Nosotros somos los locos. De todos modos, eso es lo que dicen ellos. Bueno, escuchar la charla de ese muchacho sobre los dinosaurios me aburre. Me da lo mismo hablar contigo que prestarle atención. Pero tú no tenias nada que hacer al entrar aquí. Ni tú ni esa mosca, ¿comprendes? Hubo un error en el aparato. Le diré a Napoleón...

-¿A quién?

-A Napoleón. Es el mandamás de esta provincia. Los Napoleones también son jefes de algunas otras. Verás, muchos de nosotros creen ser Napoleón, pero yo no. Es un delirio común. De todos modos, el Napoleón al que me refiero es el de Donnybrook.

-¿Donnybrook? ¿No es un manicomio?

-Claro, ¿en qué otra parte estaría alguien que creyera ser Napoleón?

El Bajito McCabe cerró los ojos pero descubrió que de nada servia porque, de todos modos, estaba oscuro y ni siquiera podía ver si los tenía abiertos. Se dijo: "Tengo que seguir haciendo preguntas hasta obtener algo con sentido o voy a enloquecer. Quizás esté loco; tal vez esto es estar loco. Pero si lo estoy, ¿sigo sentado en la clase del profesor Dolohan o... qué?" Abrió los ojos y preguntó:

-Escuche, tratemos de abordarlo desde otro ángulo. ¿Dónde está usted?

-¿Yo? Ah, yo también estoy en Donnybrook. Quiero decir; normalmente. Todos los de esta provincia lo estamos, con excepción de unos pocos que todavía siguen fuera. ¿Comprendes? En este preciso momento -súbitamente su voz pareció turbarse -, estoy en una habitación acolchada.

-Y, ¿eso... es todo? -preguntó el Bajito, temeroso -. Quiero decir, ¿ Yo también estoy en una habitación acolchada?

-Claro que no. Tú estás cuerdo. Escucha, no tengo por qué hablar de estas cosas contigo. Ya sabes, han trazado una línea definida. Sólo se debe a que algo del aparato funciona mal.

El Bajito deseaba preguntar a qué aparato se refería, pero tuvo la corazonada de que, si lo hacía, la respuesta desencadenara siete u ocho preguntas nuevas. Quizá si se ceñía a un punto hasta comprenderlo podría empezar a entender algunos otros. Agregó:

-Volvamos a Napoleón. ¿Ha dicho que hay más de un Napoleón entre ustedes? ¿Cómo es posible? No puede haber dos iguales.

La voz emitió una risita.

-Eso es todo lo que sabes. Eso demuestra que eres normal. Ése es un razonamiento normal; desde luego, es correcto. Pero esos muchachos que creen ser Napoleón están locos, de modo que no es pertinente. ¿ Por qué cien hombres no pueden ser Napoleón si están demasiado locos para saber que no pueden?

-Bueno -insistió el Bajito -, aunque Napoleón no estuviera muerto, por lo menos noventa y nueve deberían estar equivocados, ¿no? Es lógico.

-Ése es el problema aquí -aseguró la voz -. Te repito que nosotros estamos locos.

-¿Nosotros? Quiere decir que yo...

-No, no, no, no, no. Al decir nosotros, me refiero a nosotros, a mí y a los demás, no a ti. Por eso no tienes nada que hacer aquí, ¿comprendes?

-No -respondió el Bajito.

Extrañamente, ahora no sentía el más mínimo temor. Sabia que tenía que estar dormido y soñando esa situación, pero creía que no era así. Sin embargo, estaba tan seguro de que no estaba loco como de cualquier otra cosa. La voz con la que hablaba había dicho que no lo estaba y, ciertamente, parecía ser erudita en el tema. ¡Cien Napoleones!

-Es divertido -agregó -. Quiero averiguar todo lo que pueda antes de despertar. ¿Quién es usted y cómo se llama? Yo soy el Bajito.

-Moderadamente encantado de conocerte, Bajito. En general, vosotros, los normales, me aburrís, pero pareces mejor que la mayoría. Sin embargo, preferiría no decirte el nombre que me dan en Donnybrook; no quisiera que vinieras a visitarme ni nada por el estilo. Llámame simplemente Dormilón.

-¿Se refiere a... los siete enanitos? ¿Cree ser uno de los.. .?

-Oh, no, en absoluto. No soy paranoico; ninguno de mis delirios, como tú los llamarías, se refieren a la identidad. Simplemente es el apodo por el que me conocen aquí. Del mismo modo que a ti te llaman Bajito, ¿comprendes? No te preocupes por mi otro nombre.

El Bajito preguntó:

-¿Cuáles son sus... bueno... delirios?

-Soy inventor, lo que ellos denominan un inventor chalado. Creo inventar máquinas de tiempo. Ésa es una.

-Ésta es... ¿Quiere decir que estoy en una máquina de tiempo? Bueno, si, eso explicaría... bueno... una o dos cosas. Pero escuche, si esto es una máquina de tiempo y funciona, ¿por qué dice que cree inventarlas? Si ésta lo es.. - quiero decir...

La voz rió.

-Pero una máquina de tiempo es imposible. Se trata de una paradoja. Tus profesores te explicarán que no puede existir una máquina de tiempo porque ello significaría que dos cosas podrían ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Y un hombre podría regresar y matarse cuando era más joven y... todo tipo de cosas por el estilo. Es totalmente imposible. Sólo un loco podría...

-Pero usted dice que ésta lo es. Bueno, ¿dónde está? Quiero decir, dónde en el tiempo.

-¿Ahora? En 1968, por supuesto.

-En... Eh, sólo es 1963. A menos que la moviera desde que subí, ¿lo hizo?

-No. Yo he estado en todo momento en 1968; ahí es donde asistía a esa clase sobre los dinosaurios. Pero tú subiste más atrás, cinco años atrás. Eso se debe al desvío. El que tomaré con Napo...

-¿Pero dónde estoy..., estamos, ahora?

-Bajito, estás en la misma aula en la que subiste. Pero cinco años adelante. Si te estiras, lo verás... Inténtalo, a tu izquierda, de regreso a donde estabas sentado.

-Ah... ¿Recuperaría mi mano o sería como cuando me estiré hacia aquí?

-Todo está bien, la recuperarás.

-Bueno... -dijo el Bajito.

A modo de prueba, estiró la mano. Tocó algo suave que parecía pelo. Lo cogió y tiró un poco.

Súbitamente se sacudió para liberarse e, involuntariamente, el Bajito retiró la mano.

-¡Caramba! -exclamó la voz a su lado-. ¡Qué divertido!

-¿Qué... pasó? -inquirió el Bajito.

-Era una muchacha, una belleza pelirroja. Está sentada en el mismo asiento que tú ocupabas hace cinco años. ¡Le tiraste del pelo y tendrías que haberla visto saltar! Escucha...

-¿Qué quiere que escuche?

-Entonces cállate para que yo pueda escuchar... -Se produjo una pausa y la voz rió -. ¡El profe la invita a salir!

-¿Qué? -preguntó el Bajito -. ¿En la clase? ¿Cómo...?

-Ah, él la miró cuando ella lanzó un grito y le dijo que se quedara después de la hora. Pero, a juzgar por el modo en que la mira, imagino que tiene otras intenciones. Y no le culpo, la muchacha es bellísima. Estirate y vuelve a tirarle del pelo.

-Pero... Bueno, no seria muy...

-Está bien -dijo la voz, fastidiada -. Olvido que no estás loco como yo. Ser normal debe de ser horrible. Bueno, salgamos de aquí. Estoy aburrido. ¿Te gustaría ir de caza?

-¿De caza? No tengo buena puntería, sobre todo si no puedo ver nada.

-Pero no estará oscuro si sales del aparato. Ya sabes, es tu propio mundo, pero está loco. Quiero decir, es un... ¿Cómo diría tu profesor? Un aspecto ilógico de logicidad. De todos modos, siempre cazamos con tiradores. Es más deportivo.

-¿Qué cazan?

-Dinosaurios. Son los más divertidos.

-¡Dinosaurios! ¡Con un tirador! ¿ Está lo...? Mejor dicho, ¿es verdad?

La voz rió.

-Claro. Mira, eso era lo divertido que decía el profesor sobre los saurios. Verás, los liquidamos. Desde que hice esta máquina de tiempo, el jurásico ha sido nuestro campo de caza favorito. Pero quizá queden uno o dos que podamos cazar. Conozco un buen lugar. Es aquí.

-¿Aquí? Creía que estábamos en un aula de 1968.

-Entonces estábamos. Aquí, invertiré la polaridad y podrás salir. Adelante.

-Pero... -tartamudeó el Bajito -. Bueno... -Y dio un paso hacia la derecha.

La luz del sol le cegó.

Era una luz más brillante y deslumbrante que la que jamás hubiese visto o conocido, un terrible contraste con la oscuridad en la que habla estado. Se cubrió los ojos con las manos para protegerlos y sólo lentamente pudo apartarías y abrir los ojos.

Entonces vio que estaba de pie sobre un terreno arenoso, próximo a la orilla de un lago de superficie lisa.

-Vienen aquí a beber -explicó una voz conocida, y el Bajito dio media vuelta.

El hombre que se encontraba allí de pie era un pequeño tunante de aspecto extraño, diez centímetros más bajo que el Bajito, que media un metro sesenta y cinco. Usaba gafas con montura de concha y una pequeña perilla; su rostro parecía minúsculo y marchito bajo una chistera negra, verde de tan vieja.

Se metió la mano en el bolsillo y extrajo un tirador pequeño pero con una goma bastante gruesa entre las puntas.

-Puedes disparar primero si quieres -dijo, y ofreció el tirador.

-El Bajito meneó enérgicamente la cabeza.

-Usted.

El hombrecito se agachó y eligió cuidadosamente algunas piedras que estaban en la arena. Las guardó todas menos una en el bolsillo, y esta última la colocó en el cuero del tirador. Luego se sentó en un pedrusco y dijo:

-No es necesario que nos escondamos. Esos dinosaurios son tontos. Vendrán hasta aquí.

El Bajito volvió a mirar a su alrededor. Había árboles hasta una distancia de cien metros a contar desde el lago, árboles extraños y monstruosos con hojas gigantescas, mucho más claros que los árboles que había visto en su vida. Entre éstos y el lago sólo aparecían pequeños arbustos achaparrados y de color marrón y una especie de césped amarillo y grueso.

Faltaba algo. Súbitamente el Bajito recordó de qué se trataba y preguntó:

-¿Dónde está la máquina de tiempo?

-¿Eh? Ah, aquí mismo -el hombrecito estiró un brazo hacia la izquierda, que desapareció hasta el codo.

-Ah -musitó el Bajito -. Me preguntaba qué aspecto tenía.

-¿Qué aspecto tenía? -repitió el hombrecito -. ¿Acaso pensabas que podría parecerse a algo? Ya te he dicho que no existe nada semejante a una máquina de tiempo. No puede existir, sería una paradoja total. El tiempo es una dimensión fija. Y cuando me lo demostré a mi mismo, enloquecí.

-¿Cuándo ocurrió?

-Aproximadamente hace cuatro millones de años a contar desde ahora, alrededor de 1961. Estaba decidido a fabricar una y enloquecí cuando no lo logré.

-Ah -respondió el Bajito -. Escuche, ¿cómo es que no podía verlo en el futuro y aquí si puedo? ¿Y qué mundo de hace cuatro millones de años es éste, el suyo o el mío?

-Lo mismo responde a las dos preguntas. Éste es terreno neutral; es antes de que se produjera una bifurcación entre cordura y locura. Los dinosaurios son espantosamente idiotas; carecen del cerebro suficiente para estar locos, por no hablar de que sean normales. No saben distinguir. No saben que no podía existir una máquina de tiempo. Por eso podemos venir aquí.

-Ah -repitió el Bajito.

Durante un rato permaneció callado. De algún modo, ya no le parecía sumamente extraño el hecho de estar esperando para ver cazar un dinosaurio con un tirador. La locura era que, de algún modo, esperara ver un dinosaurio. Bajo este supuesto, tampoco habría parecido más estúpido esperar allí uno con... Volvió a hablar:

-Digame. Si usar un tirador para esos bichos es deportivo, ¿se le ocurrió probar alguna vez con una palmeta matamoscas?

Los ojos del hombrecito se iluminaron.

-Ésa sí que es una idea -declaró -. Oye, quizá seas realmente elegible para...

-No -intervino el Bajito velozmente -. Sólo bromeaba, de veras. Pero escuche...

-No oigo nada.

-No me refería a eso, sino... Bien, escuche, muy pronto despertaré o algo así, y quisiera hacerle un par de preguntas mientras..., mientras sigue aquí.

-Querrás decir mientras todavía sigues tú aquí -puntualizó el hombrecito -. Ya te dije que meterte en esto conmigo fue un puro accidente y, además, algo que tengo que compartir con .......

-Maldito Napoleón -dijo el Bajito -. Escuche, ¿puede responder a esto para que yo logre comprenderlo? ¿Estamos o no estamos aquí? Quiero decir, si a su lado hay una máquina de tiempo, ¿cómo puede estar allí si una máquina de tiempo no puede existir? ¿Y yo estoy o no estoy todavía en el aula del profesor Dolohan y, si lo estoy, qué hago aquí? Y... oh, maldición, ¿de qué se trata?

El hombrecito sonrió pensativamente.

-Veo que estás hecho un lío. Podría aclarártelo. ¿Sabes algo de lógica?

-Bueno, un poco, señor... eh...

-Llámame Dormilón. Si sabes un poco de lógica, ese es tu problema. Olvidate de ella y recuerda que yo estoy loco y que esto cambia las cosas. Una persona loca no necesita ser lógica. Nuestros mundos son distintos, ¿comprendes? Ahora bien, tú eres lo que nosotros llamamos subnormal, es decir, ves las cosas del mismo modo que todos los demás. Pero nosotros no. Y puesto que la materia es, del modo más obvio, un simple concepto de la mente...

-¿Lo es?

-Por supuesto.

-Pero eso según la lógica. Descartes...

El hombrecito agitó vivamente el tirador.

-.          -Ah, sí, pero no según otros filósofos: los dualistas. Allí es donde los lógicos nos atraviesan. Nos dividen en dos campos, adoptan posiciones diametralmente opuestas con respecto a una cuestión y ambos no pueden equivocarse. Tonto, ¿no? Pero sigue en pie el hecho de que la materia es un concepto de la conciencia, incluso aunque algunas personas que no están realmente locas crean que lo es. Ahora bien, hay un concepto normal de la materia, que tú compartes, y una multitud de conceptos anormales. Los anormales suelen unirse.

-No lo entiendo claramente. ¿Quiere decir que ustedes tienen una sociedad secreta de... bueno... de lunáticos que... bueno... viven en un mundo distinto, como si fuese.. .?

-No como si fuese -le corrigió enfáticamente el hombrecito -, sino como si no fuese. Y no es una sociedad secreta ni nada organizado de ese modo. Simplemente es. Nos proyectamos en dos universos, por así decirlo. Uno es normal; nuestros cuerpos nacen allí y, desde luego, permanecen allí. Y si estamos lo bastante locos para llamar la atención, nos meten en manicomios de allí. Pero tenemos otra existencia en nuestras mentes. Ahí es donde estoy y ahí es donde estás en este momento, en mi mente. Yo tampoco estoy realmente aquí.

-¡Caray! -exclamó el Bajito -. ¿Pero cómo podría estar yo en su...?

-Ya te lo he dicho, la máquina se deslizó. Pero la lógica no tiene mucho que hacer en mi mundo. Una paradoja más o menos no tiene importancia. Y una máquina de tiempo es una bagatela. Muchos de nosotros las tenemos. Muchos de nosotros hemos venido aquí en ellas, a cazar. Así es como liquidamos a los dinosaurios y ése es el motivo por el cual...

-Espere -intervino el Bajito -. ¿ Este mundo en el que estamos sentados, el jurásico, forma parte de su... bueno... concepción o es real? Parece real y auténtico.

-Éste es real, pero nunca existió realmente. Es evidente. Si la materia es un concepto de la mente y los saurios no tenían cerebro, ¿cómo pudieron tener un mundo en el que vivir, salvo que nosotros lo pensamos para ellos después?

-Ah -murmuró el Bajito débilmente. Su mente describía círculos zumbantes -. O sea que los dinosaurios realmente nunca...

-Ahí viene uno -dijo el hombrecito.

El Bajito saltó. Miró desenfrenadamente a su alrededor, pero no vio nada parecido a un dinosaurio.

-Allá abajo -agregó el hombrecito -. Atraviesa los arbustos. Mira este disparo.

El Bajito observó a su compañero mientras éste preparaba el tirador. Un ser pequeño parecido a un saurio, pero que saltaba erguido como ningún saurio lo haría, rodeaba uno de los arbustos achaparrados. Media alrededor de cuarenta y cinco centímetros de altura.

Se oyó un agudo sonido sibilante cuando la goma se estiró y un golpe seco cuando la piedra alcanzó al animal entre los ojos. Cayó, por lo que el hombrecito se acercó y lo recogió.

-Podrás tirarle al próximo -afirmó.

El Bajito miró boquiabierto el saurio muerto.

-¡Un struthiomimus! -exclamó-. Caramba. ¿Y si aparece uno grande? Por ejemplo, un brontosaurio o un tiranosaurio rex.

-Están todos muertos. Los liquidamos. Sólo quedan los pequeños, pero es mejor que cazar conejos, ¿no te parece? Bueno, esta vez tengo suficiente con uno. Empiezo a aburrirme pero, si quieres, esperaré a que tú dispares contra uno.

El Bajito meneó la cabeza.

-Sospecho que con ese tirador no podría apuntar bien. Lo pasaré por alto. ¿Dónde está la máquina de tiempo?

-Aquí mismo. Da dos pasos hacia delante.

El Bajito le hizo caso y las luces se apagaron nuevamente.

-Un momento -dijo la voz del hombrecito -, accionaré las palancas. ¿Quieres bajarte donde subiste?

-Vaya... Quizá sea una buena idea; de lo contrario, podría meterme en un lío. ¿Dónde estamos ahora?

-De regreso en 1968. Ese muchacho aún le explica a su clase lo que él cree que ocurrió con los dinosaurios. Y esa pelirroja... Oye, es realmente hermosa. ¿Quieres tirarle otra vez del pelo?

No respondió el Bajito-. Pero quiero bajarme en 1963. ¿Como me llevará esto hasta allí?

Subiste aquí desde 1963, ¿no? Es el desvío. Creo que esto te hará bajar allí del mismo modo.

-Cree - -El Bajito se sobresaltó -. Escuche, ¿y si me baja el día antes y me sentara en mi propio regazo en ese aula? La voz rió.

No podrías, no estás loco. Pero yo lo hice una vez. Bueno, en marcha Quiero volver a...

-Gracias por el paseo -dijo el Bajito -. Pero, espere... me queda una pregunta por hacerle. Se refiere a los dinosaurios.

Bien date prisa; quizás el desvío no resista.

Los grandes, los realmente grandes, ¿cómo demonios los mataron con tiradores? ¿Lo hicieron?

El hombrecito rió.

-Claro que lo hicimos. Simplemente usamos tiradores más grandes, eso es todo. Adiós.

El Bajito sintió un empujón y la luz volvió a deslumbrarle. Estaba de pie en el pasillo del aula.

-Señor McCabe -dijo la voz sarcástica del profesor Dolohan-, faltan cinco minutos para que termine la clase. ¿Tendría la amabilidad de volver a ocupar su sitio? ¿Puedo preguntarle si se encontraba en estado de sonambulismo?

El Bajito se sentó rápidamente y respondió:

-Yo... Lo siento, profesor.

Permaneció el resto de la clase envuelto en una bruma. Había parecido demasiado vívido para ser un sueño y todavía le faltaba la estilográfica. Pero, obviamente, podía haberla perdido en cualquier parte. Todo había sido tan vívido que tardó un día entero en convencerse de que lo habla soñado y una semana en olvidarlo definitivamente, o casi por completo.

En efecto, el recuerdo sólo se desvaneció gradualmente. Un año después aún se acordaba vagamente de que había tenido ese sueño tan retorcido. Pero no cinco años después; ningún sueño se recuerda tanto tiempo.

Ahora era profesor adjunto y dictaba su propia clase de paleontología.

-Los saurios explicaba a sus alumnos -, desaparecieron a finales del período jurásico. Se volvieron demasiado grandes y pesados para abastecerse de alimentos...

Mientras hablaba, miraba a la bonita estudiante pelirroja de la fila del fondo. Y se preguntaba cómo lograría reunir ánimos para invitarla a salir.

En el aula había un moscón; se había elevado trazando una espiral zumbona desde un punto de la parte de atrás de la sala. Al profesor McCabe le recordó algo y, mientras hablaba, intentó recordar de qué se trataba. En ese preciso instante la muchacha de la fila del fondo dio repentinamente un salto y lanzó un grito.

-Señorita Willis -dijo el profesor McCabe -, ¿ocurre algo?

-Yo... creí que algo me tiraba del pelo, profesor -dijo, y se ruborizó, y entonces pareció más bella que nunca -. Supongo... que me quedé dormida.

Él la miró, seriamente porque los ojos de toda la clase lo observaban. Pero ésa era la oportunidad que había esperado y deseado. Agregó:

-Señorita Willis, ¿tendrá la amabilidad de quedarse después de la hora?

 

                                                                                            Fredric Brown  

 

                      

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