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El Retrato de Rose Madder / Stephen King
El Retrato de Rose Madder / Stephen King

 

 

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El Retrato de Rose Madder

 

BESOS SANGRIENTOS

Está sentada en el rincón, intentando tomar aliento en una habitación que hace unos instantes parecía contener suficiente aire, pero que ahora se le antoja desprovista por completo de él. A lo que toma por una distancia enorme, oye un leve susurro y comprende que se trata del aire al pasar por su garganta y volver a surgir en una serie de jadeos febriles, pero ello no cambia el hecho de que está ahogándose en el rincón del salón mientras contempla los vestigios desgarrados de la novela de bolsillo que estaba leyendo cuando su marido ha llegado a casa.

No es que le importe. El dolor que la atenaza es demasiado intenso como para que le queden fuerzas para preocuparse por cuestiones tan insignificantes como la respiración o la falta de aire en la atmósfera que respira. El dolor se la ha tragado al igual que la ballena se tragó, según cuentan, a Jonás, ese prófugo beatificado. El dolor palpita como un sol venenoso que arde en lo más profundo de su vientre, en un lugar donde hasta hace un rato tan sólo percibía la queda sensación de algo nuevo creciendo en su interior.

Jamás ha sentido un dolor como el que ahora la azota, al menos que ella recuerde..., ni siquiera cuando tenía trece años, en que desvió la bicicleta para evitar un charco, se estrelló de cabeza contra el asfalto y se hizo un corte que resultó tener exactamente once puntos de longitud. Lo que recordaba de aquella ocasión era un rayo plateado de dolor seguido de una sorpresa negra y estrellada que, en realidad, había sido una breve pérdida de conocimiento..., pero aquel dolor no había sido lo mismo que esta agonía. Esta terrible agonía. La mano posada sobre el vientre percibe carne que ha dejado de parecer carne; es como si le hubieran abierto la cremallera y sustituido el bebé por una piedra caliente.

Oh, Dios mío, por favor, piensa. Que no le haya pasado nada al bebé, por favor.

Pero ahora, cuando su respiración empieza a normalizarse un poco, se da cuenta de que al bebé sí le ha pasado algo, que él se ha asegurado de que así sea. Cuando estás embarazada de cuatro meses, el niño todavía es más parte de ti que un ser en sí mismo, y cuando estás sentada en el rincón con el cabello pegado en mechones lacios a las mejillas sudorosas, y tienes la sensación de que te has tragado una piedra caliente...

Algo le está dando besitos siniestros y resbaladizos en la cara interior de los muslos.

–No –susurra–. No. Oh, Dios mío, no. Dios mío de mi vida, Dios mío, no.

Que sea sudor, piensa. Que sea sudor... O a lo mejor me he hecho pis encima. Sí, eso es. Me ha hecho tanto daño al pegarme por tercera vez que me he hecho pis encima y ni siquiera me he dado cuenta. Eso es.

Pero no es sudor ni orina. Es sangre. Está sentada en un rincón del salón, contemplando un libro de bolsillo desmembrado cuyos fragmentos yacen sobre el sofá y bajo la mesita de café, y su seno se está preparando para vomitar el bebé que hasta ahora ha albergado sin protesta ni dificultad alguna.

–No –gime–. No, Dios mío, por favor, no.

Ve la sombra de su marido, retorcida y alargada como la imagen de un campo de maíz y la sombra de un ahorcado, danzando y bamboleándose en la pared del arco que conduce del salón a la cocina. Ve la sombra del teléfono apretada contra la sombra de la oreja, ve la larga sombra en espiral del cable. Incluso ve las sombras de sus dedos alisando los rizos del cable, sosteniéndolos y luego soltándolos para que recobren su forma original, como si se tratara de una mala costumbre de la que uno no puede librarse.

Lo primero que piensa es que está llamando a la policía. Una tontería, por supuesto... Él es la policía.

–Sí, es una emergencia –dice–: Claro que es una puta emergencia, guapa. Está embarazada.

Escucha mientras desliza el cable del teléfono entre sus dedos, y cuando vuelve a hablar lo hace en tono crispado. La leve irritación que percibe en su voz la llena otra vez de terror y le deja en la boca un sabor acerado. ¿Quién se interpondría en su camino? ¿Quién se atrevería a contradecirle? ¿Quién sería el idiota que se atrevería a hacerlo, por el amor de Dios? Sólo alguien que no lo conociera, por supuesto, alguien que no lo conociera tan bien como ella.

–¡Claro que no la moveré! ¿Se cree que soy imbécil o qué?

Desliza los dedos vestido arriba hasta el algodón empapado y caliente de sus bragas. Por favor, piensa. ¿Cuántas veces le han cruzado estas palabras por la mente desde que él le arrebatara el libro de las manos? No lo sabe, pero aquí está de nuevo. Por favor, que el líquido de mis dedos sea transparente. Por favor, Dios mío. Que sea transparente, por favor.

Pero cuando saca la mano de debajo del vestido, las yemas de los dedos están teñidas de sangre. A1 mirárselas, un calambre monstruoso la recorre de pies a cabeza como si de la hoja de una sierra se tratara. Se ve obligada a apretar los dientes para ahogar un grito. Sabe que más le vale no gritar en está casa.

–¡A la mierda con todas esas tonterías! ¡Hagan el favor de venir ahora mismo!

Cuelga el teléfono con estruendo.

Su sombra se hincha y oscila en la pared; de repente se detiene bajo el arco de la cocina, contemplándola con su rostro enrojecido y apuesto. Los ojos de ese rostro aparecen tan carentes de expresión como fragmentos de vidrio en la cuneta de una carretera rural.

–Fíjate –dice alzando ligeramente los brazos antes de volver a dejarlos caer a los costados con un golpe suave–. Fíjate qué porquería.

Ella alarga la mano hacia él para mostrarle las yemas ensangrentadas de los dedos..., lo más parecido a una acusación que se atreve a expresar.

–Ya lo sé.

Pronuncia estas palabras como si el hecho de saberlo lo explicara todo, como si colocara todo el asunto en un contexto coherente, racional. Se vuelve y mira con fijeza la novela de bolsillo desmembrada. Coge el fragmento del sofá y se agacha para recoger el que ha caído bajo la mesita de café. Cuando se incorpora, ella ve la portada, que muestra a una mujer con una blusa blanca de campesina de pie en la proa de un barco. El viento le azota el cabello de un modo espectacular, dejando al descubierto sus hombros lechosos. El título, El viaje de Misery, aparece en brillantes letras plastificadas de color rojo.

–Esto es el problema –asegura él, y blande los restos del libro ante su rostro como si agitara un periódico enrollado ante un cachorro que acabara de hacerse pis en el suelo–. ¿Cuántas veces te he dicho lo queme parecen estas porquerías?

Lo cierto es que la respuesta es nunca. Ella sabe que podría estar sentada en el rincón, abortando, si él hubiera– vuelto a casa y la hubiera encontrado mirando las noticias en la tele, cosiendo un botón de una de sus camisas o haciendo la siesta en el sofá. Está pasando una mala época, una mujer llamada Wendy Yarrow le ha estado complicando la vida, y lo que Norman hace con las complicaciones es compartirlas. ¿Cuántas veces te he dicho lo que me parecen estas porquerías?, habría gritado fueran cuales fuesen las porquerías en cuestión. Y entonces, justo antes de empezar a usar los puños: Quiero hablar contigo, cariño. De cerca.

–¿Es que no lo entiendes? –susurra ella–. ¡Estoy perdiendo el bebé!

Por increíble que parezca, Norman sonríe.

–Puedes tener otro –replica.

Habla como si consolara a una niña a la que se le ha caído el helado. A continuación lleva el libro destrozado a la cocina, donde sin duda lo tirará a la basura.

Hijo de puta, piensa sin ser consciente de ello. Los calambres vuelven a atenazarla, no sólo uno, sino muchos, revoloteando en su interior como insectos espeluznantes, y ella sepulta la cabeza en el rincón y gime. Hijo de puta, cómo te odio.

Norman traspone de nuevo el arco y se acerca a ella. Ella se da impulso con los pies para intentar apretarse contra la pared mientras lo observa con expresión frenética. Por un instante está segura de que Norman pretende matarla esta vez, no sólo hacerle daño o arrebatarle el bebé que lleva tanto tiempo anhelando, sino matarla. Hay algo inhumano en su aspecto cuando se acerca a ella con la cabeza baja, las manos caídas sobre los costados y los largos músculos de los muslos flexionándose. Antes de que los niños llamaran a las personas como su marido, polizontes, empleaban otra palabra para referirse a ellos, y de repente, mientras Norman cruza la estancia con la cabeza baja y las manos bamboleándose en los extremos de sus brazos como péndulos de carne, recuerda la palabra, porque ése es precisamente el aspecto que ofrece... Toro.

Gimiendo, meneando la cabeza y dándose impulso con los pies. Un zapato se le escapa y yace de costado en el suelo. Percibe una nueva oleada de dolor, calambres que se clavan en sus entrañas como anclas de puntas viejas y oxidadas, más sangre resbalando por sus piernas, pero no puede dejar de darse impulso con los pies. Lo que ve en él cuando se halla en este estado es nada en absoluto; una suerte de terrible ausencia.

Norman se cierne sobre ella y menea la cabeza con ademán cansino. De repente se agacha y desliza los brazos bajo su cuerpo.

–Note voy a hacer daño –le asegura al tiempo que se arrodilla para levantarla del suelo–,así que deja de hacer el idiota.

–Estoy sangrando –murmura ella, recordando que le ha prometido a la persona con la que ha hablado por teléfono que no la movería, que por supuesto que no la movería.

–Sí, ya lo sé –responde él con indiferencia.

Pasea la mirada en derredor, intentando decidir dónde ha ocurrido el accidente... Ella sabe lo que Norman está pensando con la misma certeza que si estuviera metida dentro de su cabeza.

–Tranquila, no pasa nada –prosigue él–. Ya parará. Ellos lo pararán.

¿Podrán detener el aborto?, grita ella mentalmente, sin detenerse a pensar que si ella puede hacerlo él también, sin darse cuenta de la expresión cautelosa con que la observa. Y una vez más se impide escuchar el resto de lo que está pensando. Te odio. Te odio.

Norman la lleva en volandas hasta la escalera. Vuelve a arrodillarse y la deja al pie.

–¿Estás cómoda? –pregunta solícito.

Ella cierra los ojos. No puede seguir mirándolo, ahora no. Tiene la sensación de que perderá el juicio si no deja de mirarlo.

–Bien –continúa Norman como si ella hubiera contestado.

Y cuando abre los ojos ve la expresión que a veces se dibuja en el rostro de Norman... esa ausencia. Como si su mente se hubiera ido volando y dejado el cuerpo atrás.

Si tuviera un cuchillo podría apuñalarlo, piensa..., pero es una idea que ni siquiera se permitirá escuchar de pasada, ni muchos menos considerar en serio. No es más que un eco profundo, tal vez una reverberación de la locura de su marido, tan leve como el susurro de alas de murciélago en una caverna.

De repente, el rostro de Norman se anima de nuevo, y al incorporarse le crujen las rodillas. Se mira la pechera de la camisa para asegurarse de que no está manchada de sangre. No lo está. Se vuelve hacia el rincón donde ella se desplomó. Allí sí hay sangre, unos cuantos hilillos y salpicaduras. De ella brota más sangre, ahora con más rapidez e intensidad; percibe cómo la empapa con una calidez insana  y en cierto modo ávida. Se está apresurando, como si hiciera tiempo que deseara expulsar al desconocido de su minúscula vivienda. Es casi como si –¡qué idea tan espantosa!– su propia sangre hubiera tomado partido por su marido..., sea cual sea ese partido demencial.

Norman vuelve a la cocina y allí se queda durante unos cinco minutos. Ella lo oye moverse mientras tiene lugar el aborto en sí mismo y el dolor llega al punto culminante antes de remitir en un chapoteo líquido que siente tanto como oye. De repente tiene la sensación de estar sentada en una bañera llena de fluido caliente y pegajoso. Una especie de salsa sangrienta.

La sombra alargada de Norman oscila en el arco cuando la nevera se abre y se cierra, y una alacena (el levísimo chirrido le revela que se trata de la que está debajo de la pica) también se abre y se cierra. Oye el sonido del agua, y a continuación Norman empieza a tararear algo –cree que es Cuando un hombre ama a una mujer– mientras el bebé se le escapa del cuerpo.

Cuando cruza de nuevo el arco, Norman lleva un bocadillo en una mano –todavía no ha cenado, por supuesto, y debe de tener hambre– y un paño húmedo de la cesta que hay debajo de la pica en la otra. Se agacha en el rincón hasta el que ella se arrastrara después de que Norman le arrancara el libro de las manos y le asestara tres fuertes puñetazos en la barriga –bam, bam, bam, hasta luego, desconocido–, y empieza a limpiar las salpicaduras y gotas de sangre; la mayor parte de la sangre y el resto de la porquería estará aquí, al pie de la escalera, justo donde él quiere.

Mientras limpia se come el bocadillo. Lo que ha puesto entre las rebanadas de pan huele al resto de cerdo asado que tenía pensado preparar con fideos el sábado por la noche, algo fácil que pudieran comer mientras miraban las noticias en la tele.

Norman mira el paño, teñido ahora de rosa pálido, luego mira el rincón y de nuevo el paño. Asiente con la cabeza, da un gran mordisco al bocadillo y se incorpora. Cuando sale de la cocina, ella oye el aullido distante de una sirena que se aproxima. Probablemente se trata de la ambulancia que él ha llamado.

Norman cruza la estancia, se arrodilla junto a ella y le toma las manos. Frunce el ceño al comprobar lo frías que están y empieza a frotárselas mientras le habla.

–Lo siento –dice–. Es que... han pasado muchas cosas... Esa zorra del motel...

Se interrumpe, desvía la mirada por un instante y luego se vuelve de nuevo hacia ella. En su rostro se dibuja una sonrisa extraña, arrepentida. A quién se lo explico, parece decir la sonrisa. Hasta este extremo hemos llegado... Vaya.

–Bebé –susurra ella–. Bebé.

Norman le oprime las manos con la fuerza suficiente para que duela.

–El bebé no importa; escúchame bien. Llegarán en cualquier momento.

Sí, la ambulancia está muy cerca ya, aullando en la noche como un perro indescriptible.

–Bajabas la escalera y has perdido pie. Te has caído. ¿Lo has entendido?

Ella lo mira sin decir nada. El dolor de su vientre ha remitido un poco, y cuando Norman le aprieta las manos (con más fuerza que antes), ella lo siente y jadea.

–¿Lo has entendido?

Ella observa sus ojos hundidos y ausentes antes de asentir. A su alrededor se eleva un olor entre salino y cobrizo. Ya no hay salsa sangrienta... Ahora tiene la sensación de estar inmersa en una caja volcada de experimentos químicos.

–Bien –prosigue Norman–. ¿Sabes lo que pasará si dices cualquier otra cosa?

Ella asiente de nuevo.

–Dilo. Será mejor que lo digas. Es más seguro.

–Me matarás –susurra ella.

Norman asiente con expresión complacida. Como un maestro que ha obtenido de un alumno algo torpe la respuesta a una pregunta difícil.

–Exacto. Y además te mataría lentamente. Antes de que terminara, lo que ha pasado esta noche te parecería un simple corte en un dedo.

Afuera, las luces escarlata entran parpadeando en el camino de coches.

Norman se termina el bocadillo y empieza a levantarse. Se dirigirá a la puerta para abrirles, el marido preocupado cuya esposa embarazada ha sufrido un desgraciado accidente. Antes de que se aleje, ella lo ase por el puño de la camisa. Norman baja la vista hacia ella.

–¿Por qué? –susurra ella–. ¿Por qué el bebé?

Por un instante ve en su rostro una expresión a la que apenas puede dar crédito... Parece miedo. Pero ¿por qué va a tener miedo de ella? ¿O del bebé?

–Ha sido un accidente –replica él por fin–. Eso es todo, un accidente. No he tenido nada que ver con ello. Y será mejor que sea eso lo que digas cuando hables con ellos. Que Dios te ayude si no lo haces.

Que Dios me ayude, piensa ella.

Afuera se oye el sonido de puertas al cerrarse, de pies corriendo hacia la casa, el chasquido metálico de la camilla sobre la que la transportarán hacia su lugar bajo la sirena. Norman se vuelve hacia ella una vez más con la cabeza baja en esa postura de toro, los ojos opacos.

–Tendrás otro niño, y esto no volverá a ocurrir. Al siguiente no le pasará nada. Una niña. O quizás un niño bien mono. El sexo no importa, ¿verdad? Si es un niño le compraremos un uniforme de béisbol. Si es una niña... –hace un gesto vago–, un sombrerito o algo así. Ya verás. Eso es lo que pasará. –Sonríe, y a ella le entran ganas de gritar; es como ver a un cadáver sonreír en su ataúd–. Si haces lo que te digo, todo irá bien. De eso puedes estar segura, cariño.

Entonces abre la puerta para dejar entrar a los enfermeros y les dice que se den prisa, que hay sangre. Ella cierra los ojos cuando se acercan; no quiere darles la oportunidad de que miren en su interior y destierren las voces de su mente.

No te preocupes, Rose, no te inquietes. No es más que una minucia, un bebé. Ya tendrás otro.

Una jeringuilla le pincha el brazo y a continuación la levantan del suelo. Mantiene los ojos cerrados, pensando: Bueno, sí, claro, supongo que puedo tener otro niño. Puedo tenerlo y llevármelo para que esté fuera de su alcance. Fuera de su alcance asesino.

Pero el tiempo pasa y, paulatinamente, la idea de abandonarle, que en ningún momento ha llegado a articular de forma coherente, se disipa a medida que el conocimiento del mundo racional da paso al sueño; al cabo de unos instantes, no existe más mundo para ella que el mundo del sueño en el que vive, un sueño como los que tenía de niña, donde corría y corría como si se hallara en un bosque infranqueable o un laberinto tenebroso, con el golpeteo de los cascos de un animal enorme persiguiéndola, una criatura temible y malsana que se acercaba cada vez más y acabaría por alcanzarla por mucho que se esforzara en desviarse, dar la vuelta, correr y deshacer lo andado.

La mente despierta conoce el concepto del sueño, pero para la persona que sueña no existe el mundo de la vigilia, el mundo real, la cordura; la confusión demencial del sueño. Rose McClendon Daniels durmió inmersa en la locura de su marido durante otros nueve años.

 

UNA GOTA DE SANGRE

Fueron catorce años de infierno en total, pero ella apenas si era consciente de ello. Durante la mayor parte de esos catorce años existió en un letargo tan profundo que era como la muerte, y en más de una ocasión estuvo casi convencida de que su vida no estaba sucediendo en realidad, que en un momento dado despertaría bostezando y desperezándose con la elegancia de la heroína de un dibujo animado de Walt Disney. Esta idea se le ocurría sobre todo después de que él le propinara tales palizas que tenía que meterse un rato en la cama para recuperarse. Eso había sucedido tres o cuatro veces en nueve años. En 1985, el año de Wendy Yarrow, el año de la reprimenda oficial, el año del «aborto», había sucedido casi una docena de veces. En septiembre de aquel año había emprendido su segundo y último viaje al hospital como consecuencia de los servicios de Norman... la última vez de momento. Había tosido sangre. Norman había pospuesto el viaje al hospital durante tres días con la esperanza de que se le pasara, pero cuando empeoró en lugar de mejorar, le explicó lo que tenía que decir (siempre le explicaba lo que tenía que decir) y a continuación la llevó al hospital de St. Mary. La llevó allí porque los enfermeros la habían llevado al City General después del «aborto». Le diagnosticaron una costilla rota que se le estaba clavando en el pulmón. Contó la historia de la caída por la escalera por segunda vez en tres meses, y ni siquiera creía que el interno encargado de la exploración y el tratamiento se la hubiera tragado, pero nadie le hizo preguntas embarazosas, sino que la curaron y la mandaron a casa. Sin embargo, Norman sabía que había tenido suerte, y después de aquello se había andado con más ojo.

En ocasiones, cuando estaba tumbada en la cama de noche, las imágenes se arremolinaban en su mente como extraños cometas. La más frecuente era la del puño de su marido, con la sangre esparcida sobre los nudillos y el oro en relieve de su anillo de la academia de policía. Algunas mañanas, Rose había visto las palabras de aquel anillo, Servicio, Lealtad, Comunidad, estampadas en la carne de su estómago o impresas en uno de sus pechos. Con frecuencia aquello le recordaba el sello azul de las autoridades sanitarias que se veían en los trozos de tocino o ternera.

Siempre estaba a punto de sucumbir, de relajarse y abandonarse cuando visualizaba aquellas imágenes. Pero entonces veía el puño flotando hacia ella, despertaba sobresaltada y permanecía tendida junto a él, temblando, esperando que Norman no se diera la vuelta, medio dormido, y le asestara un puñetazo en el vientre o en el muslo por molestarlo.

Entró en aquel infierno cuando tenía dieciocho años y despertó de su letargo alrededor de un mes después de su trigésimo segundo cumpleaños, casi media vida más tarde. Lo que la despertó fue una única gota de sangre, apenas del tamaño de una moneda de diez centavos.

La vio al hacer la cama. Estaba sobre la sábana de arriba, en su lado, cerca del lugar que ocupaba la almohada cuando la cama estaba hecha. De hecho, podía deslizar la almohada un poco hacia la izquierda y tapar la mancha, que se había secado y adoptado un feo color marronoso. Comprendió lo fácil que sería y estuvo tentada de hacerlo, sobre todo porque no podía cambiar sólo la sábana de arriba; no le quedaban más sábanas blancas limpias, y si ponía una de las floreadas para sustituir la manchada, tendría que poner la bajera floreada, porque si no lo hacía, lo más probable era que Norman se quejara.

Mira esto, casi le oyó decir. Las putas sábanas ni siquiera hacen juego... Has puesto una blanca abajo y una floreada arriba. Por el amor de Dios, ¿por qué eres tan perezosa? Ven aquí... Quiero hablar contigo de cerca.

Permaneció junto a su lado de la cama, bañada en un rayo de sol primaveral, esa zorra perezosa que se pasaba los días limpiando la pequeña casa (una sola huella digital en la esquina del espejo del baño podía granjearle un tortazo), obesionada por lo que le prepararía para cenar; permaneció allí de pie, contemplando la diminuta mancha de sangre sobre la sábana con el rostro tan impávido y carente de animación que un observador podría haber concluido que se trataba de una retrasada mental. Creía que la nariz había dejado de sangrarme, se dijo. Estaba segura.

No solía darle en la cara; sabía que no le convenía. Las palizas en la cara quedaban para los centenares de borrachos a los que había detenido a lo largo de su carrera como policía uniformado y más tarde como detective. Si pegas a alguien en la cara, a tu mujer, por ejemplo, con demasiada frecuencia, al cabo de un tiempo las historias acerca de las caídas por la escalera, de las colisiones contra la puerta del baño en plena noche o de pisar un rastrillo en el jardín perdían credibilidad. La gente sabía. La gente hablaba. Y a la larga te metías en apuros, aun cuando la mujer mantuviera la boca cerrada, porque, al parecer, los tiempos en que la gente se ocupaba de sus propios asuntos habían pasado a la historia.

Sin embargo, nada de todo esto tenía en cuenta su mal genio. Tenía mal genio, muy mal genio, y a veces perdía el control. Eso era lo que había sucedido la noche anterior, cuando Rose le trajo un vaso de té helado y le había derramado un poco sobre la mano. Pum, y la nariz empezó a sangrarle como un grifo roto antes de que Norman se diera cuenta de lo que había hecho. Mientras la sangre le corría por la boca y la barbilla, Rose vio la expresión de asco que se dibujó en el rostro de su marido antes de dar paso a otra calculadora y preocupada... ¿Y si le había roto la nariz? Eso significaría otra visita al hospital. Por un instante, Rose había creído que la esperaba una paliza de las buenas, una de ésas que la dejaban acurrucada en el rincón, jadeando, llorando e intentando recuperar el aliento suficiente como para poder vomitar. En el delantal. Siempre en el delantal. En aquella casa no se lloraba ni se discutía con la dirección, y desde luego, no se vomitaba en el suelo... a menos que una quisiera mantener la cabeza encima de los hombros, claro está.

Pero en aquel momento, el aguzado instinto de supervivencia de Norman había hecho su aparición; le había traído un paño lleno de hielo y la había conducido al salón, donde Rosie se había tumbado en el sofá con la cataplasma casera apretada entre los ojos llorosos.

Allí es donde hay que ponerlo, le había explicado Norman, si quieres detener la hemorragia y reducir la inflamación residual. Era la inflamación lo que le preocupaba, por supuesto. Al día siguiente le tocaba ir al mercado y no se podía disimular una nariz hinchada con unas gafas oscuras como podía disimularse un ojo amoratado.

Norman había vuelto a sentarse para terminar la cena, consistente en pescado al horno y patatas nuevas asadas.

La inflamación había sido insignificante, como confirmó un vistazo rápido en el espejo a la mañana siguiente (Norman ya la había examinado con atención antes de asentir, tomarse el café y salir a trabajar), y la hemorragia había cesado más o menos al cuarto de hora de aplicar el hielo... o eso había creído. Pero en algún momento de la noche, mientras Rose dormía, una gota traicionera de sangre le había brotado de la nariz para dejar aquella mancha, lo que significaba que tendría que deshacer la cama y cambiar las sábanas pese a que le dolía la espalda. La espalda siempre le dolía últimamente, incluso el hecho de agacharse o llevar incluso pesos ligeros le ocasionaba dolor. La espalda era uno de los objetivos predilectos de Norman. A diferencia de lo que denominaba «palizas faciales», no entrañaba riesgos pegar a alguien en la espalda... si es que ese alguien sabía mantener la boca cerrada, claro está. Norman llevaba catorce años ensañándose con sus riñones, y los vestigios de sangre que veía con cada vez mayor frecuencia en su orina habían dejado de sorprenderla o preocuparla. No era más que otro aspecto desagradable del matrimonio, eso era todo, y con toda probabilidad había millones de mujeres que se hallaban en peor estado. Miles de mujeres sólo en esta ciudad. En todo caso, así lo había creído hasta ese momento.

Contempló la mancha de sangre mientras un resentimiento desacostumbrado le palpitaba en la cabeza, mientras la acometía otra sensación, un cosquilleo penetrante, sin saber que eso era precisamente lo que siente cuando una despierta por fin.

Junto a su lado de la cama había una pequeña mecedora de madera que siempre había llamado, aunque por ninguna razón que fuera capaz de explicar, la Silla del Osito. Retrocedió hasta ella sin apartar los ojos de la mancha de sangre que resaltaba sobre la sábana blanca y se sentó. Permaneció sentada en la Silla del Osito durante casi cinco minutos, y de repente dio un respingo cuando una voz habló en la habitación, sin darse cuenta en el primer momento de que se trataba de su propia voz.

–Si esto sigue así acabará por matarme –dijo.

Y cuando se recuperó del sobresalto, supuso que era la gota de sangre, ese minúsculo fragmento de su ser que ya estaba muerto, que había brotado de su nariz para ir a morir sobre la sábana, con quien estaba hablando.

La respuesta que obtuvo procedía de su mente y era infinitamente más horrible que la posibilidad que había aventurado en voz alta:

Pero a lo mejor no te mata. ¿Te has parado a pensarlo? A lo mejor no te mata.

No, no se había parado a pensarlo. La idea de que algún día la pegara demasiado fuerte o en el lugar equivocado le había cruzado por la mente a menudo (aunque jamás la había manifestado en voz alta, ni siquiera a sí misma, hasta hoy), pero nunca la idea de que a lo mejor sobreviviría...

El zumbido de sus músculos y articulaciones aumentó. Por lo general se limitaba a permanecer sentada en la Silla del Osito con las manos entrelazadas en el regazo, mirando por encima de la cama su reflejo en el espejo del baño, pero aquella mañana empezó a mecerle, moviendo la silla adelante y atrás en arcos cortos y espasmódicos. Tenía que mecerse. Aquella sensación zumbante y cosquilleante que se había adueñado de sus músculos le exigía que se meciera. Y lo último que quería hacer era contemplar su imagen reflejada, por mucho que su nariz no se hubiera hinchado mucho.

Ven aquí, cariño, quiero hablar contigo de cerca.

Catorce años de aquello. Ciento sesenta y ocho meses de aquello, empezando por el momento en que Normanda había agarrado por el cabello y mordido el hombro por cerrar una puerta de golpe la noche de bodas. Un aborto. Un pulmón arañado. Las cosas horribles que le había hecho con la raqueta de tenis. Las marcas antiguas en partes de su cuerpo que las ropas cubrían. Mordiscos, en su mayoría, pues a Norman le encantaba morder. Al principio, Rose había intentado convencerse de que se trataba de mordiscos amorosos. Resultaba extraño pensar que en algún momento había sido tan joven, pero suponía que así había sido.

Ven aquí... Quiero hablar contigo de cerca.

De repente logró identificar aquel zumbido que ya se había extendido a todo su cuerpo. Era enojo, rabia, y al darse cuenta se quedó atónita.

Lárgate, instó de repente aquella parte tan profunda de su ser. Sal de esta casa ahora mismo, no esperes ni un minuto más. No te pares siquiera a peinarte. Lárgate.

–Qué tontería –dijo mientras seguía meciéndose con más fuerza y la mancha de sangre chisporroteaba frente sus ojos; desde la silla, la mancha parecía el punto de un signo de exclamación–. Qué tontería. ¿Adónde voy a ir?

A cualquier sitio donde él no esté, replicó la voz. Pero tienes que irte ahora mismo. Antes...

¿Antes de qué?

La respuesta a esa pregunta era fácil. Antes de que volviera a quedarse dormida.

Una parte de su mente, una parte habituada y acobardada, se percató de repente de que estaba contemplando seriamente aquella posibilidad y alzó la voz, escandalizada. ¿Dejar el hogar en que había vivido catorce años? ¿La casa en la que podía obtener cuanto quería? ¿Al marido que, si bien con un poco de mal genio y predispuesto a usar los puños, siempre había satisfecho sus necesidades a la perfección? Era una idea ridícula. Tenía que olvidarla inmediatamente.

Y tal vez lo habría hecho, con toda probabilidad lo habría hecho de no ser por la gota que manchaba la sábana. Aquella solitaria gota de color rojo oscuro.

¡Pues no la mires!, gritó nerviosa la parte de sí misma que se consideraba práctica y sensata. ¡Por el amor de Dios, no la mires, porque no te traerá más que problemas!

Pero ya no podía apartar la mirada. Sus ojos permanecieron clavados en la mancha mientras se mecía más y más deprisa. Sus pies, envueltos en zapatillas planas de color blanco, golpeaban el suelo a un ritmo creciente (el zumbido retumbaba casi exclusivamente en su cabeza, zarandeándole el cerebro y haciéndola arder), y lo que pensaba era: Catorce años. Catorce años con Norman hablando conmigo de cerca. El aborto. La raqueta de tenis. Tres dientes, uno de los cuales me tragué. La costilla rota. Los puñetazos. Los pellizcos. Y los mordiscos, por supuesto. Muchos mordiscos. Muchos...

¡Basta! Es inútil pensar en todo esto; no te vas a ninguna parte, porque él iría a por ti y te traería de vuelta, te encontraría, es policía y encontrar a gente es una de las cosas que hace, una de las cosas que mejor se le...

–Catorce años –murmuró.

Ahora no estaba pensando en los últimos catorce años, sino en los siguientes. Porque esa otra voz, la voz profunda, tenía razón. Quizá no la mataría. Quizá no. ¿Y qué sería de ella después de otros catorce años de Norman hablando con ella de cerca? ¿Podría agacharse? ¿Tendría una hora, siquiera quince minutos al día en que no tuviera la sensación de que sus riñones no eran piedras calientes enterradas en su espalda? ¿La pegaría Norman con fuerza suficiente como para anular alguna función vital, de forma que ya no pudiera levantar un brazo o una pierna, o tal vez le dejaría un lado de la cara fláccido y carente de expresión, como la pobre señora Diamond, que trabajaba en el supermercado Store 24 al pie de la colina?

De repente se levantó con tal ímpetu que el respaldo de la Silla del Osito chocó contra la pared. Se quedó de pie un instante, respirando con dificultad, con los ojos abiertos de par en par y clavados en la mancha marronosa, y luego se dirigió hacia la puerta que conducía al salón.

¿Adónde vas?, chilló la señora Práctica–Sensata en su cabeza, esa parte de sí misma que parecía enteramente dispuesta a quedar lisiada o morir por el privilegio de saber en qué lugar de la alacena estaban las bolsitas de té y en qué rincón del armario de la pica se guardaban los estropajos. ¿Dónde narices te crees que...?

Rose silenció la voz, algo que no había sabido que pudiera hacer hasta ese instante. Cogió el bolso de la mesa colocada junto al sofá y atravesó el salón en dirección a la puerta principal. De repente, la habitación le pareció enorme, y el recorrido, eterno.

Tengo que hacer esto paso a paso. Si anticipo siquiera un paso me desmoronaré.

En realidad, no creía que eso constituyera un problema. Por un lado, lo que estaba haciendo había cobrado cierta cualidad alucinatoria... A buen seguro no podía– limitarse a abandonar su casa y su matrimonio así por las buenas, ¿verdad? Tenía que tratarse de un sueño, ¿verdad? Y había otra cosa: el hecho de no anticipar los acontecimientos se había convertido en una costumbre para ella, un hábito que había dado comienzo la noche de bodas, cuando Norman la había mordido como un perro por dar un portazo.

Bueno, no puedes irte así, aunque sólo llegues al final de la manzana antes de rendirte, aseguró la señora Práctica–Sensata. Al menos quítate esos vaqueros que muestran lo gordo que se te está poniendo el pandero. Y péinate un poco.

Se detuvo y por un instante estuvo a punto de rendirse antes incluso de llegar a la puerta principal. Pero entonces identificó el consejo como lo que era, un ardid desesperado para obligarla a quedarse en casa. Y era un ardid bien astuto. No se tardaba mucho en cambiar los vaqueros por una falda ni ponerse espuma en el cabello y luego pasarse el peine, pero para una mujer en su posición, lo más probable es que fuera suficiente.

¿Suficiente para qué? Pues para volverse a dormir, por supuesto. Se hallaría inmersa en un mar de dudas cuando se estuviera subiendo la cremallera de la falda, y cuando acabara con el peine ya habría decidido que había sufrido una suerte de locura transitoria, una demencia momentánea que a buen seguro guardaba relación con la regla.

Y entonces entraría de nuevo en el dormitorio y cambiaría las sábanas.

–No –murmuró–. No lo haré. No lo haré.

Pero se detuvo de nuevo con la mano sobre el picaporte.

¡Por fin entra en razón!, exclamó la señora Práctica–Sensata en un tono que era una mezcla de alivio, júbilo y –por extraño que pareciera– leve desilusión. ¡Aleluya, la niña ha entrado en razón! ¡Más vale tarde que nunca!

El júbilo y el alivio de aquella voz interior se trocaron en mudo horror cuando Rose se acercó deprisa a la repisa de la chimenea de gas que Norman había instalado dos años antes. Con toda probabilidad, lo que buscaba no estaba ahí, pues por lo general sólo lo dejaba allí hacia final de mes (para no caer en la tentación, como decía), pero no costaba nada comprobarlo. Y conocía el número secreto, que no era más que su número de teléfono con el primero y último dígitos invertidos.

¡Dolerá ; chilló la señora Práctica–Sensata. ¡Si te llevas algo que le pertenece, dolerá mucho, y lo sabes! ¡MUCHO!

–De todas formas, no estará aquí –murmuró.

Pero sí estaba, la tarjeta del cajero automático del Banco Mercantil de color verde brillante con su nombre grabado en ella.

¡No la toques! ¡No te atrevas a tocarla!

Pero Rose se dio cuenta de que sí se atrevía, de que lo único que tenía que hacer era invocar la imagen de aquella gota de sangre solitaria. Además, la tarjeta también era suya; ¿no era eso lo que significaba el voto del matrimonio?

Pero, en realidad, no se trataba del dinero. Se trataba de acallar la voz de la señora Práctica–Sensata; se trataba de convertir este salto súbito e inesperado hacia la libertad en una necesidad en lugar de una elección. Parte de ella sabía que, si no lo hacía, realmente no llegaría más que al final de la manzana antes de que el panorama incierto del futuro se extendiera ante ella como un banco de niebla y Rosie regresara a casa y se apresurara a cambiar las sábanas para. poder fregar los suelos de la planta baja antes de mediodía..., y, por increíble que pareciera, eso era lo único en lo que había pensado aquella mañana al levantarse: en fregar suelos.

Haciendo caso omiso del clamor de aquella voz, cogió la tarjeta del cajero de la repisa, la dejó caer en su bolso y volvió a dirigirse hacia la puerta.

¡No lo hagas!, aulló la voz de la señora Práctica–Sensata. Oh, Rosie, no se limitará a hacerte daño por esto, sino que te enviará al hospital, a lo mejor incluso te matará... ¿es que no lo sabes?

Suponía que sí lo sabía, pero pese a todo siguió andando con la cabeza baja y los hombros inclinados hacia delante, como si se abriera paso por entre una fuerte tormenta. Era muy probable que Norman hiciera todas esas cosas..., pero primero tendría que dar con ella.

Esta vez, cuando su mano se cerró sobre el picaporte, no hubo vacilación alguna, sino que Rosie lo hizo girar, abrió la puerta y salió de la casa. Era un precioso día soleado de mediados de abril, y las ramas de los árboles empezaban a espesarse con los brotes. Su sombra se alargaba sobre la escalinata de entrada y el pálido césped nuevo como una silueta recortada de una cartulina negra con unas tijeras muy afiladas. Permaneció allí de pie, aspirando profundamente el aire primaveral, oliendo la tierra humedecida (y quizá reblandecida) por la lluvia caída durante la noche, mientras ella yacía dormida con una fosa nasal suspendida sobre aquella gota de sangre que se iba secando.

El mundo entero está despertando, pensó. No sólo yo.

Un hombre ataviado con chándal pasó corriendo por la acera cuando ella cerraba la puerta tras de sí. Alzó la mano en ademán de saludo, y Rosie hizo lo propio. Esperó que aquella voz interior volviera a elevar su protesta, pero no escuchó más que el silencio. Tal vez había enmudecido de sorpresa por el robo de la tarjeta del cajero, tal vez la había tranquilizado la serena paz de aquella mañana de abril.

–Me voy –murmuró–. Me voy de verdad.

Pero se quedó donde estaba unos instantes más, como un animal que ha permanecido encerrado en su jaula durante tanto tiempo que no puede creer en la libertad ni siquiera cuando se la ofrecen en bandeja. Alargó la mano detrás de su espalda y tocó el pomo de la puerta... de la puerta que conducía a su jaula.

–Se acabó –susurró.

Se puso el bolso bajo el brazo y avanzó los primeros doce pasos en dirección al banco de niebla en que se había convertido su futuro.

Aquellos doce pasos la llevaron al lugar donde el camino de hormigón se fundía con la acera, al punto por el que el corredor había pasado hacía más o menos un minuto. Torció a la izquierda, pero de repente se detuvo. En cierta ocasión, Norman le había explicado que las personas que creían estar escogiendo una dirección al azar –las personas perdidas en el bosque, por ejemplo–, solían tomar la dirección de su mano dominante. Probablemente carecía de importancia, pero Rosie descubrió que no quería que Norman supiera siquiera hacia dónde había girado en Westmoreland Street al salir de casa.

Ni siquiera eso.

Dobló a la derecha en lugar de a la izquierda, en la dirección de su mano torpe, y descendió por la pendiente. Pasó por delante del Store 24, reprimiendo el impulso de levantar la mano para cubrirse el rostro. Ya se sentía como una fugitiva, y una idea terrible había empezado a roerle la mente como un ratón roe el queso. ¿Qué sucedería si Norman volvía temprano del trabajo y la veía? ¿Qué pasaría si la veía caminando por la calle en tejanos y zapatillas planas, con el bolso debajo del brazo y el cabello despeinado? Se preguntaría qué coño hacía en la calle la mañana que le tocaba fregar los suelos de la planta baja, ¿verdad? Y querría que se acercara a él, ¿verdad? Sí. Querría que se acercara a él para poder hablar con ella de cerca.

Qué tontería. ¿Por qué va a volver a casa ahora? Sólo hace una hora que se ha marchado. No tiene ningún sentido.

No..., pero a veces la gente hacía cosas que no tenían sentido. Ella, por ejemplo... Mira lo que estaba haciendo en ese momento. ¿Y si Norman tenía un presentimiento repentino? ¿Cuántas veces le había dicho que los policías desarrollaban un sexto sentido con el tiempo, que sabían cuándo iba a pasar algo extraño? Sientes como un pinchazo en la base de la columna vertebral, le había explicado una vez. No encuentro otra descripción. Sé que la mayoría de la gente se burlaría, pero pregunta a cualquier policía... Ninguno de ellos se burlará. Ese pinchazo me ha salvado la vida un par de veces, cariño.

¿Y si había sentido ese pinchazo durante los últimos veinte minutos? ¿Y si el pinchazo lo había impulsado a meterse en el coche e ir a casa? Llegaría precisamente por ese camino, y Rosie se maldijo por haber girado a la derecha en lugar de a la izquierda al salir de casa. De repente se le ocurrió una idea aún más desagradable, una idea que encerraba una plausibilidad amenazadora... por no mencionar cierto equilibrio irónico. ¿Y si se había detenido en el cajero automático que estaba a dos manzanas de la comisaría para sacar diez o veinte pavos para comer? ¿Y si había decidido, tras darse cuenta de que no llevaba la tarjeta en la cartera, volver a casa a buscarla?

Domínate. Eso no va a suceder. No va a suceder nada parecido.

A media manzana, un coche tomó Westmoreland Street. Era rojo, qué coincidencia, porque ellos también tenían un coche rojo... Bueno, él; el coche no pertenecía más a Rosie que la tarjeta del cajero o el dinero al que permitía acceder. Su coche era un Sentra nuevo y... ¡otra coincidencia! ¿No era un Sentra el coche que se acercaba por la calle?

¡No, es un Honda!

Pero no era un Honda; no era más que lo que Rosie quería creer.

Era un Sentra, un Sentra rojo nuevecito. Su Sentra rojo. La peor pesadilla de Rosie se había hecho realidad casi en el mismo instante en que se le había ocurrido.

Por un momento, los riñones se le antojaron pesadísimos, increíblemente dolorosos, increíblemente llenos, y estuvo segura de que se haría pis encima. ¿Realmente había creído que podría escapar de él?

Debía de estar loca.

Es demasiado tarde para preocuparse por eso, le dijo la señora Práctica–Sensata. La histeria vacilante de aquella voz había desaparecido para convertirse en la única parte de su mente que aún parecía capaz de pensar, y hablaba en el tono gélido y calculador de un ser que antepone la supervivencia a todo lo demás. Será mejor que pienses en lo que le vas a decir cuando pare el coche y te pregunte qué haces aquí. Y será mejor que inventes algo bueno. Ya sabes lo rápido que es y lo mucho que ve.

–Las flores –masculló–. He salido a dar un paseo para ver a quién le han salido las flores, eso es todo.

Se había detenido con los muslos apretados en un intento de evitar el desastre. ¿La creería? No lo sabía, pero tendría que arriesgarse. No se le ocurría ningún pretexto mejor.

–Iba a acercarme hasta la esquina de St. Mark's Avenue y luego volver para lavar las...

Se interrumpió en seco, observando con los ojos abiertos de par en par, incrédulos, cómo el coche (un Honda a fin de cuentas, y más anaranjado que rojo) pasaba despacio junto a ella. La conductora le dirigió una mirada curiosa, y la mujer parada en la acera pensó: Si hubiera sido él, ninguna excusa habría servido, por plausible que fuera; habría visto la verdad escrita en tu cara, subrayada e iluminada con luces de neón. Y ahora, ¿estás lista para volver? ¿Para entrar en razón de una vez y volver?

No podía. La necesidad abrumadora de orinar había remitido, pero aún sentía la vejiga pesada y sobrecargada; los riñones todavía le palpitaban, le temblaban las piernas y el corazón le latía con tal violencia en el pecho que se asustó. Por nada del mundo podría volver a subir la cuesta, por suave que fuera.

Sí, sí que puedes. Sabes que puedes. Has hecho cosas más difíciles en tu matrimonio y las has superado.

Muy bien... Tal vez sí podía subir la cuesta, pero en aquel momento se le ocurrió otra cosa. A veces él llamaba. Por lo general, cinco o seis veces al mes, pero a veces con mayor frecuencia. Sólo para saludarla, cómo estás, quieres que traiga un cartón de leche semidesnatada o un tarro de helado, vale, hasta luego. Sin embargo, Rosie no detectaba ninguna solicitud ni cariño en aquellas llamadas. Norman llamaba para controlarla, nada más, y si ella no contestaba al teléfono, seguía sonando. No tenían contestador. En cierta ocasión, ella le había preguntado si no sería buena idea comprar uno. Norman le había propinado un golpe no del todo desagradable y le había dicho que no fuera tonta. Tú eres el contestador automático, había exclamado.

¿Y si llamaba y ella no estaba ahí para contestar?

Creerá que he ido temprano al mercado, eso es todo.

Pero no era eso lo que creería, de eso se trataba. Los suelos por la mañana, el mercado por la tarde. Así había sido siempre, y así era como esperaba Norman que fuese. La espontaneidad no era precisamente un cualidad muy fomentada en el 908 de Westmoreland. Si llamaba...

Echó a andar de nuevo, a sabiendas de que tenía que abandonar Westmoreland Street en la siguiente esquina, aun cuando no estaba del todo segura de dónde llevaba Tremont Street en ninguna de las dos direcciones. Sin embargo, aquello carecía de importancia a estas alturas; lo que importaba era que se hallaba en la ruta de su marido si regresaba de la ciudad por la 1–295, como solía hacer, y que Rosie tenía la sensación de estar clavada al blanco de una diana.

Giró a la izquierda en Tremont Street y pasó por delante de más casitas tranquilas de barrio residencial, separadas por setos bajos o hileras de árboles decorativos... Al parecer los olivos rusos estaban de moda en aquella calle. Un hombre que se parecía a Woody Allen con sus gafas de montura de concha, sus pecas y el sombrero informe de color azul colocado de cualquier manera sobre la cabeza, alzó la vista de las plantas que estaba regando y la saludó con la mano. Al parecer, todo el mundo quería ser amable hoy. Suponía que se debía al tiempo, pero lo cierto era que podría haberse pasado sin ello. No le costaba nada imaginar a Norman buscándola más tarde, siguiendo sus pasos, haciendo preguntas, empleando sus truquitos de simulación de memoria y mostrando su foto en cada parada.

Salúdalo. No te conviene que te recuerde como una persona antipática, la antipatía se graba en la memoria, así que salúdalo y sigue tu camino.

Lo saludó y siguió su camino. Volvía a tener ganas de hacer pis, pero tendría que aguantarse. No se veía ningún lugar adecuado en las inmediaciones, tan sólo más casas, más setos, más extensiones de césped verde pálido, más olivos rusos.

Oyó un coche tras ella y pensó que era él. Se volvió con los ojos abiertos de par en par, oscuros, y vio un Chevrolet oxidado avanzando por la calle casi a velocidad de peatón. El anciano que conducía llevaba sombrero de paja, y en su rostro se dibujaba una expresión de determinación aterrorizada. Rosie se volvió de nuevo antes de que el hombre pudiera ver su propia expresión de temor, dio un traspié y luego siguió caminando con la cabeza baja. El dolor sordo de riñones volvía a atenazarla, y la vejiga parecía a punto de estallarle. Suponía que pasaría apenas un minuto, dos a lo sumo, antes de que su cuerpo cediera. Si sucedía eso podía despedirse de cualquier posibilidad de escapar inadvertidamente. Tal vez la gente no recordara a una morena pálida caminando por la acera un agradable día de primavera, pero no sabía cómo iban a olvidar a una morena pálida con una mancha grande y oscura extendiéndose en torno a la entrepierna de los vaqueros. Tenía que solucionar aquel problema inmediatamente.

En la misma acera, dos casas más allá, se alzaba un bungalow de color chocolate. Tenía las persianas bajadas, y en el porche yacían tres periódicos. Había otro al pie de la escalinata de entrada. Rosie miró en derredor, comprobó que nadie la observaba y a continuación cruzó el césped del bungalow y se dirigió al jardín trasero, que aparecía desierto. Del pomo de la puerta mosquitera de aluminio pendía un papel rectangular. Rosie se acercó.a pasitos pequeños y forzados para leer el mensaje impreso: ¡Saludos de Ann  Corso su representante local de Avon! No la he localizado en casa, ¡pero volveré! ¡Gracias!¡ Y no dude en llamarme al 555–1731 si quiere hablar de cualquiera de los excelentes productos de Avon! La fecha garabateada al pie del mensaje era el 17 de abril.

Una vez más, Rosie paseó la mirada en derredor, comprobó que se hallaba protegida por los setos a un lado y los olivos rusos al otro, se bajó la cremallera de los vaqueros y se agachó en el hueco que quedaba entre la escalinata posterior y los depósitos de gas propano. Era demasiado tarde para preocuparse por si había alguien mirando por las ventanas del piso superior de cualquiera de las casas contiguas. Y además, el alivio que estaba experimentando restaba toda importancia a aquella cuestión..., al menos de momento.

Estás loca, ¿lo sabes?

Sí, por supuesto que lo sabía..., pero a medida que la presión. de su vejiga remitía y el riachuelo de orina fluía en zigzag entre los ladrillos de aquel jardín trasero, se adueñó de ella una sensación de júbilo demencia¡. En aquel momento supo lo que debía de significar cruzar un río que llevaba a un país extranjero, quemar el puente y quedarse de pie en la otra orilla, contemplando el espectáculo y respirando profundamente mientras la única oportunidad de retirada sucumbe pasto de las llamas.

Caminó durante casi dos horas, atravesando un barrio desconocido tras otro, antes de llegar a un centro comercial en la parte oeste de la ciudad. Delante de la tienda de pinturas y moquetas había un teléfono público, y cuando lo utilizó para llamar a un taxi, quedó asombrada al descubrir que ya no estaba en la ciudad, sino en Mapleton. Tenía grandes ampollas en ambos talones y suponía que no era de extrañar, pues debía de haber andado más de diez kilómetros.

El taxi llegó al cabo de un cuarto de hora, y por entonces, Rosie ya había ido a la tienda de veinticuatro horas del otro extremo del centro comercial para comprarse unas gafas de sol baratas y un pañuelo de rayón de color rojo intenso. Recordaba que, en cierta ocasión, Norman le había explicado que si uno quería desviar la atención de su rostro, lo mejor era llevar algo brillante, algo que atrajera la atención del observador en otra dirección.

El taxista era un hombre gordo de cabello despeinado, ojos inyectados en sangre y mal aliento. Su camiseta holgada y desvaída mostraba un mapa de Vietnam del Sur. CUANDO MUERA IRÉ AL CIELO PORQUE HE SERVIDO EN EL INFIERNO, rezaba la inscripción debajo del mapa. TRIÁNGULO DE HIERRO, 1969. Sus ojos enrojecidos la repasaron de arriba abajo con rapidez, pasando de sus labios a sus caderas antes de perder el interés, por lo visto.

–¿Adónde vamos, querida? –preguntó.

–¿Puede llevarme a la estación de los autobuses Greyhound?

–¿Se refiere a Portside?

–¿Es ésa la terminal de autobuses? .

–Sí –repuso el hombre mirándola por el retrovisor–. Pero está al otro lado de la ciudad. Le puede subir unos veinte pavos. ¿Puede permitírselo?

–Por supuesto –aseguró Rosie antes de aspirar profundamente y añadir–: ¿Sabe si hay algún cajero automático del Banco Mercantil por el camino?

–Si todos los problemas del mundo fueran tan sencillos –replicó el hombre al tiempo que bajaba bandera.

TARIFA MÍNIMA: 2,50, rezaba el aparato.

Rosie marcó el inicio de su nueva vida en el momento en que el taxímetro pasaba de 2,50 a 2,75, y las palabras TARIFA MÍNIMA desaparecían. Ya no sería Rose Damels a menos que se viera obligada a ello..., no sólo porque Daniels era el nombre de él y por tanto resultaba peligroso, sino porque lo había desechado. Volvería a ser Rosie MeClendon, la muchacha que se había precipitado al infierno a la edad de dieciocho años. Suponía que tal vez habría momentos en que se vería obligada a utilizar su nombre de casada, pero aun entonces seguiría siendo Rosie McClendon en su mente y en su corazón.

Realmente soy Rosie, pensó mientras el taxi atravesaba el Puente Trunkatawny, y sonrió cuando la letra de Maurice Sendak y la voz de Carole King le cruzaban por la mente como dos fantasmas. Y soy Rosie Real.

Pero ¿lo era? ¿Era real?

Pues voy a averiguarlo, pensó. Aquí y ahora.

El taxista se detuvo en Iroquois Square y señaló una hilera de cajeros automáticos instalados en una plaza dotada de una fuente y una escultura de bronce que no se asemejaba a nada en particular. El último cajero de la izquierda era de color verde brillante.

–¿Le va bien esto? –inquirió el hombre.

–Sí, gracias. No tardo nada.

Pero sí tardó. Primero le costó un gran esfuerzo pulsar el número secreto, pese a que la máquina contaba con teclas enormes, y cuando por fin logró completar aquella fase de la operación, no lograba decidir cuánto debía sacar. Pulsó siete–cinco–coma–cero–cero, vaciló antes de pulsar CONTINUAR y por fin retiró la mano. Norman la pegaría por escapar si le echaba el guante, de eso no cabía ninguna duda. Pero si la pegaba con la suficiente furia como para enviarla al hospital (o para matarte, murmuró una vocecilla, a lo mejor te mata, Rosie, y si lo olvidas es que estás loca), sería porque le había robado la tarjeta del cajero... y por usarla. ¿Quería realmente arriesgarse a semejantes represalias por setenta y cinco ridículos dólares? ¿Era suficiente?

–No –murmuró.

Alargó la mano y esta vez pulsó tres–cinco–cero–coma–cerocero... y volvió a titubear. No sabía exactamente cuánto dinero de lo que él llamaba «bolsillo» estaba ingresado en la cuenta asociada a la tarjeta, pero trescientos cincuenta dólares debían de ser un buen pellizco. Se enfadaría tanto...

Desvió la mano hacia la tecla CANCELAR/COMENZAR y entonces volvió a preguntarse qué importaba. Se enfadaría de todos modos. Ya no había vuelta atrás.

–¿Va a tardar mucho, señora? –le preguntó una voz a su espalda–. Es que ya se me ha pasado el descanso del café.

–Oh, lo siento –exclamó ella dando un respingo–. No, es que estaba... pensando en las musarañas.

Pulsó la tecla CONTINUAR. Las palabras UN MOMENTO POR FAVOR aparecieron en la pantalla del cajero. La espera no fue larga, pero sí lo suficiente como para que Rose imaginara de la forma más vívida que la máquina empezaría a emitir en cualquier momento una sirena aguda y gorj eante, y que una voz mecanizada gritaría: ¡ESTA MUJER ES UNA LADRONA! ¡DETÉNGANLA! ¡ESTA MUJERES UNA LADRONA!

En lugar de acusarla de ladrona, la pantalla le dio las gracias, le deseó buenos días y escupió diecisiete billetes de veinte y uno de diez. Rosie dirigió al joven que esperaba su turno una sonrisa nerviosa y regresó al taxi a toda prisa.

Portside era un edificio bajo y ancho de paredes color arena. Autobuses de todas clases, no sólo Greyhound, sino también Trailways, American Pathfinders, Eastern Highways y Continental Express, rodeaban la terminal con los morros sepultados en los andenes de carga. A Rosie se le antojaron lechones rollizos mamando de una madre extremadamente fea.

Se detuvo junto a la entrada principal y escudriñó el interior. La terminal no estaba tan abarrotada como había esperado (la protección de las masas) y a un tiempo temido (tras catorce años de apenas ver a nadie aparte de su marido y los compañeros de trabajo a los que a veces llevaba a cenar, había desarrollado algo más que una ligera agorafobia), probablemente porque era un día entre semana y a un tiro de piedra del día festivo más próximo. Sin embargo, calculó que habría unas doscientas personas en el edificio, deambulando, sentadas en anticuados bancos de madera y respaldo alto, jugando a marcianitos, tomando café en el bar o haciendo cola para comprar billetes. Varios niños pequeños caminaban de la mano de sus madres, con las cabezas echadas hacia atrás y llorando como corderitos perdidos en dirección al mural desvaído del techo. Un altavoz que resonaba como la voz de Dios en una epopeya bíblica de Cecil B. DeMille anunciaba diversos destinos. Erie, Pennsylvania; Nashville, Tennessee; Jackson, Mississippi; Miami, Florida (la voz incorpórea lo pronunció Miamuu); Denver, Colorado.

–Señora –la llamó una voz cansada–. Eh, señora, una ayuda. Una ayuda, ¿qué me dice?

Rosie se volvió y vio a un joven de rostro pálido y una cascada de cabello negro y sucio sentado con la espalda apoyada contra la pared a un lado de la entrada principal. Sobre el regazo sostenía un cartel de cartón. NO TENGO CASA Y TENGO EL SIDA, rezaba el mensaje. AYÚDENME, POR FAVOR.

–¿Verdad que tiene unas monedas sueltas? ¿Para ayudarme? Usted seguirá conduciendo su lancha rápida en el lago Saranac cuando yo ya esté más que muerto y enterrado. ¿Qué me dice?

De repente, Rosie se sintió extraña y débil, a punto de sufrir alguna suerte de colapso mental y emocional. La acometió la sensación de que la terminal crecía ante sus ojos hasta adquirir las dimensiones de una catedral, y había algo espeluznante en el ir y venir de la gente en los pasillos y huecos. Un hombre con un bulto de carne palpitante y arrugado colgando a un lado del cuello pasó junto a ella arrastrando los pies y con la cabeza gacha, tirando de un talego por el cordel. El talego siseaba como una serpiente al deslizarse por el sucio suelo embaldosado. De la boca del talego surgía un muñeco del ratón Mickey que le dedicó una sonrisa inocente. El altavoz divino anunciaba a los viajeros allí congregados que el expreso de Trailways saldría de la puerta 17 al cabo de veinte minutos.

No puedo hacerlo, pensó de repente. No puedo vivir en este mundo. No es sólo el hecho de no saber dónde están las bolsitas de té y los estropajos; la puerta tras la que me encerró a palizas era también la puerta que me aislaba de toda esta confusión y locura. Y jamás podré volver a traspasarla.

Por un instante le cruzó por la mente una imagen sobrecogedoramente vívida de la clase de la escuela dominical a la que asistía de niña... Adán y Eva llevando hojas de parra y con idénticas expresiones de vergüenza y miseria pintadas en el rostro, caminando descalzos por un sendero de piedra hacia un futuro amargo y yermo. Tras ellos se extendía el Jardín del Edén, exuberante y lleno de flores. Un ángel alado se hallaba junto a la verja cerrada, y la espada que sostenía en la mano brillaba con una luz terrible.

–¡Ni se te ocurra verlo así! –gritó de repente, y el hombre sentado junto a la entrada dio tal respingo que estuvo a punto de dejar caer el cartel–. ¡Ni se te ocurra!

–¡Dios mío, lo siento! –se disculpó el hombre del cartel, poniendo los ojos en blanco–. ¡Hala, márchese si es eso lo que piensa!

–No, yo... no es por usted... Estaba pensando en mi...

De repente tuvo conciencia de la absurdidad de lo que estaba haciendo, es decir, pedir perdón a un mendigo sentado en la entrada de la terminal de autobuses. Aún sostenía dos dólares en la mano, el cambio del taxi. Los arrojó a la caja de puros que yacía junto al joven del cartel y entró en la terminal de Portside como una exhalación.

En la parte posterior de la terminal, otro joven, éste con un bigote fino a lo Errol Flynn y un rostro apuesto y poco digno de confianza, había organizado sobre su maleta un juego que Rosie recordaba de los programas de televisión como triles.

–¿Puede encontrar el as de picas? –invitó–. ¿Puede encontrar el as de picas, señora?

Mentalmente, Rosie vio un puño flotando hacia ella. Vio un anillo en el dedo corazón, un anillo con las palabras Servicio, Lealtad y Comunidad grabadas en él.

–No, gracias –declinó–. Nunca he tenidos problemas con eso.

Cuando pasó a su lado, el joven la miró como si le faltara un tornillo, pero daba igual. No era asunto suyo. Ni tampoco eran asunto suyo el hombre de la entrada, que podía o no tener el sida, ni el hombre del bulto de carne y el muñeco del ratón Mickey sobresaliendo del talego. Sí era asunto suyo Rose Daniels, no, perdón, Rosie McClendon, y ése era el único asunto que le concernía.

Echó a andar por el pasillo central y se detuvo al ver un contenedor de basura. Una orden seca, NO TIRAR BASURAS AL SUELO, se veía escrita en su barriga redonda y verde. Rosie abrió el bolso, extrajo la tarjeta del cajero automático, la contempló durante un instante y a continuación la empujó por la ranura que se abría en la parte superior del contenedor. No le hacía ninguna gracia desprenderse de ella, pero al mismo tiempo experimentó un gran alivio al verla desaparecer. Si la conservaba podría caer en la tentación de usarla otra vez..., y Norman no era idiota. Era un animal, eso sí, pero idiota no. Si le proporcionaba un modo de seguirle la pista, lo aprovecharía. Más le valía recordar aquella regla.

Aspiró profundamente, retuvo el aire unos instantes, espiró y se dirigió a los monitores de LLEGADAS/SALIDAS que se hallaban en el centro del edificio. No miró atrás. Si lo hubiera hecho habría visto al joven del bigote a lo Errol Flynn revolviendo el contenedor en busca de lo que aquella señora tan rara de las gafas de sol y el pañuelo rojo acababa de tirar. A él le había parecido que se trataba de una tarjeta de crédito. Probablemente no, pero nunca se sabía hasta que no se comprobaba. Y a veces había suerte. ¿A veces? No, a menudo. Este país no recibía el nombre de Tierra de las Oportunidades por casualidad.

La ciudad grande más cercana hacia al oeste se hallaba a tan sólo cuatrocientos kilómetros de distancia, y a Rosie le parecía demasiado poco. Optó por otra ciudad aún más grande y situada a mil doscientos kilómetros de allí. Era una ciudad construida a la orilla de un lago, como ésta, pero en la siguiente zona horaria. Media hora más tarde salía un Continental Express hacia allí. Se dirigió hacia la hilera de taquillas y se puso a la cola. El corazón le latía con violencia en el pecho, y tenía la boca seca. Justo antes de que la persona que iba delante suyo terminara de comprar el billete y se apartara de la taquilla, Rosie se llevó el dorso de la mano a la boca y ahogó un eructo que ardía y sabía al café que se había tomado por la mañana.

No te atrevas a usar ninguna de las dos versiones de tu nombre aquí, se advirtió. Si te preguntan el nombre tendrás que darles otro.

–¿En qué puedo servirla, señora? –preguntó el empleado, observándola por encima de unas gafas colocadas en precario equilibrio sobre la nariz.

–Angela Flyte –repuso Rosie.

Era el nombre de su mejor amiga del instituto, la última amiga que realmente había tenido. En el instituto de Aubreyville, Rosie había salido con el chico que se había casado con ella una semana después de la graduación, y junto habían creado un país de dos..., cuyas fronteras solían permanecer cerradas a los turistas.

–¿Cómo dice, señora?

Rosie se dio cuenta de que había indicado un nombre en lugar de un lugar, y de lo extraño (este hombre debe de estar mirándome las muñecas y el cuello para ver si tengo marcas de la camisa de fuerza) que debía de haber sonado. Se ruborizó por la confusión y la vergüenza, haciendo un esfuerzo para pensar con claridad, para ordenar de algún modo sus pensamientos.

–Lo siento –se disculpó.

De repente tuvo una premonición tétrica; fuera lo que fuese lo que le deparaba el futuro, aquella frase sencilla y arrepentida la seguiría como una lata atada a la cola de un perro callejero. Durante catorce años había habido una puerta cerrada entre ella y la mayor parte del mundo, y en aquel momento se sentía como un ratón aterrorizado que no encuentra su grieta en los tablones del suelo de la cocina.

El empleado seguía mirándola, y los ojos que asomaban por encima de las gafas se habían tornado bastante impacientes.

–¿Puedo hacer algo por usted o no, señora?

–Sí, por favor. Quiero comprar un billete para el autobús de las once y cinco. ¿Quedan asientos?

–Oh, me parece que unos cuarenta. ¿Ida o ida y vuelta?

–Ida –repuso Rosie y sintió el calor de un nuevo rubor al comprender la enormidad de lo que acababa de decir. Intentó sonreír y lo repitió con voz algo más firme–:Ida, por favor.

–Serán cincuenta y nueve dólares y setenta centavos.

Rosie sintió que las rodillas se le doblaban de alivio. Había esperado un precio mucho más alto, incluso se había preparado para la posibilidad de que el empleado le cobrara la mayor parte de lo que tenía.

–Gracias.

El empleado debió de oír el tono de gratitud sincera en su voz, porque alzó la vista del impreso que había cogido y le sonrió.

–Ha sido un placer –repuso–. ¿Lleva equipaje, señora?

–No..., no llevo equipaje.

De repente sintió miedo de la mirada del empleado. Intentó inventar una explicación...; sin duda, al hombre le parecería sospechoso que una mujer sola viajara a una ciudad lejana sin más equipaje que el bolso, pero de sus labios no brotó explicación alguna. Y entonces comprendió que no importaba. El hombre no sospechaba, ni siquiera sentía curiosidad. Se limitó a asentir y a rellenar el billete de Rosie. De repente se le encendió una luz desagradable: no constituía una novedad en Portside. Aquel hombre veía a mujeres como ella cada dos por tres, mujeres que se ocultaban tras gafas de sol, mujeres que compraban billetes para otras zonas horarias, mujeres que tenían aspecto de haber olvidado por el camino quiénes eran, qué creían estar haciendo y por qué.

Rosie experimentó un profundo alivio cuando el autobús salió de la terminal (a su hora), torció a la izquierda, volvió a cruzar el Puente Trunkatawny y tomó la 1–78 hacia el oeste. Tras dejar atrás la última de las tres salidas del centro, Rosie vio el edificio acristalado triangular que albergaba el nuevo cuartel general de la policía. Se le ocurrió que su marido podía hallarse tras una de aquellas grandes ventanas en aquel momento, de que incluso podía estar contemplando aquel autobús grande y reluciente que reptaba por la interestatal. Cerró los ojos y contó hasta cien. Cuando volvió a abrirlos, el edificio había desaparecido. Desaparecido para siempre, esperaba.

Había escogido un asiento hacia la parte posterior del vehículo, y el motor diesel zumbaba de forma constante no muy lejos de ella. Volvió a cerrar los ojos y apoyó la mejilla en la ventana. No dormiría, porque estaba demasiado tensa, pero al menos podría descansar. Tenía la sensación de que necesitaría todo el reposo posible. Todavía la asombraba cuán deprisa había sucedido todo aquello, con una rapidez que recordaba más a un ataque al corazón o una embolia que a un cambio de vida. ¿Cambio? Una forma suave de expresarlo. No sólo había cambiado su vida, sino que la había desarraigado por completo, como quien arranca una violeta africana de su maceta. Cambio de vida, ya. No, no lograría conciliar el sueño. Ni hablar de dormir.

Y mientras pensaba en todo eso, se sumió no en el sueño, sino en ese cordón umbilical que conecta el sueño y la vela. Se balanceó adelante y atrás, vagamente consciente del zumbido constante del motor diesel, el sonido de los neumáticos sobre el pavimento, un niño sentado cuatro o cinco filas más adelante que le preguntaba a su madre cuándo llegarían a casa de la tía Norma. Pero también era consciente de que se había distanciado de sí misma, de que su mente se había abierto como una flor (una rosa, por supuesto), abierto como sólo se abre cuando una no se encuentra ni en un lugar ni en otro.

Soy realmente Rosie...

La voz de Carole King cantando la letra de Maurice Sendak. Las palabras llegaron flotando por el pasillo en que se encontraba procedentes de una cámara lejana, resonantes y acompañadas por las notas cristalinas y fantasmales de un piano .

... y soy Rosie Real...

Pues resulta que sí voy a dormir, pensó. Creo que sí. ¡Fíjate!

Será mejor que me creas... Soy fantástica...

Ya no se hallaba en el pasillo gris, sino en un espacio abierto y oscuro. Tenía la nariz, la cabeza entera inundada de olores estivales tan dulces e intensos que casi resultaban apabullantes. El más intenso de entre ellos era la fragancia del panal, ráfagas de esa fragancia. Oía grillos, y cuando alzó la mirada vio la superficie pulida y cremosa de la luna, que cabalgaba en lo alto. Su brillo blanco se esparcía por todas partes, convirtiendo en humo la niebla que se elevaba desde la maleza que la rodeaba.

Soy realmente Rosie... y soy Rosie Real...

Levantó las manos con los dedos extendidos y los pulgares casi unidos; enmarcó la luna como si de un cuadro se tratara, y cuando el viento nocturno le acarició los brazos desnudos, sintió que el corazón se le henchía de felicidad y acto seguido se contraía de miedo. Percibía un salvajismo aletargado en aquel lugar, como si en la tierra perfumada acecharan animales de grandes dientes.

Rose. Ven aquí, cariño. Quiero hablar contigo de cerca.

Volvió la cabeza y vio su puño surgiendo como un rayo de la oscuridad. Las luna gélida arrancaba destellos de las letras en relieve de su anillo de la academia de policía. Vio la mueca tensa en sus labios, separados en algo parecido a una sonrisa ...

... y despertó sobresaltada en su asiento, jadeante, con la frente perlada de sudor. Debía de haber respirado con fuerza durante un rato, porque la ventanilla estaba húmeda de aliento condensado, casi totalmente empañada. Limpió un trozo con el dorso de la mano y miró al exterior. La ciudad había desaparecido casi por completo; estaban pasando por un desierto periférico de gasolineras y restaurantes de comida rápida, pero tras ellos vio grandes extensiones de campo abierto.

He escapado de él, pensó. Me pase lo que me pase, he escapado de él. Aunque tenga que dormir en un portal o debajo de un puente, he escapado de él. Nunca volverá apegarme, porque he escapado de él.

Pero descubrió que no acababa de creérselo. Norman se enfurecería con ella e intentaría encontrarla. Estaba convencida de ello.

Pero 2 cómo va a encontrarme? He borrado las huellas; ni siquiera he tenido que escribir el nombre de mi amiga del colegio para comprar el billete. He tirado la tarjeta de crédito, eso es lo más importante. Así que, ¿cómo va a encontrarme?

No lo sabía con seguridad..., pero Norman se dedicaba a encontrar a gente, y Rosie tendría que andarse con mucho, mucho ojo.

Soy realmente Rosie... y soy Rosie real...

Sí, suponía que ambas caras de la moneda eran ciertas, pero jamás se había sentido menos fantástica en su vida. Se sentía como una partícula diminuta de desecho flotando en un océano inmenso. El terror que se había apoderado de ella al final de su breve sueño seguía dominándola, pero también los indicios de euforia y felicidad; la sensación de ser, si no poderosa, al menos libre.

Se recostó en el asiento de respaldo alto del autobús y vio desaparecer los últimos restaurantes de comida rápida y talleres de tubos de escape. Ahora no quedaba más que el campo, campos recién abiertos y cinturones de árboles que estaban adquiriendo ese fantástico color verde nebuloso que sólo se observa en abril. Los vio pasar con las manos entrelazadas sin tensión sobre el regazo, permitiendo que el gran autobús plateado la llevara a cualquiera que fuera el futuro que la esperaba.

 

LA AMABILIDAD DE LOS DESCONOCIDOS

Durante las primeras semanas de su nueva vida atravesó muchos momentos malos, pero incluso en el que, con toda probabilidad, fue el peor de todos, es decir, salir del autobús a las tres de la mañana y entrar en una terminal cuatro veces más grande que la de Portside, Rosie no lamentó la decisión que había tomado.

No obstante, estaba aterrorizada.

Rosie estaba de pie en el umbral de la Puerta 62, asiendo el bolso con ambas manos y paseando la mirada en derredor con los ojos abiertos de par en par, mientras la gente pasaba junto a ella en oleadas, algunos arrastrando maletas, otros con cajas de cartón atadas con cordel echadas al hombro, otros rodeando con el brazo los hombros de sus novias o las cinturas de sus novios. Mientras contemplaba la escena, un hombre corrió hacia una mujer que acababa de apearse del autocar de Rosie, la abrazó y la hizo girar con tal fuerza que los pies de la mujer se separaron del suelo. La mujer chilló de placer y terror, un chillido que resonó brillante como una bengala en la terminal abarrotada y confusa.

A la derecha de Rosie se veía una hilera de videojuegos, y aunque era la hora más oscura de la noche, ante todas ellas había adolescentes, en su mayoría con la gorra de béisbol calada al revés y al menos el ochenta por ciento del cabello rapado.

–¡Inténtalo de nuevo, Cadete del Espacio! –invitó la máquina más cercana a Rosie con voz cavernosa e inhumana–. ¡Inténtalo de nuevo, Cadete del Espacio!

Rosie pasó despacio junto a los videojuegos y entró en la terminal, segura de una sola cosa: no se atrevía a salir a la calle a aquellas horas de la madrugada. En su opinión, tenía todos los números para que la violaran, la asesinaran y la embutieran en el contenedor más próximo si salía. Miró a su izquierda y vio una pareja de policías bajando por la escalera mecánica desde el piso superior. Uno de ellos trazaba complicadas piruetas en el aire con la porra. El otro lucía una sonrisa dura y carente de humor que le recordó a un hombre que se hallaba a ochocientos kilómetros de allí. Sonreía, pero sus ojos, que se movían sin cesar, no.

¿Y si su trabajo consiste en hacer la ronda cada hora para echar a todos los que no tienen por qué estar aquí? ¿Qué harás entonces?

Se ocuparía de ello cuando llegara el momento, eso era lo que haría. Por el momento, se alejó de la escalera mecánica en dirección a un hueco en el que alrededor de una docena de viajeros ocupaban sillas de plástico duro. A los brazos de aquellas sillas había atornillados pequeños televisores que funcionaban con monedas. Rosie siguió avanzando sin perder de vista a los policías y experimentó un gran alivio cuando los vio atravesar la terminal en la dirección opuesta. Dentro de dos horas y media, tres a lo sumo, despuntaría el alba. Entonces podían cogerla y echarla. Hasta entonces quería quedarse allí, donde había luz y montones de gente.

Se sentó delante de una de las sillas de televisión. Dos asientos más allá dormitaba una chica ataviada con una cazadora vaquera desvaída y con una mochila sobre el regazo. Sus ojos se movían bajo los párpados violáceos, y del labio inferior le caía un hilillo plateado de saliva. En el dorso de la mano llevaba tatuadas tres palabras en vacilantes mayúsculas azules: QUIERO A MI AMORCITO. ¿Dónde está tu amorcito ahora, cariño?, pensó Rosie. Se quedó mirando la pantalla negra del televisor antes de volverse hacia la pared embaldosada que se alzaba a su derecha. Alguien había escrito CHÚPAME LA POLLA INFECTADA DE SIDA en rotulador rojo. Rosie desvió la vista a toda prisa, como si las palabras fueran a quemarle las retinas si las miraba durante demasiado rato, y contempló la terminal. En la pared del otro extremo vio un reloj enorme. Eran las tres y dieciséis minutos.

Dos horas y media más y podré irme, pensó, y se dispuso a esperar.

Había tomado una hamburguesa con queso y una limonada cuando el autocar había parado hacia las seis de la tarde anterior; desde entonces no había comido nada, y estaba hambrienta. Permaneció sentada en la sala de televisión hasta que las manecillas del gran reloj alcanzaron las cuatro de la madrugada, y entonces decidió que más le valía picar algo. Se dirigió a la pequeña cafetería situada cerca de las taquillas, sorteando por el camino a varias personas dormidas. Muchas de ellas rodeaban con aire protector bolsas de basura abultadas y remendadas con cinta adhesiva, y cuando Rosie pidió café, zumo y un cuenco de cereales, comprendió que no hacía falta que se preocupara por la posibilidad de que los policías la echaran. Las personas que dormían en la terminal no eran viajeros en tránsito, sino personas sin techo que acampaban allí. Rosie los compadecía, pero también experimentaba un alivio perverso... Era bueno saber que mañana ella tendría un lugar donde dormir si realmente lo necesitaba.

Y si viene aquí, a esta ciudad, ¿dónde crees que buscará primero?  ¿Cuál crees que será su primera parada?

Qué tontería... Norman no la encontraría, no había absolutamente ninguna posibilidad de que la encontrara, pero pese a ello, la idea le produjo un escalofrío que le recorrió toda la columna vertebral.

Comer la hizo sentirse mejor, más fuerte y despierta. Al terminar (después de entretenerse con el café hasta notar que el camarero chicano la miraba con franca impaciencia), regresó lentamente a la sala de televisión. Por el camino vislumbró un círculo azul y blanco sobre una cabina situada cerca del mostrador de alquiler de coches. Las palabras curvadas alrededor de la tira exterior blanca del círculo eran ASISTENCIA AL VIAJERO, y Rosie pensó, no sin una pizca de humor, que si algún viajero había necesitado verdaderamente ayuda alguna vez, era ella.

Avanzó un paso hacia el círculo iluminado. Comprobó que dentro de la cabina se sentaba un hombre, un tipo de mediana edad con cabello escaso y gafas de montura de concha. Estaba leyendo el periódico. Rosie avanzó otro paso, pero se detuvo de nuevo. ¿Qué iba a contarle, por el amor de Dios? ¿Que había abandonado a su marido? ¿Que se había marchado sin nada más que su bolso, la tarjeta del cajero automático de él y la ropa que llevaba puesta?

¿Por qué no?, le preguntó la señora Práctica–Sensata, y la ausencia total de comprensión en aquella voz golpeó a Rosie como un bofetón. Si has tenido agallas para abandonarlo, ¿por qué no vas a tener agallas para atribuirte la hazaña?

No sabía si tenía agallas o no, pero sí sabía que le resultaría muy difícil confesar a un desconocido el hecho más crucial de su vida a las cuatro de la mañana. Y de todas formas, lo más probable es que te mande a paseo. Lo más probable es que su trabajo consista en restituir billetes perdidos o anunciar que se ha perdido un niño por megafonía.

Sin embargo, sus pies siguieron avanzando hacia la cabina de Asistencia al viajero, y comprendió que en verdad tenía intención de hablar con el desconocido del cabello escaso y las gafas de montura de concha, y que lo iba a hacer por la razón más sencilla del mundo: no le quedaba otro remedio. Con toda probabilidad, en los días venideros se vería obligada a contar a un montón de gente que había abandonado a su marido, que había vivido sumida en una especie de letargo tras una puerta cerrada durante catorce años, que apenas tenía capacidad para vivir y ningún conocimiento profesional, que necesitaba ayuda, que no le quedaba otra opción que depender de la amabilidad de los desconocidos.

Pero nada de esto es realmente culpa mía, ¿verdad?, pensó, y la calma que detectó en su pensamiento la sorprendió, casi la asombró.

Llegó a la cabina y colocó sobre el mostrador la mano que no aferraba el bolso. Miró esperanzada y temerosa la cabeza inclinada del hombre de las gafas de montura de concha, estudiando el cráneo moreno y pecoso que asomaba por entre los mechones de cabello peinados a través en tiras delgadas y pulcras. Esperó a que el hombre levantara la cabeza, pero estaba absorto en la lectura del periódico, escrito en una lengua extranjera que parecía griego o ruso. Volvió una página con cuidado y frunció el ceño mientras contemplaba a dos jugadores de fútbol disputándose el balón.

–Perdone –murmuró Rosie por fin, y el hombre de la cabina alzó la vista.

Por favor, que tenga los ojos amables, pensó de repente. Aunque no pueda hacer nada por mí, que tenga los ojos amables... y que me vea, que vea a la persona verdadera que está de pie aquí sin nada a qué aferrarse aparte de la correa de su bolso barato.

Y entonces vio que, en efecto, tenía los ojos amables. Débiles y acuosos tras los vidrios gruesos de las gafas..., pero amables.

–Lo siento, pero... ¿puede ayudarme? –suplicó Rosie.

El voluntario de Asistencia al viajero se presentó como Peter Slowik y escuchó la historia de Rosie en silencio y con atención. Rosie le contó cuanto pudo, pues ya había llegado a la conclusión de que no podía depender de la amabilidad de los desconocidos si callaba la verdad sobre sí misma por orgullo o por vergüenza. El único detalle importante que se reservó (porque no sabía cómo expresarlo) fue lo desarmada que se sentía, lo poco preparada que estaba para afrontar el mundo. Hasta hacía aproximadamente dieciocho horas no se había dado cuenta de hasta qué pinto conocía el mundo tan sólo a través de la televisión o de los diarios que su marido llevaba a casa.

–Por lo que me cuenta se marchó llevada por un impulso –comentó el señor Slowik–, pero mientras viajaba en el autocar, ¿se le ocurrió alguna idea acerca de lo que debía hacer cuando llegara aquí?

–Pues he pensado que quizá podría encontrar un hotel femenino para empezar–repuso Rosie–. ¿Todavía existen?

–Sí, conozco al menos tres, pero el más barato cobra precios que probablemente la arruinarían en una semana. Por lo general son hoteles para señoras acomodadas que vienen a pasar una semana para ir de compras o visitar a parientes que no tienen sitio para alojarlas.

–Ah –murmuró Rosie–. Bueno, ¿y la YWCA?(Young Women Catholic Association, organización juvenil de carácter confesional.)

El señor Slowik meneó la cabeza.

–Cerraron el último albergue en 1990. Aquello estaba invadido de chaladas y drogaditas.

Rosie sintió que la acometía el pánico, pero entonces se obligó a pensar en las personas que dormían en el suelo de la terminal, abrazados a las bolsas de basuras remendadas que contenían sus pertenencias. Siempre me queda esa solución, pensó.

–¿Se le ocurre alguna idea a usted? –inquirió por fin.

El voluntario la observó durante unos instantes mientras se golpeteaba el labio inferior con el bolígrafo, un hombre menudo y corriente de ojos acuosos, un hombre que pese a todo le había hecho caso y había hablado con ella, que no la había mandado a paseo. Y por supuesto, no me ha ordenado que vaya para poder hablar conmigo de cerca, pensó.

Slowik pareció tomar una decisión. Se abrió la chaqueta, una cazadora vulgar de poliéster que había visto mejores épocas, rebuscó en el bolsillo interior y extrajo una tarjeta de visita. En la cara que mostraba su nombre y el logotipo de Asistencia al viajero anotó con meticulosidad una dirección en letras de imprenta. A continuación le dio la vuelta y en el dorso estampó una firma que a Rosie se le antojó cómicamente grande. Aquella firma enorme le recordó algo que su profesor de Historia Americana había explicado una vez en el instituto, la leyenda de por qué John Hancock había escrito su nombre en letra exageradamente grande en la Declaración de Independencia. «Para que el rey Jorge pueda leerlo sin lentes», había dicho Hancock según la leyenda.

–¿Puede leer la dirección? –preguntó el hombre al tiempo que le alargaba la tarjeta.

–Sí –asintió Rosie–, 251 Durham Avenue.

–Bien. Guárdese la tarjeta en el bolso y no la pierda. Lo más probable es que se la pidan cuando llegue. La envío a un lugar llamado Hijas y Hermanas. Es un centro de acogida para mujeres maltratadas. Según su historia, diría que es una buena candidata.

–¿Cuánto tiempo me dejarán quedarme?

–Creo que varía según el caso –replicó Slowik con un encogimiento de hombros.

Así es que eso es lo que soy ahora, pensó. Un caso.

Al parecer, Slowik le leyó el pensamiento, porque de repente esbozó una sonrisa. Los dientes que dejó al descubierto no tenían nada de agradable, pero el gesto le pareció muy sincero. El hombre le dio una palmadita en la mano. El contacto fue breve, algo torpe y un poco tímido.

–Si su marido la pegaba de la forma que me ha contado, señora McClendon, su situación habrá mejorado aterrice donde aterrice.

–Sí –corroboró ella–. Yo también lo creo. Y si todo sale mal, siempre me queda el suelo de la terminal, ¿no?

–Oh, no creo que las cosas lleguen a ese extremo –exclamó el hombre con aire sobresaltado.

–Podrían. Sí, podrían.

Rosie señaló con la cabeza a dos de las personas sin techo, que dormían una al lado de la otra sobre sus abrigos extendidos en el extremo de un banco. Uno de ellos llevaba una gorra naranja muy sucia echada sobre el rostro para protegerse de la despiadada luz.

Slowik se los quedó mirando un instante antes de volverse de nuevo hacia ella.

–No, las cosas no llegarán a ese extremo –repitió con mayor convicción–. Los autobuses urbanos paran justo delante de la entrada principal; gire a la izquierda y ya los verá. El bordillo está pintado de diferentes colores que corresponden a las diferentes líneas. Tiene que coger el autobús de la línea naranja, así que espere en el trozo de bordillo pintado de naranja, ¿lo ha entendido?

–Sí.

–Cuesta un dólar, y el conductor querrá que le dé el importe exacto. Lo más probable es que se impaciente si no tiene cambio.

–Tengo un montón de cambio.

–Bien. Baje en la esquina de Dearborn con Elk, luego siga por Elk dos manzanas... o quizás tres, no me acuerdo. En cualquier caso llegará a Durham Avenue. Gire a la izquierda. Son unas cuatro manzanas, pero de las cortas. Es una casa grande de madera. Le diría que tiene aspecto de necesitar una mano de pintura, pero a lo mejor ya la han pintado. ¿Podrá recordarlo todo?

–Sí.

–Otra cosa. Quédese en la terminal hasta que se haga de día.

Hasta entonces no salga a ningún sitio, ni siquiera a la parada del autobús.

–No tenía ninguna intención de hacerlo –le aseguró Rosie.

Sólo había conseguido dormir dos o tres horas mal dormidas en el Continental Express que la había llevado hasta allí, de modo que lo que sucedió cuando se apeó del autobús de la línea naranja no era de extrañar: se perdió. Más adelante, Rosie decidió que debía de haberse equivocado de dirección en Elk Street, pero la consecuencia, casi tres horas deambulando por un barrio desconocido, revistió mucha más importancia que la razón. Recorrió manzana a manzana arrastrando los pies, buscando Durham Avenue sin encontrarla. Le dolían los pies. Le dolía la parte baja de la espalda. Empezó a dolerle la cabeza.

Y a todas luces, en aquel barrio no había ningún Peter Slowik; los rostros que no la desatendieron por completo la observaban con desconfianza, suspicacia o franco desdén.

Poco después de apearse del autobús pasó por delante de un bar sucio y enigmático llamado El Sorbo. El establecimiento tenía las persianas bajadas, los rótulos de cerveza apagados y la puerta enreja, da. Cuando llegó al mismo bar al cabo de unos veinte minutos, sin darse cuenta hasta entonces de que estaba pasando por un lugar en el que ya había estado, porque todas las casas se le antojaban idénticas, las persianas seguían bajadas, pero los rótulos de cerveza aparecían iluminados y la reja estaba subida. Un hombre ataviado con ropa de trabajo estaba apoyado contra la puerta con una jarra de cerveza medio vacía. Rosie miró el reloj y comprobó que no eran ni las seis y media de la mañana.

Bajó la cabeza hasta no poder ver al hombre más que por el rabillo del ojo, asió la correa del bolso con más fuerza y apretó el paso. Suponía que el hombre de la puerta sabría dónde quedaba Durham Avenue, pero no tenía ninguna intención de preguntárselo. Tenía aspecto de ser un tipo al que le gustaba hablar con la gente, sobre todo con las mujeres, de cerca.

–Eh muñeca eh muñeca –la llamó cuando pasaba por delante de El Sorbo. Y aunque Rosie no quería mirarlo, no pudo evitar echarle un vistazo aterrado por encima del hombro. El tipo tenía entradas, la piel pálida en la que destacaban varias imperfecciones que parecían quemaduras a medio cicatrizar, y un bigote de morsa pelirrojo oscuro que le recordó a David Crosby, de los Crosby, Stills & Nash. En los pelos advirtió salpicaduras de espuma de cerveza.

–Eh muñeca quieres marcha no estás nada mal la verdad es que estás bastante buena qué te parece echamos un polvo quieres hacer el perro qué te parece...

Rosie desvió la mirada y se obligó a caminar con paso firme, la cabeza gacha, como una musulmana de camino al mercado; se obligó a hacer caso omiso del hombre. Si le prestaba atención, el hombre podía seguirla.

–Eh muñeca nos ponemos a cuatro patas qué te parece. Venga vamos a echar un polvo hacemos el perro y follamos follamos follamos.

Rosie dobló la esquina y dejó escapar un largo suspiro tembloroso que palpitaba como un ser vivo al son de su corazón frenético y asustado. Hasta aquel instante no había echado en absoluto de menos su ciudad ni su barrio, pero ahora, el miedo que le había infundido el hombre del bar y su propia desorientación (¿por qué tenían que ser iguales todas las casas?, ¿por qué?) se fundieron en una sensación que se acercaba mucho a la nostalgia. Jamás se había sentido tan espantosamente sola, tan convencida de que las cosas iban a salir mal. Se le ocurrió que tal vez jamás lograría escapar de aquella pesadilla, que aquello quizá no era más que el avance de lo que iba a ser el resto de su vida. Incluso empezó a creer que Durham Avenue no existía, que el señor Slowik de Asistencia al viajero, tan amable en apariencia, no era más que un psicópata sádico que se entretenía en desorientar a las personas que ya de por sí iban perdidas.

A las ocho y cuarto según su reloj, largo rato después de que el sol saliera y avanzar por un día que prometía ser intempestivamente caluroso, Rosie abordó a una mujer gorda envuelta en una bata que se hallaba al pie del camino de entrada de su casa y cargaba cubos de basura vacíos en una carretilla con movimientos lentos y estilizados.

–Perdone –la llamó Rosie mientras se quitaba las gafas de sol.

La mujer se dio la vuelta con brusquedad. Mantenía la cabeza baja y en su rostro se dibujaba la expresión truculenta de una señora a la que mucha gente había llamado foca desde la acera de enfrente o los coches que pasaban.

–¿Qué quiere?

–Estoy buscando el 251 de Durham Avenue –explicó Rosie–. Es un lugar llamado Hijas y Hermanas. Me han dicho cómo se va, pero creo que...

–¿Qué? ¿Esas lesbianas de la caridad? Te has equivocado de tía, guapa. Yo paso de esas comechochos. Lárgate. Que te largues.

Dicho aquello se volvió de nuevo hacia la carretilla y empezó a empujar los cubos castañeantes por el camino de entrada con los mismos gestos lentos y ceremoniosos, sujetándolos con una de sus manos blancas y rollizas. Las nalgas le temblaban sueltas bajo la tela desvaída de la bata. A1 llegar a la escalinata miró por encima del hombro.

–¿Estás sorda o qué? Lárgate de una puta vez. Antes de que llame a la pasma.

La última palabra le hirió la fibra sensible. Rosie se puso las gafas de sol y se alejó con rapidez. ¿La pasma? No, gracias. No quería saber nada de la policía. De ningún policía. Pero después de alejarse un poco de la señora gorda, Rosie se dio cuenta de que en realidad se encontraba un poco mejor. Al menos había descubierto que Hijas y Hermanas (centro conocido en algunos parajes como esas lesbianas de la caridad) existía de verdad, y aquello representaba un paso en la dirección correcta.

Tras recorrer otras dos manzanas llegó a un colmado con aparcamiento para bicicletas delante y un cartel que rezaba PANECILLOS RECIÉN SALIDOS DEL HORNO en el escaparate. Rosie entró, compró un panecillo, que estaba caliente y le recordó a su madre, y preguntó al anciano que estaba tras el mostrador dónde estaba Durham Avenue.

–Vaya, se ha desviado un poco –comentó el hombre.

–¿Ah, sí? ¿Cuánto?

–Pues casi tres kilómetros. Venga.

El anciano le puso la mano huesuda en el hombro, la condujo hasta la puerta y señaló un cruce con mucho tráfico a tan sólo una manzana de distancia.

–Aquello es Dearborn Avenue.

–Dios mío, ¿de verdad?

Rosie no sabía si reír o llorar.

–Sí. El problema de buscar una dirección a partir de Dearborn es que atraviesa casi toda la ciudad. ¿Ve aquel cine cerrado?

–Sí.

–Bueno, pues tiene que girar a la derecha en Dearborn, y luego seguir unas dieciséis o dieciocho manzanas. Es un paseíto. Será mejor que coja el autobús.

–Supongo que sí.

Sin embargo, sabría que no lo haría. No le quedaban monedas de veinticinco, y si el conductor del autobús le echaba una bronca por tener que cambiarle un billete de un dólar se echaría a llorar. (La idea de que el anciano con el que estaba hablando estaría encantado de darle cambio ni se le pasó por la cabeza.)

–Yen un momento dado llegará a...

–Elk Street.

El anciano le lanzó una mirada exasperada.

–¡Señora! Si sabía ir, ¿por qué pregunta?

–No sabía ir–replicó Rosie, y aunque el anciano no se había mostrado especialmente antipático, sintió que los ojos se llenaban de lágrimas–. ¡No sé nada! Llevo horas dando vueltas, estoy cansada y...

–Vale, vale –la atajó el anciano–. Tranquila, no se ponga nerviosa, no pasa nada. Baje del autobús en Elk. Durham está a unas dos o tres manzanas. Coser y cantar. ¿Tiene una dirección?

Rosie asintió con un gesto.

–Pues entonces ya está –dijo el anciano–. No tendría que haber ningún problema.

–Gracias.

El hombre se sacó un pañuelo arrugado pero limpio del bolsillo trasero. Se lo alargó con la mano nudosa.

–Límpiese la cara, querida –le aconsejó–. Está empapada.

Caminó lentamente por Dearborn Avenue, apenas consciente de los autobuses que pasaban por su lado rugiendo, deteniéndose cada una o dos manzanas para descansar en los bancos de las paradas de autobús. El dolor de cabeza, causado sobre todo por la tensión de saberse perdida, había desaparecido, pero los pies y la espalda le dolían más que nunca. Tardó una hora en llegar a Elk Street. Allí torció a la derecha y preguntó a la primera persona que vio, una joven embarazada, si iba bien para Durham Avenue.

–Déjeme en paz –espetó la joven embarazada con una expresión tan iracunda que Rosie retrocedió unos pasos.

–Lo siento –se disculpó.

–Lo siento, lo siento. ¿Quién le ha pedido que me hable, eh? ¡Eso es lo que me gustaría saber! ¡Déjeme en paz!

Y para abrirse paso la empujó con tal violencia que estuvo a punto de derribarla. Rosie la siguió con la mirada, estupefacta y anonadada, antes de darse la vuelta y continuar.

Anduvo más despacio que nunca en Elk Street, una calle de tiendas pequeñas, desde tintorerías hasta floristerías, colmados con cajas de fruta expuestas en la acera y papelerías. Estaba tan cansada que no sabía cuánto tiempo podría seguir en pie, por no hablar de continuar andando. Sintió una punzada de esperanza al llegar a Durham Avenue, pero no le duró mucho. ¿Le había dicho el señor Slowik que debía girar a la izquierda o a la derecha en Durham? No lo recordaba. Dobló a la derecha y comprobó que los números subían desde el cuatrocientos y pico.

–La ley de Murphy –masculló antes de dar la vuelta.

Al cabo de diez minutos se hallaba ante una casa de madera blanca y enorme que en efecto necesitaba con urgencia una mano de pintura, una casa de tres pisos construida detrás de un jardín grande y bien cuidado. Las persianas estaban bajadas. En el porche se veían varias sillas de mimbre, casi una docena, pero por lo visto, ninguna de ellas estaba ocupada. No había ningún rótulo que dijera Hijas y Hermanas, pero el número que figuraba en la columna a la izquierda de la escalera que conducía al porche era el 251. Recorrió a paso lento el sendero enlosado y luego subió la escalinata con el bolso colgando a un costado.

No te dejarán entrar, susurró una voz. No te dejarán entrar, y entonces ya puedes volver a la terminal de autobuses. Será mejor que llegues pronto para encontrar un buen trozo de suelo.

El timbre estaba cubierto de varias capas de cinta aislante, y la cerradura estaba rellena de metal. A la izquierda de la puerta se veía una ranura para tarjeta de apertura que parecía nueva, y sobre ella había un interfono. Debajo del interfono reconoció un pequeño rótulo que rezaba: VISITANTES, PULSEN EL BOTÓN Y HABLEN.

Rosie pulsó el botón. Durante el largo paseo de la mañana había ensayado varios discursos, varias formas de presentarse, pero ahora que había llegado, incluso la menos retorcida, la más directa de las posibles entradas se le había borrado de la memoria. Se había quedado en blanco. Soltó el botón y esperó. Pasaron los segundos, y cada uno de ellos se le antojó como un pedazo de plomo. Estaba a punto de pulsar de nuevo cuando una voz de mujer surgió del altavoz. Sonaba enlatada y carente de emoción alguna.

–¿Puedo ayudarla en algo?

El hombre del bigote apoyado en la entrada de El Sorbo la había asustado y la mujer embarazada la había anonadado, pero ninguno de las dos la había hecho llorar. Ahora, al escuchar el sonido de aquella voz, los ojos se le llenaron de lágrimas, y no pudo hacer absolutamente nada para contenerlas.

–Espero que sí –sollozó Rosie enjugándose las mejillas con la mano libre–. Lo siento, pero estoy sola en la ciudad. No conozco a nadie y necesito un lugar para alojarme. Si no tienen sitio lo entenderé, pero, por favor, ¿podría al menos entrar y sentarme un rato y quizás tomar un vaso de agua?

Silencio. Rosie estaba a punto de llamar otra vez cuando la voz enlatada le preguntó quién la enviaba.

–El hombre de la cabina de Asistencia al viajero de la terminal de autobuses. David Slowik. –Se detuvo un instante para reflexionar y luego meneó la cabeza– No, no es verdad. Peter. Se llamaba Peter, no David.

–¿Le ha dado una tarjeta de visita? –inquirió la voz enlatada.

–Sí.

–Sáquela, por favor.

Rosie abrió el bolso y rebuscó durante lo que se le antojó una eternidad, pero cuando nuevas lágrimas empezaban a aflorar en sus ojos y le duplicaban la visión, encontró la tarjeta. Estaba escondida detrás de un pañuelo de papel arrugado.

–Ya la tengo –dijo–. ¿Quiere que la pase por el buzón?

–No –repuso la voz–. Hay una cámara justo encima de su cabeza.

Rosie alzó la vista con un sobresalto. Era cierto, había una cámara instalada sobre la puerta que la observaba con su ojo redondo y negro.

–Sostenga la tarjeta ante la cámara, por favor. No la parte delantera, sino el dorso.

Al hacerlo, Rosie recordó a Slowik firmando la tarjeta con letra lo más grande posible. Ahora comprendía la razón.

–Muy bien –prosiguió la voz–. Voy a abrirle la puerta.

–Gracias –murmuró Rosie.

Se secó las mejillas con el pañuelo de papel, pero de nada le sirvió; estaba llorando con más fuerza que nunca, y por lo visto era incapaz de contenerse.

Aquella noche, mientras Norman Damels yacía en el sofá del salón de su casa, contemplando el techo y ya pensando en el modo de empezar a buscar a la zorra (una pista, pensó, necesito una pista para empezar, una pequeña seguro que bastaría), su mujer estaba a punto de conocer a Anna Stevenson. Por entonces ya se había apoderado de ella una serenidad extraña pero agradable, la clase de serenidad que podría experimentarse durante un sueño. Casi creía estar soñando.

Le habían servido un desayuno tardío (o tal vez había sido un almuerzo temprano) y luego la habían llevado a uno de los dormitorios de la planta baja, donde había dormido como un tronco seis horas seguidas. A continuación, antes de que la llevaran al estudio de Anna, le habían vuelto a dar de comer, esta vez pollo asado, puré de patatas y guisantes. Había comido abrumada por un sentimiento de culpabilidad pero en abundancia, incapaz de desterrar la idea de que era comida imaginaria y sin calorías lo que estaba devorando. Coronó el ágape con un cuenco de almíbar en el que flotaban trocitos de fruta en conserva como bichos en ámbar. Era consciente de las miradas de las otras mujeres sentadas a su mesa, pero su curiosidad parecía amable. Hablaban, pero Rosie era incapaz de seguir las conversaciones. Alguien mencionó a las Indigo Girls, y al menos sabía quiénes eran, pues las había visto una vez en el programa Austin City Limits mientras esperaba a que Norman regresara a casa del trabajo.

Mientras daban cuenta de los postres de almíbar, una de las mujeres puso un disco de Little Richard, y otras dos se pusieron a bailar jazz, bamboleando las caderas y girando sobre sí mismas. Se oyeron risas y aplausos. Rosie contempló a las bailarinas sin el menor interés, preguntándose si no serían lesbianas de la caridad al fin y al cabo. Más tarde, cuando empezaron a quitar la mesa, Rosie intentó ayudar, pero no se lo permitieron.

–Vamos –dijo una de las mujeres, que Rosie creía se llamaba Consuelo y lucía una cicatriz ancha y fea desde el ojo izquierdo hasta la parte inferior de la mejilla–. Anna quiere conocerte.

–¿Quién es Anna?

–Anna Stevenson –explicó Consuelo mientras guiaba a Rosie por el corto pasillo que partía de la cocina–. La jefa.

–¿Qué tal es?

–Ya lo verás.

Consuelo abrió la puerta de una habitación que antaño habría sido una despensa, pero no hizo el menor gesto de entrar.

La estancia estaba dominada por la mesa más increíblemente abarrotada que Rosie había visto en su vida. La mujer sentada ante ella era un poco robusta pero innegablemente atractiva. Con el cabello blanco corto pero cuidadosamente arreglado, a Rosie le recordó a Beatrice Arthur, que había representado el papel de Maude en aquella vieja comedia televisiva. La severa combinación de blusa blanca y pantalón negro acentuaba el parecido, y Rosie se acercó al escritorio con timidez. Estaba bastante convencida de que, ahora que le habían dado de comer y permitido que durmiera unas horas, la pondrían de patitas en la calle. Se conminó a no discutir si ello sucedía; al fin y al cabo, era su casa, y de hecho ya les debía dos comidas. Y tampoco tendría que recurrir a un trozo de suelo en la terminal de momento, al menos por ahora... Todavía le quedaba dinero suficiente para pagarse varias noches en un hotel o motel barato. Las cosas podrían ir peor. Mucho peor.

–Siéntate –invitó Anna.

Una vez acomodada en la única silla libre de la habitación, de la que tuvo que apartar una pila de papeles y colocarlos en el suelo junto a ella, pues el estante más cercano estaba repleto, Anna se presentó y le preguntó cómo se llamaba.

–Supongo que, en realidad, Rose Daniels –repuso Rosie–, pero vuelvo a usar McClendon, mi nombre de soltera. Me imagino que no es legal, pero no quiero volver a utilizar el nombre de mi marido. Me pegaba, así que le dejé.

Se dio cuenta de, que aquello sonaba como si lo hubiera abandonado a la primera paliza, y se llevó la mano a la nariz, que aún le dolía un poco al final del puente. .

–Pero llevábamos casados mucho tiempo antes de que reuniera el valor suficiente para hacerlo.

–¿Cuánto tiempo?

–Catorce años.

Rosie descubrió que ya no podía sostener la mirada directa de los ojos azules de Anna Stevenson. Se miró las manos entrelazadas con tal fuerza sobre el regazo que los nudillos estaban blancos.

Ahora te preguntará por qué has tardado tanto en despertar, pensó. No te preguntará si a alguna parte malsana de ti le gustaban las palizas, pero lo pensará.

En lugar de pedirle explicaciones, la mujer le preguntó cuánto tiempo llevaba fuera de casa.

Rosie descubrió que tenía que reflexionar sobre la pregunta, y no sólo porque ahora se hallaba en la zona horaria central, sino porque las horas que había pasado en el autobús añadidas al desacostumbrado sueño diurno le habían hecho perder la noción del tiempo.

–Unas treinta y seis horas –repuso tras efectuar unos cuantos cálculos mentales–. Más o menos.

–Ajá.

Rosie seguía esperando la aparición de formularios que Anna le alargaría o bien empezaría a rellenar ella misma, pero la mujer siguió observándola por encima de la escarpada topografía del escritorio. La ponía nerviosa.

–Y ahora cuéntame. Cuéntamelo todo.

Rosie aspiró una profunda bocanada de aire y habló a Anna de la gota de sangre que había descubierto en la sábana. No quería producir la impresión de que era tan perezosa (o estaba tan loca) que había abandonado al hombre con quien llevaba casada catorce años sólo porque no le apetecía cambiar las sábanas, pero tenía la terrible sensación de que así sonaban sus palabras. No era capaz de expresar los complejos sentimientos que aquella mancha había despertado en ella, ni de reconocer la furia que la había acometido, una furia que se le había antojado nueva y familiar a un tiempo, pero sí contó a Anna que se había mecido con tal fuerza que había temido romper la Silla del Osito.

–Así es como llamo a mi mecedora –explicó ruborizándose con tal intensidad que tenía la sensación de que las mejillas le iban a estallar–. Sé que es una tontería...

Anna Stevenson desechó sus palabras con un gesto.

–¿Qué hiciste después de tomar la decisión? Cuéntamelo.

Rosie le habló de la tarjeta del cajero automático, de que había estado segura de que Norman tendría un presentimiento acerca de lo que estaba haciendo y la llamaría o bien iría a casa. No se atrevió a contarle que se había asustado tanto que había tenido que colarse en el jardín trasero de una casa para hacer pis, pero sí le contó que había utilizado la tarjeta del cajero, cuánto había sacado y que había optado por esta ciudad porque le parecía lo bastante alejada y el autobús salía pronto. La palabras brotaban de sus labios envueltas en períodos de silencio en los que intentaba decidir qué diría a continuación y consideraba con asombro e incredulidad lo que había hecho. Terminó explicándole a Anna que se había perdido aquella mañana y mostrándole la tarjeta de Peter Slowik. Anna se la devolvió tras echarle un breve vistazo.

–¿Lo conoce bien? –inquirió Rosie–. Al señor Slowik.

Anna sonrió..., y Rosie creyó detectar un matiz amargo en el gesto.

–Oh, sí –asintió–. Es amigo mío. Un viejo amigo, ya lo creo. Y también es amigo de mujeres como tú.

–En cualquier caso, vine a parar aquí –acabó Rosie–. No sé qué pasará ahora, pero al menos he llegado hasta aquí.

El fantasma de una sonrisa apareció en las comisuras de los labios de Anna Stevenson.

–Sí, y lo has hecho muy bien.

Haciendo acopio del poco valor que le quedaba, pues las últimas treinta y seis horas habían dado cuenta de la mayor parte, Rosie preguntó si podía quedarse a pasar la noche en Hijas y Hermanas.

–Y muchas más noches si es necesario –repuso Anna–. Desde el punto de vista técnico, esto es un centro de acogida, un hogar intermedio financiado con recursos privados. La estancia máxima es de ocho semanas, aunque se trata de una cifra arbitraria. Lo cierto es que en Hijas y Hermanas somos bastante flexibles.

Adoptó una actitud levemente (y con toda probabilidad inconscientemente) orgullosa al decir aquello, y Rosie recordó algo que había aprendido hacía unos mil años, durante su segundo año de francés: L'état, c'est mol. Pero aquel pensamiento se esfumó cuando se dio cuenta de lo que la mujer había dicho.

–Ocho... ocho...

Pensó en el joven pálido sentado junto a la entrada de la terminal de Portside, el que llevaba el rótulo NO TENGO CASA Y TENGO EL SIDA, y de repente supo lo que sentiría si un desconocido arrojara un billete de cien dólares en su caja de puros.

–Perdone, ¿ha dicho un máximo de ocho semanas?

Límpiate las orejas, muchacha, la regañaría Anna con brusquedad. Días, he dicho días. ¿Crees que dejamos que las mujeres como tú se queden aquí ocho semanas? Seamos sensatas, ¿de acuerdo?

En lugar de ello, Anna asintió con un ademán.

–Aunque la verdad es que pocas de las mujeres que acuden aquí acaban quedándose tanto tiempo, lo cual nos enorgullece. Y a la larga pagarás por la habitación y la comida, aunque nos parece que nuestros precios son muy razonables. –Volvió a esbozar aquella sonrisa breve y algo jactanciosa–. Debes comprender que las instalaciones no son nada lujosas. La mayor parte del primer piso ha sido transformado en dormitorio común. Hay treinta camas, bueno, catres, y resulta que uno está libre, razón por la que podemos acogerte. La habitación en la que has dormido hoy pertenece a una de nuestras consejeras fijas. Tenemos tres.

–¿No tiene que pedir autorización a alguien? –susurró Rosie–. ¿Presentar mi caso ante un comité o algo así?

–Yo soy el comité –replicó Anna, y Rosie pensó que seguramente hacía años que la mujer no percibía la leve arrogancia que se traslucía en su voz–. Fueron mis padres, un matrimonio adinerado, quienes fundaron Hijas y Hermanas. Existe un fondo muy bien provisto. Yo decido quién puede quedarse y quién no..., aunque las reacciones de las otras mujeres a las posibles candidatas a H y H son importantes. Tal vez incluso cruciales. Y han reaccionado de forma favorable a tu presencia.

–Eso está bien, ¿no? –preguntó Rosie en un murmullo.

–Desde luego.

Anna rebuscó entre el desorden de su mesa, desplazó algunos documentos y por fin encontró lo que buscaba tras el ordenador portátil situado a su izquierda. Alargó a Rosie una hoja de papel con el emblema de Hijas y Hermanas en la cabecera.

–Aquí tienes. Léelo y fírmalo. Principalmente dice que accedes a pagar dieciséis dólares por noche, habitación y pensión completa, cuyo pago puede aplazarse en caso necesario. Ni siquiera es del todo legal, sino tan sólo una promesa. Preferimos que las mujeres paguen la mitad al irse, al menos durante un tiempo.

–Puedo pagarlo –aseguró Rosie–. Todavía me queda algún dinero. No sé cómo agradecerle esto, señora Stevenson.

–Señora para mis socios y Anna para ti –aclaró la mujer mientras observaba cómo Rosie garabateaba su nombre en el margen inferior de la hoja–. Y no hace falta que me des las gracias, ni tampoco a Peter Slowik. Ha sido la Providencia la que te ha traído aquí..., la Providencia con mayúscula, como en las novelas de Charles Dickens. Realmente creo en ello. He visto a demasiadas mujeres llegar destrozadas y marcharse enteras como para no creerlo. Peter es una de las dos docenas de personas en la ciudad que me envían mujeres, pero la fuerza que te llevó hasta él, Rose... ha sido la Providencia.

–Con mayúscula.

–Exacto.

Anna echó un vistazo a la firma de Rosie y a continuación dejó la hoja sobre un estante a su derecha, donde, estaba segura de ello, desaparecería en el desorden general en las próximas veinticuatro horas.

–Y ahora –continuó Anna con el aire de alguien que ha terminado con las tediosas formalidades y puede pasar a lo que verdaderamente le gusta–, ¿qué sabes hacer?

–¿Hacer? –repitió Rosie con una sensación repentina de pánico, pues sabía lo que se avecinaba.

–Sí, hacer. ¿Qué sabes hacer? ¿Sabes algo de taquigrafía, por ejemplo?

–Yo... –Tragó saliva. Había estudiado Taquigrafía I y II en el instituto de Aubreyville, y había sacado sobresaliente en ambos cursos, pero ahora sería incapaz de distinguir un gancho de un círculo, de modo que meneó la cabeza–. No. Nada de taquigrafía. Antes sí, pero ya no. .

–¿Otras funciones de secretariado?

Volvió a menear la cabeza. Las lágrimas le quemaban los ojos, y parpadeó con furia para contenerlas. Los nudillos de las manos entrelazadas se le habían vuelto a poner blancos como la nieve.

–¿Tareas administrativas? ¿Mecanografía, quizás?

–No.

–¿Matemáticas? ¿Contabilidad? ¿Banca?

–¡No!

Anna Stevenson encontró un lápiz entre las pilas de papeles, lo rescató y se golpeteó los dientes limpios y blancos con el borrador de la punta.

–¿Puedes trabajar de camarera?

Rosie quería asentir a toda costa, pero entonces pensó en las grandes bandejas que las camareras tienen que llevar durante todo el día... y en su espalda y riñones.

–No –susurró al tiempo que empezaba a perder la batalla contra las lágrimas; la pequeña habitación y la mujer sentada al otro lado del escritorio empezaron a emborronarse y desdibujarse–. A1 menos de momento. Tal vez dentro de un mes o dos. Mi espalda... no está demasiado bien ahora mismo.

Oh, sonaba a mentira. Era la clase de cosa que, cuando Norman la escuchaba en la tele, le provocaba una carcajada cínica y un comentario acerca de los Cadillacs de la beneficencia y los millonarios de los cupones de comida.

Sin embargo, Anna Stevenson no pareció inmutarse.

–¿Qué sabes hacer, Rose? ¿Sabes hacer algo?

–¡Sí! –exclamó Rosie, atónita por el matiz brusco y enojado que percibió en su propia voz, pero incapaz de evitarlo o siquiera suavizarlo–. ¡Sí que sé! Sé quitar el polvo, lavar los platos, hacer las camas, pasar el aspirador, preparar comidas para dos, acostarme con mi marido una vez a la semana. Y aguantar un puñetazo; ésa es otra cosa que sé hacer. ¿Cree que en alguno de los gimnasios de la ciudad necesitarán un sparring?

Y entonces sí rompió a llorar. Sepultó el rostro entre las manos y lloró como había llorado tantas veces durante los años que había estado casada con él, lloró y esperó a que Anna la ordenara marcharse, que podían ocupar el catre libre del piso superior con una mujer que no se las diera de listilla.

Algo le golpeó el dorso de la mano. Rosie la bajó y vio una caja de Kleenex que Anna Stevenson le alargaba. Y por increíble que pareciera, Anna Stevenson estaba sonriendo.

–No creo que tengas que dedicarte a hacer de sparring –comentó–. Creo que las cosas te irán bien... Casi siempre van bien. Vamos, sécate los ojos.

Y mientras Rosie obedecía, Anna le habló del hotel Whitestone, establecimiento con el que Hijas y Hermanas mantenía una relación en extremo fructífera desde hacía mucho tiempo. El Whitestone pertenecía a una corporación de cuya junta había formado parte el adinerado padre de Anna, y numerosas mujeres habían redescubierto allí las satisfacciones que conlleva el trabajo remunerado. Anna explicó a Rosie que sólo tendría que trabajar lo que su espalda le permitiera, y que si su estado físico general no mejoraba en los siguiente veintiún días, dejaría el trabajo y la llevarían al hospital para efectuarle pruebas.

–Asimismo, te emparejaremos con una mujer que se conoce el percal. Una especie de asesora que vive aquí. Ella te enseñará y asumirá la responsabilidad por ti. Si robas algo será ella la que se meta en líos, no tú..., pero no eres una ladrona, ¿verdad?

Rosie meneó la cabeza.

–Lo único que he robado es la tarjeta de mi marido, nada más, y sólo la he usado una vez. Para poder escapar.

–Trabajarás en el Whitestone hasta que encuentres algo que te guste más, lo que con toda seguridad ocurrirá. Recuerda, la Providencia.

–Con mayúscula.

–Sí. Mientras trabajes en el Whitestone, lo único que te pedimos es que hagas todo lo que esté en tu mano, aunque sólo sea para proteger los empleos de todas las mujeres que te sigan. ¿Me entiendes?

–No cerrar la puerta a mis sucesoras –asintió Rosie.

–Exacto, no cerrar la puerta a tus sucesoras. Me alegro de tenerte entre nosotras, Rose McClendon.

Anna se levantó y extendió ambas manos en un gesto que encerraba bastante de aquella arrogancia inconsciente que Rosie ya había percibido con anterioridad. Rosie titubeó un instante y a continuación se levantó para tomar las manos que se le ofrecían. Sus dedos se unieron por encima del desorden del escritorio.

–Tengo tres cosas más que decirte –prosiguió Anna–.Son importantes, de modo que quiero que te aclares las ideas y escuches con atención, ¿de acuerdo?

–Sí –repuso Rosie, fascinada por los ojos azul claro de Anna Stevenson.

–En primer lugar, el hecho de llevarte la tarjeta del cajero no te convierte en una ladrona. El dinero era tan tuyo como suyo. En segundo lugar, no es ilegal que vuelvas a adoptar tu nombre de soltera. Te pertenecerá durante toda la vida. En tercer lugar, puedes ser libre si te lo propones.

Se detuvo y observó a Rosie con aquellos notables ojos azules por encima de sus manos entrelazadas.

–¿Me entiendes? Puedes ser libre si te lo propones. Libre de sus manos, libre de sus ideas, libre de él. ¿Quieres eso? ¿Quieres ser libre?

–Sí –asintió Rosie en voz baja y temblorosa–. Lo quiero más que cualquier otra cosa en el mundo.

Anna Stevenson se inclinó hacia delante y besó a Rosie en la mejilla al tiempo que le oprimía las manos.

–Entonces has venido al lugar adecuado. Bienvenida a casa, querida.

Era un día de principios de mayo, la auténtica primavera, la época en que la mente de un joven debe concentrarse paulatinamente en pensamientos relativos al amor, una estación maravillosa y sin duda una gran emoción, pero Norman Daniels tenía otras cosas en que pensar. Había esperado una pista, una pequeña pista, y por fin la había encontrado. Había tardado demasiado, casi tres putas semanas, pero por fin había llegado.

Estaba sentado en un banco del parque a unos mil doscientos kilómetros del lugar en que su mujer cambiaba en aquel momento las sábanas en la habitación del hotel, un hombre alto y corpulento ataviado con un polo rojo y pantalones grises de gabardina. En una mano sostenía una pelota de tenis verde fluorescente. Los músculos de su antebrazo se flexionaban rítmicamente cada vez que la oprimía.

Otro hombre cruzó la calle, se detuvo en el borde de la acera escudriñando el parque, vio al hombre y echó a andar hacia él. Se agachó cuando un frisbee pasó flotando sobre él y se detuvo cuando un enorme pastor alemán pasó junto a él como una exhalación en pos del disco. Este hombre era más joven y esbelto que el hombre del banco. Tenía un rostro apuesto y poco digno de confianza, y lucía un bigote delgado a lo Errol Flynn. Se detuvo delante del hombre de la pelota de tenis y lo miró inseguro.

–¿Qué quieres, hermano? preguntó el hombre de la pelota de tenis.

–¿Se llama Daniels?

El hombre de la pelota de tenis asintió.

El hombre del bigote a lo Errol Flynn señaló un rascacielos nuevo lleno de cristal y ángulos que se alzaba al otro lado de la calle.

–Un tipo de ahí dentro me ha dicho que viniera aquí y hablara con usted. Ha dicho que quizás podrá ayudarme usted con mi problema.

–¿El teniente Morelli? –inquirió el hombre de la pelota de tenis.

–Sí. Así se llamaba.

–¿Y qué problema tienes?

–Ya sabe –repuso el hombre del bigote a lo Errol Flynn.

–¿Sabes qué te digo, hermano? Pues que a lo mejor lo sé y a lo mejor no. En cualquier caso, yo soy el hombre y tú no eres más que un comepollas grasiento de tres al cuarto con muchos problemas. Creo que será mejor que me digas lo que quiero oír, ¿no te parece? Y lo que quiero oír ahora mismo no tiene nada que ver con tus problemas. Así que dispara.

–Me han detenido por un asunto de drogas –explicó el hombre del bigote a lo Errol Flynn, mirando a Daniels con expresión huraña–. Por vender tres gramos y medio de coca a un poli de Narcóticos.

–Vaya, hombre –exclamó el hombre de la pelota de tenis–. Eso es felonía. Bueno, puede llegar a serlo. Pero hay algo más, ¿verdad? Han encontrado algo mío en tu cartera, ¿verdad?

–Sí. Su puta tarjeta del cajero. Qué mala suerte. Encuentro una tarjeta en la basura y resulta que es de un puto poli.

–Siéntate –invitó Daniels afablemente, pero cuando el hombre del bigote a lo Errol Flynn hizo ademán de sentarse en el lado derecho del banco, el policía meneó la cabeza con impaciencia–. Al otro lado, marica de mierda, al otro lado.

El hombre del bigote retrocedió y se sentó con cautela a la izquierda de Daniels. Lo observó mientras su mano derecha apretaba la pelota de tenis en un ritmo rápido y constante. Apretón... apretón... apretón. Venas gruesas y azuladas sobresalían sobre la cara interior blanca del antebrazo del policía como si de serpientes se tratara.

El frisbee pasó flotando. Los dos hombres siguieron con la mirada al pastor alemán, que corría en pos del disco con las largas patas galopando como si fuera un caballo.

–Bonito perro –comentó Daniels–. Los pastores son perros preciosos. Siempre me han gustado, ¿y a ti?

–Claro, claro –repuso el hombre del bigote, aunque en realidad creía que el perro era más feo que Picio y parecía dispuesto a hacerte un segundo ojete en cuanto le dieses la oportunidad.

–Tenemos que hablar de muchas cosas –comentó el hombre de la pelota de tenis–. De hecho, creo que va a ser una de las conversaciones más importantes de tu joven vida, amigo mío. ¿Estás preparado para eso?

El hombre del bigote tragó saliva pese al nudo que se le había formado en la garganta y deseó (por enésima vez aquel día) haberse librado de aquella maldita tarjeta. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Por qué había sido tan increíblemente gilipollas?

Pero sabía por qué había sido tan increíblemente gilipollas..., porque había pensado que a la larga quizás descubriría una manera de utilizarla. Porque era optimista. Al fin y al cabo, aquello era América, la Tierra de las Oportunidades. Y también porque (y eso se acercaba mucho más a la verdad) había olvidado que la llevaba en la cartera, encajada detrás de un montón de las tarjetas de visita que coleccionaba. La coca surtía ese efecto sobre uno... Te daba energías para seguir adelante..., pero no podías recordar por qué coño seguías adelante.

El policía lo observaba con una sonrisa en los labios, pero no en los ojos. Aquellos ojos parecían... hambrientos. De repente, el hombre del bigote se sintió como uno de los tres cerditos sentado en un banco del parque junto al lobo malo.

–Oiga, mire, no he usado la tarjeta ni una sola vez. Eso que quede claro. Se lo han dicho, ¿no? No la he usado ni una puta vez.

–Claro que no –exclamó el policía casi riendo–. Porque no has descubierto el número secreto. Está basado en mi número de teléfono, y mi número de teléfono no aparece en la guía... como el de la mayoría de los policías. Pero estoy seguro de que ya lo sabes, ¿verdad? Estoy seguro de que lo comprobaste.

¡No!–gritó el hombre del bigote–. ¡No, no lo comprobé!

Por supuesto que lo había comprobado. Había consultado la guía telefónica después de probar con distintas combinaciones de la dirección que figuraba en la tarjeta y el código postal, pero no había tenido suerte. Al principio había pulsado teclas de cajeros en toda la ciudad. Había pulsado teclas hasta que le empezaron a doler los dedos y se sintió como un capullo jugando en la máquina tragaperras más mísera del mundo.

–Bueno, ¿y qué va a pasar cuando comprobemos las operaciones informatizadas en los cajeros automáticos del Banco Mercantil? preguntó el policía–. ¿No vamos a encontrar mi tarjeta en la columna de CANCELAR al menos un millón de veces? Eh, si no es así te invito a cenar. ¿Qué te parece, hermano?

El hombre del bigote no sabía qué le parecía ni ninguna otra cosa. Lo estaba acometiendo una sensación muy desagradable. Una sensación pero que muy desagradable. Entretanto, los dedos del policía seguían apretando la pelota de tenis, adentro y afuera, adentro y afuera, adentro y afuera. Resultaba espeluznante que no parara de hacer eso.

–Te llamas Ramon Sanders –dijo el policía llamado Daniels–. Tienes una lista de antecedentes más larga que mi brazo. Robo, estafa, drogas, vicio. De todo menos asalto, delitos violentos y demás. No te van las mezclas, ¿eh? A los maricones no os gusta que os peguen, z verdad? Ni siquiera los que parecen unos Schwarzenegger. Oh, no les importa llevar camisetas ajustadas y flexionar los músculos para los tipos de las limusinas delante de algún bar de maricas, pero si alguien empieza a repartir hostias, os desmoronáis en un periquete, ¿verdad?

Ramon Sanders guardó silencio. Le parecía la opción más acertada.

A mí no me importa repartir hostias prosiguió el policía llamado Daniels–. Ni tampoco dar patadas. Ni siquiera morder.

Hablaba con voz casi pensativa y parecía mirar al pastor alemán y a través de él al mismo tiempo; el perro se acercaba de nuevo a ellos con el frisbee entre los dientes.

¿Qué te parece eso, ojitos de ángel?

Ramon siguió en silencio e intentó poner cara de póquer, pero muchas de las lucecitas de su cerebro estaban cambiando a rojo, y un cosquilleo aterrador se estaba abriendo paso por su sistema nervioso. El corazón le latía con cada vez mayor violencia, como un tren que ganara velocidad al dejar la estación y dirigirse a campo abierto. Siguió mirando a hurtadillas al hombretón del polo rojo, y cada vez le gustaba menos lo que veía. El tipo tenía el antebrazo completamente flexionado, las venas repletas de sangre, los músculos tensos como panecillos recién hechos.

A Daniels no pareció importarle que Ramon no contestara. Al volverse hacia él lo hizo con una sonrisa... o lo que parecía una sonrisa si se hacía caso omiso de los ojos, vacíos y brillantes como monedas nuevas de veinticinco centavos.

–Tengo buenas noticias para ti, pequeño héroe. Puedes librarte de la acusación. Si me ayudas serás libre como un pájaro. ¿Qué te parece?

Lo que le parecía era que quería seguir con la boca cerrada, pero ya no se le antojaba la opción más acertada. El policía no estaba divagando, sino que esperaba una respuesta.

–Genial farfulló Ramon, esperando que fuera la respuesta correcta–. Genial, de verdad, fantástico, gracias.

–Bueno, me parece que me caes bien, Ramon.

De repente, el policía hizo algo asombroso, lo último que Ramon habría esperado de un ex marine chalado como ese tipo. Dejó caer la mano iquierda en la entrepierna de Ramon y empezó a frotársela, delante de las mismísimas narices de Dios, los niños del parque infantil y cualquiera que se molestase en echar un vistazo. Deslizaba la mano suavemente en el sentido de las manecillas del reloj, con la palma oscilando hacia delante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo sobre aquella pequeña porción de carne que más o menos había dirigido la vida de Ramon desde que dos de los amigotes de su padre, hombres a los que Ramon debía llamar tío Bill y tío Carlo, se la habían mamado por turnos cuando tenía nueve años. Y con toda probabilidad, lo que sucedió a continuación no fue tan extraordinario, aunque parecía de lo más extraño en aquella situación: empezó a ponérsele dura.

–Sí, creo que me caes bien, muy bien, soplapollas grasiento de mierda, con tus pantalones negros y brillantes y tus zapatos Puntiagudos, ¿qué te parece?

Mientras hablaba, el policía siguió sacándole brillo a su polla. De vez en cuando variaba de trazado, dándole pequeños apretones que hicieron jadear a Ramon.

–Y es bueno que me caigas bien, Ramon, no lo dudes, porque esta vez sí que la has hecho buena. Detenido bajo acusación de felonía. Pero ¿sabes lo que más me molesta? Leffingwell y Brewster, los policías que te han detenido, se estaban riendo esta mañana en la sala de la brigada. Se estaban riendo de ti, y eso no importa, pero también tengo la sensación de que se estaban riendo de mí, y eso sí que importa. No me gusta que la gente se ría de mí, y por lo general no lo tolero. Pero esta mañana no me ha quedado más remedio, y esta tarde voy a convertirme en tu mejor amigo. Voy a librarte de unos cargos bastante graves por drogas a pesar de que tenías mi tarjeta del cajero. ¿Adivinas por qué?

El frisbee volvió a pasar flotando, y el pastor alemán lo siguió pisándole los talones, pero esta vez Ramon Sanders apenas si reparó en él. La tenía más tiesa que un poste de teléfonos y estaba más asustado que un ratón en las garras de un gato.

La mano apretó con más fuerza, y Ramon emitió un gemido ronco. Tenía la piel de color café con leche empapada en sudor; su bigote parecía un gusano muerto tras una tormenta.

–¿Lo adivinas, Ramon?

–No –repuso Ramon.

–Porque la mujer que me birló la tarjeta era mi mujer –explicó Daniels–. Por eso se estaban riendo Leffingwell y Brewster, eso es lo que deduzco. Se lleva mi tarjeta, la utiliza para sacar unos cientos de dólares, dinero que he ganado yo, y cuando la tarjeta aparece de nuevo está en manos de un soplapollas grasiento llamado Ramon. No me extraña que se estuvieran riendo.

Por favor, quería gritar Ramon, por favor, no me haga daño. Le diré lo que quiera, pero por favor, no me haga daño. Quería decir todas aquellas cosas, pero no podía articular palabra. Se veía totalmente incapaz. Tenía el ojete contraído al tamaño de una válvula diminuta.

–Y ahora que te he contado mis secretos, quiero que me cuentes los tuyos.

El masaje cesó, y los fuertes dedos del policía se curvaron en torno a los testículos de Ramon a través de la tela delgada de los pantalones. La forma del pene erecto se recortaba con claridad sobre la mano del policía; parecía uno de esos murciélagos de juguete que podían comprarse en el chiringuito de recuerdos del campo de béisbol. Ramon sentía la fuerza de aquella mano.

–Y será mejor que me cuentes lo que quiero oír, Ramon. ¿Sabes por qué?

Ramon meneó la cabeza sin pensar. Tenía la sensación de que alguien había abierto el grifo del agua caliente en su interior y de que su piel tenía goteras.

Daniels extendió la mano derecha, la que sostenía la pelota de tenis, hasta situarla bajo la nariz de Ramon. A continuación la cerró con un chasquido repentino y espeluznante. Se oyó un golpecito y un susurro ronco y breve, una especie de fuaaaa, cuando sus dedos perforaron la piel peluda y fluorescente de la pelota. La pelota se hundió, y una parte de sus entrañas quedó al descubierto.

–También puedo hacerlo con la mano izquierda –aseguró Daniels–. ¿Te lo crees?

Ramon intentó responder que sí, pero descubrió que seguía sin poder hablar, de modo que asintió con la cabeza.

–¿Lo tendrás en cuenta?

Ramon volvió a asentir.

–Muy bien. Esto es lo que quiero que me cuentes, Ramon. Sé que sólo eres un mariconazo grasiento y apestoso que no sabe mucho de mujeres, excepto quizás por haberle dado a tu madre por el culo en tus años mozos, tienes cara de haberte tirado a tu madre, no sé por qué, pero no te cortes y utiliza la imaginación. ¿Cómo crees que se siente uno cuando llega a casa y se encuentra con que su mujer, la mujer que prometió amarte, respetarte y obedecerte, joder, se ha largado con tu tarjeta del cajero automático? ¿Cómo crees que se siente uno al descubrir que la ha usado para pagarse unas putas vacaciones y luego la ha tirado a la papelera de la terminal para que un moñas de mierda como tú la encuentre?

–Pues no muy bien –susurró Ramon–. Apuesto lo que sea a que no muy bien, por favor, no me haga daño, oficial, por favor no...

Daniels cerró la mano con lentitud; la apretó hasta que los tendones de la muñeca empezaron a sobresalirle como cuerdas de guitarra. Una oleada de dolor, pesada como plomo líquido, se adueñó del vientre de Ramon, que intentó proferir un grito. Pero de sus labios no brotó más que un jadeo ronco.

–¿No muy bien?–le susurró Daniels a escasos centímetros de la cara; su aliento era cálido, húmedo, olía a tabaco y alcohol–. ¿No se te ocurre nada mejor? ¡Vaya comemierda! Pero la verdad es que... no es una respuesta del todo incorrecta.

Daniels aflojó la presión, pero sólo un poco. El bajo vientre de Ramon era un lago de agonía, pero seguía teniendo la polla completamente tiesa. Nunca le había gustado el dolor, no comprendía qué impulsaba a los chalados del sadomaso, y sólo podía suponer que la seguía teniendo tiesa porque la sangre de su polla estaba atrapada por la mano del policía. Se juró que si salía de ésta con vida, se iría derechito a la iglesia de St. Patrick y rezaría cincuenta avemarías. ¿Cincuenta? Ciento cincuenta.

–Se están riendo de mí allí dentro –insistió el policía señalando con la barbilla el edificio nuevecito de la comisaría que se alzaba en la acera de enfrente–. Se están riendo a gusto, sí, señor. El duro de Norman Daniels, mira por dónde. Su mujer lo ha dejado..., pero se entretuvo en mangarle la mayor parte del dinero de bolsillo antes de largarse.

Daniels emitió un gruñido inarticulado, la clase de sonido que uno sólo debería oír en el zoo, y oprimió de nuevo los huevos de Ramon. El dolor era insoportable. Ramon se inclinó hacia delante y vomitó entre las rodillas pedazos blancos de cuajada surcados de tiras marrones, que seguramente eran los restos de la quesadilla que había comido a mediodía. Daniels no pareció darse cuenta. Estaba contemplando el cielo que se extendía sobre las estructuras de metal del parque infantil, absorto en su propio mundo.

 

–¿Debería dejar que te toreen para que aún más gente pueda reírse? preguntó por fin–. ¿Para que puedan partirse el pecho en el tribunal además de en la comisaría? Creo que no.

Se volvió y miró a Ramon a los ojos. La sonrisa del policía le dio ganas de gritar.

Aquí viene la gran pregunta prosiguió Daniels–. Y si mientes, pequeño héroe, te arranco el escroto y te lo hago comer.

Daniels volvió a apretar la entrepierna de Ramon, y grandes manchas negras nublaron la visión del joven. Intentó apartarlas con desesperación. Si se desmayaba, lo más probable era que el policía lo matara por despecho.

–¿Me has entendido?

–¡Sí!–gimió Ramon–. ¡Lo he entendido! ¡Lo he entendido!

–Estabas en la terminal de autobuses y la viste tirar la tarjeta a la basura. Eso ya lo sé. Lo que necesito saber es adónde fue después.

Ramon habría podido echarse a llorar de alivio porque, aunque no existía razón alguna para que él supiera la respuesta, resultaba que sí la sabía. Había seguido a la mujer con la mirada para asegurarse de que no le estaba mirando..., y entonces, al cabo de cinco minutos, mucho después de guardarse la tarjeta de plástico verde en la cartera, la había vuelto a ver. Era difícil no verla, porque llevaba una cosa roja en el pelo, una cosa tan brillante como el costado de un granero recién pintado.

–¡Estaba en las taquillas!–gritó desde las tinieblas que empezaban a envolverlo sin piedad–. ¡En las taquillas!

Ramon vio recompensados sus esfuerzos con otro apretón cruel. Empezaba a tener la sensación de que le había desgarrado las pelotas, se las había rociado con combustible y luego les había prendido fuego.

–¡Ya sé que estaba en las taquillas! –medio rió y medio gritó Daniels–. ¿Qué iba a hacer en Portside si no pretendía coger un autobús a alguna parte? ¿Un estudio sociológico sobre los capullazos como tú? Lo que quiero saber es en qué taquilla, ¡en qué puta taquilla y a qué hora!

Y gracias, Dios mío, gracias Jesús y María, pues conocía la respuesta a ambas preguntas.

–¡Continental Express! –gritó, separado ahora de su voz por lo que se le antojaban miles de kilómetros–. ¡La vi en la taquilla de Continental Express entre diez y media y once menos cuarto!

–¿Continental? ¿Estás seguro?

Ramon Sanders no contestó, sino que se desplomó de lado sobre el banco, con una mano fláccida y los esbeltos dedos extendidos. Su rostro estaba mortalmente pálido a excepción de dos manchas pequeñas y purpúreas que se apreciaban en sus mejillas. Un chico y una chica pasaron junto a ellos, miraron al hombre del banco y luego a Daniels, que ya había apartado la mano de la entrepierna de Ramon.

–No se preocupen –los tranquilizó con una amplia sonrisa–. Es epiléptico. –Se interrumpió y ensanchó aún más la sonrisa–. Yo me ocupo de él. Soy policía.

La pareja apretó el paso sin mirar atrás.

Daniels rodeó los hombros de Ramon. Los huesos parecían frágiles como alas de pájaro.

Arriba, grandullón –ordenó al tiempo que incorporaba a Ramon hasta dejarlo sentado.

La cabeza de Ramon oscilaba como una flor con el tallo roto. Empezó caer de nuevo mientras emitía pequeños gruñidos. Daniels volvió a levantarlo, y esta vez Ramon logró mantenerse erguido.

Daniels permaneció sentado junto a él, contemplando al pastor alemán que seguía persiguiendo el frisbee. Envidiaba a los perros, de verdad. No tenían responsabilidades, no tenían que trabajar, al menos no en este país, les proporcionaban toda la comida necesaria, un lugar para dormir, y ni siquiera tenían que preocuparse por el cielo o la tierra cuando se les acababa el rollo. En cierta ocasión se lo había preguntado al padre O'Brien, de Aubreyville, y el sacerdote le había explicado que los animales domésticos no tenían alma, que cuando morían simplemente se extinguían como fuegos artificiales. Lo más probable era que el pastor alemán hubiera perdido los cojones a los seis meses, pero...

–Pero en cierto sentido también eso es una bendición –murmuró al tiempo que daba unas palmaditas en la entrepierna de Ramon, cuyo pene estaba decayendo al tiempo que los testículos comenzaban a inflamarse–. ¿Verdad, grandullón?

Ramon masculló algo ininteligible. Era el sonido de un hombre inmerso en una terrible pesadilla.

Aun así, se dijo Daniels, lo que había era lo que había, y uno tenía que conformarse con eso. Con un poco de suerte sería un pastor alemán en su próxima vida, sin nada que hacer aparte de perseguir frisbees en el parque y asomar la cabeza por la ventanilla trasera del coche al volver a casa para devorar una agradable cena consistente en Dog Chow de Purina, pero en esta vida era un hombre con problemas propios de un hombre.

Al menos él era un hombre, a diferencia del renacuajo que tenía al lado.

Continental Express. Ramon la había visto en la taquilla de Continental Express entre diez y media y once menos cuarto, y no habría esperado mucho... Estaría demasiado asustada de él como para esperar mucho tiempo, de eso estaba más que seguro. Por tanto debía buscar un autobús que hubiera salido de Portside entre, por ejemplo, las once de la mañana y la una del mediodía. Probablemente en dirección a una gran ciudad en la que creería poder perderse.

–Pero no puedes –dijo.

Vio cómo el pastor alemán saltaba y cazaba el frisbee al vuelo con sus dientes largos y blancos. Podría empezar investigando los fines de semana, principalmente por teléfono. Tendría que hacerlo así; había mucho que hacer en el curro, estaban a punto de efectuar una detención de las grandes (su detención, si tenía suerte), pero no importaba. Pronto estaría preparado para concentrarse por completo en Rose, y su mujer no tardaría mucho en lamentar lo que había hecho. Sí. Lo lamentaría durante el resto de su vida, un período de tiempo que tal vez sería breve pero extremadamente... bueno...

–Extremadamente intenso –dijo.

Y sí, ésa era la palabra adecuada. La palabra exacta.

Se levantó y regresó con paso brusco a la calle, cruzó y se dirigió a la comisaría sin molestarse en mirar ni una sola vez más al joven semiinconsciente sentado en el banco con la cabeza baja y las manos fláccidas entrelazadas sobre la entrepierna. En la mente del detective inspector de segundo grado Norman Daniels, Ramon había dejado de existir. Daniels estaba pensando en su mujer y en todas las cosas que le quedaban por aprender. En todas las cosas de las que tenían que hablar. Y desde luego que hablarían de ellas en cuanto la encontrara. Toda clase de cosas... Barcos, velas, cera, por no mencionar todo lo que ls pasaba a las esposas que prometían amar, respetar y obedecer y lueego se evaporaban con las tarjetas del marido en el bolso. Todas esas cosas.

Hablarían de todas esas cosas de cerca.

Estaba haciendo otra cama, pero esta vez no pasaba nada. Era una cama distinta, en una habitación distinta, en una ciudad distinta. Y lo mejor de todo era que en aquella no había dormido jamás ni tenía intención alguna de hacerlo.

Había pasado un mes desde que saliera de la casa situada a mil doscientos kilómetros al este de allí, y la cosas le iban mucho mejor. En la actualidad, el peor de sus problemas residía en su espalda, e incluso ésta estaba mejorando. En aquel momento, el dolor que le envolvía los riñones la atenazaba con fuerza y de un modo desagradable, era cierto, pero era la habitación número dieciocho del día, y al empezar a trabajar en el Whitestone había tenido la sensación de estar a punto de desmayarse después de doce, siendo totalmente incapaz de hacer catorce... Había tenido que pedir ayuda a Pam. Rosie estaba descubriendo que cuatro semanas podían cambiar en gran medida la perspectiva de una persona, sobre todo cuatro semanas sin puñetazos en los riñones ni en la boca del estómago.

Sin embargo, por hoy bastaba.

Se dirigió a la puerta del pasillo, asomó la cabeza y miró en ambas direcciones. No vio nada a excepción de unas cuantas bandejas de desayuno del servicio de habitaciones. El carrito de Pam delante de la suite Lago Michigan, situada al final del pasillo, y su propio carrito delante de la 624.

Rosie levantó algunos de los paños limpios amontonados en un extremo del carrito, dejando al descubierto un plátano. Lo sacó, atravesó la habitación hasta la silla exageradamente mullida colocada junto a la ventana de la 624 y se sentó. Peló la fruta y empezó a comerla con lentitud mientras contemplaba el lago, que centelleaba como un espejo aquella tarde tranquila y lluviosa de mayo. Su corazón y su mente estaban henchidos de una emoción muy simple... Gratitud. Su vida no era perfecta, al menos de momento, pero era mejor de lo que habría osado imaginar aquel día de mediados de abril en que se había parado en el porche de Hijas y Hermanas, mirando con fijeza el interfono y la cerradura rellena de metal. En aquel momento no había vislumbrado nada en su futuro aparte de oscuridad y desgracia. Ahora le dolían los riñones y los pies, y además era consciente de que no quería pasar el resto de su vida trabajando oficiosamente de camarera en el hotel Whitestone, pero el plátano estaba sabroso y la silla se le antojaba increíblemente cómoda. En aquel instante no habría cambiado su vida por la de nadie. En las semanas transcurridas desde que dejara a Norman, Rosie había tomado extrema conciencia de los pequeños placeres como leer media hora antes de irse a la cama, hablar con algunas de las otras mujeres de películas o programas de televisión mientras lavaban los platos juntas, o descansar cinco minutos para comerse un plátano.

Asimismo era maravilloso saber qué sucedería a continuación y estar segura de que el futuro inmediato no incluiría algo repentino y doloroso. Saber, por ejemplo, que sólo le quedaban dos habitaciones antes de que ella y Pam pudieran coger el ascensor de servicio y salir por la puerta trasera. De camino a la parada del autobús (ya había aprendido a distinguir sin dificultad las líneas Naranja, Roja y Azul), probablemente pasarían por La Cafetera Caliente a tomar un café. Cosas sencillas. Placeres sencillos. El mundo podía ser un lugar agradable. Suponía que lo había sabido de niña, pero lo había olvidado. Ahora lo estaba redescubriendo, y era una lección maravillosa. No tenía todo lo que quería, ni mucho menos, pero de momento tenía suficiente..., sobre todo porque no sabía qué podían ser las cosas de que carecía. Todo ello tendría que esperar hasta que saliera de Hijas y Hermanas, pero tenía la sensación de que se marcharía pronto, probablemente la próxima vez que quedara libre una habitación en lo que las residentes de H y H llamaban la Lista de Anna.

Una sombra se proyectó en la puerta abierta de la habitación, y antes de que Rosie pudiera siquiera pensar en esconder el plátano a medio comer ni, por supuesto, en levantarse de la silla, Pam asomó la cabeza.

–Cucú –canturreó, y lanzó una risita ahogada al ver que Rosie daba un respingo.

–¡No vuelvas a hacerme esto, Pammy! Por poco me da un infarto.

–Bah, nunca te despedirían por sentarte a comer un plátano –replicó Pam–. Deberías ver algunas de las cosas que pasan aquí. ¿Qué te queda? ¿La veinte y la veintiuno?

–Sí.

–¿Quieres que te ayude?

–Oh, no hace falta que te...

–No me importa –la atajó Pam–. De verdad. Si lo hacemos entre las dos nos pulimos las dos habitaciones en un cuarto de hora. ¿Qué te parece?

–Me parece perfecto –repuso Rosie con gratitud–. Y al café te invito yo... y a tarta también, si te apetece.

–Si tienen de esa de crema de chocolate, me apetece, te lo aseguro –dijo Pam con una sonrisa.

Días buenos... Cuatro semanas de días buenos, más o menos.

Aquella noche, tendida en el catre con las manos entrelazadas detrás de la nuca, contemplando la oscuridad y escuchando a la mujer que había llegado la noche anterior sollozando dos o tres catres más allá a su izquierda, Rosie pensó que los días eran principalmente buenos por una razón negativa. Norman no estaba en ellos. Sin embargo, percibía que pronto necesitaría algo más que su ausencia para sentirse satisfecha y plena.

Pero todavía no, pensó al tiempo que cerraba los ojos. De momento, lo que tengo me basta. Estos días sencillos de trabajo, comida, sueño... y la ausencia de Norman Daniels.

Empezó a sumirse en el sueño, a separarse de su mente consciente, y en su cabeza, Carole King empezó a cantar una vez más la nana que la ayudaba a conciliar el sueño casi todas las noches. Soy verdaderamente Rosie... y soy Rosie Real... será mejor que me creas... soy fantástica...

Y entonces se hizo la oscuridad y llegó una noche (se estaban tornando cada vez más frecuentes) sin pesadillas.

 

PROVIDENCIA

El miércoles siguiente, mientras Rosie y Pam Haverford bajaban por el ascensor de servicio después del trabajo, Rosie se dio cuenta de que Pam estaba pálida y parecía encontrarse mal.

–Tengo la regla –explicó cuando Rosie le preguntó qué le sucedía–. Tengo unos calambres de caballo.

–¿Quieres ir a tomar un café?

Pat se lo pensó un instante, pero por fin meneó la cabeza.

–Ve sin mí. Lo único que quiero es ir a H y H y encontrar una habitación vacía antes de que las demás vuelvan del trabajo armando barullo. Tomarme un analgésico y dormir un par de horas. Es posible que así consiga volver a sentirme como un ser humano.

–Voy contigo –se ofreció Rosie cuando se abrieron las puertas del ascensor y las dos mujeres salieron.

–No, no hace falta –declinó Pam al tiempo que una breve sonrisa le iluminaba el rostro–. Me las arreglaré sola, y tú eres lo bastante mayorcita como para tomarte un café sin carabina. Quién sabe, a lo mejor incluso conoces a alguien interesante.

Rosie exhaló un suspiro. Para Pam, alguien interesante siempre significaba un hombre, por lo general de aquellos cuyos músculos se dibujaban bajo el tejido ceñido de la camiseta como mapas geológicos, y por lo que a Rosie respectaba, podía pasarse sin esa clase de hombres durante el resto de su vida.

Además, estaba casada.

Bajó la mirada hacia la alianza y el anillo de compromiso con un diamante engastado cuando salieron a la calle. Nunca sabría a ciencia cierta en qué medida tuvo que ver aquel vistazo con lo que sucedió poco después, pero situó el anillo de compromiso, en el que bajo circunstancias normales casi nunca pensaba, en el centro de sus pensamientos. Era de poco más de un quilate, con mucho lo más caro que su marido le había regalado jamás, y hasta aquel día, la idea de que le pertenecía a ella, de que podía hacer con él lo que le viniera en gana y como le viniera en gana, jamás se le había pasado por la cabeza.

Rosie esperó en la parada del autobús situada a la vuelta de la esquina, pese a las protestas de Pam de que era totalmente innecesario. No le gustaba nada el aspecto de Pam; tenía las mejillas desprovistas por completo de color, sombras oscuras bajo los ojos y pequeñas arrugas de dolor que partían de las comisuras de sus labios. Además, le gustaba tener ocasión de cuidar de alguien para variar. De hecho, estuvo a punto de subir al autobús con Pam para cerciorarse de que llegaba bien, pero al final la llamada del café caliente, y tal vez de un trozo de tarta, fue más fuerte.

Permaneció de pie en el bordillo y saludó a Pam con la mano cuando ésta se sentó junto a una de las ventanillas. Pam le devolvió el saludo cuando el autobús se puso en marcha. Rosie se quedó unos instantes más antes de volverse y tomar Hitchens Boulevard en dirección a La Cafetera Caliente. Como es natural, recordó el primer paseo que había dado por la ciudad. Lo cierto era que no recordaba gran cosa de aquellas horas (lo que mejor recordaba era la sensación de estar asustada y desorientada), pero al menos dos figuras destacaban como rocas en la niebla: la mujer embarazada y el hombre del bigote a lo David Crosby. Sobre todo a él. Apoyado en la puerta de la taberna con una jarra de cerveza en la mano, mirándola. Hablando (eh muñeca eh muñeca) con ella. O hablándole a ella. Aquellos recuerdos se apoderaron de su mente durante un rato del modo en que sólo los peores recuerdos pueden apoderarse de uno, recuerdos de épocas en que nos hemos sentido perdidos e indefensos, totalmente incapaces de ejercer control alguno sobre nuestras vidas, y pasó delante de La Cafetera Caliente sin verlo siquiera, sus ojos convertidos en cuencas desatentas y consternadas. Seguía pensando en el hombre de la taberna, en cuánto la había asustado y cuánto le había recordado a Norman. No era ninguna facción de su rostro, sino sobre todo algo en su postura. El modo de estar de pie, como si cada músculo estuviera a punto de flexionarse y saltar, como si bastara una simple mirada de reconocimiento por parte de ella para enfurecerlo...

Una mano la asió por el brazo, y Rosie estuvo a punto de gritar. Se volvió, esperando que fuera Norman o el hombre del bigote pelirrojo oscuro. En cambio, vio a un joven enfundado en un traje de verano de corte conservador.

–Siento haberla asustado –se disculpó–,pero por un momento estaba seguro de que iba a dejarse atropellar.

Rosie se volvió de nuevo y comprobó que estaba en la esquina de Hitchens con Watertower Drive, uno de los cruces con más tráfico de la ciudad y a tres manzanas al menos de La Cafetera Caliente, tal vez incluso a cuatro. El tráfico pasaba junto a ella como un río metálico. De repente se le ocurrió que era posible que aquel joven le hubiera salvado la vida.

–Gr–gracias. Muchas gracias.

No  hay de qué– repuso él.

En aquel momento, el semáforo de peatones situado en la acera de enfrente de Watertower cambió a verde. El joven lanzó a Rosie una última mirada curiosa, bajó a la calzada y se adentró en el paso cebra con el resto de los transeúntes.

Rosie se quedó donde estaba, acometida por la confusión y el alivio que experimenta una persona al despertar de una terrible pesadilla. Y eso era precisamente lo que me estaba pasando, pensó. Estaba despierta, caminando por la calle, pero en realidad estaba teniendo una pesadilla terrible. O un flashback. Bajó la vista y vio que aferraba el bolso ante el vientre con ambas manos, como había hecho durante aquella excursión larga y confusa en busca de Durham Avenue cuatro semanas antes. Se pasó la correa por el hombro, giró en redondo y comenzó a desandar lo andado.

La zona comercial de moda en la ciudad comenzaba más allá de Watertower Drive; el lugar que atravesó al dejar atrás Watertower consistía en establecimientos mucho más pequeños. Muchos de ellos ofrecían un aspecto algo ajado, un poco desesperado. Rosie caminaba despacio, escudriñando los escaparates de las tiendas de ropa de segunda mano que intentaban pasar por boutiques grunge, zapaterías con rótulos de COMPRE PRODUCTOS AMERICANOS y LIQUIDACIÓN TOTAL en la puerta, una tienda de todo a menos de cinco dólares con el escaparate atestado de muñecas fabricadas en México o en Manila, una tienda de artículos de piel llamado Motorcycle Mama, y una tienda llamada Avec Plaisir que ofrecía una variedad sorprendente de productos, desde consoladores hasta esposas y ropa interior sin entrepierna, sobre expositores de terciopelo negro. Se quedó mirando los artículos durante un rato, maravillada por aquellas cosas exhibidas allí para que todo el mundo las viera, y por fin cruzó la calle. A una media manzana vio La Cafetera Caliente, pero había decidido pasar del café y la tarta; se limitaría a coger el autobús y volver a H y H. Ya había vivido suficientes aventuras por un día.

Pero las cosas no sucedieron así. En el extremo opuesto del cruce que acababa de atravesar vio un escaparate anodino con un rótulo de neón que rezaba EMPEÑOS, PRÉSTAMOS, COMPRAVENTA DE JOYERÍA FINA. Fue el último servicio lo que llamó la atención a Rosie. Echó otro vistazo a su anillo de compromiso y recordó algo que Norman le había dicho poco antes de que se casaran: Si quieres llevarlo en la calle, llévalo con la piedra vuelta hacia dentro, Rose. Es un cacho de piedra y tú no eres más que una chiquilla.

En cierta ocasión, antes de que él le enseñara que más le valía no hacer preguntas, le había preguntado cuánto le había costado. Norman había contestado meneando la cabeza con una sonrisa indulgente, la sonrisa de un padre cuya hija quiere saber por qué el cielo es azul o cuánta nieve hay en el Polo Norte. No te preocupes por eso, le había dicho. Confórmate con saber que tuve que elegir entre la piedra y un Buick nuevo. Opté por la piedra. Porque te quiero, Rose.

Y ahora, de pie en aquella esquina, aún recordaba lo que había sentido en aquel instante: miedo, porque una no podía sino temer a un hombre capaz de semejante extravagancia, un hombre que podía anteponer un anillo a un coche nuevo, pero también un poco agitada y excitada. Porque era romántico. Le había comprado un diamante tan grande que ni siquiera era seguro enseñarlo por la calle. Un diamante tan grande como el Ritz. Porque te quiero, Rose.

Y tal vez era cierto, pero aquello había sucedido catorce años antes, y la chica a la que había amado tenía en aquel entonces ojos diáfanos, pechos firmes, vientre plano y muslos largos y fuertes. No había ni rastro de sangre en la orina de aquella chica cuando iba al lavabo.

Rosie permaneció en la esquina cercana a la tienda del rótulo fluorescente en el escaparate mientras contemplaba su anillo de compromiso. Esperó a ver qué sentía, un eco de temor o quizás incluso una punzada romántica, y al descubrir que no sentía nada de eso, se volvió hacia la tienda de empeños. No tardaría en marcharse de Hijas y Hermanas, y si ahí dentro había alguien dispuesto a darle una cantidad razonable por su anillo, se marcharía en paz, sin deber nada por la habitación ni la comida, y tal vez con algunos centenares de dólares de sobra.

O a lo mejor lo que quiero es librarme de él, se dijo. A lo mejor no quiero pasar ni un solo día más dándole vueltas a la cabeza al Buick que nunca llegó a comprarse.

El rótulo de la puerta rezaba PRÉSTAMOS Y EMPEÑOS CIUDAD LIBERTAD. En el primer momento le extrañó... Había oído varios motes para la ciudad, pero todos ellos guardaban relación con el lago o con el tiempo. Desterró de su mente la idea, abrió la puerta y entró.

Había esperado un establecimiento oscuro, y lo era, pero Préstamos y Empeños Ciudad Libertad también estaba bañado en una luz inesperadamente dorada. El sol estaba bajo e iluminaba directamente Hitchens, atravesando las ventanas orientadas al oeste de la tienda de empeños en rayos largos y cálidos. Uno de ellos convertía un saxofón colgado de la pared en un instrumento que parecía hecho de fuego.

Y no es coincidencia, pensó Rosie. Alguien ha colgado ese saxo allí a propósito. Una persona inteligente. Probablemente era cierto, pero aun así se sentía algo hechizada. Incluso el olor del lugar contribuía a aquella sensación de hechizo, un olor a polvo, antigüedad y secretos.

Desde su izquierda le llegaba el débil tictac de muchos relojes.

Avanzó despacio por el pasillo central, pasando junto a soportes de guitarras acústicas suspendidas del clavijero, y junto a vitrinas llenas de utensilios y equipos de música. Parecía haber gran cantidad de esos aparatos descomunales y multifuncionales que denominaban boomboxes en la tele.

Al final de aquel pasillo se hallaba un mostrador largo con otro rótulo luminoso suspendido en un arco sobre él. ORO, PLATA, JOYERÍA FINA, anunciaba en letras azules. Y debajo, en rojo: COMPRAMOS VENDEMOS,

CAMBIAMOS.

Sí, pero ¿os arrastráis sobre el vientre como reptiles?, se preguntó Rosie con un atisbo de sonrisa mientras se acercaba al mostrador. Tras él había un hombre sentado en un taburete. En el ojo llevaba una lupa de joyero que estaba empleando para observar algo colocado sobre una almohadilla delante de él. Al aproximarse un poco más, Rosie comprobó que el objeto examinado era un reloj de bolsillo abierto. El hombre lo exploraba con una varilla de acero tan delgada que apenas se veía. Era joven, pensó, tal vez ni siquiera llegaba a los treinta. Llevaba el pelo largo, casi hasta los hombros, y un chaleco de seda azul sobre una camiseta blanca lisa. A Rosie la combinación le pareció poco convencional pero bastante deslumbrante.

Captó un movimiento a su izquierda. Se volvió y vio a un señor de cierta edad agachado mientras revisaba varias pilas de libros de bolsillo amontonados bajo un, rótulo que decía Los CLÁSICOS DE SIEMPRE. Tenía el abrigo esparcido a su alrededor como un abanico, y su maletín negro, anticuado y algo deshilachado en las costuras, esperaba pacientemente junto a él, como un perro fiel.

–¿Puedo ayudarla en algo, señora?

Volvió su atención al hombre del mostrador, que se había quitado la lupa y la estaba mirando con una sonrisa amable. Tenía ojos avellanados con motas verdes, muy bonitos, y Rosie se preguntó si Pam lo consideraría alguien interesante. No lo creía. No se apreciaban suficientes placas tectónicas bajo la camiseta.

–Es posible –repuso.

Se quitó el anillo de boda y el de compromiso, y se guardó el sencillo aro de oro en el bolsillo. Le resultaba extraño no llevarlo, pero suponía que llegaría a acostumbrarse. Una mujer capaz de irse de su casa para siempre sin ni siquiera una muda de ropa a buen seguro podía acostumbrarse a un montón de cosas. Dejó el diamante sobre la almohadilla de terciopelo junto al viejo reloj que el joyero había estado examinando.

–¿Cuánto diría que vale? –le preguntó Rosie, y como si se le acabara de ocurrir, agregó–: ¿Y cuánto podría darme por él?

El joyero deslizó el anillo sobre la yema de su pulgar y a continuación lo sostuvo ante el polvoriento rayo de sol que entraba oblicuo en la tienda por la tercera de las ventanas orientadas al oeste. La piedra despidió chispas de fuego multicolor que deslumbraron a Rosie, y por un instante sintió una punzada de arrepentimiento. Entonces el joyero le lanzó una mirada, sólo un vistazo, en realidad, pero suficiente para que Rosie percibiera algo en sus ojos avellanados que no comprendió de inmediato..., una mirada que parecía decir: ¿Me está tomando el pelo o qué?

–¿Qué? –preguntó–. ¿Qué pasa?

–Nada –repuso el joven–. Un momento.

Se encajó la lupa en el ojo y examinó con atención la piedra de su anillo de compromiso. Cuando levantó la vista por segunda vez, en sus ojos se dibujaba una expresión más segura, más fácil de descifrar. Imposible de no descifrar, en realidad, De repente, Rosie, lo supo todo, pero no se sorprendió, enfadó o lamentó. Lo único que consiguió fue experimentar una especie de vergüenza cansina. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? ¿Cómo podía haber sido tan tonta?

No has sido tonta, replicó aquella voz profunda. De verdad que no has sido tonta, Rosie. Si no hubieras sabido en tu fuero interno que el anillo era falso, si no lo hubieras sabido casi desde el principio, habrías acudido a un lugar como éste hace mucho tiempo. ¿Realmente creías, al menos después de cumplir los veintidós, que Norman Daniels te habría regalado un anillo valorado no en cientos, sino en miles de dólares? ¿De verdad lo creías?

No, suponía que no. Ella nunca había tenido tanto valor para él,

eso para empezar. Y además, un hombre con tres cerraduras en la puerta principal de su casa, tres en la trasera, sensores de movimiento en el jardín y una alarma táctil en el Sentra nuevo jamás habría permitido que su mujer fuera a la compra con un diamante del tamaño del Ritz en la mano.

–Es falso, ¿verdad? –preguntó al joyero.

–Bueno –repuso él–, es zircón auténtico, pero desde luego no es un diamante, si es a eso a lo que se refiere.

–Claro que es a eso a lo que me refiero –replicó Rosie–. ¿A qué otra cosa iba a referirme?

–¿Se encuentra bien? –inquirió el joyero.

Parecía sinceramente preocupado, y Rosie pensó, ahora que lo veía más de cerca, que estaría más cerca de los veinticinco que de los treinta.

–Mierda –masculló–. No lo sé. Supongo que sí.

Sin embargo, sacó un pañuelo de papel del bolso en caso de que le diera por llorar... Últimamente nunca sabía cuándo podía sucederle. O tal vez incluso un buen ataque de risa; también había tenido unos cuantos. Sería agradable poder evitar ambos extremos, al menos por el momento. Sería agradable salir de aquella tienda con algún vestigio de dignidad.

–Espero que sí –exclamó el joyero–, porque no es la única, créame. Le sorprendería saber cuántas señoras, señoras como usted...

–Oh, déjelo –lo atajó Rosie–. Cuando necesite apoyo me compraré un sujetador ortopédico.

Nunca había dicho a un hombre nada siquiera remotamente parecido a aquello (¡era realmente provocativo!), pero nunca se había sentido así..., como si estuviera flotando en el espacio o corriendo a una velocidad vertiginosa por una cuerda floja sin red. ¿Y no era perfecto, en cierto modo? ¿No era el único epílogo acertado a su matrimonio? Opté por la piedra, lo oyó decir con voz temblorosa y los ojos grises algo húmedos. Porque te quiero, Rose.

Por un instante estuvo a punto de sucumbir a uno de aquellos ataques de risa. Logró evitarlo con una enorme fuerza de voluntad.

–¿Tiene algún valor? –inquirió–. ¿Por poco que sea? ¿O lo sacó de alguna máquina de chicle?

El joyero no empleó la lupa esta vez, sino que volvió sostener la piedra a la luz del sol.

–La verdad es que sí tiene algún valor –explicó en tono aliviado, como si se alegrara de poder dar alguna buena noticia–. La piedra no vale más de diez pavos, pero el engaste... podría haber costado hasta doscientos dólares, precio de minorista. Por supuesto, yo no podría pagarle tanto –agregó a toda prisa–. Mi padre me echaría una bronca de cuidado. ¿Verdad, Robbie?

–Tu padre siempre te echa broncas de cuidado –comentó el anciano agachado junto a los libros de bolsillo–. Para eso están los hijos –recitó sin alzar la mirada.

El joyero lo miró, se volvió de nuevo hacia Rosie y se llevó un dedo a la boca entreabierta fingiendo una arcada. Rosie no había visto aquel gesto desde el instituto y la hizo sonreír. El hombre del chaleco le devolvió la sonrisa.

–Podría darle cincuenta –ofreció–. ¿Le interesa?

–No, gracias.

Cogió el anillo, lo contempló pensativa y por fin lo envolvió en el pañuelo de papel.

–¿Por qué no prueba en las otras tiendas de por aquí? –sugirió el joven–. Si alguien le ofrece más, igualaré la mejor oferta. Es la política de mi padre, y la verdad es que funciona.

Rosie dejó caer el pañuelo en el bolso y lo cerró.

–Gracias, pero creo que no lo haré –repuso–. Me lo voy a quedar.

Era consciente de que el hombre de los libros de bolsillo, aquél al que el joyero había llamado Robbie, la estaba mirando con una extraña expresión concentrada, pero Rosie decidió que no le importaba. Que mire. Es un país libre.

–El hombre que me regaló el anillo dijo que valía tanto como un coche nuevo –explicó–. ¿Puede creerlo?

–Sí –replicó el joyero sin vacilar.

Rosie recordó que le había asegurado que no era la única, que muchas señoras entraban en la tienda y descubrían verdades desagradables acerca de sus tesoros. Suponía que aquel hombre, pese a ser tan joven, debía de haber presenciado ya muchas variaciones sobre el mismo tema.

–Ya me lo imagino –comentó–. Bueno, pues debería comprender por qué quiero conservar el anillo. Si alguna otra vez empiezo a encapricharme con una persona, o al menos a creérmelo, puedo sacarlo y mirarlo mientras espero a que se me pase.

Estaba pensando en Pam Haverford, que tenía varias cicatrices largas y retorcidas en ambos antebrazos. En verano de 1992, su marido la había empujado a través de una puerta cuando estaba borracho. Pam había levantado los brazos para protegerse la cara al atravesar el vidrio, y como consecuencia habían tenido que darle sesenta puntos en un brazo y ciento cinco en el otro. Aun así, se derretía de felicidad cuando un albañil o un pintor le silbaba al pasar, ¿y eso qué es? ¿Perseverancia o estupidez? ¿Reincidencia o amnesia? Rosie había llegado a denominarlo el Síndrome Haverford y esperaba poder evitarlo.

–Lo que usted diga, señora –repuso el joyero–.Pero siento ser portador de malas noticias. Personalmente, creo que es por eso por lo que las casas de empeño tienen tan mala reputación. Casi siempre nos toca decir a la gente que las cosas no son lo que aparentan. A nadie le gusta eso.

–No –corroboró Rosie–. A nadie le gusta eso, señor...

–Steiner –terminó el hombre–. Bill Steiner. Mi padre se llama Abe Steiner. Aquí tiene nuestra tarjeta.

Le alargó una, pero Rosie meneó la cabeza con una sonrisa.

–No me servirá de nada. Buenos días, señor Steiner.

Rosie se dirigió hacia la puerta, esta vez por el tercer pasillo, porque el anciano había avanzado algunos pasos hacia ella con el maletín en una mano y unos cuantos libros de bolsillo viejos en la otra. Rosie no sabía a ciencia cierta si pretendía hablar con ella, pero sí estaba segura de que ella no quería hablar con él. Lo único que quería era salir a toda prisa de Empeños y Préstamos Ciudad Libertad, subir al autobús y ponerse a olvidar que había estado allí.

Apenas se dio cuenta de que pasaba por una zona de la tienda de empeños en la que varios grupos de esculturas pequeñas y cuadros con y sin marco se amontonaban en los estantes. Caminaba con la cabeza alta, pero no veía nada; no estaba de humor para apreciar el arte, ni fino ni de ninguna otra índole. Por ello desentonó tanto el hecho de que se detuviera en seco. Era como si ella no hubiera visto el cuadro, al menos aquella primera vez.

Era como si el cuadro la hubiera visto a ella.

La poderosa atracción que ejerció sobre ella era algo que jamás había experimentado en su vida, pero no le pareció extraordinario, pues durante el último mes había vivido numerosas experiencias nuevas. Y además, aquella atracción no se le antojó anormal, al menos al principio. La razón era bien sencilla: tras catorce años de matrimonio con Norman Daniels, años en que había permanecido prácticamente aislada del resto del mundo, había carecido de las herramientas necesarias para distinguir lo normal de lo anormal. El criterio que había empleado para medir el comportamiento del mundo en situaciones determinadas consistía sobre todo en dramas televisivos y alguna película que Norman la había llevado a ver (Norman Daniels iba a ver cualquier película de Clint Eastwood). En el marco creado por aquellos medios de comunicación, su reacción al cuadro parecía casi normal. En las películas y en la tele, la gente siempre se daba unos sustos de campeonato.

Y en realidad, nada de todo aquello importaba. Lo que importaba era el modo en que el cuadro la llamaba, haciéndole olvidar lo que acababa de descubrir acerca de su anillo, haciéndole olvidar que quería salir de la tienda de empeños, haciéndole olvidar lo contentos que estarían sus pobres pies cuando viera el autobús de la línea Azul detenerse delante de La Cafetera Caliente, haciéndole olvidarlo todo. Lo único que pensó fue: ¡Mira! ¡Es el cuadro más maravilloso del mundo!

Era un óleo con marco de madera, de aproximadamente un metro de anchura por setenta centímetros de altura, y estaba apoyado contra un reloj parado a un lado y un pequeño querubín desnudo al otro. Estaba rodeado de cuadros (una vieja fotografía tintada de la catedral de San Pablo, una acuarela de un bodegón, góndolas al amanecer en el Gran Canal, una reproducción de una escena de caza que mostraba a una manada de perros persiguiendo a un par de zorros en un brumoso brezal inglés), pero Rosie apenas si les echó un vistazo. Era el cuadro de la mujer en la colina el que la interesaba, y sólo aquél. En cuanto a tema y ejecución no se diferenciaba gran cosa de los cuadros que siempre se pudren en las casas de empeños, tiendas de curiosidades y puntos de venta que se montaban en graneros junto a las carreteras de todo el país (de todo el mundo, la verdad), pero llenó sus ojos y su mente de aquella clase de emoción pura y reveladora que sólo despiertan las obras de arte que nos conmueven profundamente, las canciones que nos hacen llorar, las historias que nos permiten ver el mundo con claridad desde otro punto de vista, al menos durante un rato, los poemas que nos hacen ser felices por estar vivos, las danzas que nos hacen olvidar por unos instantes que algún día dejaremos de existir.

Su reacción emocional fue tan repentina, ardiente y totalmente desconectada de su vida real y práctica que en el primer momento su mente vaciló sin saber en absoluto cómo afrontar aquellos súbitos fuegos artificiales. Durante esos instantes, Rosie fue como una transmisión a la que le hubiera saltado la marcha para quedarse en punto muerto; aunque el motor seguía revolucionado, nada se movía. Pero entonces se activó el embrague, y la transmisión se deslizó suavemente hacia su lugar.

Es lo que quiero para mi nueva casa, por eso estoy emocionada, se dijo. Es exactamente lo que quiero para hacer mía la nueva casa.

Se aferró a aquel pensamiento con avidez y gratitud. No sería más que una habitación, cierto, pero le habían prometido que sería una habitación grande con una pequeña cocina y un baño independiente. En cualquier caso sería el primer lugar verdaderamente suyo y sólo suyo. Eso lo convertía en algo importante y convertía las cosas que eligiera para él en algo importante..., y la primera sería la más importante de todas, porque sentaría el precedente para todos los demás objetos que la siguieran.

Sí, por agradable que fuera, la habitación sería un lugar en el que docenas de personas solteras de pocos recursos habían vivido antes que ella, y donde muchas más docenas morarían después de ella. Pero pese a todo sería un lugar importante. Aquellas últimas cinco semanas habían sido un período de transición, un hiato entre la vieja y la nueva vida. Cuando se mudara a la habitación que le habían prometido, su nueva vida, su vida de soltera, empezaría de verdad..., y aquel cuadro, que Norman nunca había visto ni juzgado, que era enteramente suyo, podía ser el símbolo de aquella nueva vida.

Ése fue el modo en que su mente cuerda, razonable y nada preparada para admitir o incluso identificar nada relacionado con lo sobrenatural o lo paranormal, explicó, racionalizó y justificó la reacción repentina e intensa ante el cuadro de la mujer en la colina.

Era el único cuadro del pasillo cubierto con un vidrio (Rosie creía que los óleos nunca se cubrían, tal vez porque tenían que respirar o algo así), y en la esquina inferior izquierda se veía una pequeña etiqueta amarilla que decía 75 dólares o ?

Alargó las manos temblorosas y asió el marco del cuadro. Lo sacó con cuidado del estante y volvió con él por el pasillo. El anciano del maletín gastado seguía allí y seguía mirándola, pero Rosie apenas si lo vio. Fue directamente al mostrador y colocó el cuadro con mimo delante de Bill Steiner.

–¿Ha encontrado algo que le interesa? –preguntó el joven.

–Sí. –Rosie golpeteó con el dedo la etiqueta de la esquina–. Dice setenta y cinco dólares o interrogante. Me ha dicho que podía darme cincuenta por mi anillo de compromiso. ¿Estaría dispuesto a cambiar una cosa por otra? ¿Mi anillo por este cuadro?

Steiner se dirigió al extremo del mostrador, levantó la barrera y se aproximó a Rosie. Examinó el cuadro con la misma meticulosidad que había dedicado al anillo..., pero esta vez con expresión algo divertida.

–No recuerdo este cuadro. Me parece que no lo había visto nunca. Debe de ser algo que compró mi viejo. Es el aficionado al arte de la familia; yo no soy más que un manitas glorificado.

–¿Quiere decir que no puede...?

–¿Regatear? ¡Muérdase la lengua! Regatearé hasta que me quede sin aliento. Pero esta vez no hace falta. Estaré encantado de hacerlo a su manera. Trueque. Así no tendré que verla marcharse con cara de perro apaleado.

Otra primera experiencia; antes de ser consciente de lo que hacía, Rosie había rodeado con los brazos el cuello de Bill Steiner para darle un abrazo breve pero entusiasta.

–¡Gracias! –exclamó–. ¡Muchísimas gracias! .

–Vaya, de nada –rió Steiner–. Creo que es la primera vez que un cliente me abraza en estos parajes. ¿Quiere que le enseñe otros cuadros que le pueden interesar, señora?

El anciano del abrigo, al que Steiner había llamado Robbie, se acercó para contemplar el cuadro.

–Teniendo en cuenta cómo es la mayoría de los clientes de las casas de empeño, probablemente esto es una bendición –comentó.

–Tienes razón –corroboró Bill Steiner.

Rosie apenas los oyó. Estaba revolviendo el bolso en busca del pañuelo de papel en el que había envuelto el anillo. Le costó bastante encontrarlo porque su mirada no cesaba de desviarse hacia el cuadro colocado sobre el mostrador. Su cuadro. Por primera vez pensó en la habitación que le asignarían con verdadera impaciencia. Su propia casa, no un catre entre muchos. Su propia casa y su propio cuadro para colgarlo en la pared. Será lo primero que haga, se prometió al tiempo que sus dedos se cerraban en torno al pañuelo arrugado. Lo primero. Desenvolvió el anillo y se lo alargó a Steiner, pero éste hizo caso omiso de momento, pues estaba contemplando el cuadro.

–Es un óleo original, no una reproducción –comentó–, y no me parece demasiado bueno. Es probable que por eso esté cubierto con el vidrio... Alguien debió de pensar que así aparentaría más. ¿Qué será el edificio al pie de la colina? ¿La casa quemada de una plantación?

–Creo que son las ruinas de un templo –intervino el anciano del maletín sarnoso en voz baja–. Un templo griego, quizás. Aunque, ¿quién sabe, verdad? .

Sí, quién sabía, pues el edificio en cuestión estaba sepultado en la maleza casi hasta el tejado. Por las cinco columnas de la fachada se encaramaban parras. Otra columna yacía en fragmentos. Cerca del pilar caído se veía una estatua tan cubierta de maleza que lo único que se vislumbraba por encima del verdor era un rostro liso de piedra blanca vuelto hacia los nubarrones de tormenta con que el pintor había llenado el cielo.

–Sí –repuso Steiner–. En cualquier caso, tengo la impresión de que el edificio no está pintado en perspectiva... Es demasiado grande para estar donde está.

El anciano asintió.

–Pero es un engaño necesario, porque de lo contrario no se vería más que el tejado. En cuanto al pilar y a la estatua caídos, no se verían en absoluto.

A Rosie no le interesaba en absoluto el fondo, sino tan sólo la figura central del cuadro. En la cima de la colina, girada para contemplar las ruinas del templo para que quienes contemplaran el cuadro sólo la vieran de espaldas, había una mujer. El cabello rubio le caía por la espalda en una trenza. Alrededor de uno de sus esbeltos brazos, el derecho, se veía un brazalete ancho de oro. Tenía la mano derecha alzada, y aunque no podía apreciarse con seguridad, daba la impresión de que se estaba protegiendo los ojos. Resultaba extraño teniendo en cuenta que el cielo estaba encapotado y no lucía el sol, pero eso era lo que parecía estar haciendo. Llevaba un vestido corto, una toga, suponía Rosie, que dejaba al descubierto uno de sus hombros lechosos. El atuendo era de un vibrante color rojo violáceo. Era imposible descubrir qué llevaba en los pies, si es que llevaba algo, pues la hierba le llegaba casi hasta las rodillas, donde terminaba la toga.

–¿Cómo se llama el estilo? –preguntó Steiner a Robbie–. ¿Clásico? ¿Neoclásico?

–Yo lo llamo arte malo –replicó Robbie con una sonrisa–, pero al mismo tiempo creo que entiendo por qué esta mujer quiere comprarlo. Es posible que los elementos sean clásicos, de los que se ven en los grabados antiguos de acero, pero el ambiente es gótico. Y luego el detalle de que la figura principal esté de espaldas. Eso me parece muy raro. En conjunto..., bueno, no puede decirse que esta joven ha elegido el mejor cuadro de la tienda, pero estoy seguro de que sí es el más peculiar.

Rosie apenas los oía. No cesaba de encontrar matices nuevos en el cuadro que le llamaban la atención. El cordón violeta oscuro que ceñía la cintura de la mujer, por ejemplo, que casaba con los adornos del vestido, la insinuación apenas visible del pecho izquierdo, revelado por el brazo levantado. Los dos hombres no decían más que tonterías. Era un cuadro maravilloso. Tenía la sensación de que podría contemplarlo durante horas y horas, y cuando estuviera en su nueva casa, lo más probable era que lo hiciera.

 

–No hay título ni firma –comentó Steiner–. A menos que...

Dio la vuelta al cuadro. En el papel del dorso, escritas en trazos suaves y ligeramente desvaídos de carboncillo, se veían las palabras ROSE MADDER.

–Bueno –prosiguió Steiner sin convicción–,aquí está el nombre de la artista, supongo. Aunque es un nombre bien raro. A lo mejor es un seudónimo.

Robbie meneó la cabeza y abrió la boca para hablar, pero entonces se percató de que la mujer que había elegido el cuadro también lo sabía.

–Es el nombre del cuadro –aclaró Rosie, y a continuación agregó por alguna razón que no podría haber explicado–: Yo me llamo Rose.

Steiner la miró con expresión confusa.

–No importa, no es más que una casualidad.

Pero ¿lo era?

–Mire. –Volvió a dar la vuelta al cuadro. Golpeteó el vidrio sobre la toga que llevaba la mujer de pie en primer término–. Este color, este rojo violáceo, se llama rose madder.(Juego de palabras intraducible. Rose Madder, además de guardar parecido con el nombre de la protagonista, es un color rojo violáceo empleado con frecuencia en la pintura. Por otro lado, la palabra madder significa más enfadado. (N. de la T.))

–Tiene razón –corroboró Robbie–. O la artista o más probablemente la última persona que poseyó el cuadro, puesto que los trazos de carboncillo se borran muy deprisa, ha titulado el cuadro basándose en el color de la túnica de la mujer.

–Por favor–pidió Rosie a Steiner–. ¿Le importa que cerremos el trato? Tengo bastante prisa; ya es muy tarde.

Steiner estuvo a punto de preguntarle una vez más si estaba segura, pero vio que lo estaba. Y vio otra cosa; aquella mujer ofrecía un aspecto sutil que sugería que lo había pasado mal en los últimos tiempos. Era el aspecto de una mujer que podía considerar el interés sincero y la preocupación como una tomadura de pelo o tal vez un esfuerzo de alterar las condiciones del trato en contra de ella. Por ello se limitó a asentir.

–El anillo por el cuadro, y los dos tan contentos.

–Sí –asintió Rosie dedicándole una sonrisa deslumbrante.

Era la primera sonrisa verdadera que había dedicado a alguien en catorce años, y en el punto álgido de su plenitud, el corazón de Steiner se abrió a ella.

–Y los dos tan contentos.

Rosie permaneció delante de la puerta unos instantes, parpadeando a los coches que pasaban junto a ella, sintiéndose como se había sentido cuando era pequeña y salía del cine con su padre, cegada, con el cerebro suspendido entre el mundo real y el mundo de la ficción. Pero el cuadro era real; no tenía más que mirar el paquete que llevaba debajo del brazo para comprobarlo.

Tras ella se abrió la puerta, y por ella salió el anciano. Ahora incluso le caía bien, y le dedicó la clase de sonrisa que la gente reserva para aquellos con quienes han compartido experiencias extrañas o maravillosas.

–Señora –empezó el hombre–, ¿me haría un pequeño favor?

La sonrisa dio paso a una expresión de cautela.

–Depende, pero no suelo hacer favores a desconocidos.

Por supuesto, aquello era quedarse corta. Ni siquiera estaba acostumbrada a hablar con desconocidos.

El hombre parecía casi avergonzado, y su aspecto surtió un efecto tranquilizador en ella.

–Ya, bueno, supongo que le parecerá extraño, pero tal vez nos beneficie a ambos. Me llamo Lefferts, por cierto, Rob Lefferts.

–Rosie McClendon –se presentó ella.

Por un instante estuvo tentada de extender la mano, pero en seguida renunció a la idea. Probablemente no debería ni haberle dicho su nombre.

–La verdad es que no creo que tenga tiempo de hacer favores, señor Lefferts... Tengo un poco de prisa y...

–Por favor.

El hombre dejó el maletín gastado en el suelo, introdujo la mano en la pequeña bolsa marrón que llevaba en la otra mano y sacó uno de los viejos libros de bolsillo que había encontrado en la casa de empeño. En la portada se veía la imagen estilizada de un hombre ataviado con un uniforme carcelario de rayas blancas y negras que entraba en lo que parecía una cueva o la boca de un túnel.

–Lo único que quiero es que lea el primer párrafo de este libro. En voz alta.

–¿Aquí? –exclamó Rosie mirando en derredor–. ¿Aquí mismo, en plena calle? Por el amor de Dios, ¿por qué?

–Por favor –se limitó a repetir el hombre.

Rosie cogió el libro, pensando que si hacía lo que le había pedido, tal vez podría zafarse de él sin más tonterías. Eso estaría muy bien, porque empezaba a creer que el hombre estaba un poco chalado. Quizá no peligroso, pero sí chalado. Y si al final resultaba ser peligroso, prefería averiguarlo cerca de Empeños y Préstamos Ciudad Libertad... y de Bill Steiner.

El libro se titulaba Senda tenebrosa, y su autor se llamaba David Goodis. Mientras pasaba la página del copyright, Rosie decidió que no era de extrañar que) amás hubiera oído hablar de él (si bien el título de la novela le resultaba familiar), porque Senda tenebrosa había sido publicado en 1946, dieciséis años antes de que ella naciera.

Alzó la vista hacia Rob Lefferts, quien le hizo una seña ansiosa, casi vibrante de anticipación... ¿y esperanza? ¿Cómo era posible?. Pero realmente parecía esperanza.

Un poco alterada (se le había contagiado, como su madre había dicho a menudo), Rosie empezó a leer. Al menos el primer párrafo era breve.

–Fue mala suerte. Parry era inocente. Además, era un hombre decente que nunca había molestado a nadie y que quería llevar una vida tranquila. Pero había demasiado en su contra y demasiado poco a su favor. El jurado decidió que era culpable. El juez lo condenó a cadena perpetua, y a Parry lo condujeron a San Quintín.

Rosie levantó la cabeza, cerró el libro y se lo alargó.

–¿De acuerdo?

El anciano sonreía visiblemente complacido.

–Pero que muy de acuerdo, señora McClendon. Bueno, espere...uno más..., por favor... –Siguló ojeando el libro y por fin se lo devolvió–. Sólo el diálogo, por favor. La escena entre Parry y el taxista. Desde «Bueno, es extraño». ¿Lo ve?

 

Rosie lo veía, y esta vez ni siquiera remoloneó. Había decidido que Lefferts no era peligroso y que quizá ni siquiera estaba loco: Además, seguía experimentando aquella singular emoción, como si algo realmente fuera a suceder... o ya estuviera sucediendo.

Sí, claro que sí, le explicó la vocecilla interior. El cuadro, Rosie..., ¿recuerdas?

Por supuesto, el cuadro. El mero hecho de pensar en él le alegraba el corazón y la hacía sentirse afortunada.

–Esto es muy curioso –comentó, aunque con una sonrisa que no pudo contener.

Lefferts asintió con un gesto, y Rosie tenía la sensación de que habría asentido del mismo modo si ella le hubiera comentado que se llamaba Madame Bovary.

–Sí, sí, ya me imagino que se lo parece, pero... ¿ve dónde quiero que empiece?

–Ajá.

Rosie hojeó el diálogo a toda prisa, intentando comprender quiénes eran aquellas personas a partir de lo que decían. El taxista era fácil de captar; Rosie se forjó de inmediato una imagen de Jackie Gleason en el papel de Ralph Kramden, de las reposiciones de Honeymooners («Recién casados») que pasaban en el canal 18 por las tardes. Parry le costó un poco más, pues era más bien el tipo de héroe universal, según le parecía, de los que salen a todas horas como setas. En cualquier caso, no importaba. Carraspeó y empezó a leer, olvidando de inmediato que se encontraba en una esquina con mucho tráfico con un cuadro envuelto bajo el brazo, sin reparar en las miradas curiosas que tanto ella como Lefferts atraían.

–Bueno, es extraño –dijo el taxista–. Por la cara de las personas sé lo que piensan, sé lo que hacen. A veces incluso sé quiénes son... Usted, por ejemplo.

–Muy bien, yo. ¿Qué hay de mí?

–Es usted un tipo con problemas.

–No tengo un solo problema en el mundo –replicó Parry.

–No hace falta que me cuente nada, hermano–insistió el taxista–. Lo sé. Conozco a la gente. Y le diré otra cosa. Su problema son las mujeres.

–Strike uno. Estoy casado felizmente.

De repente, como caída del cielo, le llegó la voz de Parry; era James Woods, nervioso y tenso, pero con un quebradizo sentido del humor. Aquello la entusiasmó y siguió leyendo, metiéndose en la piel de la historia, viendo la escena de una película que jamás se había rodado, Jackie Gleason y James Woods discutiendo en un taxi que recorría las calles de alguna ciudad anónima en plena noche.

–De strike nada. No está casado. Pero lo estuvo y no era feliz.

–Ah, ya lo entiendo. Estaba usted ahí. Escondido en el armario todo el tiempo.

–Le voy a hablar de ella. No era fácil llevarse bien con ella. Quería cosas. Cuanto más tenía, más quería. Y siempre obtenía lo que quería.

Así era ella.

Rosie había llegado al pie de la página. Con un extraño estremecimiento y sin decir palabra, devolvió el libro a Lefferts, que estaba tan contento que parecía a punto de reventar.

–¡Tiene usted una voz maravillosa! –exclamó–. Grave, pero no retumbante, melodiosa y muy clara, sin acento definido... Eso lo he notado en seguida, pero la voz sola significa poco. ¡Pero además sabe leer! ¡Sabe leer de verdad!

–Pues claro que sé leer –replicó Rosie sin saber si tomárselo a broma o exasperarse–. ¿Tengo aspecto de haber sido criada entre lobos?

–No, por supuesto que no, pero con frecuencia ni los mejores lectores saben leer en voz alta... No es que tropiecen con las palabras, pero no saben expresarse. Y el diálogo es mucho más difícil que la narración...; es la prueba de fuego, por así decirlo. Pero he oído a dos personas distintas. ¡Las he oído!

Lefferts alargó el brazo y le rozó el hombro. Rosie empezó a apartarse. Una mujer con más mundo habría reconocido que se trataba de una audición, aun cuando tuviese lugar en una esquina, y por consiguiente no le habría sorprendido tanto lo que Lefferts dijo a continuación. Rosie, sin embargo, se quedó muda de asombro cuando el hombre carraspeó y le ofreció un empleo.

En el momento en que Rob Lefferts escuchaba a su mujer fugitiva en una esquina, Norman Daniels estaba sentado en su cubículo diminuto, situado en la cuarta planta del cuartel de la policía, con los pies sobre la mesa y las manos entrelazadas detrás de la nuca. Era la primera vez en muchos años que tenía ocasión de poner los pies sobre la mesa; en circunstancias normales, su escritorio estaba atestado de formularios, envoltorios de comida rápida, informes a medio terminar, circulares del departamento, memorandos y otras basuras. Norman no era el tipo de hombre ordenado por naturaleza (después de tan sólo cinco semanas, la casa que Rosie había mantenido como los chorros del oro durante todos aquellos años parecía Miami después del huracán Andrew), y por lo general su oficina reflejaba su carácter, pero en aquel momento tenía un aspecto extremadamente austero. Había pasado la mayor parte de la mañana ordenándola, llevando tres grandes bolsas de basura llenas de porquería al basurero del sótano, reacio a que las malditas negras que venían a limpiar entre semana de medianoche a seis de la mañana hicieran el trabajo. El trabajo que se dejaba a los negros nunca llegaba a hacerse; era una lección que le había enseñado su padre, y era cierta. Se trataba de un hecho fundamental que los políticos y los blandengues no podían o no querían comprender: los negros no sabían trabajar. Formaba parte de su temperamento africano.

Norman paseó la mirada por la superficie de su escritorio, sobre el que no quedaba nada a excepción de sus pies y el teléfono, y a continuación se volvió hacia la pared que se alzaba a su derecha. Durante años había estado empapelada de carteles de búsqueda ordinarios y urgentes, resultados de laboratorio y menús de comida para llevar, por no mencionar el calendario de juicios pendientes con sus fechas escritas en rojo, pero ahora aparecía desierta. Finalizó el recorrido visual reparando en la pila de cajas de licor que se amontonaba junto a la puerta. Mientras la contemplaba reflexionó acerca de lo imprevisible que era la vida. Tenía mal genio y era el primero en reconocerlo. También reconocía de buen grado que ese mal genio era propenso a meterle en líos y dejarlo metido en ellos. Y si un año antes hubiera tenido ocasión de ver su despacho con el aspecto que tenía hoy, habría llegado a una conclusión bien sencilla: su mal genio lo había precipitado a un abismo del que no podía salir y lo habían echado. O bien había acumulado reprimendas suficientes como para justificar el despido según las normas del departamento, o bien lo habían sorprendido haciendo daño de verdad a alguien, como suponían que había hecho con ese renacuajo maricón de Ramon Sanders. La idea de que pudiera importar que alguien hiciera daño a un moñas como Ramon resultaba ridícula, por supuesto, pues a fin de cuentas no era precisamente un santo, pero había que obedecer las reglas del juego... o al menos asegurarse de que a uno no lo pescaban quebrantándolas. Era como no decir en voz alta que los negros no entendían el concepto del trabajo, aunque todo el mundo (al menos todos los blancos) lo sabía.

Pero no lo habían echado. Sólo se trasladaba. Se marchaba de ese asqueroso cubículo que había sido su hogar desde el primer año de la presidencia de Bush. Se trasladaba a una oficina de verdad, donde las paredes llegaban hasta el techo y hasta el suelo. No lo habían echado, sino que lo habían ascendido. Le recordaba una canción de Chucc Berry, una canción qué decía algo así como C'est la vie, está claro que nunca se sabe.

La detención se había efectuado, la gran detención, y las cosas no podrían haberle ido mejor aunque él mismo hubiese escrito el guión. Se había producido una transmutación casi increíble; su culo se había convertido en oro, al menos en lo que respectaba a su trabajo.

Había sido una red urbana de track, la suerte de estructura que nunca se puede atrapar de una sola vez..., pero él lo había logrado. Todas las piezas habían encajado. Había sido como acertar doce sietes seguidos a los dados en Atlantic City y doblar tu dinero en cada tirada. Su equipo había terminado por detener a más de veinte personas, media docena de ellas peces gordos, y las detenciones se efectuaron con todas las de la ley... Ni rastro de ilegalidad. Con toda probabilidad, el fiscal del distrito estaba alcanzando los orgasmos más intensos desde que se tirara a su cocker en el instituto. Norman, que en un momento dado había creído que aquel cabroncete de mierda podía llegar a denunciarlo si no reprimía el mal genio, se había convertido en el niño bonito del fiscal del distrito. Chucé Berry tenía razón. Nunca se sabía.

–El frigorífico estaba repleto de platos preparados y ginger ale –cantó con una sonrisa.

Era una sonrisa alegre, una sonrisa que daba ganas de corresponder, pero habría provocado escalofríos a Rosie, le habría hecho desear ser invisible. Ella la llamaba la sonrisa mordedora de Norman.

A primera vista una buena primavera, una primavera estupenda, la verdad, pero en el fondo había sido una primavera terrible. Una primavera de mierda, para ser exactos, y Rose era la causa. Había esperado dar con ella mucho antes, pero no lo había conseguido. Rose seguía allí fuera. Allí fuera, en alguna parte.

Había ido a Portside el mismo día en que había interrogado a su buen amigo Ramon en el parque situado frente a la comisaría. Había ido con una fotografía de Rose, pero de nada le había servido. Cuando mencionó las gafas de sol y el pañuelo de color rojo brillante (detalles valiosos que había encontrado en la transcripción del interrogatorio de Ramon Sanders), uno de los dos vendedores del turno de día de Continental Express había reaccionado. El problema era que el vendedor no recordaba adónde había ido la mujer, y no había forma de averiguarlo por los archivos, porque no existían. La mujer había _ gado en efectivo y no había facturado equipaje alguno.

El horario de Continental ofrecía tres posibilidades, pero Norman creía que la tercera, un autobús que había salido hacia el sur a las dos menos cuarto de la tarde, era bastante improbable. Rose no habría querido quedarse tanto tiempo en la terminal. Ello le dejaba dos opciones: una ciudad situada a cuatrocientos kilómetros de distancia, y otra ciudad más grande situada en pleno Medio Oeste.

Y entonces había cometido lo que empezaba a considerar un error y que le había costado al menos dos semanas; había supuesto que Rose no habría querido marcharse demasiado lejos de casa, de la zona en la que había crecido..., no un ratoncito asustado como ella. Pero ahora...

Las palmas de las manos de Norman estaban cubiertas por un fino encaje de cicatrices semicirculares. Se las había hecho con las uñas, pero el verdadero origen se hallaba en lo más profundo de su mente, un horno que había tenido encendido a la temperatura máxima durante casi toda su vida.

–Pues más te vale estar asustada –murmuró–. Y si aún no lo estás, te garantizo que pronto lo estarás.

Sí. Tenía que encontrarla. Sin Rose, todo lo que había sucedido aquella primavera, el glamour de la detención, la buena prensa, los periodistas que lo habían asombrado al formularle preguntas respetuosas para variar, e incluso el ascenso carecían de importancia. Las mujeres con las que se había acostado desde que Rose se marchara también carecían de importancia. Lo que importaba era que Rose lo había abandonado. Lo que importaba aún más era que él no había tenido ni la más remota idea de sus intenciones. Y lo que importaba más de todo era que se había llevado su tarjeta del cajero automático. Sólo la había utilizado una vez, y para sacar trescientos cincuenta miserables dólares, pero ésa no era la cuestión. La cuestión era que se había llevado algo que le pertenecía a él, había olvidado quién era el cabrón más malvado de la selva, y tendría que pagar por ello. Y el precio sería alto.

Alto.

Había estrangulado a una de las mujeres con quienes se había acostado desde que Rose se marchara. La había estrangulado y luego la había dejado detrás de un silo de cereales en la orilla occidental del lago. 2 Cabía atribuir aquella muerte a su mal genio? No lo sabía; qué locura, ¿eh? Qué auténtica chifladura. Lo único que sabía era que había recogido a la mujer en el barrio de putas de Fremont Street, una morenita con pantalones ceñidos de color cervato y tetas enormes que asomaban por encima del corpiño. No se había percatado de lo mucho que se parecía a Rose (o eso era lo que se decía ahora y por tanto tal vez incluso creía) hasta que se la estaba tirando en el asiento trasero de su coche de servicio, un anodino Chevrolet de cuatro años. Lo que había sucedido era que la mujer había vuelto la cabeza, y las luces que rodeaban la cima del silo más cercano le habían iluminado la cara por un instante, la habían iluminado de una manera muy especial, y en ese momento aquella puta había sido Rose, la zorra que lo había abandonado sin siquiera dejarle una nota, sin dejarle ni una puta nota, y antes de darse cuenta de lo que hacía le había rodeado el cuello con el corpiño, y la puta había sacado la lengua y los ojos se le habían salido de las órbitas como canicas de cristal. Y lo peor era que, una vez muerta, la puta no se parecía en nada a Rose.

Bueno, no se había dejado dominar por el pánico..., ¿por qué iba a dejarse dominar por el pánico? No había sido la primera vez, ni mucho menos.

¿Lo había sabido Rose? ¿Lo había presentido?

¿Por eso se había marchado? Porque temía que él pudiera...

–No seas gilipollas –masculló, y cerró los ojos.

Craso error. Lo que vio era lo que últimamente se le aparecía en sueños deforma constante: la tarjeta verde del Banco Mercantil, que había adquirido dimensiones desproporcionadas y flotaba en la negrura como un dirigible del color de los billetes. Abrió los ojos de inmediato. Le dolían las manos. Extendió los dedos y observó sin sorpresa los cortes que penetraban en su piel. Estaba acostumbrado a los estigmas de su mal genio y sabía cómo afrontarlos. Debía recuperar el autodominio. Ello significaba pensar y planear, y aquellas cosas empezaban por un buen repaso.

Había llamado a la policía de la más cercana de las dos ciudades, se había identificado y luego había nombrado a Rose como principal sospechosa de una estafa de tarjetas bancarias a gran escala (la tarjeta era lo peor de todo, y la verdad era que ya no podía dejar de pensar en ella). Indicó el nombre de Rose McClendon, seguro de que habría vuelto a adoptar su nombre de soltera. Si no lo había hecho, el hecho de que la sospechosa y el oficial encargado de la investigación se apellidaran igual se consideraría una coincidencia. No sería la primera vez que sucedía algo así. Y además el nombre era Daniels, no Trzewski ni Beauschatz.

Asimismo había mandado a la policía fotografías de Rose tomadas desde varios ángulos. Una de ellas la mostraba sentada en la escalinata trasera y la había tomado Roy Foster, un policía amigo suyo, el mes de agosto anterior. No era muy buena (entre otras cosas enseñaba lo foca que se había puesto a partir de los treinta), pero era en blanco y negro, además deponer de manifiesto sus facciones con bastante claridad. La otra era el boceto del dibujante de la policía (Al Kelly, qué talento tenía el capullazo, lo había hecho en su tiempo librea petición de Norman) de la misma mujer, pero con un pañuelo sobre la cabeza.

Los policías de aquella otra ciudad, la más cercana, le habían formulado las preguntas correspondientes y habían acudido a los lugares adecuados, es decir, los refugios para personas sin hogar, los hoteles para viajeros de paso, los hogares intermedios en los que a veces podía echarse un vistazo a la lista de clientes si uno sabía a quién y cómo buscar, pero de nada había servido. Norman había hecho tantas llamadas telefónicas como había podido, buscando cada vez con mayor frustración alguna pista, por vaga que fuera. Incluso había llegado a pagar por una lista que le pasaron por fax y en la que figuraban los solicitantes más recientes de permisos de conducir de la ciudad, pero en vano.

La idea de que pudiera escapársele del todo, de que pudiera librarse el justo castigo por lo que había hecho (sobre todo por llevarse la tarjeta del cajero) todavía no se le había ocurrido, pero a regañadientes había llegado a la conclusión de que podía haber ido a la otra ciudad, de que quizás le tenía tanto miedo que cuatrocientos kilómetros no le habían parecido suficientes.

Y mil doscientos tampoco lo son, hecho que pronto descubriría.

Entretanto ya había permanecido sentado allí demasiado tiempo. Era hora de encontrar una carretilla o un carro de la limpieza para trasladar sus cosas a la nueva oficina, situada dos plantas más arriba. Bajó los pies de la mesa, y en aquel momento sonó el teléfono. Descolgó.

–¿Inspector Daniels? preguntó la voz del otro extremo de la línea.

–Sí–asintió mientras pensaba, aunque sin gran alegría, Detective Inspector de Primer Grado Daniels.

–Soy Oliver Robbins.

Robbins. Robbins. Le sonaba el nombre, pero...

–De Continental Express. Le vendí un billete a una mujer a la que está buscando.

Daniels se irguió en su silla.

–Sí, señor Robbins, le recuerdo muy bien.

–Le he visto por televisión –exclamó Robbins–. Es estupendo que haya cogido a esa gente. EL crack es una verdadera porquería. Siempre hay gente consumiendo en la terminal, ya sabe.

–Sí –asintió Daniels sin permitir que su voz denotase ni el más leve atisbo de impaciencia–. Ya me lo imagino.

–¿Irá a la cárcel toda esa gente?

–Creo que la mayoría sí. ¿En qué puedo ayudarle?

–Bueno, la verdad es que espero poder ayudarle yo a usted–continuó diciendo Oliver Robbins–. ¿Recuerda que me dijo que le llamara si recordaba algo más? Me refiero a la mujer de las gafas de sol y el pañuelo rojo.

–Sí –asintió Norman.

Su voz seguía sonando tranquila y amable, pero la mano que no sostenía el teléfono había vuelto a cerrarse, y las uñas se clavaban en la carne una y otra vez.

–Bueno, pues creía que no recordaría nada, pero esta mañana se me ha ocurrido algo mientras me duchaba. Llevo todo el día pensando en ello, y estoy seguro de que no me equivoco. Estoy seguro de que lo dijo de aquella forma.

–¿Que dijo qué de qué forma? preguntó Daniels.

Seguía hablando con voz razonable, serena, incluso agradable, pero la sangre empezaba a brotarle del puño cerrado. Norman abrió uno de los cajones de su escritorio vacío y suspendió el puño sobre él. Un pequeño bautismo para el próximo tipo que ocupara ese cubículo de mierda.

–Es que no me dijo adónde quería ir, sino que se lo dije yo. Por eso seguramente no me acordé cuando usted me lo preguntó, inspector Daniels, aunque suelo tener buena cabeza para esas cosas.

–No le entiendo.

–Por lo general, la gente que viene a comprar billetes te dice el destino prosiguió Robbins–. «Ida y vuelta a Nashville» o «Ida a Lansing, por favor». ¿Me sigue?

–Sí.

Aquella mujer no lo dijo así. No me dijo el nombre de la ciudad, sino la hora a la que quería salir. Eso es lo que he recordado esta mañana en la ducha. Dijo: «Quiero comprar un billete para el autobús de las once y cinco. ¿Quedan asientos libres?». Como si el lugar no importara, como si lo único importante fuera...

–... ¡marcharse lo antes posible y lo más lejos posible! –lo atajó Norman–. ¡Sí! ¡Sí, por supuesto!¡ Gracias, señor Robbins!

–Me alegro de haberle sido útil. –Robbins parecía algo perplejo por el arranque emotivo del otro extremo de la línea–. Deben de morirse de ganas de echarle el guante.

–Pues sí–repuso Norman, esbozando de nuevo aquella sonrisa que siempre había helado la sangre de Rosie y la había impulsado a retroceder hacia una pared para protegerse los riñones–. No sabe cuánto. Ese autobús de las once y cinco, señor Robbins, ¿adónde va?

Robbins se lo dijo.

–¿Formaba parte de la red de crack? ¿La mujer a la que buscan? preguntó a continuación.

–No, es una estafa relacionada con tarjetas de crédito –explicó Norman.

Robbins empezó a manifestar su opinión al respecto –al parecer estaba preparándose para sostener una agradable charla–, pero Norman colgó el teléfono y lo dejó con la palabra en la boca. Volvió a poner los pies sobre la mesa. La carretilla y el traslado de sus trastos podían esperar. Se reclinó en su silla y contempló el techo.

–Eso, una estafa relacionada con tarjetas de crédito –masculló–. Pero ya sabes lo que dicen del largo brazo de la ley.

Alargó la mano izquierda y abrió el puño, dejando al descubierto la palma manchada de sangre. Flexionó los dedos también ensangrentados.

–El largo brazo de la ley, zorra –repitió, y de repente se echó a reír–. El puto largo brazo de la ley va a por ti. Ya puedes ir preparándote.

Siguió flexionando los dedos, observando las gotas de sangre que salpicaban la superficie de su mesa, despreocupado, riendo, sintiéndose bien.

Las cosas volvían a encarrilarse.

Al llegar a H y H, Rosie encontró a Pam sentada en la sala de recreo del sótano. Tenía un libro de bolsillo en el regazo, pero estaba observando a Gert Kinshaw y a una cosita flaca que había llegado al centro unos diez días antes..., Cynthia algo. Cynthia llevaba un llamativo peinado punk, medio verde, medio anaranjado, y tenía aspecto de pesar unos cuarenta kilos. Se veía un vendaje abultado sobre su oreja izquierda, que su novio había intentado arrancarle con bastante éxito. Vestía una camiseta sin mangas con la foto de Peter Tosh en medio de un remolino de sol psicodélico en tonos verdes y azules. ¡NO NOS RENDIREMOS!, proclamaba la camiseta. Cada vez que se movía, los descomunales orificios de los brazos dejaban al descubierto sus pechos menudos y los diminutos pezones de color fresa. Estaba jadeando y tenía el rostro bañado en sudor, pero parecía casi estrafalariamente complacida de estar donde estaba y ser quien era.

Gert Kinshaw era opuesta a Cynthia como la noche al día. Rosie nunca había llegado a comprender del todo si Gert era una asesora, una residente permanente en H y H o tan sólo una amiga de los juzgados, por así decirlo. Aparecía, se quedaba unos días y luego volvía a desaparecer. Con frecuencia se sentaba en el círculo durante las sesiones de terapia, que tenían lugar dos veces al día en H y H y a las que las residentes debían asistir como mínimo cuatro veces a la semana, pero Rosie nunca la había oído decir nada. Era alta, al menos medía un metro ochenta, y corpulenta, con hombros anchos, suaves y de color marrón oscuro, pechos como melones y un vientre enorme que curvaba sus camisetas talla grande y colgaba sobre los pantalones de chándal que siempre llevaba. Su cabello era una maraña de trencitas (muy sexy). Se parecía tanto a cualquiera de aquellas mujeres que una veía sentadas en la lavandería, comiendo chocolatinas y leyendo el último número de National Enquirer que resultaba fácil no fijarse en sus bíceps abultados, el aspecto firme de sus muslos bajo los viejos pantalones de chándal grises, y el hecho de que el enorme trasero no le temblaba como un flan al andar. Las únicas ocasiones en que Rosie la había oído hablar era durante aquellos seminarios de la sala de recreo.

Gert enseñaba el noble arte de la defensa personal a cualquiera de las residentes de H y H que quisiera aprenderlo. Rosie había tomado unas cuantas clases y todavía intentaba practicar lo que Gert denominaba Seis Magníficas Formas de joder a un Cabrón, al menos una vez al día. No se le daba muy bien y no se imaginaba aplicándolas con un hombre de verdad, el tipo del bigote a lo David Crosby que había visto apoyado en la puerta del El Sorbo, por ejemplo, pero Gert le caía bien. Sobre todo le gustaba el modo en que el rostro ancho y oscuro de Gert cambiaba cuando enseñaba, perdiendo su habitual inmovilidad de arcilla para dar paso a una expresión animada e inteligente. A la belleza, de hecho. En cierta ocasión, Rosie le había preguntado qué enseñaba exactamente, ¿taekwondo, jiujitsu o karate? ¿Tal vez otra disciplina? Gert se había encogido de hombros.

–Un poco de todo –había contestado la mujer–. Restos.

La mesa de ping–pong estaba echada a un lado y el centro de la sala de recreo aparecía cubierto con colchonetas grises. A lo largo de una de las paredes de pino, entre el ancestral equipo de música y el prehistórico televisor en color, donde todo era o verde claro o rosa claro, se veían alineadas ocho o nueve sillas plegables. En aquel momento, la única silla ocupada era la de Pam. Con el libro sobre el regazo, el cabello recogido con un cordel azul y las rodillas apretadas con recato, parecía una flor de pared en el baile del instituto. Rosie se sentó junto a ella y se apoyó el cuadro envuelto contra las espinillas.

Gert, que debía de pesar unos ciento treinta kilos, y Cynthia, que seguramente sólo podía alcanzar la barrera de los cuarenta y cinco si se ponía botas enormes y una mochila llena hasta los topes, se movían en círculo sin dejar de observarse. Cynthia jadeaba con una sonrisa amplísima pintada en el rostro. Gert estaba tranquila y en silencio, algo inclinada sobre la cintura inexistente, los brazos extendidos ante ella. Rosie las observaba entre divertida e inquieta. Era como ver a una ardilla listada enfrentarse a un oso.

–Estaba preocupada por ti –dijo Pam–. De hecho había empezado a pensar en organizar una partida de búsqueda.

–He pasado la tarde más increíble de mi vida. Pero ¿tú cómo estás? ¿Cómo te encuentras?

–Mejor. En mi opinión, el Midol es la respuesta a todos los problemas del mundo. Bueno, da igual, ¿qué te ha pasado? ¡Estás radiante!

–¿En serio?

–En serio. Así que dispara. ¿Qué ha pasado?

–Bueno, vamos a ver–empezó Rosie disponiéndose a enumerar los acontecimientos con los dedos–. He descubierto que mi anillo de pedida es falso, lo he cambiado por un cuadro que colgaré en el piso nuevo cuando lo tenga, me han ofrecido un empleo... –Hizo una pausa calculada y a continuación agregó–: Y he conocido a alguien interesante.

Pam la miró con los ojos abiertos de par en par.

–¿Te lo estás inventando?

–No, te lo juro. Pero no te emociones; tiene sesenta y cinco años como mínimo.

Se refería a Robbie Lefferts, pero la imagen que le cruzó por la mente era la de Bill Steiner, el del chaleco de seda azul y los ojos interesantes. Pero era una ridiculez. En aquel momento le hacía tanta falta una aventura amorosa como un cáncer de labios. Y además, ¿no había deducido que Steiner debía de tener al menos siete años menos que ella? Un crío, vaya.

–Es el hombre que me ha ofrecido el empleo. Pero no hablemos de él. ¿Quieres ver el cuadro que he comprado?

–¡Venga, ataca! –exclamó Gert desde el centro de la sala con voz entre afable e irritada–. Esto no es el baile de la escuela, cariño.

La última palabra sonó a cariñooo.

Cynthia se abalanzó sobre ella, y los faldones de su camiseta enorme revolotearon tras ella. Gert se hizo a un lado, asió a la delgada muchacha del cabello bicolor por los antebrazos y la tiró. Cynthia aterrizó en el suelo con la espalda.

–¡Uaaauu! –chilló al tiempo que se levantaba como si fuera una pelota de goma.

–No, no quiero ver el cuadro –replicó Pam–. A menos que sea del tío. ¿De verdad tiene sesenta y cinco años? ¡No me lo creo!

–A lo mejor incluso más –aseguró Rosie–. Pero había otro. Es el que me ha dicho que el diamante de mi anillo de compromiso no es más que un zircón. Y el que me ha cambiado el anillo por el cuadro. –Hizo otra pausa–. Y él no tiene sesenta y cinco años.

–¿Cómo es?

–Ojos castaños –repuso Rosie inclinándose sobre el cuadro–. Y se acabó hasta que me digas qué te parece esto.

–¡Rosie, no seas así!

Rosie esbozó una sonrisa –casi había olvidado el placer que proporcionaba tomar el pelo sin mala intención–, y siguió rasgando el papel en el que Bill Steiner había envuelto con mimo la primera adquisición importante de su nueva vida. .

–Muy bien–dijo Gert a Cynthia, que volvía a girar lentamente a su alrededor.

Gert se balanceaba lentamente sobre sus enormes pies marrones. Los pechos le subían y bajaban como olas marinas bajo la camiseta blanca que llevaba.

–Ahora ya sabes cómo se hace. Recuerda que no puedes tirarme, porque una pulga como tú caería detrás si intentara tirar a un armario como yo, pero puede ayudarme a caer. ¿Preparada?

–Preparada, sí, señor –asintió Cynthia.

Su sonrisa se hizo más amplia, dejando al descubierto dos hileras de dientes blancos, pequeños y afilados. A Rosie le recordaron los dientes de algún animal pequeño, pero peligroso, tal vez una mangosta.

–¡Gertrud Kinshaw, ataca!

Gert se lanzó hacia delante. Cinthya la asió por los gruesos antebrazos, adelantó una de sus caderas estrechas e infantiles hacia el costado de Gert con una seguridad que Rosie sabía que jamás podría igualar..., y de repente Gert salió despedida y se dio la vuelta en el aire, una alucinación en camiseta blanca y pantalones de chándal grises. La camiseta se le subió, y Rosie vio el sujetador más grande que había visto en su vida; las copas de lycra color crema parecían bombas de artillería de la Primera Guerra Mundial. Cuando Gert chocó contra las colchonetas, la habitación se estremeció.

–¡Sí! –gritó Cynthia bailando con agilidad y agitando las manos entrelazadas sobre la cabeza–. ¡Mamá Grande se desploma! ¡Sí! ¡Sííí! ¡Al suelo! ¡Al puto sue...!

Sonriendo, una expresión infrecuente que confería a su rostro un aspecto más bien cruel, Gert alzó a Cynthia en volandas, la levantó sobre su cabeza con las enormes piernas abiertas y luego empezó a darle vueltas como si de una hélice se tratara.

–¡Aaarg, voy a vomitar! –chilló Cynthia, pero reía mientras giraba en una especie de torbellino de cabello verde y naranja y de camiseta psicodélica–. ¡Aaaarg, voy a salir despedida!

–Ya basta, Gert –ordenó una voz tenue.

Era Anna Stevenson, que estaba al pie de la escalera. Una vez más iba vestida de blanco y negro (Rosie la había visto en otras combinaciones, pero no muchas), esta vez con pantalones de pitillo negros y una blusa de seda de manga larga y cuello alto. Rosie envidió su elegancia. Siempre envidiaba la elegancia de Anna.

Con aire algo avergonzado, Gert dejó a Cynthia suavemente en el suelo.

–Estoy bien, Anna –aseguró Cynthia antes de avanzar cuatro pasos vacilantes, tropezar, caer al suelo y echarse a reír.

–Ya lo veo –comentó Anna con sequedad.

–He tirado a Gert –explicó la chica–. Deberías haberlo visto. Creo que ha sido el momento más emocionante de mi vida. De verdad.

–Ya me lo creo, pero Gert te diría que se ha tirado ella –dijo Anna–. Que tú sólo la has ayudado a hacer lo que su cuerpo quería hacer. .

–Bueno, supongo que sí –admitió Cynthia; se incorporó con cuidado, pero de inmediato volvió a caer de culo (el poco que tenía) y volvió a reír–. Dios mío, es como si el mundo estuviera encima de un giradiscos.

Anna cruzó la estancia hasta el lugar en que estaban sentadas Rosie y Pam.

–¿Qué tenemos aquí? –preguntó a Rosie. .

–Un cuadro. Lo he comprado esta tarde. Es para mi nuevo piso, cuando lo tenga. Mi habitación. –Y a continuación agregó algo te merosa–: ¿Qué te parece?

–No lo sé... Vamos a echarle un vistazo a la luz.

Anna cogió el cuadro por los costados del marco, atravesó con él la habitación y lo dejó sobre la mesa de ping–pong. Las cinco mueres lo rodearon en semicírculo. No, comprobó Rosie, ahora eran siete, pues Robin St. James y Consuelo Delgado habían bajado y ahora se hallaban detrás de Cynthia, mirando por encima de sus hombros menudos y frágiles. Rosie esperó a que alguien rompiera el silencio (estaba convencida de que sería Cynthia), pero al ver que nadie lo hacía y el silencio se alargaba, empezó a ponerse nerviosa.

–¿Y bien? –preguntó por fin–. ¿Qué os parece? Que alguien diga algo.

–Es un cuadro extraño –comentó Anna.

–Sí –corroboró Cynthia–. Raro. Pero me parece que una vez vi algo parecido.

–¿Por qué lo has comprado, Rosie? –le preguntó Anna.

Rosie se encogió de hombros, más nerviosa que nunca.

–Pues por ninguna razón que pueda explicar, la verdad. Ha sido como si el cuadro me llamara.

Para su sorpresa y alivio, Anna asintió sonriendo.

–Sí. Eso es lo que pasa con el arte, en mi opinión, y no sólo con la pintura, sino también con los libros, las historias, la escultura e incluso los castillos de arena. Algunas cosas nos llaman y ya está. Es como si la gente que las creó hablara dentro de nuestras cabezas. Pero este cuadro en particular... ¿A ti te parece hermoso, Rosie? Rosie lo contempló en un intento de verlo tal como lo había visto en Empeños y Préstamos Ciudad Libertad, en el momento en que su lengua silenciosa le había hablado con tal fuerza que Rosie se había quedado petrificada, con la mente en blanco.

Miró a la mujer rubia de la toga roja violácea (o túnica, como la había llamado el señor Lefferts), de pie en la hierba alta de la cima de la colina, advirtiendo de nuevo la trenza que pendía en línea recta por el centro de su espalda, así como el brazalete dorado que llevaba sobre el codo derecho. Luego desvió la vista hacia el templo en ruinas y el (dios) monumento caído al pie de la colina. Las cosas que contemplaba la mujer de la toga.

¿Cómo sabes que es eso lo que está mirando? ¿Cómo puedes saberlo? ¡Si no le ves la cara!

Era cierto, por supuesto..., pero ¿qué otra cosa podría estar mirando?

–No –repuso por fin–. No lo he comprado porque me pareciera bello. Lo he comprado porque me parecía poderoso. El modo en que me ha hecho detenerme en seco ha sido poderoso. ¿Creéis que un cuadro tiene que ser bello para ser bueno?

–No –replicó Consuelo–. Piensa en Jackson Pollock. Lo que él hacía no tenía nada que ver con la belleza, sino con la energía. ¿Y qué me dices de Diane Arbus?

–¿Quién es? –inquirió Cynthia.

–Una fotógrafa que se hizo famosa por tomar fotografías de mujeres barbudas y enanos fumando cigarrillos.

–Ah. –Cynthia reflexionó unos instantes, y de repente se le iluminó el rostro como si acabara de recordar algo–. Una vez vi una foto en una fiesta, en la época en la que trabajaba de camarera en cócteles. Era una galería de arte, eso. Y era un tío que se llamaba Appelthorpe. Robert Applethorpe, ¿y sabéis lo que era? ¡Un tío mamándosela a otro! ¡En serio! Y no era un montaje como los de las revistas porno. El tío ése se estaba esforzando, trabajando a conciencia. Nunca habría pensado que un tío pudiera meterse un trozo tan grande del palo de escoba en la...

–Mapplethorpe –la atajó Anna con sequedad.

–¿Eh?

–Mapplethorpe, no Applethorpe.

–Ah, bueno, claro.

–Está muerto.

–¿Ah, sí? –preguntó Cynthia–. ¿Y de qué la palmó?

–De sida –repuso Anna ausente, sin dejar de mirar el cuadro de Rosie–. Conocida como enfermedad del palo de escoba en algunos parajes.

–Has dicho que una vez viste un cuadro parecido al de Rosie –terció Gert–. ¿Dónde lo viste, enana? ¿En la misma galería de arte?

–No.

Mientras comentaba la foto de Mapplethorpe, Cynthia había parecido sólo interesada, pero ahora se había ruborizado y tenía las comisuras de los labios curvadas en una leve sonrisa defensiva.

–Y no era..., bueno, no era exactamente lo mismo, pero...

–Venga, cuenta –la instó Rosie.

–Bueno, mi padre era reverendo metodista en Bakersfield –explicó Cynthia–. En Bakersfield, California, de donde soy yo. Vivíamos en la vicaría, y había un montón de cuadros viejos en las pequeñas salas de reuniones de la planta baja. Algunos eran de presidentes, otros de flores, y también había de perros. No eran nada del otro mundo, sólo cosas que se colgaban en las paredes para que no parecieran tan vacías.

Rosie asintió con un gesto mientras pensaba en los cuadros que habían rodeado el suyo en los polvorientos estantes de la casa de empeños, góndolas en Venecia, cuencos de fruta, perros y zorros. Cosas que se colgaban en las paredes pare que no parecieran tan vacías. Bocas sin lengua.

–Pero había uno... que se llamaba... –Cynthia frunció el ceño en un intento de recordar–. Creo que se llamaba De Soto mira al Oeste. Era de un explorador con pantalones de hojalata y un pote en la cabeza de pie en lo alto de un acantilado y rodeado de indios. Y miraba a través de kilómetros y kilómetros de bosque hacia un río muy grande. El Mississippi, me parece. Pero la cuestión es que... era...

Miró a las demás mujeres con aire incierto. Tenía las mejillas más ruborizadas que nunca, y la sonrisa se le había borrado del rostro. El vendaje abultado que llevaba sobre la oreja parecía muy blanco, muy presente, como un accesorio extraño injertado en su cabeza, y Rosie tuvo tiempo de preguntarse, y no por primera vez desde que llegara a H y H, por qué tantos hombres eran tan desagradables. ¿Qué les pasaba? ¿Les faltaba algo o tenían algo repugnante instalado en su interior, como un circuito defectuoso en un ordenador?

–Sigue, Cynthia –urgió Anna–. No nos reiremos, ¿verdad?

Las mujeres menearon la cabeza.

Cynthia entrelazó las manos detrás de la espalda como una niña pequeña dispuesta a recitar la lección delante de toda la clase.

–Bueno –prosiguió en voz mucho más baja de lo que era habitual en ella–,era como si el río se moviera, eso era lo que me fascinaba. El cuadro estaba en la habitación donde mi padre daba sus clases de textos bíblicos los jueves por la noche, y yo entraba y a veces me sentaba delante del cuarto durante una hora o más, mirándolo como quien mira la tele. Veía el río moverse... o esperaba a que se moviera. No lo recuerdo, pero es que sólo tenía nueve o diez años. Lo que recuerdo es que creía que se estaba moviendo, que tarde o temprano un bote, una chalupa o una canoa india pasaría por allí y entonces lo sabría seguro. Pero un día entré en la habitación y el cuadro ya no estaba. Pum. Creo que mi madre debió de entrar y verme allí sentada, ya sabéis, y...

–... entonces se preocupó y lo quitó –terminó Rosie por ella.

–Sí, probablemente lo tiró a la basura –aventuró Cynthia–. Yo sólo era una niña, pero tu cuadro me recuerda aquél, Rosie.

Pam lo examinó de cerca.

–Sí, no me extraña. La mujer está respirando.

Todas se echaron a reír, y Rosie rió con ellas.

–No, no es eso –exclamó Cynthia–, sólo que... es un poco anticuado..., como los cuadros que te encontrarías en una clase..., y es pálido. Menos las nubes y el vestido, los colores son pálidos. En mi cuadro de De Soto, todo era pálido menos el río. El río era plateado brillante. Parecía más presente que el resto del cuadro.

Gert se volvió hacia Rosie.

–Cuéntanos lo del empleo. He oído que tienes trabajo.

–Cuéntanoslo todo –instó Pam.

–Sí –intervino Anna–. Cuéntanoslo todo, y luego, por favor, ven a mi despacho un momento.

–¿Es... es lo que estaba esperando?

–Pues la verdad es que creo que sí –repuso Anna con una sonrisa.

–Es una habitación perfecta, una de las mejores de la lista, y espero que estés tan encantada como yo –comentó Anna.

En el borde de la mesa yacía una pila de octavillas en precario equilibrio, anuncio del inminente Picnic y Concierto Estival de Hijas y Hermanas, un acontecimiento organizado en parte para recaudar fondos, en parte para estrechar lazos con la comunidad y en parte como celebración. Anna cogió uno, le dio la vuelta e hizo un boceto del piso.

–Aquí está la cocina, una cama plegable aquí, y esto es el cuarto de estar. Aquí tienes el baño. Apenas hay sitio para moverse, y para sentarte en el retrete prácticamente tienes que meter los pies en la ducha, pero es tuyo.

–Sí –murmuró Rosie–. Mío.

De repente se apoderó de ella una sensación que no había experimentado desde hacía semanas, la sensación de que todo aquello era un sueño maravilloso y en cualquier momento volvería a despertar junto a Norman.

–La vista es fantástica... Hombre, no es Lake Drive, pero el parque Bryant es muy bonito, sobre todo en verano. Primer piso. El barrio atravesó una mala época en los ochenta, pero ahora se está recuperando.

–Lo dices como si hubieras vivido allí –comentó Rosie.

Anna se encogió de hombros en un gesto grácil y agradable, y a continuación dibujó el pasillo y la escalera de la finca. Dibujaba con la concisión escueta de una profesional.

–He estado allí bastantes veces –explicó sin levantar la vista–, pero por supuesto no es eso a lo que te referías, ¿verdad?

–No.

–Una parte de mí se va con cada mujer que sale de aquí. Me imagino que suena cursi, pero, no me importa. Es cierto, y eso es lo único que importa. Así que, ¿qué te parece?

Rosie la abrazó movida por un impulso, pero se arrepintió en cuanto percibió que Anna se ponía rígida. No debería haberlo hecho, pensó al soltarla. Lo sabía. Y era cierto. Anna Stevenson era amable, de eso no le cabía la menor duda, tal vez incluso bondadosa como una santa, pero tenía aquella extraña arrogancia y esto: a Anna no le gustaba que la gente se metiera en su espacio vital. Sobre todo, a Anna no le gustaba que la tocaran.

–Lo siento –se disculpó al tiempo que retrocedía.

–No seas tonta –repuso Anna con brusquedad–. Bueno, ¿qué te parece?

–Me encanta –aseguró Rosie.

Anna esbozó una sonrisa, y la situación incómoda quedó olvidada. Trazó una cruz en la pared de la zona de estar, cerca de un rectángulo dominuto que representaba la única ventana de la estancia.

–Tu nuevo cuadro... Estoy segura de que decidirás colgarlo aquí.

–Yo también estoy segura.

Anna dejó el lápiz.

–Estoy encantada de haberte podido ayudar, Rosie, y estoy muy contenta de que vinieras aquí. Toma, estás empapada.

Otra vez el pañuelo de papel, aunque Rosie no creía que la caja que le alargaba Anna fuera la misma que había visto durante su primera entrevista en aquella habitación; tenía la sensación de que allí se gastaban muchos pañuelos.

Cogió uno y se enjugó las lágrimas.

–Me has salvado la vida, ¿sabes? –murmuró con voz ronca–. Me has salvado la vida, y nunca, nunca lo olvidaré.

–Halagador pero falso –replicó Anna con su voz seca y calmada–. Note he salvado la vida, de la misma manera que Cynthia no ha tirado a Gert en la sala de recreo. Tú misma te salvaste la vida al aprovechar la ocasión y abandonar al hombre que te estaba haciendo daño.

–De todos modos, gracias. Por estar aquí.

–De nada –repuso Anna.

Y por primera y única vez durante su estancia en H y H, Rosie vio lágrimas en los ojos de Anna Stevenson. Le devolvió la caja de pañuelos con una leve sonrisa.

–Toma –dijo–. Tú también estás empapada.

Anna rió, cogió un pañuelo, se secó las lágrimas y lo arrojó a la papelera.

–Odio llorar. Es mi secreto más profundo y negro. De vez en cuando me digo que es la última vez, que tiene que ser la última vez, y entonces vuelvo a caer. Es más o menos lo mismo que me pasa con los hombres.

Una vez más, Rosie pensó en Bill Steiner y sus ojos avellanados.

Anna cogió de nuevo el lápiz y garabateó algo debajo del tosco plano que había dibujado antes de alargárselo a Rosie. Era una dirección: 897 Trenton Street.

–Aquí es donde vives –explicó Anna–. Está prácticamente en la otra punta de la ciudad, pero ahora te aclaras con los autobuses, ¿verdad?

Sonriendo y llorando al mismo tiempo, Rosie asintió.

–Puedes dar tu dirección a las amigas que hayas hecho aquí y más tarde a los amigos que hagas fuera de aquí, pero de momento sólo la conocemos tú y yo. –Sus palabras sonaban a discurso preparado..., a discurso de despedida–. La gente que vaya a tu casa no habrá averiguado la dirección aquí. Así es como hacemos las cosas en H y H. Después de veinte años trabajando con mujeres maltratadas, estoy convencida de que es la única manera de hacerlas.

Pam le había explicado todo aquello, al igual que Consuelo Delgado y Robin St. James, durante la Hora de la juerga, que era como las residentes denominaban las tareas domésticas que se realizaban por la tarde en H y H, pero a Rosie no le habían hecho falta aclaraciones; bastaban tres o cuatro sesiones de terapia en la sala delantera para que una persona de inteligencia siquiera mediana aprendiera casi todo lo que debía saber sobre las normas de la casa. Existía la Lista de Anna y también las Reglas de Anna.

–¿Te preocupa mucho? –inquirió Anna.

Rosie estaba un poco distraída, pero las palabras de Anna la devolvieron de golpe a la realidad. En el primer momento ni siquiera supo si había comprendido lo que quería decir. .

–Tu marido... ¿Te preocupa mucho? Sé que durante las primeras dos o tres semanas que pasaste aquí expresaste temor respecto a la posibilidad de que pudiera venir a por ti..., de que «te siguiera la pista», según tus propias palabras. ¿Qué piensas ahora?

Rosie reflexionó sobre la pregunta con toda meticulosidad. En primer lugar, temor era una palabra inadecuada para expresar sus sentimientos hacia Norman durante las primeras dos semanas que había pasado en H y H; ni siquiera el término terror era el más apropiado, porque el núcleo de sus sentimientos hacia él quedaba oscurecido, y en cierto modo alterado, por otras emociones: vergüenza por haber fracasado en su matrimonio, añoranza de unas pocas posesiones que había atesorado (como por ejemplo, la Silla del Osito), una sensación eufórica de libertad que parecía renovarse cada día, y un alivio tan gélido que hasta cierto punto resultaba horrible, la clase de alivio que un funambulista podría sentir después de estar a punto de perder el equilibrio al pasar por encima de un abismo sin fondo y luego recuperarse en el último instante. .

No obstante, el miedo había sido el acorde principal, de eso no cabía ni la menor duda. Durante las dos primeras semanas en H y H, Rosie había soñado lo mismo una y otra vez: estaba sentada en una de las sillas del porche, y de repente, un Sentra rojo nuevo se detenía junto al bordillo delante de la verja. La puerta del conductor se abría, y del coche se apeaba Norman. Llevaba una camiseta negra con un mapa de Vietnam del Sur. A veces, las palabras impresas debajo decían EL HOGAR ESTÁ DONDE EL CORAZÓN, a veces, NO TENGO CASA Y TENGO EL SIDA. Tenía los pantalones salpicados de sangre. De sus orejas pendían huesos diminutos, huesos de dedos, según creía. En una mano sostenía una especie de máscara manchada de sangre y pedazos de carne oscura. Rosie intentaba levantarse de la silla y no podía; se quedaba paralizada. Lo único que podía hacer era permanecer sentada y verlo acercarse a ella mientras los pendientes. de hueso oscilaban junto a su rostro. No podía más que quedarse sentada mientras Norman le decía que quería hablar con ella de cerca. Le sonreía, y Rosie veía que tenía los dientes cubiertos de sangre.

–¿Rosie? –preguntó Anna en voz baja–. ¿Sigues aquí?

–Sí –repuso Rosie casi sin aliento–. Estoy aquí, y sí, todavía le tengo miedo.

–No es de extrañar, ¿sabes? De alguna manera, supongo que siempre le tendrás miedo. Pero todo irá bien mientras recuerdes que cada vez pasarás períodos más largos en los que no temerás nada... y en los que ni siquiera pensarás en él. Pero no es eso lo que te he preguntado exactamente. Te he preguntado si todavía tienes miedo de que venga a por ti.

Sí, todavía tenía miedo de eso. No, no tanto como antes. Había oído muchas de sus conversaciones telefónicas relacionadas con el trabajo en los últimos catorce años, y lo había oído comentar muchos casos con sus compañeros, a veces en la sala de juegos de la planta baja, a veces en el patio. Apenas reparaban en ella cuando les llevaba café caliente o cervezas. Casi siempre era Norman quien dominaba las conversaciones con su voz rápida e impaciente mientras se inclinaba sobre la mesa con una botella de cerveza medio sepultada en un puño, azuzando a los demás, disipando sus dudas, negándose a entretenerse con sus conjeturas. En contadas ocasiones incluso había hablado de sus casos con ella. No le interesaban sus ideas, por supuesto, pero Rosie era una pared muy práctica en la que poder rebotar. Era un hombre rápido, que quería resultados para ayer, y con una marcada tendencia a perder el interés en los casos que llevaban abiertos más de tres semanas. Los llamaba igual que Gert llamaba sus llaves de defensa personal: restos.

¿Acaso era ella un resto para él?

Oh, cuánto le habría gustado creer eso. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero no..., no... lo conseguía. .

–No lo sé –repuso por fin–. Una parte de mí piensa que si tuviera que aparecer ya habría aparecido. Pero otra parte cree que sigue buscando. Y no es camionero ni fontanero; es policía. Sabe buscar a la gente.

–Sí, ya lo sé –asintió Anna–.Eso lo hace especialmente peligroso y significa que tendrás que tener más cuidado de lo normal. Y también es importante que recuerdes que no estás sola. Los días de soledad se han acabado para ti, Rosie. ¿Lo recordarás?

–Sí.

–¿Estás segura?

–Sí.

–Y si aparece, ¿qué harás?

–Darle con la puerta en las narices y cerrar con llave.

–¿Y luego?

–Llamar a la policía.

–¿Sin vacilar?

–Sí.

Y era cierto, pero le daría miedo. ¿Por qué? Porque Norman era policía y la gente a la que llamaría también serían policías. Porque sabía que Norman sabía cómo salirse con la suya; era un sabueso. Por lo que Norman le había dicho una y otra vez: que todos los policías eran hermanos.

–¿Y después de llamar a la policía? ¿Qué harías?

–Te llamaría a ti.

Anna asintió.

–Todo te irá bien. Te irá a las mil maravillas.

–Ya lo sé.

Lo dijo con firmeza, pero una parte de ella todavía dudaba..., siempre dudaría, suponía, a menos que Norman apareciera y disipara cualquier duda que pudiera existir. Si eso sucedía, ¿la vida que había llevado durante aquel último mes medio, H y H, el hotel Whitestone, Anna, sus nuevas amigas, se esfumaría como un sueño al despertar en el momento en que abriera la puerta una noche y se encontrara a Norman de pie ante ella? ¿Era posible?

Rosie desvió la mirada hacia el cuadro, que estaba apoyado contra la pared junto a la puerta de la oficina, y supo que no. El cuadro estaba vuelto del revés, de modo que sólo veía el dorso, pero Rosie descubrió que lo veía de todos modos; la imagen de la mujer de la colina, el cielo cubierto y el templo medio sepultado se dibujaban en su mente con toda claridad, no como un sueño. No creía que nada pudiera convertir su cuadro en un sueño.

Y con un poco de suerte, ninguna de estas preguntas necesitará respuesta jamás, se dijo con una sonrisa.

–¿Qué hay del alquiler, Anna? ¿Cuánto es?

–Trescientos veinte dólares al mes. ¿Podrás arreglártelas al menos dos meses?

–Sí.

Anna lo sabía, por supuesto; si Rosie no hubiera tenido dinero suficiente para asegurarse un despegue sin problemas, no estarían manteniendo aquella conversación.

–Me parece muy bien –prosiguió–. Y en cuanto al dinero del alquiler, podré arreglármelas al principio.

–Al principio –repitió Anna; entrelazó los dedos bajo la barbilla y lanzó una mirada penetrante a Rosie por encima de la mesa atestada–. Eso me recuerda lo de tu nuevo trabajo. Suena fantástico, de verdad, pero al mismo tiempo parece...

–¿Inseguro? ¿Transitorio?

Aquellas eran las palabras que se le habían ocurrido de camino a casa..., además del hecho de que, pese al entusiasmo de Robbie Lefferts, ni siquiera sabía a ciencia cierta si era capaz de hacer el trabajo y no lo sabría hasta el lunes siguiente por la mañana.

Anna asintió.

–No son las palabras que yo habría escogido, de hecho, no sé qué palabras habría escogido, pero sí. La cuestión es que si dejas el Whitestone, no puedo garantizarte de ninguna manera que pueda volver a encontrarte un empleo allí, sobre todo con poca antelación.

–Claro, lo entiendo.

–Haría lo posible, por supuesto, pero...

–Si el empleo que me ha ofrecido el señor Lefferts no funciona, buscaré trabajo de camarera–la atajó Rosie con serenidad–. Tengo la espalda mucho mejor y creo que podría hacerlo. Gracias a Dawn, creo que podría conseguir un empleo en el turno de noche del Seven–Eleven o el Piggly–Wiggly, llegado el caso.

Dawn era Dawn Verecker, que daba clases elementales para el empleo de dependienta con ayuda de una caja registradora que había en una de las habitaciones del fondo.  Rosie había sido una alumna  aplicada.

Anna seguía observando a Rosie con atención.

–Pero no crees que llegue el caso, ¿verdad?

–No –repuso Rosie mirando de nuevo el cuadro–. Creo que funcionará. Y entretanto, te debo tanto...

–Sabes lo que puedes hacer al respecto, ¿verdad?

–Transmitirlo.

–Exacto. Si algún día ves a otra versión de ti misma caminando por la calle, una mujer que parezca perdida y asustada de su propia sombra..., envíala aquí.

–¿Puedo preguntarte una cosa, Anna?

–Lo que quieras.

–Dijiste que tus padres fundaron Hijas y Hermanas. ¿Por qué? ¿Y por qué lo diriges tú ahora? ¿O por qué transmites su filosofía, si lo prefieres?

Anna abrió uno de los cajones del escritorio, rebuscó en su interior y extrajo un libro de bolsillo muy grueso. Se lo pasó a Rosie, quien lo cogió, se lo quedó mirando y experimentó una sensación de recuerdo tan intensa que era como los f lashbacks que en ocasiones sufrían los veteranos de guerra. En aquel instante no sólo recordó la humedad en la cara interior de sus muslos, aquella sensación parecida a pequeños besos siniestros, sino que pareció volver a experimentarla. Vio la sombra de Norman, que estaba de pie en la cocina mientras hablaba por teléfono. Vio la sombra de sus dedos tirando nerviosamente del cordón. Lo oyó diciéndole a la persona del otro extremo de la línea que por supuesto que era una emergencia, que su mujer estaba embarazada. Y lo vio regresar a la habitación y empezar a recoger los fragmentos del libro de bolsillo que le había arrebatado antes de pegarla. En la portada del libro que Anna acababa de darle se veía a la misma pelirroja. En este caso iba ataviada con un vestido de baile y danzaba en brazos de un apuesto gitano de ojos centelleantes y, al parecer, un par de calcetines enrollados en la entrepierna de los pantalones.

–Esto es el problema –había dicho Norman. ¿Cuántas veces te he dicho lo que me parecen estas porquerías?

–¿Rose? –preguntó Anna en tono preocupado; a Rosie su voz le pareció muy lejana, como las voces que a veces se oyen en sueños–. ¿Estás bien, Rose?

Rosie levantó la vista del libro (El amante de Misery, proclamaba el título en aquellas mismas letras plastificadas de color rojo, la novela más tórrida de Paul Sheldon) y esbozó una sonrisa forzada.

–Sí, estoy bien. Parece genial.

–Las novelas rosas son uno de mis vicios secretos –confesó Anna–. Mejor que el chocolate, porque no engordan, y los hombres que salen son mejores que los de verdad porque no te llaman a las cuatro de la madrugada, borrachos y suplicándote una segunda oportunidad. Pero son una porquería, ¿y sabes por qué?

Rosie meneó la cabeza.

–Porque lo explican todo acerca del mundo. Hay razones para todo. A lo mejor son tan descabelladas como los artículos de los periódicos sensacionalistas que venden en el supermercado y contravienen todo lo que cualquier persona medianamente inteligente sabe acerca del comportamiento de la gente en la vida real, pero están ahí, sí, señor. En un libro como El amante de Misery, Anna Stevenson sin duda dirigiría Hijas y Hermanas porque también ella sería una mujer maltratada... o quizá porque su madre lo habría sido. Pero nunca he sido maltratada, y por lo que sé, mi madre tampoco. A menudo, mi marido no me hacía caso (llevamos veinte años divorciados, por si Pam o Gert no te lo habían contado), pero nunca me maltrató. En la vida real, Rosie, la gente a veces hace cosas buenas o malas simplemente porque sí. ¿Te lo crees?

Rosie asintió con lentitud. Estaba pensando en todas las veces que Norman la había pegado, le había hecho daño, la había hecho llorar... y de pronto, una noche, sin razón alguna, le regalaba una docena de rosas y la invitaba a cenar. Y si le preguntaba por qué, qué celebraban, Norman se encogía de hombros y decía que «le apetecía mimarla». Porque sí, en otras palabras. Mamá, ¿por qué tengo que irme a la cama a las ocho incluso en verano, cuando aún no es oscuro? Porque sí. Papá, ¿por qué ha tenido que morirse el abuelo? Porque sí. Sin lugar a dudas, Norman creía que aquellos mimos ocasionales y citas caídas del cielo compensaban un montón de cosas, que contrarrestaban lo que, con toda probabilidad, él consideraba su «mal genio». Jamás sabría (ni tampoco lo comprendería aunque Rosie se lo dijera) que aquellos arranques la aterrorizaban más que su furia y sus accesos de ira. Al menos sabía cómo afrontar los últimos.

–No me gusta nada la idea de que todo lo que hacemos lo hacemos por lo que la gente nos ha hecho –prosiguió Anna con expresión huraña–. Eso nos arrebata las decisiones de las manos, no explica en absoluto la existencia de los pocos santos y demonios que vislumbramos entre nosotros, y sobre todo, no me parece cierto. Sin embargo, queda bien en los libros de Paul Sheldon. Es un consuelo. Te permite creer, al menos durante un rato, que Dios es un ser cuerdo y que nada malo ocurrirá a las personas como tú en la historia. ¿Me lo devuelves? Voy a terminarlo esta noche. Con grandes cantidades de té caliente. Litros y litros. .

Rosie sonrió, y Anna le devolvió la sonrisa.

–Vendrás al picnic, ¿verdad, Rosie? Lo haremos en Ettinger's Pier, y vamos a necesitar toda la ayuda posible. Siempre pasa lo mismo.

–Claro que vendré –aseguró Rosie–. A menos que el señor Lefferts decida que soy un prodigio y me obligue a trabajar los sábados.

No lo creo.

 Anna se levantó y rodeó el escritorio. Rosie también se puso en pie. Y ahora que la conversación tocaba a su fin, se le ocurrió la pregunta más fundamental.

–¿Cuándo puedo trasladarme, Anna?

–Mañana, si quieres.

Anna se agachó y cogió el cuadro. Examinó pensativa las palabras escritas en carboncillo en el dorso y a continuación le dio la vuelta.

–Has dicho que era extraño –dijo Rosie–. ¿Por qué?

Anna golpeteó el vidrio con una uña.

–Porque la mujer está en el centro pero a pesar de ello da la espalda al espectador. Me parece una técnica muy peculiar para este tipo de cuadro, que por lo demás es bastante convencional. –Se volvió hacia Rosie y cuando siguió hablando lo hizo en tono de disculpa–. Por cierto, la perspectiva del edificio al pie de la colina está mal.

–Sí. El hombre que me lo vendió lo ha mencionado. El señor Lefferts dice que seguramente está hecho adrede, porque de lo contrario se perderían algunos elementos.

–Supongo que tiene razón –repuso Anna sin dejar de mirar el cuadro–. Tiene algo, ¿verdad? Una especie de cualidad cargada.

–Note entiendo.

Anna lanzó una carcajada.

–Yo tampoco..., excepto que tiene algo que me recuerda a mis novelas rosas. Hombres fuertes, mujeres lujuriosas, hormonas revolucionadas. Cargado es lo único que se acerca a lo que quiero decir.

Una especie de calma antes de la tormenta. Probablemente es por el cielo. –Volvió a dar la vuelta al cuadro y a observar las palabras escritas en el dorso–. ¿Es esto lo que te ha llamado la atención? ¿Tu nombre?

–No –replicó Rosie–. Cuando he visto las palabras Rose Madder escritas en el dorso ya sabía que quería el cuadro. –Esbozó una sonrisa–. Es casualidad, supongo, el tipo de casualidad que no se permite en las novelas de amor que te gustan.

–Ya entiendo.

Sin embargo, no daba la impresión de entenderlo del todo. Deslizó la yema del pulgar sobre las palabras, que se difuminaron al instante.

–Sí –dijo Rosie.

De repente, por ninguna razón aparente, se sentía muy inquieta. Era como si en aquella otra zona horaria en la que la noche ya había comenzado, un hombre estuviera pensando en ella.

–A1 fin y al cabo, Rose es un nombre bastante corriente..., no como Evangeline o Petronella.

–Supongo que tienes razón –admitió Anna al tiempo que le devolvía el cuadro–. Pero lo del carboncillo es extraño.

–¿En qué sentido?

–El carboncillo se borra muy fácilmente. Si no está protegido, y las palabras escritas en tu cuadro no lo han estado, se convierten en un manchón en menos que canta un gallo. Las palabras Rose Madder deben de haberlas escrito hace poco. Pero ¿por qué? El cuadro en sí no parece reciente; al menos tendrá cuarenta años, y quizás incluso ochenta o cien. Y hay otra cosa extraña.

–¿Qué?

–No está firmado por el artista –comentó Anna.

 

EL PEZ MANTA

Norman salió de su ciudad el domingo, un día antes de que Rosie empezara en su nuevo empleo..., el empleo que todavía no estaba completamente segura de poder desempeñar. Tomó el Continental Express de las 11,05. No iba en autobús para ahorrar, sino por otra cuestión, una cuestión vital: volver á introducirse en la mente de Rosie. Norman todavía no podía admitir hasta qué punto lo había alterado la inesperada fuga de su mujer. Intentaba convencerse de que estaba enfadado por lo de la tarjeta del cajero, sólo por eso, pero en el fondo sabía que no era cierto. Lo que más lo anonadaba era el hecho de no haber tenido ni idea. Ni la más mínima premonición.

Durante gran parte de su matrimonio, Norman siempre había conocido todos y cada uno de los pensamientos y sueños de Rosie. El hecho de que la situación hubiera cambiado lo enloquecía. Su mayor temor, un temor que no reconocía pero que no permanecía totalmente oculto en su inconsciente, se relacionaba con el hecho de saber que Rosie había planeado su fuga con semanas, meses, tal vez incluso un año de antelación. Si hubiera sabido la verdad respecto a cómo y por qué se había marchado (si hubiera conocido la existencia de aquella única gota de sangre, en otras palabras), tal vez habría hallado consuelo en ella. O se habría sentido más inquieto aún.

Sea como fuere, comprendía que su primer impulso, el de quitarse la camisa de marido y ponerse la de detective, había sido una mala idea. Después de la llamada de Oliver Robbins se había dado cuenta de que tenía que quitarse ambas camisas y ponerse la de Rosie. Tendría que pensar como ella, y tomar el mismo autobús que ella constituía un modo de empezar a hacerlo.

Subió al autobús con una bolsa de viaje en la mano y se detuvo junto al asiento del conductor para escudriñar el pasillo.

–Oye, colega, muévete, ¿vale?–exigió un hombre a sus espaldas.

–¿Quieres saber la sensación que da tener la nariz rota? –replicó Norman sin vacilar.

El hombre no supo qué responder.

Norman permaneció inmóvil unos instantes más mientras intentaba decidir en qué asiento (ella) quería sentarse, y cuando lo tuvo decidido recorrió el pasillo en dirección a él. Rose no habría elegido un asiento en las últimas filas. La escrupulosa de su mujer nunca habría escogido un asiento cerca del lavabo a menos que no quedara ningún otro libre, y el buen amigo de Norman, Oliver Robbins (al que había comprado el billete, como Rose), le había asegurado que el autocar de las 11,05 casi nunca iba completo. Tampoco habría elegido un asiento sobre las ruedas (demasiadas vibraciones) ni en las primeras filas (demasiado llamativo). No, habría optado por un asiento intermedio y en el lado izquierdo, porque era zurda, y las personas que creían estar escogiendo algo al azar casi siempre se regían por su mano dominante.

En sus años como policía, Norman había llegado a creer que la telepatía era un fenómeno muy posible, pero costaba un gran esfuerzo, de hecho resultaba imposible de alcanzar si te ponías la camisa equivocada. Tenías que llegar a meterte en la piel de la persona a la que estabas persiguiendo como una especie de animalillo de madriguera, y tenías que intentar oír algo que no fuera un latido sino una onda cerebral, no un pensamiento exactamente, sino un modo de pensar. Y cuando por fin lo lograbas, podías tomar un atajo, podías doblar la curva de los pensamientos de tu presa a toda velocidad y una buena noche, cuando él o ella menos se lo esperaba, podías salir de detrás de la puerta... o de debajo de la cama con el cuchillo en la mano, listo para perforar con él el colchón en el momento en que los muelles chirriaran y el pobre desgraciado (desgraciada, en este caso) se tumbara.

–Cuando menos te lo esperes –murmuró Norman mientras se sentaba en lo que esperaba hubiera sido su asiento; le gustó cómo sonaban aquellas palabras, de modo que las repitió cuando el autocar salía de su hueco y se disponía a emprender viaje hacia el oeste–.Cuando menos te lo esperes.

Era un viaje largo, pero Norman disfrutó bastante de él. En dos ocasiones, y pese a no tener ninguna necesidad, se apeó para ir al lavabo de las áreas de servicio porque sabía que Rose sí habría tenido necesidad y no habría querido ir al lavabo del autobús. Rose era escrupulosa, pero también tenía los riñones delicados. Probablemente un regalo genético de su difunta madre, que a Norman siempre le había parecido la clase de zorra que no podía pasar junto a una mata de lilas sin agacharse para hacer pis.

En la segunda de aquellas paradas vio a media docena de personas agrupadas en torno a un cenicero en la esquina del edificio. Norman los contempló anhelante durante un momento, pero luego pasó junto a ellos y entró. Se moría de ganas de fumar, pero a Rosie no le habría ocurrido lo mismo. En lugar de sucumbir a la tentación se detuvo a mirar una serie de animales de peluche porque a Rosie le gustaban aquellas paridas, y a continuación compró una novela de misterio del expositor situado junto a la puerta porque Rosie a veces leía aquellas porquerías. Le había dicho millones de veces que el verdadero trabajo policial no tenía nada que ver con las chorradas que escribían en aquellas novelas, y Rosie siempre se había mostrado de acuerdo con él (si Norman lo decía, debía de ser cierto), pero había seguido leyéndolas de todos modos. No le habría extrañado que Rose hubiera hecho girar el expositor antes de escoger un libro... y luego dejarlo en su sitio a regañadientes porque no quería gastar cinco dólares por tres horas de entretenimiento con el poco dinero y la gran cantidad de preguntas sin responder que tenía.

Pidió una ensalada, obligándose a leer el libro mientras comía, y al terminar volvió a su asiento del autobús. Al cabo de poco rato se pusieron en marcha, y Norman conservó el libro sobre el regazo mientras contemplaba los campos cada vez más inmensos a medida que el Este iba quedando atrás. Atrasó el reloj una hora cuando el conductor indicó que habían entrado en otra zona horaria, no porque le importara una mierda (iba a regirse por su propio horario durante los siguientes treinta días aproximadamente), sino porque era lo que Rose habría hecho. Cogió el libro, leyó una escena en la que un vicario encontraba un cadáver en el jardín y volvió a dejarlo con un resoplido de aburrimiento. Sin embargo, no estaba aburrido; en el fondo, no estaba nada aburrido. En el fondo se sentía como Rizitos de Oro. Estaba sentado en la silla del osito, tenía el libro del osito en el regazo e iba a encontrar la casita del osito. Si todo iba bien, no tardaría mucho en esconderse debajo de la camita del osito.

–Cuando menos te lo esperes –murmuró–. Cuando menos te lo esperes.

Se apeó del autobús la madrugada siguiente y se detuvo junto a la puerta para contemplar la terminal resonante y de techos altos, intentando desterrar de su mente su opinión personal acerca de los chulos y las putas, los maricas y lo mendigos, intentando ver el lugar como lo habría visto Rose al bajarse del mismo autobús, entrar en la misma terminal y verlo todo a la misma hora, cuando la naturaleza humana se halla en el fondo del pozo.

Se quedó allí de pie y dejó que el torrente de voces resonantes lloviera sobre él: el espectáculo, los olores, los olores y las sensaciones.

¿Quién soy?, se preguntó.

Rose Daniels, repuso.

¿Cómo me siento?

Pequeña. Perdida. Y aterrorizada. Esto es lo peor de lo peor. Estoy absolutamente aterrada.

Por un instante se apoderó de él una idea terrible. ¿Y si Rose, acometida por el miedo y el pánico, había abordado a la persona equivocada? Cabía la posibilidad, sin duda; para un determinado tipo de hombre malo, aquella clase de lugares era un caldo de cultivo estupendo. ¿Y si aquella persona equivocada se la había llevado a un lugar oscuro antes de robárselo todo y asesinarla? De nada servía decirse que era improbable; era policía y sabía que no era cierto. Si un drogata veía esa mierda de anillo barato en el dedo de Rose, por ejemplo...

Aspiró varias bocanadas de aire mientras ponía en orden aquella parte de su mente que intentaba ser Rose. ¿Qué otro remedio le quedaba? Si la habían asesinado, pues la habían asesinado. No podía hacer nada al respecto, de modo que lo mejor era no pensar en ello..., y además, no podía soportar la idea de que su mujer pudiera haber escapado de él de aquel modo, de que cualquier drogata de mierda pudiera haber robado algo que pertenecía a Norman Daniels.

No importa, se dijo. No importa, limítate a hacer tu trabajo. En este momento, tu trabajo consiste en caminar como Rosie, hablar como Rosie, pensar como Rosie.

Se adentró lentamente en la terminal, con la cartera en una mano (era el sucedáneo del bolso de Rosie), mirando a la gente que iba y venía en oleadas, algunos arrastrando maletas, otros con cajas de cartón atadas con cordel echadas al hombro, otros rodeando con el brazo los hombros de sus novias o las cinturas de sus novios. Mientras contemplaba la escena, un hombre corrió hacia una mujer y un niño pequeño que acababan de apearse del autobús de Norman. El hombre besó a la mujer, levantó al niño en volandas y lo arrojó al aire. El pequeño chilló de miedo y de placer.

Estoy asustada... Todo es nuevo, todo es distinto, y estoy muerta de miedo, pensó Norman. ¿Hay algo de lo que esté segura? ¿Alguna cosa en la que crea poder confiar? ¿Hay algo?

Caminó por el piso embaldosado, pero despacio, muy despacio, escuchando el eco de sus pasos e intentando mirarlo todo a través de los ojos de Rose, intentando percibirlo todo con la piel de ella. Un vistazo rápido a los adolescentes de ojos vidriosos (en el caso de algunos se debía tan sólo al cansancio de las tres de la mañana, mientras que en el caso de otros se debía a la coca de Nebraska) que haraganeaban en la sala de videojuegos, luego de vuelta al vestíbulo de la terminal. Mira la hilera de teléfonos públicos, pero ¿a quién va a llamar? No tiene amigos, no tiene familia..., ni siquiera la típica tía providencial en Texas o en las montañas de Tennessee. Se vuelve hacia las puertas de la calle, tal vez con la idea de marcharse, de encontrar una habitación para pasar la noche, una puerta que interponer entre ella y el ancho mundo indiferente, desconcertante, amenazador. Tiene dinero suficiente para pagarse una habitación, gracias a la tarjeta de Norman, pero ¿lo hace?

Norman se detuvo al pie de la escalera mecánica con el ceño fruncido mientras reformulaba la pregunta: ¿Lo hago?

No, decidió. No lo hago. No quiero registrarme en un motel a las tres y media de la madrugada para que me echen a mediodía, eso en primer lugar; no sería rentable. Puedo quedarme despierta un poco más, aguantar un poco más si es necesario. Pero hay algo más que me retiene aquí. Estoy en una ciudad desconocida, y faltan al menos dos horas para que sea de día. He visto un montón de series policíacas en la tele, he leído una pila de novelas de misterio y estoy casada con un policía. Sé lo que puede suceder a una mujer si se aventura sola en la oscuridad, y creo que voy a esperar a que salga el sol.

Así que, ¿qué hago? ¿Cómo mato el tiempo?

Su estómago respondió a su pregunta.

Sí, tengo que comer algo. La última vez que paró el autobús fue a las seis de la tarde, y tengo hambre.

Había una cafetería cerca de las taquillas. Norman se dirigió hacia ella sorteando a los moradores de la terminal tumbados por el suelo y reprimiendo el deseo de destrozar algunas cabezas repugnantes y repletas de piojos contra la silla de acero más cercana. Era un deseo que tenía que reprimir cada vez con más frecuencia últimamente. Odiaba a la gente sin casa; le parecían cagarros de perro con piernas. Odiaba sus excusas lloriqueantes y su demencia fingida. Cuando un tipo medio comatoso se le acercó dando traspiés para pedirle unas monedas, Norman apenas pudo resistir la tentación de agarrarlo por el brazo y pegarle con una anticuada porra de goma.

–Déjeme en paz, por favor –contestó en cambio con voz suave, pues eso era lo que Rose habría hecho.

Se disponía a pedir huevos revueltos con bacon cuando recordó que Rose no comía aquellas cosas a menos que él insistiera, lo que a veces hacía (no le importaba lo que comía, pero sí que su mujer recordara quién llevaba los pantalones). Por tanto, pidió cereales, una taza de café espantoso y medio pomelo que tenía aspecto de datar de los tiempos del Mayflower. La comida lo hizo sentirse mejor, más despierto. Al terminar buscó deforma automática un cigarrillo, rozó el paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa y luego apartó la mano. Rose no fumaba, así que no habría sentido las ansias que se habían apoderado de él. Tras reflexionar sobre el asunto durante unos instantes, las ansias remitieron, como sabía que sucedería.

Lo primero que vio al salir de la cafetería y detenerse para meterse los faldones de la camisa en el pantalón con la mano en la que no sostenía la cartera fue un gran círculo iluminado de color blanco y azul con las palabras ASISTENCIA AL VIAJERO impresas en la tira exterior.

De repente se encendió una potente bombilla en la cabeza de Norman.

¿Voy allí? ¿Voy a la cabina que hay debajo de ese agradable rótulo? ¿Voy a comprobar si pueden ayudarme?

Por supuesto que sí. ¿Adónde voy a ir si no?

Se dirigió hacia la cabina, pero dando un rodeo, pasó de largo y luego volvió sobre sus pasos para echar un vistazo por ambos lados al ocupante de la cabina. Era un judío flacucho que aparentaba unos cincuenta años y tenía un aspecto tan peligroso como el amigo de Bambi, Tambor. Estaba leyendo un periódico que Norman identificó como el Pravda, y de vez en cuando levantaba la cabeza para pasear la mirada distraída por la terminal. Si Norman todavía hubiera estado haciendo de Rose, Tambor sin duda habría reparado en él, pero Norman había vuelto a adoptar el papel de Norman, el detective inspector Daniels en misión secreta, y ello incluía pasar desapercibido. Se movía en un arco amplio alrededor de la cabina (estar en movimiento era lo más importante; en lugares como aquél no corrías apenas el riesgo de ser visto a menos que estuvieras quieto), fuera del campo de visión de Tambor, pero lo bastante cerca como para oír sus conversaciones.

Alrededor de las cuatro y cuarto, una mujer se acercó llorando a la cabina de Asistencia al viajero. Le contó a Tambor que había llegado en el autobús Greyhound desde Nueva York y que le habían robado el monedero del bolso mientras dormía. Parloteó durante bastante rato, usó varios pañuelos de papel que le alargó Tambor, y por fin éste le encontró un hotel que le fiaría durante un par de días, hasta que su marido le enviara más dinero.

Si yo fuera tu marido, guapa, te traería el dinero personalmente, pensó Norman sin dejar de describir arcos pendulares en torno a la cabina. Y también te daría una buena patada en el culo por estúpida.

Durante su conversación telefónica con el hotel, Tambor se identificó como Peter Slowik. A Norman no le hacía falta más. Cuando el judío se volvió de nuevo hacia la mujer para indicarle el camino, Norman se alejó de la cabina y regresó a los teléfonos públicos, donde incluso había dos que no estaban carbonizados, destrozados y arrancados. Podía obtener la información que necesitaba más tarde, llamando a su departamento de policía, pero prefería no hacerlo de aquel modo. Según como fueran las cosas con el judío del Pravda, llamar a gente podía resultar peligroso, la clase de asunto que podía acabar por volverse contra él. Y además no había ninguna necesidad; sólo figuraban tres Slowik y un Slowick en la guía telefónica urbana. Sólo uno de ellos se llamaba Peter.

Daniels anotó la dirección de Tambor, salió de la terminal y se dirigió a la parada de taxis. El primer taxista de la fila era blanco –menos mal–, y Norman le preguntó si quedaba algún hotel en la ciudad donde pudiera pagarse en efectivo y no se viera obligado a escuchar carreras de cucarachas en cuanto apagara la luz. El taxista reflexionó unos instantes y por fin asintió.

–El Whitestone. Bueno, barato, aceptan efectivo y no hacen preguntas.

Norman abrió la portezuela trasera y subió al taxi.

–Pues adelante –dijo.

Tal como había prometido, Robbie Lefferts estaba allí cuando Rosie siguió a la preciosa pelirroja de largas piernas de modelo hasta el Estudio C de Tape Engine el lunes por la mañana, y se mostró tan amable con ella como lo había sido en aquella esquina al convencerla para que leyera en voz alta un pasaje de uno de los libros de bolsillo que había comprado. Rhoda Simons, la cuarentona que sería su directora, también la trató con amabilidad, pero... ¡directora! Era una palabra extraña si se pronunciaba en relación con Rosie McClendon, a quien ni siquiera habían dado una oportunidad en la obra del último curso de instituto. Curtis Hamilton, el ingeniero de grabación, también era simpático, pero al principio estaba tan ocupado con sus controles que no hizo más que estrecharle la mano con aire ausente. Rosie tomó un café con Robbie y la señora Simons antes de izar velas, como lo expresó Robbie, e incluso fue capaz de sostener la taza sin derramar una sola gota. Sin embargo, cuando traspuso la puerta de doble hoja que conducía a la cabina de grabación de paredes acristaladas, la dominó tal pánico que estuvo a punto de dejar caer el fajo de fotocopias que Rhoda llamaba las «páginas». Era una sensación muy parecida a la que había experimentado al ver el coche rojo acercarse por Westmoreland Street y creer que era el Sentra de Norman.

Percibió que los demás la miraban con fijeza desde el otro lado del vidrio (incluso el joven y serio Curtis Hamilton la miraba), y sus rostros se le antojaron distorsionados y borrosos, como si los estuviera viendo a través de agua en lugar de aire. Así es como los peces de colores ven a las personas que se inclinan para verlos a través del cristal de la pecera, pensó, y casi al mismo tiempo: No puedo hacerlo. ¿Cómo he podido pensar que podría?

Oyó un fuerte chasquido que la hizo dar un respingo.

–¿Señora McClendon? –Era la voz del ingeniero de sonido–. ¿Le importaría sentarse delante del micro para que pueda ajustar los niveles?

Rosie no sabía si podía. No estaba siquiera segura de poder moverse. Le parecía haber echado raíces mientras miraba al otro lado de la cabina, donde la cabeza del micro la apuntaba como si de la cabeza de una serpiente futurista y peligrosa se tratara. Aunque lograra cruzar la habitación, de sus labios no brotaría ni un sonido, ni siquiera un solo chirrido seco.

En aquel momento, Rosie presenció el desmoronamiento de todo lo que había construido, lo visualizó con la espeluznante velocidad de un cortometraje de los años veinte. Se vio a sí misma desahuciada de la pequeña y agradable habitación en la que sólo llevaba cuatro días cuando se le acabara el dinero, se vio a sí misma desdeñada por todas las residentes de Hijas y Hermanas, incluso la propia Anna.

No pretenderás que te consiga otra vez tu antiguo empleo, ¿verdad, Rosie ?, oyó decir a Anna. Siempre hay chicas nuevas en H y H, como sabes, y ellas son mi prioridad. ¿Por qué has sido tan estúpida, Rosie? ¿Qué te hizo pensar que podías convertirte en artista, aun cuando fuera a un nivel tan humilde? Se vio a sí misma rechazada en los empleos de camarera en las cafeterías del centro, no por su aspecto, sino por el olor que despedía, el olor a derrota, vergüenza y expectativas incumplidas.

–¿Rosie? –la llamó Rob Lefferts–. ¿Te importaría sentarte para que Curt pueda ajustar los niveles?

Rob no lo sabía, ninguno de los hombres lo sabía, pero Rhoda Simons sí... o al menos lo sospechaba. Había cogido el lápiz que tenía enganchado en el cabello y garabateaba con él sobre una carpeta que tenía frente a ella. Sin embargo, no miraba sus garabatos, sino que la estaba mirando a ella con el ceño fruncido.

De repente, como una mujer a punto de ahogarse y desesperada por aferrarse a cualquier desecho flotante que pudiera sostenerla un poco más, Rosie pensó en el cuadro. Lo había colgado exactamente donde Anna había sugerido, junto a la ventana del cuarto de estar; incluso había encontrado un gancho allí, dejado por el inquilino anterior. Era el lugar idóneo, sobre todo al atardecer; podía mirar un rato por la ventana, contemplar el sol que se ponía sobre el verdor de los árboles del parque Bryant, luego volverse hacia el cuadro y más tarde de nuevo hacia el parque. Las dos cosas parecían hechas la una para la otra, la ventana y el cuadro, el cuadro y la ventana. Rosie no sabía por qué, pero así era. Sin embargo, si perdía la habitación tendría que descolgar el cuadro...

No, tiene que quedarse allí, pensó. ¡Tiene que quedarse allí!

Aquella idea le permitió al menos moverse. Cruzó la habitación despacio en dirección a la mesa, dejó sobre ella las páginas, que eran fotocopias ampliadas de una novela de bolsillo publicada en 1951, y se sentó... o más bien se dejó caer, como si alguien le hubiera tirado de las rodillas.

Puedes hacerlo, Rosie, le aseguró aquella voz profunda, si bien su confianza sonaba falsa. Lo hiciste en aquella esquina delante de la casa de empeños y puedes volver a hacerlo aquí.

No la extrañó demasiado comprobar que le faltaba convicción. Lo que sí la extrañó fue la idea que siguió. La mujer del cuadro no tendría miedo, la mujer de la túnica roja violácea no estaría asustada en lo más mínimo.

Por supuesto, se trataba de una idea ridícula. Si la mujer del cuadro fuera real, habría existido en un mundo antiguo en el que los cometas se consideraban heraldos de catástrofes, los dioses retozaban en las cimas de las montañas y la mayoría de la gente vivía y moría sin haber siquiera visto un libro. Si una mujer de aquella época fuera transportada a una sala como aquella, una sala de paredes acristaladas, luces frías y la cabeza de una serpiente de acero sobresaliendo de la única mesa, saldría corriendo a grito pelado o bien perdería el conocimiento.

Sin embargo, Rosie tenía la sensación de que la mujer rubia no había perdido el conocimiento en su vida, de que haría falta mucho más que un estudio de grabación para hacerla gritar.

Estás pensando en ella como si fuera real, se regañó.

–¿Rosie? –Era la voz de Rhoda Simons que le llegaba por los altavoces–. ¿Estás bien?

–Sí –repuso, aliviada al comprobar que su voz, aunque algo quebrada, seguía allí–. Tengo sed, nada más. Y estoy muerta de miedo.

–Debajo de la parte izquierda de la mesa hay una nevera llena de agua mineral y zumos –dijo Rhoda–. En cuanto a lo de tener miedo, es lo más normal del mundo. Ya se te pasará.

–Sigue hablando, Rosie –pidió Curtis, que llevaba auriculares y manipulaba una hilera de botones.

El pánico empezaba a remitir gracias a la mujer del vestido rojo violáceo. Como sedante funcionaba incluso mejor que quince minutos en la Silla del Osito.

No, no es ella, eres tú, la corrigió la voz profunda. Lo has superado, guapa, al menos de momento, pero lo has hecho solita. ¿Querrías hacerme un favor, vayan como vayan las cosas? Intenta recordar quién es realmente Rosie y quién es Rosie Real.

–Habla de cualquier cosa –le estaba diciendo Curtis–. Lo que sea. Cualquier cosa que te apetezca.

Por un instante se sintió completamente perdida. Fijó la mirada en las páginas que yacían ante ella. La primera era la reproducción de la portada. Mostraba a una mujer parcamente vestida a la que un hombre enorme y sin afeitar amenazaba con un cuchillo. El hombre lucía bigote, y una idea casi demasiado fugaz como para resultar reconocible (quieres hacerlo quieres hacer el perro) rozó su mente consciente como una ráfaga de aire podrido.

–Voy a leer un libro titulado The Manta Ray («El pez manta») –empezó Rosie en lo que esperaba fuera su voz normal–. Fue publicado en 1951 por Lion Books, una pequeña editorial de libros de bolsillo. Si bien en la portada dice que el autor se llama... ¿Vale ya?

–Ya tengo el sonido del magnetófono de bobinas –repuso Curtis, dándose impulso de un lado a otro de la mesa con la silla provista de ruedas–. Habla un poco más para que ajuste el DAT. Pero suena bien.

–Sí, estupendo –intervino Rhoda, y Rosie no creía que el alivio que percibió en la voz de la directora fuera fruto de su imaginación.

Un poco más animada, Rosie se acercó al micrófono.

–En la portada dice que el autor del libro es Richard Racine, pero el señor Lefferts, Rob, dice que en realidad fue escrito por una mujer llamada Christina Bell. Forma parte de una serie de libros en audio llamada «Mujeres camufladas», y he obtenido este empleo porque la mujer que tenía que leer el libro ha conseguido un papel en una...

–Ya lo tengo –la atajó Curtis Hamilton.

–Dios mío, suena como Liz Taylor en Una mujer marcada –exclamó Rhoda Simons aplaudiendo.

Robbie asintió. Sonreía con aire complacido.

–Rhoda te ayudará, pero si lees como leíste Pasadizo oscuro delante de Ciudad Libertad, estaremos todo encantados.

Rosie se inclinó hacia delante, estuvo a punto de golpearse la cabeza con el canto de la mesa y sacó una botella de agua mineral de la nevera. Al desenroscar el tapón se dio cuenta de que le temblaban las manos.

–Haré lo que pueda, eso lo prometo.

–Ya lo sé –aseguró Rob.

Piensa en la mujer de la colina, se dijo Rosie. Piensa en ella allí de pie, sin miedo a nada de lo que pueda venir de su mundo o del tuyo. No tiene ni una sola arma, pero no tiene miedo... No te hace falta verle la cara para saberlo, se nota en la postura de su espalda. Está...

preparada para cualquier cosa –murmuró con una sonrisa.

Robbie se inclinó hacia delante al otro lado del vidrio.

–¿Cómo dices? Note he oído.

–Digo que estoy preparada –indicó Rosie.

–Los niveles están ajustados –señaló Curtis a Rhoda, que acababa de dejar su propia copia del libro junto a su carpeta–. Preparado cuando tú digas, profesora.

–Muy bien, Rosie, vamos a enseñarle cómo se hace –dijo Rhoda–.Esto es El pez manta, de Christina Bell. El cliente es Audio Concepts, la directora es Rhoda Simons y la lectora es Rosie McClendon. Cinta en marcha. Cuenta uno cuando te dé la señal y... señal.

Dios mío, no puedo, pensó Rosie una vez más, y entonces concentró su mente en una única y poderosa imagen: el brazalete de oro que la mujer del cuadro llevaba en el brazo derecho. Y la nueva oleada de pánico que la había acometido empezó a remitir.

–Capítulo Uno. Nella no se dio cuenta de que la seguía el hombre del raído abrigo gris hasta que estuvo entre dos farolas y un callejón salpicado de cubos de basura se abrió a su izquierda como las mandíbulas de un anciano muerto con comida entre los dientes. Por entonces ya era demasiado tarde. Oyó el sonido de unos zapatos con puntera de acero que se acercaban por detrás, y una mano grande y mugrienta surgió de la oscuridad...

A las siete menos cuarto de aquella tarde, Rosie introdujo la llave en la cerradura de la habitación de Trenton Street en la que vivía. Estaba cansada y tenía calor, pues el verano había llegado pronto a aquella ciudad, pero también se sentía feliz. Debajo del brazo llevaba una bolsa de comestibles. De la parte superior sobresalía un fajo de octavillas que anunciaban el Picnic y Concierto de Hijas y Hermanas. Rosie había pasado por H y H para contar a sus amigas cómo le había ido el primer día de trabajo (tenía que contárselo a alguien, pues de lo contrario iba a estallar), y cuando ya se marchaba, Robin St. James le había pedido que se llevara un puñado de octavillas para intentar colgarlas en las tiendas de su barrio. Intentando no revelar cuánto la emocionaba el hecho de tener un barrio, Rosie prometió intentar colocar tantas octavillas como le fuera posible.

–Me salvas la vida –agradeció Robin; aquel año era la encargada de la venta de entradas, y no ocultaba el hecho de que hasta ahora la venta no iba demasiado bien–. Y si alguien te pregunta, Rosie, diles que esto no es un hogar para adolescentes descarriadas y que no somos tortilleras. Estas historias son las que fastidian la venta. ¿Lo harás?

–Claro.

Sin embargo, sabía que no lo haría. No se imaginaba echando a un tendero al que no había visto en su vida un sermón acerca de lo que era Hijas y Hermanas... o de lo que no era.

Pero puedo decir que son mujeres muy agradables, pensó al tiempo que encendía el ventilador y abría la nevera para guardar sus escasas compras.

–No, diré señoras. Señoras muy agradables –agregó en voz alta.

Claro, era una idea mucho mejor. Por alguna razón, los hombres, sobre todo los que pasaban de los cuarenta, se sentían más cómodos con aquella palabra que con la palabra mujeres. Era una tontería (y el modo en que algunas mujeres se agitaban y cloqueaban por la semántica era una tontería aún mayor, en opinión de Rosie), pero pensar en ello le trajo a la memoria una imagen: Norman al hablar de las prostitutas a las que a veces detenía. Jamás las llamaba señoras (ésa era la palabra que empleaba para referirse a las esposas de sus compañeros, como por ejemplo, «La esposa de Bill Jessup es una señora muy agradable», ni tampoco mujeres. Las llamaba tías. Esas tías esto y esas tías lo otro. Hasta entonces nunca se había dado cuenta de lo mucho que odiaba aquella palabrita. Tías. Como el sonido que se emite al escupir.

Olvídale, Rosie. Norman no está aquí. Y nunca estará aquí.

Como siempre, aquella sencilla idea la inundaba de gozo, asombro y gratitud. Le habían explicado, sobre todo en el Círculo de Terapia de H y H, que aquella sensación eufórica se le pasaría, pero le costaba creerlo. Estaba sola. Había escapado del monstruo. Era libre.

Rosie cerró la puerta de la nevera, se volvió y miró al otro lado de la habitación. El mobiliario era minimalista, y aparte del cuadro, no había decoración, pero pese a ello no vio nada que no le diera ganas de gritar de alegría. Vio las bonitas paredes color crema que Norman Daniels jamás había visto, una silla de la que Norman Daniels nunca la había arrancado por «hacerse la listilla», un televisor que Norman Daniels nunca había mirado, gruñendo al escuchar las noticias o riendo las gracias de las reposiciones de Todos en familia o Cheers.

Y lo mejor de todo, no había un solo rincón en el que Rosie hubiera estado sentada, llorando y recordándose que debía vomitar en el delantal si se le revolvía el estómago. Porque Norman no estaba allí. Nunca estaría allí.

–Estoy sola –murmuró Rosie... y entonces se abrazó de alegría.

Atravesó la estancia en dirección al cuadro. La túnica de la mujer rubia parecía relucir a la luz de finales de primavera. Y ella sí era una mujer, pensó Rosie. No una señora ni, desde luego, una tía. Estaba allí de pie sobre la colina, contemplando sin miedo el templo en ruinas y los dioses caídos...

¿Dioses? Pero si sólo hay uno..., ¿verdad?

No, comprobó en aquel momento, había dos: el que observaba con serenidad los nubarrones de tormenta desde su lugar cerca del pilar caído, y otro que yacía en el extremo derecho del cuadro. Éste miraba de lado por entre la hierba alta. Apenas se apreciaba la curva blanca de la frente, la órbita de un ojo y el lóbulo de una oreja; el resto permanecía oculto. No había reparado en él hasta entonces, pero ¿qué más daba? Probablemente había muchas cosas en el cuadro en las que no había reparado, gran cantidad de pequeños detalles... Era como esos dibujos de ¿Dónde está Wally?, llenos de cosas que al principio no se veían, y ...

... y todo eso no eran más que chorradas. De hecho, el cuadro era muy sencillo.

–Bueno –susurró Rosie–, al menos lo era.

Recordó la historia que Cynthia había contado sobre el cuadro de la vicaría en la que se había criado... De Soto mira al Oeste. Se había sentado frente a él durante horas, mirándolo como quien mira la televisión, mirando cómo se movía el río.

–Fingiendo que miraba cómo se movía –se corrigió Rosie.

Abrió la ventana con la esperanza de que la brisa llenara la habitación. Las voces agudas de los niños jugando en el parque y de otros niños mayores jugando a béisbol inundaron la estancia.

–Fingiendo, nada más. Eso es lo que hacen los niños. Yo también lo hacía.

Encajó un palo en la ventana para mantenerla abierta, pues permanecía abierta durante unos instantes para luego cerrarse con estruendo si no la sujetaba, y se volvió de nuevo hacia el cuadro. Se le acababa de ocurrir una idea espeluznante, una idea tan poderosa que casi se le antojaba cierta. Los pliegues y arrugas del vestido rojo violáceo no eran los mismos. Habían cambiado de posición. Habían cambiado de posición porque la mujer que llevaba la toga, la túnica o lo que fuera había cambiado de posición.

–Estás loca si piensas eso –susurró Rosie con el corazón desbocado–. Loca de atar. Lo sabes, ¿verdad?

Lo sabía. Sin embargo, se acercó más al cuadro y lo examinó con fijeza. Permaneció en aquella postura, con los ojos a escasos centímetros de la mujer de la colina, durante casi treinta segundos, conteniendo la respiración para no empañar el vidrio que cubría la pintura. Por fin retrocedió y espiró el aire de los pulmones en un suspiro de alivio. Las arrugas y los pliegues de la túnica no habían cambiado ni un ápice. Estaba segura de ello. (Bueno, casi segura.) Era su imaginación, que le estaba jugando una mala pasada después de un día muy largo, un día maravilloso y agotador a un tiempo.

–Sí, pero lo he superado –explicó a la mujer de la túnica.

Hablar en voz alta con la mujer del cuadro le parecía completamente normal. Tal vez un poco excéntrico, pero ¿qué más daba? No hacía daño a nadie. ¿Quién iba a enterarse? Y el hecho de que la mujer rubia estuviera de espaldas le hacía creer que realmente la estaba escuchando.

Rosie se acercó de nuevo a la ventana, apoyó las palmas de las manos sobre la repisa y contempló el parque. A1 otro lado de la calle, los niños reían, corrían por las bases y se columpiaban. Justo debajo de ella, un coche se estaba deteniendo junto al bordillo. Poco tiempo atrás, ver un coche pararse tan cerca de ella la habría aterrorizado, la habría llenado de visiones del puño de Norman y su anillo flotando hacia ella con las palabras Servicio, Lealtad, Comunidad tornándose cada vez más grandes hasta que parecían llenar el mundo entero..., pero aquellos tiempos ya eran historia. Gracias a Dios.

–La verdad, creo que he hecho algo más que superar el día –explicó al cuadro–. Creo que lo he hecho muy bien. Es lo que piensa Robbie, eso lo sé, pero a la que de verdad tenía que convencer era a Rhoda. Creo que estaba predispuesta a que yo no le gustara, porque al fin y al cabo era Robbie el que me había encontrado.

Se volvió de nuevo hacia el cuadro como una mujer que se vuelve hacia una amiga para ver en su rostro cómo se ha tomado una idea o una frase, pero por supuesto, la mujer del cuadro siguió contemplando el templo en ruinas de espaldas a Rosie.

–Ya sabes lo maliciosas que podemos ser las tías –prosiguió Rosie con una carcajada–. Pero creo que realmente le he gustado. Sólo hemos hecho cincuenta páginas, pero hacia el final ya me salía mucho mejor, y además esos viejos libros de bolsillo son cortos. Apuesto lo que sea a que acabo éste el miércoles por la tarde, ¿y sabes qué? Estoy ganando casi ciento veinte dólares al día, no a la semana, sino al día, y quedan otras tres novelas de Christina Bell. Si Robbie y Rhoda me las dan...

Se detuvo en seco, mirando el cuadro con los ojos abiertos de par en par, sin oír los gritos agudos procedentes del parque, sin oír siquiera los pasos que subían por la escalera. Tenía la mirada fija en el extremo derecho del cuadro, la curva de la frente, la curva del ojo vacío y desprovisto de pupila, la curva de la oreja. De repente comprendió algo. Estaba en lo cierto y equivocada al mismo tiempo..., en lo cierto respecto a que la segunda estatua no había sido visible hasta entonces, equivocada acerca de la impresión de que la cabeza de piedra se había materializado en el cuadro mientras ella grababa El pez manta. La idea de que los pliegues del vestido de la mujer habían cambiado de posición podía haber obedecido al esfuerzo de su inconsciente por reforzar esa primera impresión errónea creando una alucinación. A fin de cuentas, eso tenía un poco más de sentido que lo que estaba viendo ahora.

–El cuadro ha crecido –dijo Rosie.

No, no se trataba de eso exactamente.

Levantó las manos, las suspendió en el aire delante del cuadro colgado y constató que la pintura seguía ocupando un metro por setenta centímetros de pared. Asimismo, veía la misma cantidad de relleno blanco dentro del marco, así que, ¿qué narices le pasaba?

La segunda cabeza de piedra no estaba antes, eso es lo que pasa, pensó. A lo mejor...

De repente, Rosie sintió náuseas y se le revolvió el estómago. Cerró los ojos con fuerza y se masajeó las sienes, donde intentaba abrirse paso una jaqueca. Cuando los abrió y volvió a contemplar el cuadro, lo vio como lo había visto la primera vez, no como un conjunto de elementos independientes, el templo, las estatuas caídas, la túnica roja violácea, la mano izquierda levantada, sino como una unidad integral, algo que la había llamado con voz propia.

Había más cosas que ver ahora. Estaba casi segura de que aquella impresión no era una alucinación, sino un hecho. El cuadro no había crecido precisamente, pero veía más cosas a ambos lados..., y también en la parte superior e inferior. Era como si el encargado de un proyector de cine acabara de darse cuenta de que estaba utilizando los objetivos equivocados y los hubiera cambiado, convirtiendo la proyección de treinta y cinco milímetros en un Cinerama 70 de pantalla ancha. Ahora no sólo veías a Clint, sino también a los vaqueros que lo flanqueaban a ambos lados.

Estás loca, Rosie. Los cuadros no crecen.

¿No? Entonces, ¿cómo explicar la presencia del segundo dios? Estaba segura de que siempre había estado allí, y ahora lo veía porque...

–Porque el lado derecho del cuadro ha crecido –murmuró.

Tenía los ojos abiertos de par en par, aunque habría costado determinar si mostraban una expresión trastornada o maravillada.

–Y también el izquierdo, y el de arriba, y el de...

A sus espaldas oyó unos golpecitos en la puerta, tan rápidos y ligeros que casi parecían superponerse. Rosie giró en redondo con la sensación de que se movía a cámara lenta o bajo el agua.

No había cerrado la puerta con llave.

Más golpes. Recordó el coche que había visto detenerse junto al bordillo, un coche pequeño, la clase de coche que un hombre que viajara solo alquilaría en Hertz o Avis, y todos los pensamientos acerca del cuadro quedaron sepultados por una sola idea envuelta en un manto de resignación y desesperación: Norman la había encontrado pese a todo. Había tardado un tiempo, pero de algún modo lo había conseguido.

Recordó una parte de la última conversación que había sostenido con Anna; Anna le había preguntado qué haría si aparecía Norman. Cerrar la puerta con llave y llamar a la policía, había contestado, pero había olvidado cerrar la puerta con llave y no tenía teléfono. Eso constituía la ironía más espeluznante, pues había una caja de conexión en una esquina del cuarto de estar, y la caja funcionaba; había ido a la compañía telefónica a la hora de comer para dejar una paga y señal. La mujer que la había atendido le había anotado su nuevo número de teléfono en una tarjetita blanca; Rosie se la había guardado en el bolso y se había marchado. Había pasado junto a los expositores de teléfonos sin comprar ninguno, pensando que podría ahorrarse al menos diez dólares si lo compraba en el centro comercial de Lakeview. Y ahora, sólo por haber querido ahorrarse diez miserables dólares...

Silencio al otro lado de la puerta, pero cuando bajó la vista hacia la ranura que la separaba del suelo, vio la forma de sus zapatos. Llevaría zapatos negros y relucientes. Ya no llevaba uniforme, pero seguía llevando aquellos zapatos negros. Eran zapatos duros; Rosie podía dar fe de ello, pues había lucido sus marcas en las piernas, el vientre y las nalgas muchas veces a lo largo de los años que había pasado con él.

Volvieron a sonar golpes en la puerta, tres series rápidas de tres: rapraprap, pausa, rapraprap, pausa, rapraprap.

Una vez más, al igual que durante el terrible pánico que la había dominado aquella mañana en la cabina de grabación, la mente de Rosie voló hacia la mujer del cuadro, de pie en la cima de la colina cubierta de maleza, esperando sin miedo la tormenta inminente, sin miedo de que las ruinas derruidas a sus pies pudieran estar plagadas de fantasmas, duendes o tal vez una banda de malhechores, sin miedo a nada. Se advertía por la postura de su espalda, por el modo indolente en que levantaba las manos, incluso (Rosie lo creía realmente) por la forma de aquel pecho apenas entrevisto.

Yo no soy ella, yo sí tengo miedo, tengo tanto miedo que estoy a punto de hacerme pis encima, pero no voy a dejar que te me lleves sin más, Norman. Juro por Dios que no lo haré.

Por un instante intentó recordar la llave que Gert Kinshaw le había enseñado, aquella en la que una asía los antebrazos de su adversaria cuando la atacaba y luego empujaba a un lado. De nada le sirvió, pues cada vez que intentaba visualizar el movimiento crucial, lo único que veía era a Norman abalanzándose sobre ella, con los labios separados, dejando al descubierto los dientes en lo que ella denominaba su sonrisa mordedora, queriendo hablar con ella de cerca.

Muy de cerca.

La bolsa de comestibles seguía sobre el mostrador de la cocina, y las octavillas amarillas del picnic yacían junto a ella. Había sacado los alimentos frescos para guardarlos en la nevera, pero en la bolsa todavía quedaban algunas conservas que había comprado. Se dirigió hacia el mostrador con las piernas completamente insensibles, y por fin alcanzó la bolsa.

Otros tres golpes en rápida sucesión: rapraprap.

–Ya voy –exclamó.

Su voz se le antojó asombrosamente tranquila. Sacó de la bolsa el objeto más grande, una lata de macedonia de un kilo. Cerró la mano en torno a ella como pudo y se acercó a la puerta con la misma insensibilidad en las piernas.

–Ya voy, un momento.

Mientras Rosie hacía la compra, Norman Daniels yacía sobre una cama del hotel Whitestone en ropa interior, fumando un cigarrillo y mirando al techo.

Había empezado a fumar como tantos otros niños, robando cigarrillos del paquete de Pall Mall de su padre, arriesgándose a recibir una paliza si lo sorprendían, pensando que el riesgo bien merecía la pena si se tenía en cuenta la categoría que daba ser visto en el centro, en la esquina de State con la carretera 49, apoyado contra un poste telefónico delante de la drogería de Aubreyville y la oficina de correos, con el cuello de la chaqueta subido y ese cigarrillo colgado del labio inferior. Mira, muñeca, mira qué guay que soy. Cuando tus amigos pasaban en sus coches viejos, ¿cómo iban a adivinar que habías birlado el pitillo del paquete que tu viejo guardaba en el ropero, o que la única vez que habías hecho acopio de valor suficiente para ir a comprar un paquete en la droguería, el viejo Gregory había resoplado y te había dicho que volvieras cuando te creciera el bigote?

Fumar había sido la hostia a los quince años, la hostia, algo que lo compensaba por todas las cosas que no podía tener, como por ejemplo, un coche, aunque fuera una cafetera vieja como las que conducían sus amigos, coches con parches de selladora en la carrocería y «acero de plástico» blanco alrededor de los faros y los parachoques que se sujetaban con alambre retorcido, y a los dieciséis años estaba enganchado a dos paquetes diarios y una tos de campeonato por las mañanas.

Tres años después de que se casara con Rose, toda la familia de ella, es decir, su padre, su madre y su hermano de dieciséis años, habían muerto en aquella misma carretera 49. Volvían de pasar la tarde nadando en la Cantera de Philo cuando un camión de grava se había desviado y se los había merendado como si tal cosa. Habían encontrado la cabeza seccionada del viejo McClendon en un surco a treinta metros del lugar, con la boca abierta y un buen cagarro de cuervo en el ojo (por entonces Daniels ya era policía, y los policías se enteraban de aquellas cosas). Aquel accidente no había alterado a Daniels en lo más mínimo; de hecho, había quedado encantado. Por lo que a él respectaba, McClendon había sido propenso a preguntar a su hija cosas que no le incumbían en absoluto. Rosie ya no era hija de McClendon, a fin de cuentas, no a los ojos de la ley. A los ojos de la ley se había convertido en la esposa de Norman Daniels.

Dio una profunda chupada al cigarrillo, exhaló tres anillos de humo y los siguió con la mirada mientras flotaban hacia el techo en fila india. Afuera, los coches rugían y tocaban el claxon. Sólo llevaba medio día en aquella ciudad y ya la odiaba. Era demasiado grande. Tenía demasiados escondrijos. Aunque no importaba, porque iba por buen camino, y muy pronto, una pared de ladrillos muy pesada y muy dura se desplomaría sobre la hijita descarriada de Craig McClendon, Rosie.

En el funeral de los McClendon, una ceremonia triple a la que había asistido la práctica totalidad de los habitantes de Aubreyville, Daniels había empezado a toser y ya no había podido detenerse. La gente había empezado a girarse para mirarlo, y Daniels odiaba aquella clase de miradas más que cualquier otra cosa en el mundo. Con el rostro enrojecido, furioso y avergonzado (aunque incapaz de dejar de toser), Daniels había salido de la iglesia cubriéndose inútilmente la boca con la mano, dejando atrás a su joven y sollozante esposa.

Se había quedado delante de la iglesia, tosiendo con tal intensidad que se había visto obligado a apoyar las manos en las rodillas para no caer desmayado, mirando con ojos lacrimosos a las personas que habían salido a fumar un cigarrillo, tres hombres y dos mujeres que no habían podido aguantar el mono ni durante la miserable media hora que duraba el funeral, y de repente había decidido que nunca más fumaría. Así de fácil. Sabía que el acceso de tos podía deberse a sus habituales alergias estivales, pero no importaba. Era un hábito estúpido, tal vez el hábito más estúpido del universo, y no iba a permitir que un forense escribiera Pall Mall en la casilla de su certificado de defunción destinada a la causa de la muerte.

El día en que llegó y comprobó que Rosie se había marchado, de hecho, aquella noche, tras descubrir que la tarjeta del cajero había desaparecido y que ya no podía aplazar por más tiempo el hecho de afrontar lo que tenía que afrontar, había bajado al Store 24 para comprarse el primer paquete de cigarrillos en once años. Había vuelto a su vieja marca como un asesino que volviera al escenario del crimen. In hoc signo vinces, decía cada paquete rojo sangre, en este signo vencerás, según su viejo, que había conquistado a la madre de Daniels en numerosas reyertas de cocina, pero poco más, por lo que Norman sabía.

La primera calada lo había mareado, y tras apurar el primer cigarrillo hasta el final, había estado convencido de que vomitaría, se desmayaría o sufriría un infarto. Tal vez las tres cosas al mismo tiempo. Pero aquí estaba, fumando de nuevo dos paquetes diarios y tosiendo la misma tos cavernosa cuando se levantaba cada mañana. Era como si nunca lo hubiera dejado.

Pero no importaba; estaba atravesando una experiencia vital muy estresante, como solían decir los comecocos, y cuando la gente atravesaba experiencias vitales estresantes, con frecuencia retomaban viejos hábitos. Los hábitos, sobre todo los malos como fumar y beber, eran muletas, decía la gente. ¿Y qué? Si cojeas, ¿qué hay de malo en usar muletas? En cuanto se hubiera encargado de Rosie (en cuanto se hubiera asegurado de que, si había un divorcio informal, sería bajo sus condiciones, por así decirlo), prescindiría de todas sus muletas.

Y esta vez para siempre.

Norman giró la cabeza para mirar por la ventana. Todavía no había oscurecido, pero faltaba poco. En cualquier caso, era hora de moverse. No quería llegar tarde a su cita. Apagó el cigarrillo en el cenicero repleto que había sobre la mesilla de noche, junto al teléfono, bajó los pies de la cama y empezó a vestirse.

No tenía ninguna prisa, eso era lo mejor del caso; tenía un montón de días libres acumulados, y el capitán Hardaway no había dudado en concedérselos. Ello se debía a dos razones, creía Norman. En primer lugar, los periódicos y los canales de televisión lo habían convertido en el hombre del mes; en segundo, al capitán Hardaway no le caía bien, le había echado a los perros de Asuntos Internos en dos ocasiones bajo acusación de abuso de fuerza, y sin duda había estado encantado de librarse de él por un tiempo.

–Esta noche, zorra –murmuró Norman mientras bajaba en el ascensor con la única compañía de su reflejo en el espejo viejo y destartalado que se alzaba en la parte trasera de la cabina–. Esta noche, si tengo suerte. Y creo que voy a tener suerte.

Delante del hotel se alineaban varios taxis, pero Daniels pasó de largo. Los taxistas llevaban un registro y a veces recordaban las caras. No, volvería a tomar el autobús. Esta vez un autobús urbano. Se dirigió con rapidez a la parada, preguntándose si se habría engañado con eso de que tendría suerte, pero decidió que no. Estaba cerca, lo sabía. Lo sabía porque había logrado introducirse de nuevo en la mente de Rose.

El autobús, uno de la línea Verde, dobló la esquina y se detuvo junto a Norman. Subió, pagó con cuatro monedas de veinticinco, se sentó al fondo del vehículo (esta noche no tenía que ser Rosie, qué ahvio), y miró por la ventana mientras dejaban atrás las calles. Rótulos de bares. Rótulos de restaurantes. SANDWICHERÍA. CERVEZA. PIZZA EN PORCIONES. EXCITANTES CHICAS EN TOPLESS.

No perteneces a este lugar, Rose, pensó mientras el autobús pasaba por delante de un restaurante llamado La Cocina del Abuelo, SÓLO TERNERA DE KANSAS CITY, rezaba el rótulo fluorescente rojo del escaparate. No perteneces a este lugar, pero no importa, porque ahora estoy aquí. He venido para llevarte a casa. Bueno, para llevarte a algún sitio, en cualquier caso.

Las marañas de neón y el cielo aterciopelado que se iba oscureciendo le recordaron los viejos tiempos, cuando la vida no parecía tan extraña y en cierto modo claustrofóbica, como las paredes de una habitación que se hace más y más pequeña, cerniéndose lentamente sobre ti. Cuando las luces de neón se encendían empezaba la fiesta, al menos así había sido en los años relativamente sencillos en los que él tenía veintitantos. Aquellos tiempos habían pasado a la historia, pero casi todos los policías, los buenos policías, sabían cómo moverse en la oscuridad. Cómo deslizarse detrás de las luces de neón y mezclarse entre la escoria de la ciudad. Un policía que no supiera hacerlo no duraba mucho.

Había observado los rótulos y calculaba que debían de estar acercándose a Carolina Street. Se levantó, caminó hasta la parte delantera y permaneció allí de pie sujetándose a la barra. Cuando el autobús se detuvo en la esquina y las puertas se abrieron, bajó la escalerilla y se zambulló en la oscuridad sin pronunciar palabra.

Había comprado un plano de la ciudad en el quiosco del hotel, seis dólares y cincuenta centavos, indignante, pero el precio de preguntar a los transeúntes podía ser mucho más alto. La gente recordaba a las personas que les preguntaban; a veces incluso las recordaban al cabo de cinco años, increíble pero cierto. Por tanto, más le valía no preguntar. En caso de que sucediera algo. Algo malo. Probablemente no sucedería nada, pero más valía prevenir.

Según el plano, Carolina Street atravesaba Beaudry Place a cuatro manzanas de la parada. Un paseo muy agradable en una noche cálida. En Beaudry Place vivía el judío de Asistencia al Viajero.

Daniels caminaba despacio, dando un paseo en realidad, con las manos embutidas en los bolsillos. Caminaba con una expresión aturdida y ligeramente drogada en el rostro, una expresión que no dejaba entrever en absoluto que en realidad todos sus sentidos estaban en alerta roja. Registraba cada coche que pasaba, cada transeúnte, en busca de alguien que lo estuviera mirando. Que lo estuviera viendo. No había nadie, y eso era bueno.

Al llegar a la casa de Tambor– y eso era precisamente, una casa, y no un piso, qué suerte–, pasó por delante de ella dos veces, observando el coche aparcado en el camino de entrada y la luz que se filtraba por la ventana de la planta baja. La ventana del salón. Las cortinas estaban descorridas, pero las persianas interiores estaban bajadas. A través de ellas vislumbró un brillo de color suave que debía de proceder del televisor. Tambor estaba levantado, Tambor estaba en casa, Tambor estaba mirando la tele y quizá comiéndose un par de zanahorias antes de dirigirse a la terminal de autobuses, donde intentaría ayudara más mujeres demasiado estúpidas como para merecer ayuda. O demasiado malas.

Tambor no llevaba alianza, y a Norman le había parecido un moñas reprimido, pero más valía prevenir. Recorrió el camino de entrada y escudriñó el Ford, de unos cuatro o cinco años de antigüedad, en busca de indicios que revelaran que el hombre no vivía solo. No vio nada alarmante.

Satisfecho, volvió a recorrer con la mirada la calle residencial y no vio a nadie.

No llevas máscara, pensó. Ni siquiera tienes una media que ponerte encima de la cabeza, Normie, ¿verdad?

No, no llevaba nada.

Lo has olvidado, ¿verdad?

Bueno..., la verdad era que no. No lo había olvidado. Tenía la sensación de que cuando el sol saliera al día siguiente, habría un judío urbano menos en el mundo. Porque a veces ocurren cosas horribles incluso en barrios residenciales agradables como aquél. A veces entraba alguien, casi siempre negros o yonkis, por supuesto, y ya estaba liada. Triste pero cierto. Así es la vida, como proclamaban miles de camisetas y adhesivos. Ya veces, por difícil que resultara de creer, pasaban cosas malas a las personas correctas en lugar de las equivocadas. Judíos que leían el Pravda y ayudaban a esposas a escapar de sus maridos, por ejemplo. Era algo intolerable; no era forma de llevar una sociedad. Si todo el mundo hiciera lo mismo, ni siquiera habría sociedad.

Sin embargo, se trataba de un comportamiento bastante rampante,pues la mayoría de los liberales se salía con la suya. No obstante, la mayoría de los liberales no había cometido el error de ayudar a su mujer..., y ese hombre sí. Norman lo sabía tan bien como sabía su nombre. Ese hombre la había ayudado.

Subió la escalinata, echó un último vistazo a su alrededor y por fin llamó al timbre. Esperó unos instantes y volvió a llamar. Sus oídos, sintonizados ya para captar el menor ruido, oyeron el sonido de unos pies que se acercaban, pero no clac–clac–clack, sino shi–shi–shi. Tambor en calcetines. Qué mono.

–Ya voy, ya voy –exclamó Tambor.

La puerta se abrió. Tambor lo miró con sus grandes ojos acuosos detrás de las gafas de montura de concha.

–¿Puedo ayudarle en algo? preguntó.

Llevaba la camisa desabrochada y fuera del pantalón, colgando sobre una camiseta de tirantes, como las que solía llevar Norman, y de repente fue demasiado para él, fue la gota que colmó el vaso, lo último de lo último, y se volvió loco de furia. ¡Que un hombre como aquél llevara una camiseta como aquélla!¡ Una camiseta de hombre blanco!

–Creo que sí–repuso Norman.

Algo en su rostro o en su voz (tal vez en ambos) debió de alarmar a Slowik, porque abrió los ojos castaños de par en par y retrocedió con una mano sobre la puerta, sin duda con la intención de cerrársela a Norman en las narices. Pero era demasiado tarde. Norman avanzó con rapidez, asió los costados de la camiseta de Slowik y lo empujó al interior de la casa. Al mismo tiempo propinó una patada a la puerta para cerrarla, sintiéndose tan grácil como Gene Kelly en un musical de la Metro Goldwyn Mayer.

–Sí, creo que sí –repitió–. Espero por tu bien que puedas. Voy a hacerte unas preguntas, Tambor, buenas preguntas, y ya puedes ir rezando a tu Dios judío y narigudo para que te ayude a encontrar buenas respuestas.

–¡Salga de mi casa! –gritó Slowik–. ¡Váyase o llamo a la policía!

Norman Daniels lanzó una carcajada al oír aquello, y a continuación dio la vuelta a Slowik, retorciéndole el brazo izquierdo hasta que el puño le rozó el escuálido omóplato derecho. Slowik profirió un grito. Norman lo agarró por los testículos.

–Cállate –ordenó–. Cállate ahora mismo o te destrozo los huevos. Y tú los oirás explotar.

Tambor se calló. Jadeaba y emitía algún que otro gemido ahogado, pero Norman podía soportar eso. Empujó a Tambor hacia el salón, donde subió el volumen del televisor con el mando a distancia que encontró sobre una mesita.

Llevó a su nuevo amigo a la cocina y lo soltó.

Apóyate contra la nevera –ordenó–. Quiero ver tu culo y tus omóplatos aplastados contra la nevera, y si te separas aunque sólo sea un centímetro, te arranco los labios, ¿estamos?

–S–s–sí farfulló Tambor–. ¿Quién–quién es usted?

Todavía se parecía a Tambor, el amigo de Bambi, pero su voz empezaba a sonar como la lechuza de la vieja película de Disney.

–Irving R. Levine, de Noticias de la NBC –replicó Norman–. Así es como paso mi día libre.

Empezó a abrir los cajones del mostrador sin perder de vista a Tambor. No creía que el hombre echara a correr, pero podía darse el caso. Cuando las personas traspasaban cierto umbral de miedo, se volvían más imprevisibles que un tornado.

–¿Qué...? No sé qué...

–No tienes que saber qué –lo atajó Norman–. Eso es lo bueno, Tambor. No tienes que saber una mierda aparte de las respuestas a unas cuantas preguntas muy simples. Lo demás déjamelo a mí. Soy un profesional. Tu seguro servidor.

Encontró lo que buscaba en el quinto y último cajón: dos manoplas de cocina con estampado de flores. Qué monas. Justo lo que ese judío tan pulcro usaría para sacar sus cacerolas kosher de su pequeño horno kosher. Norman se las puso y a continuación limpió a toda prisa las huellas que hubiera podido dejar en los tiradores de los cajones. Luego llevó a Tambor de vuelta al salón, donde cogió el mando a distancia y lo limpió con la pechera de su camisa.

–Ahora vamos a hablar de hombre a hombre, Tambor –anunció mientras limpiaba el mando.

Tenía la garganta inflamada, y la voz que brotaba de ella apenas sonaba humana, ni siquiera a él. No le sorprendió descubrir que tenía una erección che caballo. Arrojó el mando a distancia sobre el sofá y se volvió hacia Slowik, que estaba de pie con los hombros caídos y lágrimas brotándole bajo las gafas de montura de concha. Allí de pie con la camiseta de hombre blanco.

–Voy a hablar contigo de cerca. Muy de cerca. ¿Te lo crees? Será mejor que te lo creas, Tambor. Será mejor que te lo creas.

–Por favor –gimió Slowik extendiendo las manos hacia Norman–. Por favor, no me haga daño. Se ha equivocado de persona... Quiera lo que quiera de mí, no puedo ayudarle.

Pero al final, Slowik ayudó bastante. Por entonces ya estaban en el sótano, porque Norman había empezado a morder, y ni siquiera el televisor a pleno volumen habría ahogado por completo los gritos del hombre. Pero con gritos o sin ellos, Slowik ayudó bastante.

Cuando terminó la diversión, Norman encontró las bolsas de basura debajo del fregadero. En una de ellas metió las manoplas de cocina y su propia camisa, que ya no podía llevar en público. Se llevaría la bolsa para librarse de ella más tarde.

Arriba, en el dormitorio de Tambor, sólo halló una prenda que pudiera siquiera cubrir a medias su torso mucho más ancho, un suéter holgado y desteñido de los Chicago Bulls. Norman lo dejó sobre la cama, fue al cuarto de baño de Tambor y abrió la ducha de Tambor. Mientras esperaba a que el agua se calentara, echó un vistazo al botiquín de Tambor, encontró un frasco de analgésicos y se tomó cuatro. Le dolían los dientes y las mandíbulas. Tenía toda la mitad inferior del rostro cubierta de sangre, pelos y jirones de piel.

Se metió en la ducha y cogió la pastilla de jabón de Tambor, recordándose que debía meterla en la bolsa de basura. De hecho, no sabía hasta qué punto le servirían todas aquellas precauciones, pues no sabía cuántas pruebas forenses había dejado en el sótano. Había perdido el control durante un rato.

–Erraaaante Rose... Errante Rose... dónde te escondes... nadie lo sabe... salvaje y descarriada... así has crecido... ¿Quién puede aferrarse... a la errante Rose? –cantó mientras se lavaba el pelo.

Cerró el grifo de la ducha, salió y contempló su reflejo borroso y fantasmal en el espejo empañado que había sobre el lavabo.

–Yo puedo aferrarme a ella –concluyó con voz monótona–. Yo.

Bill Steiner estaba a punto de volver a llamar, maldiciendo su nerviosismo (era un hombre que por lo general no se ponía nervioso en asuntos de mujeres), cuando ella contestó.

–Ya voy. Ya voy, un momento.

No parecía enfadada, gracias a Dios, de modo que tal vez no la había sacado del baño.

¿Qué narices hago aquí?, se preguntó mientras oía los pasos de Rose acercarse a la puerta. Esto es como una escena de una comedia romántica de tres al cuarto, la clase de película a la que ni Tom Hanks puede sacar partido.

Tal vez era cierto, pero ello no cambiaba el hecho de que la mujer que había ido a su tienda la semana anterior se le había quedado grabada en la memoria. Y en lugar de ir desapareciendo con el paso de los días, el efecto que había surtido en él parecía ser acumulativo. Sabía dos cosas con certeza. Era la primera vez en su vida que compraba flores para una mujer a la que no conocía, y no se había puesto tan nervioso antes de pedir a una chica que saliera con él desde los dieciséis años.

Cuando los pasos llegaron al otro lado de la puerta, Bill vio que una de las grandes margaritas estaba a punto de escaparse del ramo. La ajustó en el momento en que se abría la puerta, y al levantar la vista vio a la mujer que había cambiado el diamante falso por un cuadro bastante malo mirándolo con ojos asesinos y blandiendo lo que parecía una lata de macedonia. Parecía paralizada entre el deseo de asestar un golpe preventivo y el esfuerzo con que su mente acababa de darse cuenta de que él no era la persona que esperaba. Bill pensó más tarde que aquél fue uno de los momentos más exóticos de su vida.

Los dos se quedaron mirando en la puerta de la habitación que Rosie ocupaba en Trenton Street, él con su ramo de flores primaverales de la floristería de Hitchens Avenue, ella con su lata de macedonia de un kilo levantada sobre la cabeza, y aunque el silencio no duró más de dos o tres segundos, a Bill se le antojó eterno. Sin duda fue lo bastante largo como para que se diera cuenta de algo inquietante, desconcertante, molesto, asombroso y maravilloso. El hecho de verla no cambiaba las cosas, como había esperado, sino que las empeoraba. No era hermosa, al menos no desde un punto de vista convencional, pero a sus ojos era bellísima. El aspecto de sus labios y la línea de su mandíbula le cortaban la respiración, y el sesgo gatuno de sus ojos de color gris azulado le hacía temblar las piernas. Sentía la sangre alterada y las mejillas ardientes. Sabía muy bien qué indicaban aquellos síntomas, y se enfureció al notar que se apoderaban de él.

Le alargó las flores con una sonrisa esperanzada, pero sin perder de vista la lata.

–¿Tregua? –preguntó.

La invitación a cenar de Bill la cogió tan desprevenida después de darse cuenta de que no era Norman que aceptó. Suponía que el alivio también había desempeñado un papel importante. No fue hasta que estuvo sentada en el asiento del acompañante del coche de Bill cuando la señora Práctica–Sensata, que llevaba bastante tiempo relegada a un rincón, la alcanzó y le preguntó qué estaba haciendo, mira que salir con un hombre (un hombre mucho más joven que ella) al que no conocía. ¿Acaso estaba loca? Aquellas preguntas encerraban un matiz de terror verdadero, pero Rosie las identificó como lo que eran... Puro camuflaje. La pregunta más importante era tan espantosa que la señora Práctica–Sensata no se atrevió a formularla, ni siquiera en las profundidades de la cabeza de Rosie.

¿Y si Norman te encuentra? Aquella era la pregunta más importante. ¿Y si Norman la encontraba cenando con otro hombre? ¿Un hombre más joven y apuesto? El hecho de que Norman se hallara a mil doscientos kilómetros de allí bien poco le importaba a la señora Práctica–Sensata, quien en realidad no era nada Práctica ni Sensata, sino que estaba Asustada y Confusa.

Y Norman no era el único problema. No había estado a solas con ningún hombre aparte de su marido durante toda su vida de mujer, y ahora misma estaba hecha un auténtico lío de emociones. ¿Cenar con él? Sí, claro. Por supuesto. La garganta se le había estrechado hasta el tamaño de un alfiler, y tenía el estómago más revuelto que una lavadora.

Si Bill hubiera llevado algo más elegante que vaqueros limpios y descoloridos y camisa Oxford, o si hubiera lanzado la más mínima mirada dubitativa a su sencilla combinación de falda y jersey, Rosie habría declinado la invitación, y si el lugar al que la llevó le hubiera parecido demasiado difícil (era la única palabra que se le ocurría), no creía que hubiera sido capaz de apearse del Buick. Pero el restaurante parecía acogedor, no amenazador, un establecimiento brillantemente iluminado que se llamaba La Cocina del Abuelo, con ventiladores de techo y manteles a cuadros rojos y blancos extendidos sobre mesas de carnicero. Según el rótulo de neón del escaparate, en La Cocina del Abuelo se servía SÓLO TERNERA DE KANSAS CITY. Los camareros eran señores mayores que llevaban zapatos negros y delantales largos atados debajo de los brazos. A Rosie le recordaban a los vestidos blancos de cintura estilo Imperio. Las personas sentadas a las mesas tenían el mismo aspecto que ella y Bill..., bueno, al menos que Bill; eran personas de clase media vestidos con ropa informal. A Rosie le pareció un lugar alegre y abierto, el tipo de lugar en que podría respirar.

Es posible, pero no tienen el mismo aspecto que tú, le susurró su mente, y no se te ocurra ni pensarlo, Rosie. Parecen seguros de sí mismos, felices, y sobre todo tienen aspecto de pertenecer a este lugar. Tú no, y nunca lo tendrás. Has pasado demasiados años con Norman, demasiadas noches sentada en el rincón, vomitando en tu delantal. Has olvidado cómo es la gente, de qué habla... si es que alguna vez lo has sabido. Si intentaras ser como estas personas, si te atrevieras siquiera a soñar con ser como estas personas, acabarías con el corazón destrozado.

¿Era cierto eso? Resultaba terrible pensar en ello. Porque una parte de ella era feliz, feliz de qué Bill Steiner hubiera ido a verla, feliz de que la hubiera invitado a cenar. No tenía ni la menor idea acerca de lo que sentía por él, pero un hombre la había invitado a salir..., y eso la hacía sentirse joven y mágica. No podía evitarlo.

Adelante, sé feliz, dijo Norman. Le susurró aquellas palabras al oído cuando ella y Bill cruzaban la puerta de La Cocina del Abuelo, aquellas palabras tan cercanas y reales que casi le pareció verlo pasar a su lado. Disfruta mientras puedas, porque luego te llevará a la oscuridad, y entonces querrá hablar contigo de cerca. O tal vez ni siquiera se molestará en hablar. A lo mejor te arrastra hasta el callejón más cercano, te acorrala en un rincón y te viola.

No, pensó. De repente, las brillantes luces del restaurante se le antojaron demasiado brillantes y lo oyó todo, todo, incluso los jadeos largos y perezosos de los ventiladores de techo que removían el aire. No, eso es mentira... ¡.Es un hombre amable, y eso es mentira!

La respuesta fue inmediata e inexorable, el Evangelio según Norman. Nadie es amable, cariño. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? En el fondo, todo el mundo es una mierda. Tú, yo, todo el mundo.

–¿Rose? –preguntó Bill–. ¿Estás bien? Te has puesto pálida.

No, no estaba bien. Sabía que aquella voz interior mentía, que procedía de una parte de su ser que seguía afectada por el veneno de Norman, pero lo que sabía y lo que sentía eran cosas bien distintas. No podía sentarse entre toda aquella gente, así de claro, sentarse y oler sus jabones, colonias y champús, escuchar sus charlas entremezcladas. No podía enfrentarse al camarero que invadiría su espacio con una lista de platos del día, algunos tal vez incluso en lengua extranjera. Y sobre todo, no podía enfrentarse a Bill Steiner, hablar con él, responder a sus preguntas, preguntándose todo el rato qué sensación le produciría sentir sus cabellos.

Abrió la boca para decirle que no estaba bien, que tenía el estómago revuelto y que por favor la llevase a casa, tal vez en otra ocasión. Pero entonces, al igual que había hecho en el estudio de grabación, pensó en la mujer de la túnica roja violácea, de pie en la cima de la colina cubierta de maleza, con la mano alzada y un hombro descubierto reluciendo en la extraña y nublada luz de aquel lugar. De pie en la colina, sin miedo, contemplando un templo en ruinas que parecía más embrujado que ninguna otra casa que Rose hubiera visto en su vida. Mientras visualizaba el cabello rubio peinado en una trenza, el brazalete de oro y la curva casi imperceptible del pecho, el estómago empezó a calmársele.

Puedo soportarlo, se dijo. No sé si podré comer, pero seguro que podré reunir valor suficiente para sentarme con él un rato en este lugar tan iluminado. ¿Voy a preocuparme por la posibilidad de que más tarde me viole? Creo que este hombre no tiene ni la más mínima intención de violarme. Eso no es más que otra de las ideas de Norman... Norman, que está convencido de que ningún negro ha poseído jamás una radio portátil que no haya robado a un blanco.

Aquella sencilla verdad le arrancó un suspiro de alivio, y se volvió hacia Bill con una sonrisa. Una sonrisa débil y algo temblorosa, pero sonrisa al fin y al cabo.

–Estoy bien –dijo por fin–. Un poco asustada, nada más. Tendrás que tener paciencia conmigo.

–¿No seré yo el que te asusta?

Pues sí, me asustas un montón, aseguró Norman desde el rincón de su mente en el que vivía como un tumor maligno.

–No, no exactamente –repuso alzando la vista para mirarlo; le costó un gran esfuerzo y sintió que se ruborizaba, pero lo logró–. Es que eres el segundo hombre con quien salgo en mi vida, y si esto es una cita, es la primera desde el baile de graduación. Y eso fue en 1980.

–Dios mío –murmuró él sin el menor asomo de burla–. Ahora soy yo el que está asustado.

Un camarero (Rosie no sabía si se trataba del maitre o si el maitre era otra persona) se acercó a ellos y les preguntó si querían sentarse en la zona de fumadores o en la de no fumadores.

–¿Fumas? –le preguntó Bill, y Rosie meneó la cabeza rápidamente–. Pues alguna mesa un poco apartada, por favor –indicó Bill al hombre de frac, y Rosie entrevió un destello verdoso, un billete de cinco dólares, creía, pasar de la mano de Bill a la del camarero–. Una mesa en un rincón, si puede ser.

–Por supuesto, señor.

El hombre los condujo a través de la sala brillantemente iluminada y coronada por los ventiladores que giraban con aire perezoso.

En cuanto estuvieron sentados, Rosie preguntó a Bill cómo la había encontrado, aunque suponía que ya lo sabía. Lo que en realidad le interesaba saber era por qué la había buscado.

–Gracias a Robbie Lefferts –explicó Bill–. Robbie viene de vez en cuando para ver si he recibido libros de bolsillo nuevos..., bueno, viejos, ya sabes lo que quiero decir...

Rosie recordaba a David Goodis... Fue mala suerte. Parry era inocente... Sonrió.

–Sabía que te había contratado para leer las novelas de Christina Bell porque vino especialmente para contármelo. Estaba muy emocionado.

–¿De verdad?

–Dijo que eras la mejor voz que había oído desde la grabación que Kathy Bates había hecho de El silencio de los corderos, y eso significa mucho... Robbie adora esa grabación, junto con la lectura que Robert Frost hizo de The Death of the Hired Man. La tiene en un disco viejo de treinta y tres revoluciones. Está rayadísimo, pero es una maravilla.

Rosie guardó silencio; estaba anonadada.

–Así que le pedí tu dirección. Bueno, es un decir. La verdad es que lo acosé hasta que me la dio. Robbie es muy vulnerable al acoso. Y para ser justo con él, Rosie...

Pero Rosie no oyó el resto. Rosie, estaba pensando. Me ha llamado Rosie. Ni siquiera se lo he pedido, pero lo ha hecho.

–¿Les apetece tomar algo? –preguntó un camarero que había aparecido junto al codo de Bill.

Era un hombre de edad, apuesto y digno que tenía aspecto de profesor de literatura. Un profesor al que le gustan los vestidos estilo imperio, pensó Rosie, y de repente le entraron ganas de reír.

–Yo tomaría té helado –repuso Bill–. ¿Y tú, Rosie?

Otra vez. Lo ha vuelto a hacer. ¿Cómo sabe que en realidad nunca he sido Rose, sino que siempre he sido realmente Rosie?

–Me parece bien.

–Dos tés helados, excelente –exclamó el camarero antes de recitar la lista de platos del día.

Para alivio de Rosie, todos estaban en inglés, y al oír las palabras Entrecóte a la parrilla estilo Londres sintió una punzada de hambre.

–Nos los pensaremos unos minutos, en seguida lo llamamos –dijo Bill.

El camarero se marchó, y Bill se volvió hacia Rosie.

–Otras dos cosas en favor de Robbie –señaló–. Me sugirió que pasara por el estudio... Trabajas en el edificio Corn, ¿verdad?

–Sí. En Tape Engine, así se llama el estudio.

–Ajá. En cualquier caso, me sugirió que pasara por allí, que por qué no salíamos los tres a tomar una copa cualquier tarde. Muy protector, casi paternal. Cuando le dije que no podía hacer eso, me hizo prometer por lo más sagrado que te llamaría antes de ir a tu casa. Y lo intenté, Rosie, pero en información no me dieron tu número. ¿No figuras en la guía?

–La verdad es que todavía no tengo teléfono –explicó ella sin faltar del todo a la verdad.

Por supuesto que no figuraba en la guía. Aquel servicio le había costado treinta dólares adicionales, un dinero que en realidad no podía permitirse gastar, pero aún menos podía permitirse que su número apareciera en los ordenadores policiales de su ciudad. Por las continuas quejas de Norman sabía que la policía no podía inspeccionar de forma arbitraria los números que no aparecían en la guía con la misma facilidad que los números que sí figuraban. Era ilegal, una violación de la intimidad a la que la gente renunciaba de forma voluntaria al permitir que la compañía telefónica incluyera sus números en la guía. Por tanto, los tribunales habían tomado una decisión, y al igual que la mayoría de los policías a los que había conocido en el transcurso de su matrimonio, Norman odiaba a muerte los tribunales y todas sus actividades.

–¿Por qué no podías pasar por el estudio? ¿Estabas fuera de la ciudad?

Bill cogió la servilleta, la desdobló y se la puso cuidadosamente sobre el regazo. Cuando volvió a alzar la cabeza, Rosie vio que su rostro había cambiado en cierto sentido, aunque le costó varios segundos captar de qué se trataba... Bill se había ruborizado.

–Bueno, es que no me apetecía salir contigo en grupo –confesó por fin–. Cuando sales en grupo no consigues realmente hablar con las personas. Bueno, es que quería..., bueno..., quería conocerte.

–Y aquí estamos –murmuró Rosie.

–Eso, aquí estamos.

–Pero ¿por qué querías conocerme? ¿Para salir conmigo? –Hizo una pausa antes de añadir el resto–: Quiero decir que, bueno, soy un poco mayor para ti, ¿no?

Bill la miró incrédulo por unos instantes, luego decidió que era una broma y se echó a reír.

–Sí –exclamó–. ¿Cuántos años tienes, abuelita? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?

En un primer momento, Rosie creyó que era él quien le estaba gastando una broma, y no demasiado buena, la verdad, pero entonces se dio cuenta de que Bill hablaba en serio pese al tono ligero. Ni siquiera estaba intentando halagarla, sino tan sólo constatar un hecho. Lo que él consideraba un hecho, en cualquier caso. Aquello la desconcertó, y sus pensamientos volvieron a salir disparados en todas direcciones. Sólo uno se destacaba de la maraña con cierta claridad: los cambios de su vida no habían terminado con el hecho de encontrar trabajo y piso; con eso no habían hecho más que empezar. Era como si todo lo que había sucedido hasta entonces no hubieran sido más que temblores de advertencia, y ahora se hallara en los albores de un verdadero seísmo. No un terremoto, sino un seísmo de la vida, y de repente deseó con todas sus fuerzas que se produjera, la acometió una emoción que no alcanzaba a comprender.

Bill empezó a hablar, pero en aquel instante llegó el camarero con los vasos de té helado. Bill pidió un filete, y Rosie el entrecôte estilo Londres. Cuando el camarero le preguntó cómo lo quería, se dispuso a pedirlo al punto –comía la ternera al punto porque Norman la comía al punto, pero en seguida se corrigió.

–Poco hecho –pidió–. Muy poco hecho.

–¡Excelente! –exclamó el camarero como si realmente estuviera encantado.

Cuando el hombre se marchó, Rosie pensó en lo maravillosa que debía de ser la utopía de un camarero, un lugar en el que cualquier opción era excelente, fantástica, increíble.

Al volverse de nuevo hacia Bill vio que la seguía mirando con aquellos ojos inquietantes de motas verdes. Ojos muy excitantes.

–¿Fue espantoso? –le preguntó Bill–. Me refiero a tu matrimonio.

–¿En qué sentido? –replicó Rosie, algo incómoda.

–Ya me entiendes. Conozco a una mujer en la casa de empeños de mi padre, hablo con ella unos diez minutos y entonces me pasa lo más raro de mi vida... No puedo olvidarla. Es algo que he visto en las películas y alguna vez he leído en las revistas que te encuentras en la sala de espera del médico, pero jamás había creído en ello. Y ahora, bum, me pasa. Veo su rostro en la oscuridad cuando apago la luz. Pienso en ella cuando voy a comer. Yo... –Se interrumpió y la miró con expresión atenta y preocupada–. Espero no estar asustándote.

La estaba asustando mucho, pero al mismo tiempo no creía haber oído palabras tan maravillosas en toda su vida. Tenía mucho calor, excepto en los pies, que estaban helados, y aún oía los ventiladores removiendo el aire. Parecía haber unos mil al menos, un auténtico batallón de ventiladores.

–La mencionada mujer entra para venderme su anillo de compromiso, que cree que es un diamante..., aunque en el fondo, sabe que no lo es. Y entonces, cuando descubro dónde vive y voy a verla con un ramo en la mano y el corazón en la boca, por así decirlo, está a punto de abrirme la cabeza con una lata de macedonia.

Levantó la mano derecha con el pulgar y el dedo corazón casi juntos.

Rosie levantó la mano izquierda con el pulgar y el dedo corazón un poco más separados.

–En realidad fue así –corrigió–. Y soy como Roger Clemens... Lo tengo todo bajo control.

Bill se echó a reír. Era un sonido agradable y sincero que procedía del vientre. Al cabo de unos instantes, Rosie se unió a sus carcajadas.

–En cualquier caso, la señora no llega a disparar el misil, sino que se limita a blandirlo un poco y luego se lo esconde detrás de la espalda como un niño que hubiera robado un ejemplar del Playboy de un cajón del escritorio de su padre. Y me dice «Dios mío, lo siento», y me pregunto quién será el enemigo puesto que no soy yo. Y entonces me pregunto cómo será su ex marido, porque la señora entró en la tienda de mi padre con los anillos aún puestos. ¿Me sigues?

–Sí –asintió Rosie–. Creo que sí.

–Es importante para mí. Si te parezco un entrometido, bueno..., probablemente lo soy, pero... es que esta mujer me ha causado una fuerte impresión y no me haría mucha gracia que estuviera comprometida. Por otro lado, no me hace gracia que esté tan asustada que cada vez que llamen a la puerta tenga que abrir con una lata gigantesca de macedonia en la mano. ¿Tiene todo esto algún sentido para ti?

–Sí –repitió Rosie–. Y mi marido es bastante ex –Y entonces, sin motivo alguno, agregó–: Se llama Norman.

Bill asintió con aire solemne.

–Ahora entiendo por qué lo has abandonado.

Rosie lanzó una risita ahogada y se llevó una mano a la boca. Tenía el rostro más ardiente que nunca. Por fin logró dominarse, pero tuvo que enjugarse las lágrimas con la punta de la servilleta.

–¿Estás bien? –preguntó Bill.

–Sí, creo que sí.

–¿Quieres hablar de ello?

Una imagen repentina le cruzó por la mente con la claridad de una pesadilla muy vívida. Era la vieja raqueta de Norman, la Prince con el mango envuelto en cinta negra. Por lo que sabía, seguía colgada al pie de la escalera del sótano de su casa. Durante el primer año de matrimonio la había pegado varias veces con ella. Y unos seis meses después del aborto la había violado analmente con ella. Rosie había revelado muchas cosas acerca de su matrimonio (así era como lo llamaban, y a Rosie se le antojaba una palabra espeluznante y muy acertada a un tiempo) en el Círculo de Terapia de H y H, pero aquel detalle se lo había callado, el detalle de lo que había sentido al tener el mango envuelto en cinta de una Prince metido en el culo por un hombre sentado a horcajadas sobre ella, con las rodillas apretadas contra sus muslos; lo que había sentido al percibir que él se inclinaba sobre ella y le advertía que si se resistía, rompería el vaso que había sobre la mesilla de noche y le rebanaría el cuello con él. Lo que había sentido al estar allí tumbada, oliendo el dentífrico en su aliento y preguntándose hasta qué punto la estaría desgarrando.

–No –repuso, agradecida al comprobar que no le temblaba la voz–. No quiero hablar de Norman. Me maltrataba, así que lo dejé. Fin de la historia.

–Muy bien –accedió Bill–. ¿Y ha salido de tu vida para siempre?

–Para siempre.

–¿Lo sabe él? Sólo lo pregunto por la forma en que has abierto la puerta. Es evidente que no esperabas a un misionero mormón.

–No sé si lo sabe o no –repuso Rosie tras reflexionar unos instantes; sin duda se trataba de una pregunta justificada.

–¿Le tienes miedo?

–Oh, sí, desde luego. Pero eso no significa gran cosa necesariamente. Todo me da miedo. Todo es nuevo para mí. Mis amigas de... Mis amigas dicen que lo superaré, pero no sé.

–No has tenido miedo de salir a cenar conmigo.

–Oh, sí que he tenido miedo. Estaba aterrorizada.

–Entonces, ¿por qué has venido?

Rosie abrió la boca para explicarle lo que había pensado un rato antes, que la había cogido desprevenida, pero decidió callárselo. Era la verdad, pero no era la verdad dentro de la verdad, y en aquel terreno no quería contar medias verdades. No sabía si ellos dos podían llegar a tener algún futuro más allá de aquella cena en La Cocina del Abuelo, pero si lo tenían, las medias verdades serían un mal comienzo.

–Porque quería –dijo por fin en voz baja pero clara.

–De acuerdo. Dejemos el tema.

–Y dejemos también el tema de Norman.

–¿De verdad se llama así?

–Sí.

–Como Norman Bates.

–Como Norman Bates.

–¿Puedo preguntarte otra cosa, Rosie?

–Siempre y cuando no me hagas prometer que contestaré –puntualizó ella con una sonrisa.

–Vale. Pensabas que eras mayor que yo, ¿verdad?

–Sí–asintió Rosie–. Sí, lo pensaba. ¿Cuántos años tienes, Bill? –Treinta. Lo cual significa que debemos de tener más o menos la misma edad. Pero has supuesto casi automáticamente que no sólo eras mayor que yo, sino mucho mayor. Así que, ahí va la pregunta. ¿Preparada?

Rosie se encogió de hombros con cierta inquietud.

Bill se inclinó hacia ella, con aquellos fascinantes ojos verdosos fijos en los suyos.

–¿Sabes que eres hermosa? –preguntó–. No es palabrería, sino que te lo pregunto por curiosidad. ¿Sabes que eres hermosa? No, ¿verdad?

Rosie abrió la boca, pero de ella no brotó nada aparte de un leve sonido gutural, más parecido a un silbido que a un suspiro.

Bill puso una mano sobre la de ella y se la apretó con suavidad. Fue un contacto breve, pero iluminó sus nervios como una corriente eléctrica, y por un instante, lo único que vio fue a Bill, su cabello, su boca y sobre todo sus ojos. El resto del mundo había desaparecido, como si los dos se hallaran en un escenario con todas las luces apagadas salvo un cañón que los iluminaba sólo a ellos.

–No te burles de mí –advirtió Rosie con voz temblorosa–.Por favor, no te burles de mí. No lo soportaría.

–No, nunca se me ocurriría burlarme de ti –replicó Bill con aire ausente, como si aquel tema quedara fuera de toda discusión, caso cerrado–. Pero te diré lo que vea. –Sonrió y volvió a extender la mano para rozar la de Rosie–. Siempre te diré lo que vea. Te lo prometo.

Rosie le aseguró que no hacía falta que la acompañara arriba, pero Bill insistió, y ella se alegró. La conversación había derivado hacia temas más impersonales cuando les trajeron la comida, y Bill había quedado encantado al descubrir que la referencia de Rosie a Roger Clemens no había sido casual, sino que realmente poseía unos conocimientos notables de béisbol; habían hablado mucho de los equipos de la ciudad mientras cenaban, y a continuación habían pasado al baloncesto. Rosie apenas había pensado en Norman hasta el trayecto de vuelta, y entonces empezó a imaginar lo que sentiría al abrir la puerta y encontrar en su habitación a Norman, sentado sobre la cama, tomándose un café quizá, contemplando el cuadro del templo en ruinas y la mujer de la colina.

Mientras subían la estrecha escalera, Rosie delante y Bill a la zaga, encontró otro motivo de preocupación. ¿Y si Bill pretendía besarla? ¿Y si después del beso le preguntaba si podía entrar?

Claro que querrá entrar, le dijo Norman con aquella voz pesada y paciente que empleaba cuando intentaba no enfadarse con ella, aunque sin conseguirlo. De hecho, insistirá en entrar. ¿Por qué si no iba a gastarse cincuenta dólares en una cena? Dios mío, deberías sentirte halagada... En las calles hay tías más guapas que no cobran cincuenta dólares por un completo. Querrá entrar y querrá follarte, y a lo mejor eso está bien... A lo mejor eso es lo que necesitas para volver a la realidad de una puta vez.

Consiguió sacar la llave del bolso y no dejarla caer, pero la punta tembló alrededor de la cerradura sin que Rosie lograra introducirla. Bill le tomó la mano y se la guió. Rosie volvió a sentir aquella corriente eléctrica cuando Bill la tocó, y no pudo evitar la asociación que la imagen de la llave entrando en la cerradura despertó en su mente.

Abrió la puerta. Ni rastro de Norman, a menos que estuviera escondido en la ducha o en el armario. Sólo vio su agradable habitación de paredes color crema, el cuadro colgado junto a la ventana y la luz encendida sobre la pica. No era un hogar, aún no, pero se acercaba un poco más que la sala común de H y H.

–No está mal –murmuró Bill con aire pensativo–. No es un dúplex precisamente, pero no está nada mal.

–¿Te apetece entrar? –propuso Rosie con los labios completamente entumecidos, como si alguien le hubiera administrado una inyección de novocaína–. Puedo invitarte a un café...

¡Bien!, exclamó Norman exultante desde su fortaleza. Cuanto antes lo hagas, antes acabarás, ¿verdad, cariño? Tú le das el café, y él te da la leche. ¡Menudo negocio!

Bill pareció considerar la pregunta con toda meticulosidad, pero por fin meneó la cabeza.

–No creo que sea muy buena idea –dijo–. Al menos no esta noche. No creo que tengas ni la menor idea de hasta qué punto me afectas. –Soltó una risita nerviosa–. No creo que yo mismo tenga ni la menor idea de hasta qué punto me afectas. –Miró por encima del hombro de Rosie y vio algo que le hizo sonreír–. Tenías razón respecto al cuadro. Nunca lo habría creído, pero tenías razón. Supongo que ya tenías en mente este piso, ¿no?

Rosie meneó la cabeza con una sonrisa.

–Cuando compré el cuadro ni siquiera sabía que este piso existía.

–Pues entonces debes de tener poderes. Apuesto lo que sea a que resulta especialmente bonito al atardecer. El sol debe de iluminarlo de lado.

–Sí, queda muy bonito –asintió Rosie, sin añadir que, en su opinión, el cuadro quedaba bien, perfecto, de hecho, a todas horas.

–Aún no te has cansado de él, ¿verdad?

–No, en absoluto.

Estuvo a punto de agregar: Y además hace unos trucos curiosisimos. Acércate y échale un vistazo, ¿te parece? A lo mejor ves algo aún más sorprendente que una mujer dispuesta a abrirte la cabeza con una lata de macedonia. Dime, Bill, ¿no crees que el cuadro ha pasado de pantalla normal a Cinerama 70? ¿O es sólo mi imaginación?

Por supuesto, no dijo nada de todo aquello.

Bill le apoyó las manos en los hombros, y Rosie lo miró con expresión solemne, como una niña a la que están arropando, mientras la besaba en la frente, en la zona suave que media entre las cejas.

–Gracias por salir conmigo –murmuró Bill.

–Gracias por invitarme.

Rosie percibió que una lágrima le rodaba por la mejilla izquierda y se la secó con el nudillo. No estaba avergonzada o asustada porque él la hubiera visto; creía poder revelarle el secreto de al menos una lágrima, y era una sensación muy agradable.

–Oye –dijo Bill–. Tengo una moto, una Harley vieja. Es grande, ruidosa, y a veces se cala en los semáforos, pero es muy cómoda..., y soy un conductor extremadamente prudente, aunque esté mal decirlo. Soy uno de los seis únicos conductores de Harley del país que llevan casco. Si el sábado hace buen tiempo, podría venir a buscarte por la mañana. Conozco un sitio a unos cincuenta kilómetros lago arriba. Es precioso. Aún hace demasiado frío para bañarse, pero podemos ir de picnic.

En el primer momento fue incapaz de darle respuesta alguna, pues estaba atónita por el hecho de que Bill la estuviera invitando a salir otra vez. Y luego la idea de ir en la moto... ¿Cómo sería? Por un instante, lo único en que Rosie pudo pensar fue la sensación que le produciría ir sentada tras él sobre dos ruedas, surcando el aire a ochenta o noventa kilómetros por hora. Rodearlo con los brazos. Una oleada de calor totalmente inesperada la recorrió de los pies a la cabeza, una sensación parecida a la fiebre, y no supo determinar de qué se trataba, aunque recordaba haber sentido algo parecido hacía mucho, mucho tiempo.

–¿Qué te parece, Rosie?

–Yo..., bueno...

¿Qué le parecía? Nerviosa, Rosie deslizó la lengua por el labio superior, apartó la mirada de Bill en un intento de aclararse las ideas y vio un fajo de octavillas amarillas sobre el mostrador. Sintió una mezcla de decepción y alivio al volverse de nuevo hacia Bill.

–No puedo. El sábado es el picnic de Hijas y Hermanas. Son las personas que me ayudaron cuando llegué aquí, mis amigas. Organizan un partido de softball, carreras, campeonatos de lanzamiento de herraduras, talleres y cosas por el estilo. Y luego hay un concierto, que en teoría es lo que dará dinero. Este año vienen las Indigo Girls. He prometido que trabajaría en el quiosco de camisetas a partir de las cinco, y tengo que hacerlo. Les debo mucho.

–Podrías estar de vuelta a las cinco sin problema –aseguró Bill–. Incluso a las cuatro, si quieres.

Quería..., pero tenía muchas cosas que temer aparte de llegar tarde al quiosco de camisetas. ¿La comprendería Bill si se lo explicaba? Si le decía Me encantaría rodearte con mis brazos mientras conduces deprisa, y me encantaría que llevaras una cazadora de cuero para que pudiera apoyar la cara en tu hombro y aspirar ese olor tan agradable y escuchar los crujidos que emite cuando te muevas. Me encantaría, pero creo que me da miedo descubrir más tarde, cuando termine el paseo en moto... que el Norman que llevo dentro de la cabeza tenía razón desde el principio acerca de lo que realmente quieres de mí. Lo que más me asusta es tener que ahondar en el hecho más fundamental de la vida de mi marido, aquello que nunca expresaba en voz alta porque nunca le había hecho falta: que su modo de tratarme era completamente normal, era correcto. No me da miedo el dolor; ya sé lo que es el dolor. Lo que me da miedo es el final de este dulce y breve sueño. Es que he tenido tan pocos sueños, ¿sabes?

Se dio cuenta de lo que necesitaba decir, y al cabo de un momento se dio cuenta de que no podía decirlo, tal vez porque lo había oído en demasiadas películas, donde siempre sonaba a lamento: No me hagas daño. Eso era lo que necesitaba decir. Por favor, no me hagas daño. Lo mejor de mí morirá si me haces daño.

Pero Bill seguía esperando su respuesta. Esperando a que dijera algo. .

Rosie abrió la boca para declinar la invitación con el pretexto de que tenía que ir al picnic y al concierto, tal vez en otra ocasión. Pero entonces miró el cuadro colgado en la pared junto a la ventana. Ella no vacilaría, pensó Rose; contaría las horas que faltaban hasta el sábado, pasaría la mayor parte del viaje en moto dándole golpes en la espalda y urgiéndolo a que fuera más deprisa. Por un instante, Rosie casi la vio allí sentada, con el dobladillo de la túnica subido, los muslos desnudos apretados alrededor de las caderas de él.

Aquella oleada de calor volvió a invadirla, esta vez con más fuerza. Más dulzura.

–Vale –accedió por fin–.Iré con una condición.

–Lo que tú digas –repuso él con una sonrisa complacida.

–Me llevas a Ettinger's Place, que es donde se celebra el picnic de H y H... y te quedas para el concierto. Invito yo.

–Hecho –repuso él al instante–. Puedo recogerte a las ocho y media, ¿o es demasiado temprano?

–No, me va bien.

–Llévate una chaqueta y si puede ser también un jersey –recomendó Bill–. Es posible que a la vuelta puedas guardarlos en las maletas, pero por la mañana hará fresco.

–Muy bien.

Se dijo que tendría que pedirle prestadas las prendas a Pam Haverford, que tenía su misma talla. En aquel momento, las prendas de abrigo de Rosie se reducían a una chaqueta fina, y su presupuesto no le permitía más adquisiciones en el departamento de ropa, al menos durante un tiempo.

–Entonces, hasta el sábado. Y gracias otra vez por esta noche.

Por un instante, Bill pareció pensar en volver a besarla, pero al final se limitó a estrecharle la mano con fuerza.

–De nada.

Se volvió y bajó la escalera corriendo como un niño. Rosie no pudo evitar comparar sus movimientos con los de Norman, que siempre caminaba con la cabeza baja o con una rapidez pasmosa, espeluznante. Siguió con la mirada su sombra alargada hasta que se perdió de vista, luego cerró la puerta, echó los dos cerrojos y se apoyó contra la madera mientras contemplaba el cuadro.

Había cambiado otra vez. Estaba casi segura de ello.

Rosie cruzó la estancia y se detuvo ante la pintura con las manos entrelazadas a la espalda y la cabeza inclinada hacia delante, postura que le confería un aspecto cómicamente parecido al de una caricatura de un visitante de una galería de arte o un asiduo a los museos.

Sí, constató, aunque las dimensiones del cuadro seguían siendo las mismas, estaba casi segura de que se había ensanchado de alguna manera. A la derecha, más allá del segundo rostro de piedra, el que miraba sin ver por entre la hierba alta, descubrió lo que parecía el borde de un claro. A la derecha, más allá de la mujer de la colina, vio la cabeza y los hombros de un poni pequeño y lanudo. Llevaba anteojeras, estaba pastando en la hierba alta, y parecía enganchado a una especie de vehículo, tal vez un carro, quizás una carreta o una tartana; Rosie no estaba segura, pues aquella parte quedaba fuera del cuadro, al menos de momento. Sin embargo, distinguía una parte de su sombra, así como otra sombra que surgía del mismo punto. Pensó que aquella segunda sombra sería la cabeza y los hombros de una persona. Tal vez alguien que estaba de pie junto al vehículo al que el poni estaba enganchado. O a lo mejor...

O a lo mejor te has vuelto loca, Rosie. No creerás en serio que el cuadro está creciendo, ¿verdad? ¿O que cada vez muestra más cosas, s1 lo prefieres?

Pero lo cierto era que sí lo creía, lo veía, y aquella idea la emocionaba más de lo que la asustaba. Le habría gustado preguntar a Bill qué opinaba; le habría gustado saber si veía lo que ella veía... o creía ver.

El sábado, se prometió a sí misma. Quizá se lo pregunte el sábado.

Empezó a quitarse la ropa, y una vez en el baño diminuto, mientras se cepillaba los dientes, olvidó todo lo relativo a Rose Madder, la mujer de la colina. Se olvidó de Norman, de Anna, de Pam y de las Indigo Girls, que tocarían el sábado por la noche. Estaba pensando en la cena con Bill Steiner, repasando mentalmente todos y cada uno de los instantes de la velada.

Estaba tumbada en la cama, a punto de conciliar el sueño, escuchando los sonidos de los grillos procedentes del parque Bryant.

Mientras se deslizaba hacia el sueño recordó sin dolor y en apariencia desde una enorme distancia el año 1985 y a su hija Caroline. Por lo que a Norman respectaba, Caroline nunca había existido, y el hecho de que se hubiera mostrado de acuerdo con la tímida sugerencia de Rosie acerca de que Caroline era un nombre muy bonito no había cambiado las cosas. Para Norman tan sólo había existido un renacuajo que había desaparecido en cuestión de semanas. ¿Y qué si resultaba ser una renacuaja según la paranoia chiflada de su mujer? A ochocientos millones de chinos rojos les importaba un pepino, en palabras de Norman.

1985, qué año. Qué año tan infernal. Rosie había perdido (Caroline) al bebé, Norman había estado a punto de perder su trabajo (de hecho, Rosie tenía la sensación de que había estado a punto de ser detenido), Rosie había acabado en el hospital con una costilla rota que se había lacerado y casi le había perforado el pulmón, Norman le había metido el mango de una raqueta de tenis por el culo. Asimismo, había sido el año en que su mente, hasta entonces notablemente estable, empezó a desviarse un poco, pero en el torbellino de todos aquellos acontecimientos, apenas se había dado cuenta de que a veces pasaba media hora en la Silla del Osito y se le antojaban unos pocos minutos, ni de que algunos días se duchaba ocho o nueve veces desde que Norman se iba a trabajar hasta que volvía a casa.

Debía de haberse quedado embarazada en enero, porque fue entonces cuando empezó a sentir náuseas por las mañanas, y tuvo la primera falta en febrero. El caso que había desembocado en la «reprimenda oficial» a Norman, la que figuraría en su expediente hasta el día en que se jubilara, había tenido lugar en marzo.

¿Cómo se llamaba?, se preguntó mientras seguía debatiéndose entre la vela y el sueño, pero aún más despierta que dormida. ¿Cómo se llamaba el hombre que desencadenó aquel asunto?

En el primer momento no se le ocurrió, sólo le vino a la memoria que se trataba de un negro..., un negrata de mierda, en palabras de Norman. Y de repente lo recordó.

–Bender –murmuró en la oscuridad mientras escuchaba el leve chirrido de los grillos–. Richie Bender. Así se llamaba.

1985, un año espantoso. Una vida espantosa. Y ahora tenía esta vida. Esta habitación. Esta cama. Y el sonido de los grillos.

Rosie cerró los ojos y se durmió.

A menos de cinco kilómetros de su esposa, Norman yacía en su propia cama; deslizándose hacia el sueño, deslizándose hacia la oscuridad mientras escuchaba el retumbar constante del tráfico de Lakefront Avenue nueve pisos más abajo. Aún le dolían los dientes y la mandíbula, pero el dolor se había convertido en algo lejano, insignificante, oculto tras una mezcla de aspirinas y whiskey.

Mientras dormitaba también recordó a Richie Bender; era como si, sin saberlo, Norman y Rosie acabaran de darse un breve beso telepático.

–Richie –murmuró en las sombras de la habitación del hotel antes de cubrirse los ojos cerrados con el antebrazo–. Richie Bender, cabrón de mierda. Maldito cabrón de mierda.

Fue un sábado, el primer sábado de marzo de 1985. Hacía más o menos nueve años. Alrededor de las once de la mañana, un negrata de mierda había entrado en la tienda de descuento situada en la esquina de la Sesenta con Saranac, disparando dos balas en la cabeza al dependiente antes de desvalijar la caja registradora y salir del establecimiento. Mientras Norman y su compañero interrogaban al dependiente de la tienda de devolución de envases que había al lado, se les acercó otro negrata que llevaba un jersey de los Búfalo Bills.

–Conozco a ese negro –empezó.

–¿Qué negro, hermano? preguntó Norman.

–El que ha atracado el súper–repuso el negrata de mierda–. Yo estaba al lado del buzón cuando ha salido. Se llama Richie Bender. Es un negro malo. Vende crack en la habitación de su motel –agregó mientras señalaba vagamente hacia el este, en dirección a la estación de tren.

¿Y qué motel es? –inquirió Harley Bissington, que aquel desafortunado día acompañaba a Norman.

–El motel Ferrocarril –repuso el negro.

–¿Por casualidad no sabrás en qué habitación? preguntó Harley–. ¿Acaso su conocimiento del presunto autor de la fechoría se extiende hasta semejante detalle, mi querido amigo de color?

Harley casi siempre se expresaba en aquellos términos. A veces ponía a Norman como una moto. Con frecuencia le entraban ganas de agarrar al tío por una de sus estrechas corbatas de punto y hacerle vomitar hasta la primera papilla.

El querido amigo de color lo sabía, claro que lo sabía. Sin lugar a dudas iba al motel dos o tres veces por semana, tal vez cinco o seis, si en un momento dado disponía de líquido suficiente, para comprar crack a aquel negro malo que se llamaba Richie Bender. Su querido amigo de color con todos sus amigos negratas de mierda. Lo más probable era que aquel tipo estuviera mosqueado con Richie Bender en aquel momento, pero eso nada importaba a Norman y Harley; lo único que querían Norman y Harley era saber dónde estaba el asesino para podérselo llevar a la central del condado y cerrar el caso antes de ir a tomarse una copa aquella tarde.

El negrata del jersey de los Búfalo Bills no recordaba el número de habitación, pero sí les había sabido decir dónde estaba: planta baja, ala principal, entre la máquina de Coca Cola y las cajas expendedoras de periódicos.

Norman y Harley se dirigieron al motel Ferrocarril, a todas luces uno de los antros más selectos de la ciudad. Un putón verbenero les abrió la puerta ataviada con un vestido rojo y ceñido que permitía echar un buen vistazo al sujetador y las bragas; era evidente que iba completamente ciega, y los dos policías vieron lo que parecían tres viales vacíos de crack sobre el televisor, y cuando Norman le preguntó dónde estaba Richie Bender, la tía cometió el error de reírse en su cara. –Oye, yo no tengo ninguna venda –exclamó–. Y ahora largo, chicos, hala, moved el culo.

Toda la escena resultaba bastante clara, pero a partir de entonces, las versiones de lo ocurrido discrepaban deforma considerable. Norman y Harley afirmaban que la señora Wendy Yarrow (más conocida aquella primavera en la cocina de los Daniels como «el putón verbenero») había sacado una lima del bolso y había atacado a Norman Daniels dos veces con ella. En efecto, Norman presentaba cortes largos y superficiales en la frente y en el dorso de la mano derecha, pero la señora Yarrow afirmaba que Norman se había practicado personalmente el de la mano, mientras que su compañero se había ocupado del que tenía sobre las cejas. Según declaración de la mujer, lo habían hecho después de empujarla al interior de la unidad 12 del motel Ferrocarril, romperle la nariz, cuatro dedos y nueve huesos del pie izquierdo pisándola en reiteradas ocasiones (por turnos, según explicó), después de arrancarle varios mechones de cabello y asestarle numerosos puñetazos en el vientre. El más bajo de los dos la había violado, aseguró a los capullos de Asuntos Internos. El de los hombros anchos lo había intentado, pero al principio no se le había levantado. La pegó varias veces en los pechos y la cara, lo que le pro–. vocó una erección, prosiguió la mujer, «pero se corrió encima de mí pierna antes de llegar a metérmela. Y entonces me volvió apegar. Me dijo que quería hablar conmigo de cerca, pero con lo único que hablaba era con los puños».

Ahora, tumbado en la cama del Whitestone, tendido sobre sábanas que su mujer había tocado, Norman se dio la vuelta ,e intentó desterrar de su mente el recuerdo de 1985. Pero no lo consiguió, y tampoco le sorprendía, pues una vez se instalaba en su cabeza, siempre. se negaba a marcharse. 1985 era un auténtico coñazo, como un vecino pesado y baboso del que no hay forma de librarse.

Cometimos un error, pensó Norman. Creímos al maldito negro del jersey de los Bills.

Sí, había sido un error, un error bastante grave. Y habían creído que una mujer que tenía tanta pinta de encajar con un tipo como Richie Bender tendría que estar en la habitación de Richie Bender, y eso había sido su segundo error, o bien la extensión del primero, aunque en realidad daba igual, puesto que el resultado era el mismo. La señora Wendy Yarrow era camarera a tiempo parcial, puta a tiempo parcial y drogadicta a tiempo completo, pero no estaba en la habitación de Richie Bender; de hecho ni siquiera sabía que hubiera una criatura llamada Richie Bender en el planeta. En efecto, Richie Bender resultó ser el hombre que había atracado la tienda y asesinado al dependiente, pero su habitación no se encontraba entre la máquina de Coca Cola y el expendedor de periódicos; aquella era la habitación de Wendy Yarrow, y Wendy Yarrow estaba sola, al menos aquel día en concreto.

La habitación de Richie Bender se hallaba al otro lado de la máquina de Coca Cola. El error estuvo a punto de costar el empleo a Norman Daniels y Harley Bissington, pero al final, los de Asuntos Internos se habían tragado la historia de la lima, y no habían encontrado rastros de esperma que confirmaran la acusación de violación. Tampoco se pudo probar que el más viejo de los dos, el que se la había metido, había utilizado un condón antes de arrojarlo al inodoro y tirar de la cadena, tal como afirmaba la mujer.

Sin embargo, surgieron otros problemas. Incluso sus defensores más acérrimos del departamento tuvieron que reconocer que los inspectores Daniels y Bissington tal vez se habían excedido en sus esfuerzos por reducir a aquella gata montesa de cincuenta kilos armada con una lima de uñas; la mujer tenía unos cuantos dedos rotos, por ejemplo. De ahí la reprimenda oficial. Y no acabó ahí el asunto. La muy zorra encontró a ese judío de mierda..., a ese judío enano y calvo...

Pero el mundo estaba lleno de zorras liantes. Su mujer, por ejemplo. Sin embargo, su mujer era una zorra liante de la que podía encargarse..., siempre y cuando, claro está, pudiera dormir unas horas.

Norman se dio de nuevo la vuelta, y 1985 empezó a desvanecerse por fin.

–Cuando menos te lo esperes, Rose –murmuró–. Entonces iré a por ti.

Al cabo de cinco minutos estaba dormido.

Ese putón, la llamaba, pensó Rose en su propia cama. Estaba muy soñolienta, pero no dormida; aún oía los grillos del parque. Ese putón high–yellow. ¡La odiaba tanto! .

Sí, claro que la odiaba. En primer lugar se había metido en líos con los investigadores de Asuntos Internos. Norman y Harley habían salido de aquella ilesos (a duras penas), pero entonces averiguaron que ese putón verbenero se había buscado un abogado (un picapleitos judío y enano, en palabras de Norman), quien a su vez había presentado una demanda espectacular en su nombre. Acusaba a Norman, a Harley, al departamento entero. Y entonces, poco antes del aborto de Rosie, Wendy Yarrow había sido asesinada. La habían encontrado detrás de una de las grúas de cereales situadas en la orilla occidental del lago. Le habían asestado más de cien puñaladas además de rebanarle los pechos.

Habrá sido un psicópata, aseguró Norman a Rosie, y aunque no sonrió tras colgar el teléfono (alguien del departamento debía de estar pero que muy emocionado para llamarlo a casa), Rosie detectó una satisfacción innegable en su voz. Jugó una mano de más, y de repente apareció un comodín en la baraja. Gajes del oficio. En aquel momento le acarició el cabello con gran delicadeza y le dedicó una sonrisa. No la sonrisa mordedora, la que le daba ganas de gritar, pero de todos modos le entraron ganas de gritar, porque sabía lo que le había sucedido a Wendy Yarrow, aquel putón verbenero.

¿Te das cuenta de la suerte que tienes?, le preguntó Norman acariciándole con las manos grandes y duras la nuca, los hombros y la curva de los pechos. ¿Te das cuenta de la suerte que tienes por no estar tirada en la calle, Rose?

Y al cabo de un mes, quizás seis semanas, Norman entró por la puerta del garaje, encontró a Rosie leyendo una novela rosa y decidió que tenía que hablar con ella de sus gustos. Que tenía que hablar con ella de cerca.

1985, un año espantoso.

Rosie estaba tendida en la cama con las manos bajo la almohada, deslizándose hacia la tierra de los sueños mientras escuchaba el sonido de los grillos que se filtraba por la ventana, tan cercano como si su habitación hubiera sido transportada por alas mágicas a la glorieta del parque, y pensó en una mujer sentada en el rincón, con el cabello aplastado contra las mejillas sudorosas, el vientre duro como una piedra, los ojos agitándose en sus cuencas oscurecidas por el miedo cuando los besos siniestros empezaron a hacerle cosquillas en los muslos, aquella mujer que nada sabía de lugares como Hijas y Hermanas ni de hombres como Bill Steiner, aquella mujer que había cruzado los brazos para aferrarse los hombros y rogar a un Dios en el que ya no creía que por favor no fuera un aborto, que no fuera el fin de su pequeño y dulce sueño, pensando, mientras sucedía aquello que más temía, que tal vez fuera lo mejor. Sabía el modo en que Norman asumía sus responsabilidades conyugales. ¿Cómo asumiría sus responsabilidades paternas?

El leve zumbido de los grillos la mecía hacia el país de Morfeo. Incluso percibía la fragancia de la hierba, un aroma dulce y pesado que parecía fuera de lugar en mayo. Era el olor que asociaba a los campos de heno en agosto.

Nunca había olido la hierba del parque, pensó soñolienta. ¿Es eso lo que te hace el amor, o al menos el encaprichamiento? ¿Te agudiza los sentidos al mismo tiempo que te vuelve loca?

A lo lejos oyó un gruñido que bien podía ser un trueno. Era extraño, porque el cielo había estado despejado cuando Bill la trajera a casa; Rosie había alzado la vista, maravillada ante la gran cantidad de estrellas que veía pese a la intensidad de las farolas.

Rosie se deslizó hacia las profundidades, hacia la última noche sin sueños que pasaría durante algún tiempo, y el último pensamiento que la acometió antes de que la oscuridad se la llevara fue ¿Cómo es posible que oiga a los grillos y huela la hierba? La ventana no está abierta. La he cerrado antes de meterme en la cama. La he cerrado y he puesto el seguro.

 

GRILLOS

A última hora de la tarde de aquel miércoles, Rosie entró casi flotando en La Cafetera Caliente. Pidió un té y una pasta antes de sentarse junto al ventanal, y comió y bebió con lentitud mientras contemplaba el río infinito de transeúntes que caminaban por la calle, en su mayoría empleados de oficina que se dirigían a sus casas. En realidad, La Cafetera Caliente le quedaba un poco lejos ahora que ya no trabajaba en el Whitestone, pero había ido sin vacilar de todas formas, tal vez porque allí había pasado tantos buenos ratos tomando el té con Pam después del trabajo, tal vez porque no era una buena exploradora, al menos de momento, y conocía y confiaba en aquel lugar.

Había terminado de leer El pez manta hacia las dos, y cuando cogía el bolso de debajo de la mesa, Rhoda Simons había hablado por el altavoz.

–¿Quieres descansar un poco antes de empezar con el próximo, Rosie? –le había preguntado.

Así de fácil. Había esperado que le encargaran las otras tres novelas de Bell/Racine, había creído que se las encargarían, pero saberlo no era lo mismo.

Y eso no era todo. A las cuatro, después de leer dos capítulos de una novela de suspense espeluznante y barata titulada Mata todas mis mañanas, Rhoda le había preguntado si le importaría ir con ella un momento al lavabo de señoras.

–Ya sé que suena raro –explicó–, pero es que me muero de ganas de fumarme un cigarrillo, y es el único lugar del puto edificio donde me atrevo a fumar. La vida moderna es una mierda, Rosie.

Una vez en el lavabo, Rhoda había encendido un Capri y se había sentado sobre una repisa entre dos lavabos con una indolencia que delataba un largo hábito. Cruzó las piernas, encajó el pie derecho tras la pantorrilla izquierda y miró a Rosie con expresión escrutadora.

–Me encanta tu pelo –empezó.

Rosie se lo tocó con timidez. La tarde anterior había ido a la peluquería movida por un impulso..., cincuenta dólares que no podía permitirse..., pero que había sido incapaz de no gastar.

–Gracias –repuso.

–Robbie te va a ofrecer un contrato, ¿sabes?

Rosie frunció el ceño y meneó la cabeza.

–No, no lo sabía. ¿De qué estás hablando?

–Puede que se parezca al tipo ese que sale en las tarjetas del Monopoly, pero trabaja en el negocio de los libros en audio desde 1975 y sabe lo buena que eres. Lo sabe mejor que tú misma. Crees que le debes mucho, ¿verdad?

–Sé que le debo mucho –replicó Rosie con sequedad.

No le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación; le recordaba aquellas obras de Shakespeare en las que la gente apuñalaba a sus amigos por la espalda antes de enzarzarse en soliloquios mojigatos y eternos acerca de la inevitabilidad de lo sucedido.

–No dejes que tu gratitud se interponga en el camino de tus intereses –advirtió Rhoda al tiempo que tiraba la ceniza del cigarrillo a la pila y la hacía desaparecer con un chorro de agua fría–. No conozco la historia de tu vida y no tengo especial interés en conocerla, pero sé que has leído El pez manta en sólo ciento cuatro tomas, lo que es la hostia, y sé que tienes la misma voz que Elizabeth Taylor. También sé, porque lo llevas escrito en la cara, que estás sola y no estás acostumbrada a eso. Eres tan tabula rasa que da miedo. ¿Sabes lo que significa eso?

Rosie no estaba del todo segura, aunque creía que se trataba de algo relacionado con ser ingenua, pero no quería admitir su ignorancia ante Rhoda.

–Por supuesto.

–Bien. Y no me lo tomes a mal, por el amor de Dios... No pretendo pasar por delante de Robbie ni llevarme una parte de tu pastel. Estoy intentando protegerte. Igual que Rob y Curtis. Sólo que Robbie también intenta proteger su bolsillo. Los libros en audio todavía son un terreno completamente nuevo. Si esto fuera el cine estaríamos en plena época del cine mudo. ¿Entiendes lo que intento decirte?

–Más o menos.

–Cuando Robbie te oye leer El pez manta piensa en una versión en audio de Mary Pickford. Sé que parece una locura, pero es cierto. Y el modo en que te conoció no hace más que contribuir a eso. Existe una leyenda según la cual a Lana Turner la descubrieron en la droguería Schwab. Bueno, Robbie ya está forjando una leyenda propia sobre el modo en que te descubrió en la casa de empeños de su amigo Steiner mientras mirabas postales antiguas.

–¿Es eso lo que te contó que estaba haciendo? –preguntó Rosie, sintiendo un afecto por Robbie Lefferts que casi era amor.

–Sí, pero da igual dónde te encontró y lo que estabas haciendo en ese momento. Lo importante es que eres buena, Rosie, tienes mucho, mucho talento. Es casi como si hubieras nacido para este trabajo. Rob te descubrió, pero eso no le da derecho a poseerte durante el resto de tu vida. No dejes que te posea.

–Rob no querría eso –aseguró Rosie.

Estaba asustada y emocionada a un tiempo, además de un poco enfadada con Rhoda por ser tan cínica, pero todas aquellas sensaciones quedaban sepultadas bajo una capa radiante de felicidad y alivio; se las arreglaría durante un tiempo. Y si Robbie realmente le ofrecía un contrato, tal vez incluso se las arreglaría durante mucho tiempo. Rhoda Simons bien podía predicar cautela; Rhoda no vivía en una habitación a tres manzanas de un barrio en el que uno no aparcaba el coche si quería conservar la radio y los tapacubos. Rhoda estaba casada con un contable, tenía una casa en las afueras y un Nissan plateado del 94. Rhoda tenía una tarjeta VISA y una American Express. Mejor aún, Rhoda tenía una tarjeta de la Cruz Azul y ahorros a los que recurrir si enfermaba y no podía trabajar. Rosie imaginaba que, para la gente que tenía aquellas cosas, la cautela en asuntos de negocios debía de ser tan natural como respirar.

–A lo mejor no –repuso Rhoda–, pero podrías ser una pequeña mina de oro, Rosie, y a veces la gente cambia al descubrir minas de oro. Incluso las personas agradables como Robbie Lefferts.

Ahora, mientras se tomaba el té y miraba por el ventanal de La Cafetera Caliente, Rosie recordó a Rhoda apagando el cigarrillo con el agua del grifo antes de arrojarlo a la papelera y acercarse a ella.

–Sé que estás en una situación en la que la estabilidad en el trabajo es muy importante para ti, y no digo que Robbie sea un mal hombre; trabajo esporádicamente con él desde 1982 y sé que no lo es. Lo que te digo es que no pierdas de vista los pájaros del bosque mientras te aseguras de que el que tienes en mano no sale volando. ¿Me sigues?

–No del todo.

–De momento accede a hacer seis libros, no más. De ocho de la mañana a cuatro de la tarde, aquí, en Tape Engine. Mil a la semana.

Rosie se la quedó mirando con la boca abierta, como si alguien le hubiera metido el tubo de una aspiradora en la garganta y le hubiera absorbido el aire de los pulmones.

–¡Mil a la semana! ¿Estás loca?

–Pregúntale a Curtis Hamilton si estoy loca –repuso Rhoda con calma–. Recuerda que no sólo se trata de la voz, sino de las tomas. Has hecho El pez manta en ciento cuatro. Ninguna otra persona de las que trabajan conmigo podría haberlo hecho en menos de doscientas. Controlas la voz estupendamente, pero lo más increíble es tu control de la respiración. Si no cantas, ¿de dónde narices has sacado ese control?

Una imagen de pesadilla cruzó por la mente de Rosie. Estaba sentada en el rincón, con los riñones inflamados y palpitando como bolsas hinchadas de agua caliente, sentada con el delantal entre las manos, rogando a Dios que no tuviera que llenarlo porque vomitar dolía, le producía la sensación de que le pinchaban los riñones con palos largos y astillados. Allí sentada, respirando a bocanadas largas, lentas y suaves, exhalando con cuidado porque eso era lo que mejor funcionaba, intentando que el ritmo de su corazón desbocado se fundiera con la cadencia más serena de su respiración, allí sentada, oyendo cómo Norman se preparaba un bocadillo en la cocina y cantaba Daniel o Take a Letter, Maria con su voz sorprendentemente buena de tenor de bar.

–No lo sé –contestó por fin a Rhoda–. Ni siquiera sabía lo que era el control de la respiración hasta que te conocí. Supongo que es un don.

–Bueno, pues puedes considerarte afortunada, pequeña –aseguró Rhoda–. Será mejor que volvamos, porque si no, Curt va a pensar que estamos practicando extraños ritos femeninos aquí dentro.

Robbie llamó desde su oficina del centro para felicitarla por terminar El pez manta cuando Rosie estaba a punto de marcharse, y aunque no mencionó el contrato de forma específica, le preguntó si quería comer con él el viernes para hablar de lo que denominó «negocios». Rosie aceptó la invitación y colgó con aire pensativo. Recordaba haber pensado que la descripción que Rhoda había hecho de Robbie era perfecta. Robbie se parecía al hombrecillo de las tarjetas del Monopoly.

Tras colgar el teléfono en el despacho privado de Curtis, un cubículo repleto de muebles y con las paredes de corcho cubiertas de tarjetas de visita, volvió al estudio para recoger su bolso; Rhoda se había marchado, seguramente para fumarse el último en el lavabo de señoras. Curtís estaba marcando cajas de cinta del magnetófono de bobinas. Alzó la mirada y le dedicó una sonrisa.

–Buen trabajo, Rosie.

–Gracias.

–Rhoda dice que Robbie te va a ofrecer un contrato.

–Eso es lo que dice –asintió Rosie–. Y creo que tiene razón. Toca madera.

–Bueno, deberías recordar una cosa mientras regateas –aconsejó Curtís mientras colocaba las cajas en un estante alto donde se alineaban docenas de cajas similares como si de libritos blancos se tratara–. Si has cobrado quinientos pavos por El pez manta, entonces Robbie sale ganando, porque le has ahorrado unos setecientos en tiempo de grabación. ¿Entiendes?

Lo entendía, sí, señor, y ahora estaba sentada en La Cafetera Caliente con un futuro inesperadamente brillante a sus pies. Tenía amigos, un lugar para vivir, trabajo y la promesa de más trabajo cuando terminara con Christina Bell. Un contrato que tal vez supusiera mil dólares a la semana, más de lo que ganaba Norman. Increíble pero cierto. Quizá, se corrigió.

Ah, y otra cosa. Tenía una cita el sábado..., todo el sábado, si contaba el concierto que las Indigo Girls darían por la noche.

El rostro de Rosie, por lo general tan solemne, se iluminó en una sonrisa radiante, y de repente la acometió el deseo totalmente intempestivo de abrazarse a sí misma. Dio cuenta del último bocado de pasta y volvió a mirar por el ventanal, preguntándose si era posible que aquellas cosas le estuviesen ocurriendo a ella, si de verdad podía existir una vida real en la que la gente real saliera de sus cárceles, torciera a la derecha... y entrara en el cielo.

A media manzana, el semáforo de los peatones cambió a verde. Pam Haverford, que se había quitado el uniforme blanco de doncella y ahora llevaba pantalones rojos ajustados, cruzó la calle con otras dos docenas de personas. Había trabajado una hora más de lo habitual y no tenía ninguna razón en el mundo para creer que Rosie estaría en La Cafetera Caliente, pero aun así, lo creía. Intuición femenina, si se quería.

Miró de reojo al tipo alto y fornido que cruzó la calle junto a ella; creía haberlo visto en el quiosco del Whitestone hacía unos minutos. Podría haber resultado alguien interesante de no ser por la expresión de sus ojos..., que brillaba por su ausencia. El hombre la miró un instante cuando llegaron a la acera de enfrente, y la falta de expresión de aquellos ojos, la sensación de cierta ausencia tras ellos, le produjo un escalofrío.

En La Cafetera Caliente, Rosie decidió de repente que le apetecía otra taza de té. No tenía ninguna razón concreta para creer que Pam pasaría por allí, pues debía de hacer más de una hora que había salido del hotel, pero aun así, lo creía. Intuición femenina, tal vez. Se levantó y se dirigió hacia la barra.

Esta zorrita no está nada mal, pensó Norman. Pantalones rojos ajustados, culito bien puesto. Aflojó el paso para disfrutar de una mejor panorámica, pero en aquel momento, la mujer entró en un pequeño restaurante. Norman miró por los ventanales al pasar, pero no vio nada interesante, tan sólo un puñado de vejestorios comiendo cosas viscosas y tragando café y té, además de unos cuantos camareros que correteaban de un lado a otro con esos andares cursis y amariconados que tenían.

A las viejas les debe de encantar, se dijo Norman. Andar como maricones les debe de conseguir bastantes propinas. Por fuerza, ya que sino, ¿por qué iban a caminar esos hombres adultos como auténticos moñas? No todos podían ser maricones..., ¿verdad?

Su mirada breve e indiferente tropezó con una señora bastante más joven que las mujeres de pelo teñido y traje chaqueta sentadas a la mayoría de las mesas. Se estaba alejando del ventanal en dirección a un mostrador de cafetería que se hallaba en el otro extremo del salón de té (al menos así creía que se llamaban esos sitios). Le miró el culo, simplemente porque allí era donde dirigía la primera mirada cuando se trataba de una mujer de menos de cuarenta años, y consideró que no estaba mal pero que tampoco era nada del otro jueves.

Antes Rosie tenía el culo así, pensó. En los viejos tiempos, antes de que se descuidara por completo y se le pusiera como un pandero.

Asimismo, la mujer que veía a través del ventanal tenía un cabello precioso, mucho más bonito que el trasero, de hecho, pero aquel cabello no le recordó a Rosie. Rosie era lo que la madre de Norman siempre había llamado «morenica», y casi nunca se molestaba en arreglarse el pelo (dado su deslustrado color ratonil, Norman no se lo echaba en cara). Por lo general lo llevaba peinado en cola de caballo y sujeto con una goma; si salían a cenar o al cine solía cardárselo con una de esas gorras perforadas de goma que vendían en la perfumería.

La mujer a la que Norman estaba mirando a través del ventanal de La Cafetera Caliente no era una morenita, sino una rubia de caderas estrechas, y no llevaba el cabello recogido en una cola de caballo ni cardado, sino peinado en una pulcra trenza que le pendía por la espalda.

Tal vez lo mejor que le ocurrió aquel día, incluso mejor que la asombrosa noticia de Rhoda, según la cual era posible que Rosie tal vez merecía ganar mil dólares a la semana a los ojos de Robbie Lefferts, fue la expresión que se pintó en el rostro de Pam Haverford cuando Rosie se apartó de la caja registradora de La Cafetera Caliente con su segunda taza de té. En el primer momento, la mirada de Pam pasó de largo sin reconocerla..., y de repente volvió a ella, y los ojos de su amiga se abrieron de par en par. Pam esbozó una sonrisa y de repente profirió un grito estridente que con toda probabilidad acercó peligrosamente media docena de marcapasos al límite de sobrecarga.

–¡Rosie! ¿Eres tú? ¡Oh..., Dios... mío!

–Soy yo –rió Rosie, azorada.

Era consciente de que la gente se estaba volviendo para mirarlas y descubrió, oh, milagro de los milagros, que no le importaba.

Se llevaron las tazas de té a la misma mesa junto al ventanal, y Rosie incluso dejó que Pam la convenciera para tomar otra pasta, aunque había perdido ocho kilos desde que llegara a la ciudad y no tenía intención de volver a engordar si podía evitarlo.

Pam no dejaba de decir que no podía creeeeerlo, que de verdad no podía creeeeeeerlo, un comentario que Rosie se habría sentido tentada de considerar adulador de no ser por el modo en que los ojos de Pam se desviaban hacia sus cabellos, como si intentara captar la verdad de lo sucedido.

–Te quita cinco años de encima –comentó Pam–. ¡Dios mío, Rosie, te hace parecer una cría!

–¡La verdad es que por cincuenta dólares debería parecerme a Marilyn Monroe! –replicó Rosie con una sonrisa..., aunque desde la conversación que había sostenido con Rhoda, lo cierto era que no se sentía tan culpable por haberse gastado tanto dinero en la peluquería.

–¿De dónde has...? –empezó a preguntar Pam, pero se detuvo en seco antes de proseguir–: Del cuadro que te compraste, ¿verdad? Te has hecho el mismo peinado que la mujer del cuadro.

Rosie creyó que iba a ruborizarse, pero no fue así. En lugar de ponerse nerviosa se limitó a asentir.

–Me encanta ese peinado, así que he decidido probarlo. –Titubeó un instante antes de continuar–: En cuanto al tinte, ni yo misma me lo creo aún. Es la primera vez en mi vida que me tiño el pelo.

–¡La primera...! ¡No me lo creo!

–De verdad.

Pam se inclinó hacia delante y pronunció las siguientes palabras en tono ronco y conspiratorio:

–Ha pasado, ¿verdad?

–¿De qué hablas? ¿Qué es lo que ha pasado?

–¡Has conocido a alguien interesante!

Rosie abrió la boca, pero volvió a cerrarla en seguida. La abrió de nuevo sin tener ni la menor idea de lo que quería decir. De todos modos, nada brotó de sus labios aparte de una carcajada. Rió hasta que se le saltaron las lágrimas, y Pam no tardó en unirse a ella.

Rosie no necesitó la llave para abrir el portal del 897 de Trenton Street, pues permanecía abierto hasta alrededor de las ocho entre semana, pero sí necesitó la pequeña para abrir el buzón (con las palabras R. McClendon pegadas en la parte delantera, afirmando con osadía que ella pertenecía a aquel lugar, sí, señor), que estaba vacío a excepción de un folleto publicitario de los almacenes Wall Mart. Mientras subía la escalera buscó otra llave, la de la puerta de su habitación, la única copia aparte de la del supervisor del edificio. Al igual que el buzón, era suya. Le dolían los pies, pues había recorrido a pie los cinco kilómetros que separaban el centro de su casa, demasiado inquieta y feliz para tomar el autobús, deseosa de tener más tiempo del que el trayecto en autobús podía ofrecerle para pensar y soñar. Tenía hambre a pesar de las dos pastas que se había comido en La Cafetera Caliente, pero el gruñido grave de su estómago no hacía más que acentuar la felicidad que sentía. ¿Había estado tan contenta alguna vez en su vida? Creía que no. El gozo se había esparcido desde su mente por la totalidad de su cuerpo, y aunque le dolían los pies se sentía liviana. Y los riñones no le dolían nada a pesar del largo paseo.

Mientras entraba en su habitación y se acordaba de cerrar con llave, Rosie se echó a reír otra vez. Pam y sus «álguienes interesantes». Se había visto obligada a confesar un par de cosas, pues al fin y al cabo proyectaba llevar a Bill al concierto de las Indigo Girls el sábado por la noche y entonces lo conocerían las mujeres de H y H, pero cuando afirmó que no se había teñido el cabello ni se lo había trenzado sólo en beneficio de Bill (lo cual a ella le parecía cierto), lo único que obtuvo de Pam fue un resoplido burlón y un guiño. Irritante..., pero bastante mono, la verdad.

Abrió la ventana para dejar entrar la suave brisa primaveral y los sonidos del parque, y a continuación se dirigió hacia la pequeña mesa de la cocina, donde yacía un libro de bolsillo junto a las flores que Bill le había llevado el lunes por la noche. Las flores se estaban marchitando, pero no creía tener corazón para tirarlas. Al menos no hasta después del sábado. La noche anterior había soñado con él, había soñado que iba montada tras él en la moto. Bill conducía cada vez más deprisa, y de repente se le había ocurrido una palabra terrible y maravillosa. Una palabra mágica. No recordaba exactamente cuál era, pero se trataba de algo absurdo, aunque en el sueño se le había antojado una palabra hermosa... y poderosa. No la pronuncies a menos que realmente vaya en serio, recordaba haber pensado mientras cruzaban los campos a toda velocidad por una carretera flanqueada de colinas a la izquierda y el centelleante lago azul y los rayos dorados del sol que se filtraban por entre los abetos a su derecha. Ante ellos se alzaba una colina cubierta de maleza, y Rosie sabía que en el extremo más alejado de ella había un templo en ruinas. No la pronuncies a menos que pretendas implicarte en cuerpo y alma.

Había pronunciado la palabra; brotó de sus labios como una descarga eléctrica. Las ruedas de la Harley de Bill se habían separado del pavimento (por un breve instante vio la de delante, que aún giraba, pero a unos quince centímetros del suelo), y había visto la sombra que ambos proyectaban no a un lado, sino debajo de ellos. Bill había girado el manillar, y de repente se elevaron hacia el cielo azul, emergiendo de la carretera protegida por los árboles como un submarino que saliera a la superficie del'océano, y entonces había despertado en su cama, con las sábanas apelotonadas a su alrededor, temblando y a un tiempo jadeando por una suerte de calor profundo que parecía oculto en lo más profundo de su ser, invisible pero poderoso, como el sol en pleno eclipse.

No creía que pudieran volar de aquel modo por muchas palabras mágicas que pronunciara, pero creía que conservaría las flores durante un tiempo más. Tal vez podría prensar algunas entre las páginas de aquel libro.

Había comprado el libro en Los sueños de Elaine, el establecimiento en que le habían arreglado el pelo. Se titulaba Sencillo pero elegante: diez peinados para hacer en casa.

–Son buenos –le había asegurado Elaine–. Por supuesto, siempre debería dejarse arreglar el cabello por un profesional, al menos en mi opinión, pero si no puede permitirse ir a la peluquería una vez por semana, ya sea por motivos económicos o de tiempo, y la idea de llamar a un 900 y encargar peinados por correo le da ganas de suicidarse, entonces esto es un buen término medio. Pero, por el amor de Dios, prométame que si un hombre la invita al baile de un club de campo en Westwood vendrá a verme antes.

Rosie se sentó y abrió el libro por el Peinado n.° 3, la Trenza Clásica..., que, como explicaba el primer párrafo de las instrucciones, recibía también el nombre de Trenza Francesa Clásica. Hojeó las fotografías en blanco y negro que mostraban a una mujer dividiéndose y trenzándose el pelo, y al llegar al final siguió todos los pasos a la inversa, es decir, deshaciendo la trenza. Deshacerla por la noche le había resultado mucho más fácil que hacérsela por la mañana. Había tardado tres cuartos de hora para lograr que tuviera más o menos el mismo aspecto que al salir de Los sueños de Elaine la noche anterior. Sin embargo, había merecido la pena. El chillido espontáneo de asombro que había proferido Pam en La Cafetera Caliente merecía eso y más.

Una vez terminada la tarea, sus pensamientos se desviaron hacia Bill Steiner, aunque lo cierto era que en ningún momento se habían alejado mucho de él, y se preguntó si le gustaría la trenza que llevaba. Si le gustaría teñida de rubia. O si tal vez no advertiría ninguno de esos cambios. Se preguntó si se entristecería si Bill no los advertía, y de repente suspiró y arrugó la nariz. Claro que se entristecería. Por otro lado, ¿y si no sólo los advertía sino que reaccionaba como Pam (salvo el chillido, por supuesto)? A lo mejor la levantaba en brazos, como sucedía en las novelas de amor...

Estaba alargando el brazo hacia el bolso en busca del peine y dejándose llevar por una fantasía inofensiva acerca del sábado por la mañana, de Bill atándole la punta de la trenza con un lazo de terciopelo (podía dejar sin explicación el hecho de que Bill llevara encima un lazo de terciopelo, eso era lo agradable de las ensoñaciones), cuando de repente sus pensamientos quedaron interrumpidos por un leve sonido procedente del otro extremo de la habitación.

Cric. Cric cric.

Un grillo. El sonido no procedía del otro lado de la ventana abierta, es decir, del parque Bryant, sino que era mucho más cercano.

Recorrió con la mirada el zócalo y vio saltar algo. Se levantó, abrió la alacena que había a la izquierda del fregadero y sacó el recipiente de vidrio de la batidora. Cruzó la estancia tras detenerse a recoger el folleto de publicidad de Wall Mart que había dejado sobre la silla del cuarto de estar. A continuación se arrodilló junto al insecto, que casi había llegado hasta el rincón desprovisto de elementos de decoración, donde suponía que pondría el televisor si llegaba a comprarse uno antes de mudarse. Después de lo que había pasado, mudarse a un piso más grande muy pronto ya no le parecía tan sólo un sueño.

Era un grillo, en efecto. No sabía cómo habría llegado hasta el primer piso, pero sin lugar a dudas era un grillo. Y de repente se le ocurrió la respuesta, así como la razón por la que lo había oído hacía un par de noches justo antes de dormirse. El grillo debía de haber subido con Bill, probablemente en el dobladillo de sus pantalones. Un regalito adicional para acompañar las flores.

No oíste sólo un grillo, espetó de repente la señora Práctica–Sensata. Llevaba mucho tiempo sin oír aquella voz; sonaba un poco ronca y oxidada. Oíste un campo lleno de grillos. O un parque lleno de grillos.

Tonterías, se dijo Rosie con toda tranquilidad al tiempo que colocaba el recipiente sobre el insecto y deslizaba el folleto bajo el borde, rozando el insecto hasta que éste saltó y le permitió deslizar el papel por toda la boca invertida del recipiente. Mi mente convirtió un grillo en toda una olla, nada más. Recuerda que estaba a punto de dormirme. Lo más probable es que ya estuviera soñando.

Levantó el recipiente y le dio la vuelta, sosteniendo el folleto sobre la parte superior para que el grillo no pudiera escaparse antes de que Rosie estuviera lista. El insecto saltaba con energía, y su caparazón rebotaba contra la fotografía de la nueva novela de John Grisham, que podía adquirirse en Wall Mart por dieciséis dólares más impuestos. Tarareando When You Wish Upon a Star, Rosie llevó el grillo hasta la ventana abierta, retiró el folleto y sostuvo el recipiente en el aire. Los insectos podían caer desde lugares mucho más altos e irse caminando (bueno, saltando mejor dicho) sin hacerse daño. Estaba segura de haberlo leído en alguna parte, o tal vez lo había visto en algún documental de la tele.

–Vamos, pequeño –dijo–. Sé buen chico y salta. ¿Ves ese parque? Pues está lleno de hierba alta, mucho rocío para beber y un montón de grillos femeni...

Se detuvo en seco. El insecto no había subido en el dobladillo de los pantalones de Bill, porque Bill llevaba vaqueros el lunes por la noche, el día en que la había invitado a cenar. Rebuscó en su memoria para asegurarse y lo único que encontró fue la misma información, clara e irrevocable: camisa Oxford y Levi's sin dobladillo. Recordaba que aquella ropa la había tranquilizado, pues demostraba que Bill no intentaría llevarla a algún sitio elegante donde todo el mundo se la quedaría mirando.

Vaqueros sin dobladillo.

¿De dónde había salido el grillo?

¿Qué importaba? Si el grillo no había subido en el dobladillo de los pantalones de Bill, lo más probable era que hubiera subido en el de otra persona antes de ponerse nervioso y salir en el rellano del primer piso, eh, gracias por llevarme, amigo. Y luego se había colado por debajo de su puerta, ¿y qué? Se le ocurrían visitantes mucho menos agradables que un grillo.

Como si quisiera demostrar que estaba de acuerdo, el grillo dio un salto y se precipitó al vacío.

–Que te vaya bien –se despidió Rosie–. Vuelve cuando quieras, de verdad.

Cuando se volvió hacia la habitación con el folleto en la mano, una leve ráfaga de viento le arrebató la circular de Wall Mart, que cayó flotando perezosamente hacia el suelo. Se agachó para recogerla, y se quedó paralizada con los dedos a escasos centímetros del papel. Otros dos grillos, ambos muertos, yacían apoyados contra el zócalo, uno de lado y el otro de espaldas, con las patitas extendidas hacia arriba.

Podía entender y aceptar la presencia de un grillo, pero ¿tres? ¿En una habitación del primer piso? ¿Cómo explicarlo?

En aquel instante, Rosie vio otra cosa, algo que yacía en la grieta entre dos tablones cerca de los dos grillos muertos. Se arrodilló, lo pescó de la grieta y lo sostuvo en alto.

Era un clavel. Un clavel pequeño de color rosa.

Bajó la vista hacia la grieta de la que había sacado la flor; la desvió hacia los dos grillos muertos, y luego la dirigió lentamente hacia la pared de color crema... hacia el cuadro colgado junto a la ventana. Hacia Rose Madder (un nombre como cualquier otro), de pie en la colina, con el poni recién descubierto pastando hierba detrás de ella.

Consciente de los latidos de su corazón, un martilleo amortiguado que le retumbaba en los oídos, Rosie se inclinó hacia el cuadro, hacia el hocico del poni, observando cómo la imagen se disolvía en capas de pintura antigua, empezando a distinguir las pinceladas. Debajo del hocico se veían las briznas de hierba verde hoja y verde oliva, que parecían pintadas en trazos rápidos y superpuestos. Y entre las briznas se apreciaban numerosas motitas rosadas. Claveles.

Rosie examinó la flor diminuta de color rosa que sostenía en la mano y por fin la acercó al cuadro. El color era idéntico. De repente, sin pensárselo, se llevó la mano a los labios y sopló la florecilla hacia el cuadro. Esperaba a medias (no, más que eso, en realidad; por un instante estuvo totalmente convencida) que la bolita rosada flotaría a través de la superficie de la pintura y se adentraría en aquel mundo que algún artista desconocido había creado sesenta, ochenta o tal vez incluso cien años antes.

Por supuesto, no sucedió nada parecido. La flor rosada chocó contra el vidrio que protegía la pintura (es raro que un óleo esté protegido por un vidrio, había dicho Robbie el día en que Rosie lo conoció), rebotó y cayó al suelo como una bolita diminuta de papel de seda. Tal vez el cuadro era mágico, pero a todas luces, el vidrio que lo cubría no lo era.

Entonces, ¿cómo han salido los grillos? Crees que eso es lo que ha pasado, ¿verdad?  ¿Que los grillos y el clavel han salido del cuadro de algún modo?

Que Dios la ayudara, pero eso era lo que creía. Tenía la sensación de que, cuando saliera de aquella habitación y estuviera con otras personas, aquella idea se le antojaría ridícula o desaparecería por completo, pero de momento eso era lo que creía: los grillos habían surgido dando saltos de la hierba que crecía a los pies de la mujer rubia de la túnica roja violácea. De algún modo habían salido del mundo de Rose Madder y se habían introducido en el de Rosie McCleridon.

¿Cómo? ¿Crees que han atravesado el vidrio o qué?

No, por supuesto que no. Eso era una tontería, pero...

Extendió las manos, que le temblaban ligeramente, y separó el cuadro del gancho de la pared. Lo llevó a la cocinita, lo dejó sobre el mostrador y le dio la vuelta. Las palabras escritas con carboncillo aparecían más borrosas que nunca; si no lo hubiera leído con anterioridad no habría sabido a ciencia cierta que allí decía ROSE MADDER.

Vacilante, asustada ahora, aunque tal vez lo había estado todo el rato, pero sin darse cuenta antes, tocó el dorso. La cartulina crujió al contacto de sus dedos. Crujió demasiado. Y cuando le dio un golpecito un poco más abajo, donde la cartulina marrón se perdía dentro del marco, sintió algo..., unas cosas...

Tragó saliva; tenía la garganta tan seca que le dolía. Abrió uno de los cajones del mostrador con una mano que le parecía pertenecer a otra persona, sacó un cuchillo de pelar patatas y acercó la hoja lentamente al dorso del cuadro.

¡No lo hagas!, chilló la señora Práctica–Sensata. ¡No lo hagas, Rosie, no sabes lo que puede salir de ahí!

Por un instante, apuntó con la punta del cuchillo a la cartulina marrón y luego dejó el utensilio a un lado. Levantó el cuadro y examinó la parte inferior del marco, registrando en algún lugar muy apartado de su mente que las manos le temblaban como hojas. Lo que vio a lo largo de la madera, una grieta de casi un centímetro de grosor en su punto más ancho, no la sorprendió. Volvió a dejar el cuadro sobre el mostrador, sosteniéndolo en pie con la mano derecha mientras extendía la izquierda, la mano buena, para perforar el dorso con el cuchillo.

No lo hagas, Rosie, repitió la señora Práctica–Sensata sin gritar, sino en un gemido ahogado. Por favor, no lo hagas, por favor, déjalo correr. Sin embargo, era un consejo ridículo si una se paraba a pensarlo; si lo hubiera seguido la primera vez que la señora PrácticaSensata se lo había dado, seguiría viviendo con Norman. O muriendo con él.

Rasgó el dorso en la parte en que había advertido aquellos bultos. Seis grillos cayeron sobre el mostrador, cuatro de ellos muertos, uno retorciéndose débilmente, y el sexto con fuerzas suficientes para saltar por el mostrador antes de caer en el fregadero. Los grillos iban acompañados de varios claveles más, unas cuantas briznas de hierba... y parte de una hoja amarronada y muerta. Rosie la cogió y la examinó con curiosidad. Era una hoja de roble, estaba casi segura de ello.

Con mucho cuidado (y haciendo caso omiso de la voz de la señora Práctica–Sensata), Rosie empleó de nuevo el cuchillo para rasgar todo el dorso. Cuando lo retiró, más tesoros rústicos cayeron sobre el mostrador. Hormigas, la mayoría de ellas muertas, pero algunas aún capaces de arrastrarse, el cadáver gordezuelo de una abeja, varios pétalos de margarita, de aquellas que se deshojan recitando me quiere, no me quiere, me quiere..., y varios pelos blancos y translúcidos. Rosie los sostuvo a la luz mientras asía el cuadro vuelto del revés con más fuerza y un escalofrío le recorría la espalda como unos pies enormes y helados. Si llevaba aquellos pelos al veterinario y le hacía examinarlos por el microscopio, sabía lo que le diría: que eran crines de caballo. O para ser más precisos, crines de un poni pequeño y lanudo. Un poni que estaba pastando en otro mundo.

Me estoy volviendo loca, pensó con calma, y la que hablaba no era la voz de la señora Práctica–Sensata; era su propia voz, la que hablaba desde el núcleo central e integrado de sus pensamientos y su ser. No era una voz histérica ni atolondrada, sino que hablaba con racionalidad, calma y un toque de extrañeza. Sospechaba que se trataba del mismo tono en que su voz reconocería la inevitabilidad de la muerte en los días o las semanas en que ya no pudiera negar su proximidad.

Pero no creía que estuviera volviéndose loca, no del modo en que se vería obligada a creer en la esencia definitiva de un cáncer que hubiera degenerado hasta más allá del punto de retorno, por ejemplo. Había rasgado el dorso del cuadro, y de él habían surgido briznas de hierba, pelos e insectos, algunos de ellos aún vivos. ¿Resultaba tan imposible de creer? Unos años antes había leído un artículo en el periódico acerca de una mujer que había encontrado una pequeña fortuna en certificados de acciones completamente válidos bajo el dorso de un viejo retrato de familia; en comparación con aquello, unos cuantos insectos parecían una insignificancia.

Pero ¿vivos, Rosie? ¿Y qué me dices de los claveles frescos y la hierba verde? La hoja estaba muerta, pero ya sabes lo que piensas acerca de eso...

Pensaba que había salido del cuadro ya muerta. Era verano en el cuadro, pero se encontraban hojas muertas en la hierba incluso en junio.

Por tanto, repito: me estoy volviendo loca.

Pero las cosas estaban ahí, esparcidas por el mostrador de la cocina, un amasijo de insectos y hierba.

Cosas.

No sueños ni alucinaciones, sino cosas de verdad.

Y había otra cosa, el asunto que no quería afrontar cara a cara. El cuadro le había hablado. No, no en voz alta, pero desde el momento en que lo había visto, el cuadro había hablado con ella. Llevaba su nombre escrito en el dorso, al menos una variante de su nombre, y el día anterior se había gastado mucho más dinero del que podía permitirse en un peinado idéntico al de la mujer del cuadro.

Con repentina decisión, insertó la hoja del cuchillo en la parte superior del marco e hizo palanca. Se habría detenido de inmediato si hubiera percibido una resistencia apreciable, ya que aquél era el único cuchillo de pelar patatas que tenía y no quería romper la hoja, pero los clavos que sujetaban el marco cedieron con facilidad. Tiró de la parte superior mientras con la mano libre sostenía el vidrio para que no cayera sobre el mostrador y se hiciera añicos, y tras arrancarla la dejó a un lado. Otro grillo muerto cayó sobre el mostrador. Al cabo de un instante sostenía el lienzo. Medía unos sesenta centímetros de anchura por cuarenta y cinco de altura una vez retirado el marco y el relleno. Con gran delicadeza, Rose deslizó los dedos a lo largo del óleo reseco por el tiempo, percibiendo varias capas de alturas levemente distintas, sintiendo incluso los trazos finos dejados por el pincel del artista. Era una sensación interesante, algo sobrecogedora, pero nada sobrenatural; su dedo no penetró en el lienzo para adentrarse en ese otro mundo.

El teléfono, que había comprado y conectado a la caja de la pared el día anterior, sonó por primera vez. El volumen del timbre estaba al máximo, y su chillido repentino y estridente hizo que Rosie diera un respingo y profiriera otro chillido de respuesta. Su mano se tensó, y el dedo estuvo a punto de perforar el lienzo.

Dejó el cuadro sobre la mesa de la cocina y corrió hacia el teléfono con la esperanza de que fuera Bill. Si era él tal vez lo invitaría a su casa para que echara un buen vistazo al cuadro. Y le mostraría los desechos varios que habían surgido de él. Las cosas.

–¿Diga?

–¿Rosie? –No era Bill. Era una mujer–. Soy Anna Stevenson.

–¡Ah, Anna! ¿Cómo estás?

–Pues no muy bien –repuso Anna–. Bastante mal, la verdad. Ha ocurrido algo muy desagradable, y tengo que contártelo. Es posible que no tenga nada que ver contigo... Espero de todo corazón que no..., pero podría ser.

Rosie se sentó, presa de un temor que no había sentido siquiera al percibir las formas de los insectos muertos bajo el dorso del cuadro.

–¿Qué, Anna? ¿Qué ha pasado?

Rosie escuchó la historia de Anna con creciente terror. Cuando terminó, Anna le preguntó si quería ir a Hijas y Hermanas, tal vez para pasar la noche.

–No lo sé –repuso Rosie con voz monótona–. Tengo que pensar. Yo... Anna, tengo que llamar a otra persona. Volveré a llamarte.

Colgó antes de que Anna pudiera contestar, llamó a información, pidió un número y lo marcó.

–Ciudad Libertad –dijo la voz de un hombre mayor.

–Sí, ¿podría hablar con el señor Steiner?

–Yo soy el señor Steiner –replicó la voz ligeramente ronca con aire divertido.

Rosie quedó perpleja un instante, pero entonces recordó que Bill llevaba la tienda con su padre.

–Bill –aclaró con la garganta dolorida–. Me refiero a Bill... ¿Está?

–Un momento, señorita. –Rosie oyó un crujido y el golpe del teléfono cuando el anciano lo dejó sobre el mostrador, y por fin–: ¡Billy! ¡Una señora al teléfono!

Rosie cerró los ojos. A lo lejos oyó al grillo en la pila. Cric cric.

Una pausa larga, insoportable. Una lágrima se le coló por entre las pestañas del ojo izquierdo y le rodó por la mejilla. La siguió otra lágrima en el ojo derecho, y de repente recordó un fragmento de una vieja canción country: «La carrera ha empezado, y ahí viene Orgullo por la recta..., seguido en la cara interior por Pena...». Se enjugó las lágrimas. Había derramado tantas lágrimas en su vida... Si los hindúes tenían razón acerca de la reencarnación, no le hacía ninguna gracia pensar en lo que había sido en su vida anterior.

Al otro lado de la línea cogieron el teléfono.

–¿Diga?

Una voz que ahora oía en sueños.

–Hola, Bill.

No era su voz normal, ni siquiera un susurro. Era más bien el vestigio de un susurro.

–No la oigo–dijo Bill–. ¿Le importaría hablar más alto, señora?

Rosie no quería hablar más alto; quería colgar. Pero no podía. Porque si Anna tenía razón, Bill también podía estar en peligro, en un grave peligro. Si es que cierta persona consideraba que estaba un poco demasiado cerca de ella. Carraspeó y volvió a intentarlo.

–Bill, soy Rosie.

–Rosie –exclamó él complacido–. Eh, ¿cómo estás?

El placer sincero y sencillo que delataba su voz no hizo más que empeorar las cosas; de repente tuvo la sensación de que alguien le estaba retorciendo un cuchillo en las entrañas.

–No puedo salir contigo el sábado –dijo Rosie a toda prisa; las lágrimas le rodaban por las mejillas, brotando de sus párpados como grasa caliente y desagradable–. No puedo salir contigo nunca más. Estaba loca al creer que podía.

–¡Pues claro que puedes salir conmigo! ¡Por el amor de Dios, Rosie! ¿De qué estás hablando?

El pánico que se traslucía en su voz, no enfado, como había esperado a medias, sino pánico, era terrible, pero en cierto modo, la extrañeza que detectó en él era peor. No podía soportarla.

–No me llames ni vengas a verme –le dijo.

De repente vio a Norman con espantosa claridad, de pie frente a su edificio, bajo la lluvia, con el cuello del abrigo subido y una farola iluminándole débilmente la parte inferior del rostro, ahí de pie como uno de los villanos crueles e infernales que salían en las novelas de «Richard Racine».

–Rosie, no entiendo...

–Lo sé, y es mejor así–lo atajó ella con voz temblorosa, a punto de quebrarse–. Manténte alejado de mí, Bill.

Colgó a toda prisa, se quedó mirando el teléfono por unos instantes y luego profirió un grito estridente, agonizante. Se apartó el teléfono del regazo con el dorso de la mano. El aparato salió despedido hasta agotar el cable y cayó al suelo; el zumbido de la línea abierta se parecía sorprendentemente al zumbido de los grillos que la habían acunado el lunes por la noche. De repente no pudo aguantar aquel sonido, sintió que si lo oía aunque sólo fuera otros treinta segundos le partiría los oídos en dos. Se levantó, se acercó a la pared, se agachó y arrancó la clavija de la caja. Cuando intentó incorporarse, las piernas se negaron a sostenerla. Se quedó sentada en el suelo, se cubrió el rostro con las manos y dejó que las lágrimas se apoderaran de ella. De hecho, no tenía elección.

Anna había repetido una y otra vez que no estaba segura, que Rosie tampoco podía estar segura, sospechara lo que sospechase. Pero Rosie estaba segura. Era Norman. Norman estaba allí, Norman había perdido la poca cordura que le quedaba, Norman había matado al ex marido de Anna, Peter Slowik, y Norman la estaba buscando.

A cinco manzanas de La Cafetera Caliente, donde había estado a cuatro segundos de encontrarse con la mirada de su mujer a través del ventanal, Norman entró en una tienda de todo a menos de cinco dólares. «¡Todos los artículos de la tienda a menos de cinco dólares!», rezaba el eslogan del establecimiento, impreso debajo de un dibujo espantoso de Abrabam Lincoln. En el rostro de Lincoln se veía una ancha sonrisa, y el hombre estaba guiñando el ojo; a Norman Daniels le recordó a un tipo al que había detenido en cierta ocasión por estrangular a su mujer y a sus cuatro hijos. En aquella tienda, situada literalmente a un tiro de piedra de Empeños y Préstamos Ciudad Libertad, Norman compró todos los artículos de disfraz que pretendía llevar aquel día: unas gafas de sol y una gorra con la palabra CHISOX impresa sobre la visera. .

Gracias a sus diez años de experiencia como detective inspector, Norman había llegado a creer que los disfraces sólo tenían cabida en tres lugares: las películas de espías, los libros de Sherlock Holmes y las fiestas de carnaval. Resultaban especialmente inútiles durante el día, cuando el maquillaje parecía eso, maquillaje, y los disfraces no eran más que disfraces. Y las tías de Hijas y Hermanas, esa casa de putas posmoderna, donde su amigo Peter Slowik había confesado por fin haber enviado a su errante Rose, estarían al acecho de predadores que se aproximaran a su abrevadero. Para tías como aquéllas, la paranoia era mucho más que una forma de vida; era el non plus ultra.

La gorra y las gafas de sol cumplirían su cometido; lo único que había planeado para aquella tarde era lo que Gordon Satterwaite, su primer compañero como detective, habría denominado «una excursión de reconocimiento». A Gordon siempre le había gustado agarrar a su joven compañero y decirle que ya era hora de hacer lo que llamaba «el detective». Gordon era un tipo gordo, apestoso, que mascaba tabaco a todas horas y tenía los dientes marrones; Norman lo había detestado casi desde el primer momento. Gordon llevaba en la policía veintiséis años en aquella época, dieciséis como inspector, pero no tenía mano izquierda para el trabajo. Norman sí. No le gustaba y odiaba a los cabronazos con los que tenía que hablar (y a veces relacionarse, si se hallaba en misión secreta), pero tenía mano izquierda para el trabajo, un rasgo que había demostrado ser de incalculable valor a lo largo de los años. Le había ayudado a resolver el caso que le había granjeado el ascenso, el caso que lo había convertido, al menos por un momento, en el chico de oro de los medios de comunicación. En aquella investigación, al igual que en la mayoría de las investigaciones relacionadas con el crimen organizado, llegó un momento en que las pistas que los investigadores habían estado siguiendo desaparecieron en un laberinto confuso de caminos divergentes, lo que enturbió la senda principal. La diferencia en el caso de las drogas residió en que Norman Daniels, por primera vez en su carrera, era el encargado de la investigación, y cuando la lógica fallaba, hacía sin vacilar lo que la mayoría de los policías no podía o no quería hacer: pasar a la intuición y poner todo su futuro en manos de lo que dicha intuición le dictaba, abalanzándose hacia delante de forma agresiva y temeraria.

Para Norman no existía eso de «excursiones de reconocimiento»; para Norman, lo único que existía era el método de la apisonadora. Cuando estabas confuso, te centrabas en algo relacionado con el caso, lo considerabas con la mente completamente abierta y no repleta de ideas estúpidas y suposiciones de pacotilla, y entonces te convertías en una persona sentada en un bote que se movía a cámara lenta, echabas la caña y recogías el hilo, echabas y recogías... a la espera de que picara algo. A veces no sucedía nada. A veces no pescabas nada aparte de un tronco sumergido, una bota vieja de goma o la clase de pez que ni un mapache hambriento se comería.

Pero a veces pescabas un pez sabroso.

Se puso el sombrero y las gafas de sol, y a continuación torció a la izquierda en dirección a Harrison Street, camino de Durham Avenue. Lo separaban al menos cinco kilómetros del barrio en que se hallaba Hijas y Hermanas, pero no le importaba; el paseo le serviría para dejar la mente en blanco. Cuando llegara al 251 sería como una hoja en blanco de papel fotográfico y estaría preparado para recibir cualquier imagen e idea que llegara sin intentar modificarla para que se ajustara a sus propias ideas preconcebidas. Si no tenías ideas preconcebidas no podías hacerlo.

Llevaba el mapa, que le había costado un ojo de la cara, en el bolsillo trasero, pero sólo se detuvo a consultarlo una vez. Llevaba menos de una semana en la ciudad, pero ya conocía su geografía mucho mejor que Rosie, y una vez más, ello se debía no tanto a su formación como a un talento natural.

El día anterior, al despertarse con dolor de manos, hombros y entrepierna, con la mandíbula tan dolorida que sólo podía abrir la boca a medias (el primer intento de bostezar al bajar los pies de la cama había sido un tormento), se había dado cuenta con horror de que lo que había hecho con Peter Slowik, alias Tambor, alias el Increíble judío Urbano, había sido con toda probabilidad un error. No sabía con exactitud hasta qué punto había sido un error, porque gran parte de lo que había ocurrido en casa de Slowik seguía envuelto en una neblina confusa, pero había sido un error, sin lugar a dudas; al llegar al quiosco del hotel había decidido que no había probablementes que valieran. Los probablementes eran para los gilipollas de todas formas. Aquella había sido una regla defendida a ultranza de su código personal desde que tenía poco más de diez años, cuando su madre los había abandonado y su padre había empezado a tomarse en serio lo de las palizas.

En el quiosco había comprado un periódico para hojearlo a toda prisa en el ascensor mientras subía a su habitación. No mencionaba a Peter Slowik, pero aquello no había aliviado gran cosa a Norman. Tal vez no habían encontrado el cadáver de Tambor a tiempo para incluir la noticia en la edición matinal; de hecho, era posible que siguiera tendido donde Norman lo había dejado (donde creía haberlo dejado, se corrigió; toda la escena seguía pareciéndole muy confusa), encajado tras el calentador del sótano. Pero los tipos como Tambor, tipos que prestaban gran cantidad de servicios públicos y tenían montones de amigos liberales, no permanecían ocultos durante mucho tiempo. Alguien empezaría a preocuparse, otros irían a buscarlo a su acogedora madriguera de Beaudry Place, y al final alguien descubriría algo extremadamente desagradable detrás del calentador.

Y en efecto, lo que no había aparecido el día anterior estaba ahora allí, en la primera página de la sección metropolitana: ASISTENTE SOCIAL ASESINADO EN SU CASA. Según el artículo, el trabajo en Asistencia al viajero sólo había sido una de las actividades extralaborales de Tambor..., y por cierto, no estaba precisamente hundido en la miseria. Según el periódico, su familia, de la que Tambor era el hijo menor, tenía bastante pasta. EL hecho de que el tío trabajara en una terminal de autobuses a las tres de la mañana, enviando a esposas descarriadas a las putas de Hijas y Hermanas, no hacía más que demostrar que, o bien le faltaban unos cuantos tornillos, o bien era de la acera de enfrente. En cualquier caso, era el típico buenazo gilipollas que iba de aquí para allá, demasiado ocupado intentando salvar el mundo como para cambiarse de calzoncillos. Asistencia al viajero, Ejército de salvación, teléfonos de ayuda, ayuda a Bosnia, ayuda a Rusia (cabría esperar que un judío como Tambor tuviera el sentido común suficiente para pasar de Rusia al menos, pero no), y dos o tres «causas femeninas». El periódico no especificaba estas últimas, pero Norman ya conocía una de ellas, Hijas y Hermanas, conocida también por el nombre de Lesbianas en el País de las Maravillas. El sábado se celebraría una misa por el alma de Tambor, aunque el periódico la llamaba «círculo de conmemoración». Por el amor de Dios.

También sabía que la muerte de Slowik podía guardar relación con cualquiera de las causas para las que trabajaba el hombre... o con ninguna de ellas. La policía investigaría también su vida personal, siempre y cuando un desgraciado como Tambor tuviera vida personal, y tampoco descartarían la posibilidad de que pudiera tratarse del aún más popular «asesinato sin móvil», cometido por algún psicópata que pasaba por allí. Un tipo en busca de un tentempié, por así decirlo.

Sin embargo, ninguna de aquellas cosas importaría demasiado a las putas de Hijas y Hermanas. Norman estaba convencido de ello al ciento por ciento. Había acumulado una experiencia considerable con hogares intermedios y centros de acogida para mujeres en su trabajo, una experiencia creciente a medida que pasaban los años y la gente que Norman consideraba soplapollas posmodernos empezaba a ejercer influencia sobre el modo en que los demás pensaban y se comportaban. Según los soplapollas posmodernos, todo el mundo procedía de una familia disfuncional, todo el mundo sublimaba al niño que llevaba dentro, y todo el mundo debía tener mucho cuidado con la gente mala y repugnante que acechaba ahí fuera y tenía el valor suficiente para andar por la vida sin gimotear, lloriquear ni correr cada noche a alguna terapia psicológica de grupo. Los soplapollas posmodernos eran unos cabronazos, pero algunos de ellos, y las mujeres de lugares como Hijas y Hermanas eran el ejemplo perfecto, podían ser cabronazos muy cautelosos. ¿Cautelosos? Mierda, si conferían un significado completamente nuevo al término «mentalidad de búnker».

Norman había pasado casi todo el día anterior en la biblioteca, donde encontró cosas muy interesantes acerca de Hijas y Hermanas. Lo más gracioso era que la mujer que dirigía el lugar, Anna Stevenson, había sido la señora Tambor hasta 1973, año en que por lo visto se había divorciado de él y recuperado su nombre de soltera. Parecería una simple coincidencia si uno no conocía los ritos de apareamiento de los soplapollas posmodernos. Siempre andaban en parejas, pero casi nunca eran capaces de ir a la par, ni mucho menos. Uno siempre quería blanco, mientras que el otro decía blanco. Eran incapaces de comprender la pura verdad, que los matrimonios políticamente correctos no funcionaban.

La ex mujer de Tambor dirigía el lugar según los baremos de la mayoría de los centros de acogida para mujeres maltratadas, cuya máxima era «sólo las mujeres saben, sólo las mujeres hablan». En un artículo de un suplemento dominical, publicado hacía poco más de un año, la Stevenson (a Norman le asombró comprobar cuánto se parecía a esa puta de Maud de la vieja serie de televisión) desechaba la idea por considerarla «no sólo sexista, sino también estúpida». En aquel contexto se citaba también a una mujer llamada Gert Kinshaw. «Los hombres no son nuestros enemigos a menos que demuestren serlo –decía–. Pero si pegan, nosotras se la devolvemos. » Había una foto de ella, una zorra negra y gorda que a Norman le recordó vagamente al jugador de fútbol de Chicago William Nevera Perry.

–Si intentas pegarme, cariño, te usaré de trampolín –murmuró.

Pero todos aquellos detalles, por interesantes que resultaran, eran secundarios. Con toda probabilidad, había hombres en aquella ciudad que sabían dónde se encontraba el lugar y tenían permiso para enviar a mujeres, y era posible que lo dirigiera un solo soplapollas posmoderno en lugar de un comité entero, pero Norman estaba seguro de que en un aspecto, Hijas y Hermanas sería igual que sus contrapartidas más tradicionales: la muerte de Peter Slowik las habría puesto en alerta roja. No supondrían lo que supondría la policía; a menos y hasta que se demostrara lo contrario, supondrían que el asesinato de Slowik guardaba relación con ellas..., en concreto con una de las personas a las que Slowik había enviado al centro durante los últimos seis u ocho meses de su vida. Cabía la posibilidad de que el nombre de Rosie ya hubiera sonado en aquel contexto.

Entonces, ¿por qué lo hiciste?, se preguntó. Por el amor de Dios, ¿por qué lo hiciste? Había otras formas de llegar hasta aquí, y los conoces. Eres policía, por Dios, ¡cómo no vas a conocerlas! Así que, ¿por qué perdiste los estribos? Seguro que esa foca del artículo de periódico, Gertie la Sucia Cómo se llame, está al lado de la ventana del salón de ese puto sitio, usando prismáticos para detectar cualquier polla bamboleante que se acerque. Eso si no se ha muerto de una embolia por culpa de las chocolatinas, claro. Así que, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué?

La respuesta estaba al alcance de la mano, pero Norman se alejó de ella antes de que tuviera oportunidad de asomar a su mente consciente; se alejó porque las implicaciones eran demasiado siniestras. Se había cargado a Tambor por la misma razón que le había llevado a estrangular a la puta pelirroja de los pantalones ceñidos de color cervato, porque algo había salido arrastrándose de lo más profundo de su mente y lo había obligado a hacerlo. Aquel impulso aparecía cada vez con más frecuencia, y se negaba a pensar en ello. Era mejor no pensar en ello. Más seguro.

Entretanto, ahí estaba. A escasa distancia del Palacio del Coño.

Norman cruzó a la acera de los números pares de Durham Avenue sin prisas, sabiendo que cualquier observador se sentiría menos amenazado por un tipo que caminara por la otra acera. La observadora a la que tenía en mente era la foca negra cuya fotografía había visto en el periódico, un armario gigantesco con unos prismáticos de alta resolución en una mano y un enorme cucurucho de helado derritiéndose en la otra. Aflojó el paso un poco más, pero no mucho... Alerta roja, se recordó. Estarán en alerta roja.

Era una gran casa blanca de madera, no de estilo puramente victoriano, sino una de esas casonas de principios de siglo que consisten en tres plantas de fealdad. De frente parecía estrecha, pero Norman había crecido en una casa bastante parecida y apostaba lo que fuera a que llegaba hasta la siguiente manzana.

Y con una puta aquí y otra puta allá, pensó Norman procurando no variar el paso tranquilo y no examinar la casa de una sola tirada, sino a pequeños vistazos. Una puta aquí y otra puta allá, putas putas en todas partes.

Sí, señor. Putas putas en todas partes.

Sintió que aquella rabia tan conocida empezaba a palpitarle de nuevo en las sienes, y con ella apareció una imagen también conocida, la imagen que representaba todas las cosas que no podía expresar: la tarjeta del cajero automático. La tarjeta verde que Rose se había atrevido a robar. La imagen de aquella tarjeta siempre estaba cerca de él y simbolizaba todos los terrores y compulsiones de su vida, las fuerzas contra las que luchaba, los rostros (el de su madre, por ejemplo, blanco, pastoso y en cierto modo malvado) que a veces se filtraban en su mente mientras yacía en la cama por la noche e intentaba conciliar el sueño, las voces que oía en sueños. La de su padre, por ejemplo. «Ven aquí, Norman, tengo algo que decirte, y quiero decírtelo de cerca. » A veces, aquellas palabras significaban un golpe. Otras, si había suerte y estaba borracho, significaba una mano deslizándose en su entrepierna.

Pero todo aquello no importaba ya; sólo importaba la casa de la acera de enfrente. No tendría ocasión de echarle otro vistazo como aquél, y si desperdiciaba aquellos segundos preciosos pensando en el pasado, el gilipollas sería él.

Estaba justo delante de la casa. Bonito jardín, estrecho pero profundo. Bonitos parterres de flores, salpicados de capullos primaverales, flanqueaban el porche. En el centro de cada parterre se veían postes de metal cubiertos de hiedra. Sin embargo, habían apartado la hiedra de los cilindros de plástico negro que coronaban los postes, y Norman sabía por qué; había cámaras de televisión ocultas en aquellos cilindros oscuros, cámaras que proporcionaban imágenes superpuestas de la calle. Si alguien estaba vigilando los monitores en aquel momento, vería un hombrecillo en blanco y negro, tocado con una gorra de béisbol y gafas de sol, avanzando de pantalla en pantalla, caminando algo encorvado y con las rodillas un poco dobladas para que el observador casual no advirtiera que medía un metro ochenta y cinco.

Había otra cámara instalada sobre la puerta principal, que sin duda carecería de cerradura; era demasiado fácil hacer copias de llaves o forzar una cerradura con un buen juego de horquillas. No, lo más probable era que hubiera una ranura para tarjetas de apertura, una consola con un código numérico o ambas cosas. Y más cámaras en el jardín trasero, por supuesto.

Mientras pasaba por delante de la casa, Norman se arriesgó a volver la cabeza por última vez para ver el jardín lateral. Había un huerto en el que dos putas con pantalones cortos clavaban palos largos en la tierra para sujetar las tomateras, suponía Norman. Una de ellas parecía mexicana. Piel olivácea y cabello oscuro y largo peinado en cola de caballo. Un cuerpazo de la hostia, alrededor de veinticinco años. La otra era más joven, tal vez ni siquiera había cumplido los veinte, una de esas desgraciadas medio punk y medio grunge con el pelo teñido de dos colores. Sobre la oreja se veía un vendaje. Llevaba una camiseta psicodélica sin mangas, y Norman distinguió un tatuaje en su bíceps izquierdo. Norman no tenía la vista lo bastante aguda para descubrir de qué se trataba, pero llevaba mucho tiempo trabajando como policía y sabía que probablemente sería el nombre de un grupo de rock o un dibujo espantoso de una planta de marihuana.

De repente, Norman se vio cruzando la calle a toda prisa sin hacer caso de las cámaras; se vio agarrando a la Señorita Chocho Caliente del pelo de estrella de rock; se vio deslizando una de sus grandes manos alrededor de aquel cuello diminuto y levantándolo hasta que la mandíbula lo detuviera. «Rose Daniels –diría a la otra, la mexicana de pelo oscuro y cuerpazo de mil pares de cojones–. Que salga ahora mismo o le rompo el cuello a esta desgraciada como si fuera un hueso de pollo. »

Sería fantástico, pero estaba casi convencido de que Rosie ya no estaba allí. La investigación que había efectuado en la biblioteca le había revelado que casi tres mil mujeres se habían beneficiado de los servicios que Hijas y Hermanas prestaban desde que Leo y Jessica Stevenson fundaran el centro en 1974, y la estancia media era de cuatro semanas. Las enviaban al mundo exterior al cabo de poco tiempo, a esas putas que parían y esparcían enfermedades, a esas mosquitas bonitas. Probablemente les daban vibradores en lugar de diplomas cuando se licenciaban.

No, a buen seguro, Rose se había marchado, estaría trabajando de empleada doméstica en algún lugar que sus amigas, tortilleras le habrían buscado y por la noche volvería a una habitación cutre que también le habrían proporcionado sus colegas. Sin embargo, las zorras de la acera de enfrente sabrían dónde vivía; la Stevenson tendría su dirección en los archivos, y lo más probable era que las tías del huerto ya hubieran estado en su madriguera asquerosa para tomar el té y galletas de campamento. Las que no hubieran estado lo sabrían todo acerca del piso de boca de las que sí habían estado, porque así eran las mujeres. Para que mantuvieran el pico cerrado había que matarlas.

La más joven de las dos mujeres, la que llevaba el pelo al estilo de una estrella del rock, le dio un susto de muerte al incorporarse, verlo... y saludarlo con la mano. Por un terrible instante, Norman estuvo seguro de que se estaba riendo de él, de que todas se estaban riendo de él, de que estaban alineadas tras las ventanas del Castillo de las Tortilleras, riéndose de él, del inspector Norman Daniels, que había detenido a media docena de barones de la cocaína pero no era capaz de evitar que su mujer le robara la puta tarjeta del cajero.

Sus manos se cerraron en dos enormes puños.

¡Contrólate!, gritó la versión Norman Daniels de la señora Práctica–Sensata. ¡Probablemente saluda a todo el mundo! ¡Probablemente saluda a los perros callejeros! ¡Eso es lo que hacen las zorras como ella!

Sí. Sí, por supuesto. Norman abrió las manos, levantó una de ellas y surcó el aire en un breve saludo. Incluso logró esbozar una sonrisa que reavivó el dolor que le atenazaba los músculos, los tendones e incluso los huesos de la parte posterior de la boca. Y entonces, cuando la Señorita Chocho Caliente se concentró de nuevo en la horticultura, la sonrisa se desvaneció, y Norman siguió caminando con el corazón desbocado.

Intentó volver a centrarse en el problema al que se enfrentaba ahora: ¿cómo lograría aislar a una de aquellas zorras, a ser posible la Zorra Jefa, a fin de no correr el riesgo de toparse con alguna que no supiera lo que necesitaba averiguar, y hacerla hablar? Pero toda su capacidad de abordar aquel problema deforma racional parecía haberse esfumado, al menos de momento.

Se llevó las manos a los lados del rostro y se masajeó la mandíbula. Ya se había hecho daño de aquella forma con anterioridad, pero nunca tanto... ¿Qué le había hecho a Tambor? El periódico no daba detalles, pero el dolor de mandíbulas (y de dientes, también de dientes) indicaba que se había puesto las botas.

Si me pillan voy listo, se dijo. Tendrán fotografías de las marcas que le dejé. Tendrán muestras de mi saliva y..., bueno..., de cualquier otro fluido que dejara allí. Hoy en día hacen montones de pruebas exóticas, lo comprueban todo, y ni siquiera sé si soy secretorio.

Sí, es cierto, pero no iban a pillarle. Estaba registrado en el Whitestone como Alvin Dodd, de New Haven, y si le obligaban podía mostrar un carné de conducir (de los que llevan la foto) que respaldaría su declaración. Si la poli llamaba a la poli de su ciudad, les dirían que Norman Daniels se hallaba a mil quinientos kilómetros del Medio Oeste, acampando en el Parque Nacional Sión, de Utah, tomándose unas vacaciones bien merecidas. Tal vez incluso dirían a los otros policías que no fueran idiotas, que Norman Daniels era un chico de oro y buena fe. Sin duda no saldría a relucir la historia de Wendy Yarrow..., ¿verdad?

No, probablemente no. Pero tarde o temprano...

La cuestión era que no le importaba el tarde, sino tan sólo el temprano. Encontrar a Rose y sostener una conversación muy seria con ella. Hacerle un regalo. Su tarjeta del cajero, de hecho. Y nunca más volvería a aparecer en un contenedor de basura ni en la cartera de ningún maricón grasiento. También se aseguraría de que Rose no la perdiera ni la tirara nunca más. La pondría en un lugar seguro. Y si podía ver en la oscuridad más allá de la... inserción de aquel último regalo..., bueno, pues eso sería una bendición.

Ahora que volvía a pensar en la tarjeta del cajero, no pudo desterrarla de su mente, como solía ocurrirle últimamente, tanto dormido como despierto. Era como si aquel trozo de plástico se hubiera convertido en un extraño río verde (el río Mercantil en lugar del Mississippi) y como si sus pensamientos fueran un torrente que fluyera hacia ese río. Todos sus pensamientos fluían pendiente abajo y acababan por perder su identidad al fundirse con la corriente verde de su obsesión.

Aquella pregunta inmensa, aquella pregunta que carecía de respuesta reapareció una vez más. ¿Cómo se había atrevido? ¿Cómo narices se había atrevido a robarla? Suponía que podía comprender por qué se había ido, por qué había querido escapar de él, aunque no podía perdonarlo y sabía que Rose tendría que morir por engañarlo de aquel modo, por ocultar la traición en su apestoso corazón de mujer con tanta habilidad. Pero que le robara la tarjeta del cajero, que se llevara lo que le pertenecía a él, como el niño que trepaba a la alubia para robarle la gallina de los huevos de oro al gigante dormido...

Sin darse cuenta de lo que hacía, Norman se metió el primer dedo de la mano izquierda en la boca y empezó a morderlo. Hubo dolor, mucho dolor, pero esta vez no lo sintió; estaba absorto en sus Pensamientos. En los primeros dedos de ambas manos tenía gruesos callos porque se mordía cuando estaba nervioso, un hábito muy, muy antiguo que se remontaba a los días de su niñez. Al principio, el callo resistió, pero a medida que pensaba más y más en la tarjeta del cajero, que su color verde se oscurecía en su mente hasta convertirse en el matiz casi negro de los abetos al anochecer (un color bien distinto del tono lima de la tarjeta), cedió, y la sangre empezó a correrle por la mano y los labios. Sepultó los dientes en el dedo, regocijándose en el dolor, machacando la carne, saboreando la sangre tan salada y espesa, como el sabor de la sangre de Tambor cuando le había atravesado el cordón de la base del...

–¡Mamá! ¿Por qué se está haciendo ese hombre eso en el dedo?

–No importa. Vamos.

Aquellas palabras lo despertaron de la ensoñación. Miró por encima del hombro con aire perezoso, como alguien que despertara de una siesta breve pero profunda, y vio a una mujer joven y un niño de unos tres años alejándose de él. La mujer tiraba del pequeño con tanta insistencia que éste casi corría, y cuando se volvió para mirarlo, Norman vio que estaba aterrorizada.

¿ Qué era lo que había estado haciendo exactamente?

Se miró el dedo y vio profundas marcas ensangrentadas a ambos lados de él. Algún día se lo arrancaría y se lo tragaría. Aunque no sería la primera vez que arrancara algo. Y se lo tragara.

Sin embargo, aquella calle era mal sitio para perder el control. Se sacó un pañuelo del bolsillo trasero y se envolvió el dedo ensangrentado. Luego alzó la cabeza y miró en derredor. Le sorprendió que estara a punto de caer la noche; en algunas casas había luces encendidas. ¿Cuánto había caminado?¿ Dónde estaba?

Entornó los ojos para leer el rótulo del siguiente cruce. Dearborn Avenue. A su derecha vio un colmado con un aparcamiento para bicicletas delante y un rótulo que anunciaba PANECILLOS RECIÉN SALIDOS DEL HORNO en el escaparate. El estómago de Norman protestó. Se dio cuenta de que tenía hambre por primera vez desde que se apeara del autobús de Continental Express y tomara un bol de cereales fríos en la cafetería de la terminal, unos cereales que se había comido porque era lo que Rose habría comido.

De repente le apetecía comer unos cuantos panecillos, era lo único en el mundo que quería..., pero no sólo panecillos. Quería panecillos recién salidos del horno, como los que hacía su madre. Era una vaca fofa que nunca paraba de gritar, pero desde luego era una gran cocinera. De eso no cabía ninguna duda. Y además siempre había sido su mejor cliente.

Espero que sean recién salidos del horno, pensó Norman mientras subía la escalinata. En el interior vio a un anciano ocupado detrás del mostrador. Espero que sean recién salidos del horno, porque si no, que Dios te ayude, amigo.

Estaba apunto de asir el picaporte cuando uno de los carteles del escaparate le llamó la atención. Era de color amarillo brillante, y aunque no podía saber que Rosie había colocado ese cartel personalmente, sintió que algo se removía en su interior aun antes de leer las palabras Hijas y Hermanas.

Se inclinó hacia delante para leerlo con ojos pequeños y escrutadores mientras el corazón empezaba a latirle con violencia.

SAL Y JUEGA CON NOSOTRAS

EN EL HERMOSO ETTINGER'S PIER

CELEBRAMOS

LOS CIELOS DESPEJADOS Y LOS DÍAS CÁLIDOS CON

EL 9° PICNIC Y CONCIERTO ANUAL DE

HIJAS Y HERMANAS

SÁBADO, 4 DE JUNIO

TENDERETES – TALLERES – JUEGOS DE AZAR –

JUEGOS DE HABILIDAD – PINCHADISCOS RAP PARA LOS JÓVENES

¡¡¡Y!!!

LAS INDIGO GIRLS EN CONCIERTO A LAS 20 HORAS

¡PADRES SOLTEROS, HABRÁ SERVICIO DE GUARDERÍA!

¡VENID TODOS!

TODOS LOS INGRESOS IRÁN A BENEFICIO

DE HIJAS Y HERMANAS

QUE OS RECUERDAN QUE

LA VIOLENCIA CONTRA UNA MUJER

ES UN CRIMEN CONTRA TODAS LAS MUJERES

El sábado día 4. Este sábado. ¿Y estaría ella allí, su pequeña Rose errante? Por supuesto que sí, ella y todas sus nuevas amigas tortilleras. Todos esos chochos juntos.

Norman resiguió con el dedo mordido la sexta línea empezando por el final del cartel. La sangre empezaba a empapar el pañuelo que lo envolvía.

Venid todos.

Eso era lo que decía, y Norman pensó que quizás aceptaría la invitación.

El jueves por la mañana, casi a las once y media, Rosie tomó un sorbo de agua mineral, se enjuagó con él la boca, tragó el líquido y volvió a coger las páginas.

«Se acercaba, de eso no cabía ninguna duda; esta vez, sus oídos no le estaban jugando una mala pasada. Peterson oyó el staccato de sus zapatos de tacón alto aproximándose por el pasillo. La imaginó con el bolso ya abierto, revolviendo su contenido en busca de la llave, preocupada por el demonio que tal vez le pisaba los talones cuando en realidad debería haberse preocupado por el que la acechaba más adelante. Comprobó a toda prisa que seguía teniendo el cuchillo y a continuación se colocó la mieda de nailon sobre el rostro. Cuando la llave de ella entró en la cerradura, Peterson sacó el cuchillo y... »

–¡Corten, corten, corten! –gritó Rhoda con impaciencia por los altavoces.

Rosie alzó la vista y miró por el vidrio. No le gustó el modo en que Curt Hamilton estaba sentado junto al DAT, mirándola con los auriculares caídos sobre las clavículas, pero lo que la alarmó fue el hecho de que Rhoda estuviera fumando uno de sus cigarrillos delgados en la sala de control, haciendo caso omiso del rótulo de No FUMAR colgado de la pared. Rhoda tenía aspecto de estar pasando una mañana espantosa, pero no era la única.

–Rhoda, ¿he hecho algo mal?

–No si llevas miedas de nailon, supongo –replicó Rhoda mientras arrojaba la ceniza en un vaso de poliestireno que reposaba sobre el panel del control que tenía delante–. Ahora que lo pienso, bastantes tipos me las han tocado a lo largo de los años, pero creo que siempre las he llamado medias.

Por un instante, Rosie se quedó perpleja, sin saber de qué estaba hablando Rhoda, pero tras repetir mentalmente las últimas frases que había leído, emitió un gruñido.

–Vaya, Rhoda, lo siento.

Curt se cubrió de nuevo los oídos con los auriculares y pulsó un botón.

–Mata todos mis mañanas, toma setenta y tr...

Rhoda le puso una mano en el brazo y dijo algo que a Rosie le heló la sangre en las venas.

–No te molestes.

Luego miró por el vidrio, vio la expresión asustada de Rosie y le dedicó una sonrisa forzada pero amable.

–Tranquila, Rosie, sólo he adelantado la hora de la comida. Venga, sal.

Rosie se levantó con demasiada rapidez, se golpeó el muslo izquierdo contra la mesa y estuvo a punto de volcar la botella de agua mineral. Salió de la cabina a toda prisa.

Rhoda y Curt se hallaban al otro lado de la puerta, y por un instante, Rosie estuvo convencida, mejor dicho, supo que habían estado hablando de ella.

Si realmente crees eso, Rosie, lo más probable es que tengas que ir al médico, advirtió la señora Práctica–Sensata con voz severa. A esa clase de médico que te enseña manchas de tinta y te pregunta cuándo aprendiste a ir sola al lavabo. Por lo general, Rosie no hacía mucho caso a aquella voz, pero esta vez la acogió con agrado.

–Puedo hacerlo mejor –aseguró a Rhoda–. Y te prometo que esta tarde lo haré mejor. Te lo juro.

¿Era cierto? Lo fastidioso era que no lo sabía. Llevaba toda la mañana intentando sumergirse en Mata todos mis mañanas como había hecho con El pez manta, pero no lo había conseguido. Cuando empezaba a adentrarse en aquel mundo en que Alma St. George sufría la persecución de su admirador psicótico, Peterson, la invadía una de las voces que había oído la noche anterior, la de Anna diciéndole que su ex marido, el hombre que la había enviado a Hijas y Hermanas, había sido asesinado, o la de Bill, llena de pánico y confusión al preguntarle qué le pasaba, o lo que era peor, la suya propia diciéndole a Bill que se mantuviera alejado de ella. Que se mantuviera alejado.

Curt le dio una palmadita en el hombro.

–Tienes un mal día con la voz –comentó–. Es como tener un mal día con el pelo, sólo que peor. Lo vemos mucho en esta Cámara de los Horrores Auditivos, ¿verdad, Rho?

–Y que lo digas –repuso Rhoda.

Sin embargo, sus ojos no se apartaron del rostro de Rosie, y Rosie creía saber lo que veían. La noche anterior había dormido apenas dos o tres horas, y no tenía los cosméticos a prueba de bomba necesarios para ocultar la secuelas de la falta de sueño.

Ni tampoco sabría usarlos aunque los tuviera, pensó Rosie.

En el instituto, es decir, cuando menos necesitaba de ellos, había tenido los utensilios de maquillaje más básicos, pero desde que se casara con Norman, había pasado con polvos y dos o tres barras de labios de los tonos más naturales. «Si quisiera ver a una puta me habría casado con una», le había dicho Norman en cierta ocasión.

Pensó que eran sus ojos lo que Rhoda estaría examinando con más detenimiento; los párpados enrojecidos, los globos inyectados en sangre, las ojeras. Después de apagar la luz había llorado durante más de una hora, pero no había logrado conciliar el sueño, lo que habría sido una auténtica bendición. Las lágrimas se habían secado, y Rosie había yacido en la oscuridad intentando no pensar, pero sin conseguirlo. Una vez pasada la medianoche se le ocurrió una idea terrible; había cometido un error al llamar a Bill, había cometido un error al negarse a sí misma su consuelo (y tal vez su protección) cuando más lo necesitaba.

¿Protección?, pensó. No me hagas reír. Ya sé que te gusta, cariño, y no pasa nada, pero seamos realistas. Norman se lo merendaría en un santiamén.

Pero no tenía forma de saber si Norman estaba realmente en la ciudad... Eso era lo que Anna le había repetido una y otra vez. Peter Slowik había defendido un gran número de causas, y algunas de ellas no demasiado populares. Quizás había sido otra cosa la que lo había metido en líos..., la que lo había matado.

Pero Rosie sabía que no era cierto. En el fondo de su corazón lo sabía. Era Norman.

Pese a todo, aquella voz había seguido susurrando hora tras hora. ¿Lo sabía en el fondo de su corazón? ¿O es que la parte de su ser que no era Práctica ni Sensata, sino tan sólo estaba Temblorosa y Aterrorizada, se escondía tras aquella idea? ¿Se había aferrado a la llamada de Anna como excusa para renunciar a la amistad de Bill antes de que pudiera progresar?

No lo sabía, pero sí sabía que la idea de no volver a verlo la hacía sentirse desgraciada... y también asustada, como si hubiera perdido un instrumento quirúrgico vital. Una persona no podía empezar a depender de otra al cabo de tan poco tiempo, por supuesto, pero cuando dieron la una y las dos (y las tres), la idea empezó a antojársele cada vez menos ridícula. Si aquella clase de dependencia instantánea era un fenómeno imposible, ¿por qué la asustaba y vaciaba tanto la idea de no volverlo a ver?

Cuando por fin se quedó dormida, soñó de nuevo que iba con él en moto, que llevaba el vestido rojo violáceo y le apretaba el cuerpo con los muslos desnudos. Cuando sonó el despertador, demasiado temprano, desde luego, despertó sin aliento y acalorada, como si tuviera fiebre.

–Rosie, ¿estás bien? –preguntó Rhoda.

–Sí –asintió–.Sólo que...

Miró alternativamente a Curt y a Rhoda. Luego se encogió de hombros y curvó los labios en una sonrisa forzada.

–Es que, ya sabéis, estoy con la regla.

–Ajá –dijo Rhoda sin convicción–. Bueno, baja a la cafetería con nosotros. Ahogaremos nuestras penas en ensalada de atún y batido de fresa.

–Eso –corroboró Curt–. Invito YO.

Esta vez, la sonrisa que esbozó Rosie fue un poco más sincera, pero meneó la cabeza.

–Voy a pasar. Lo que me apetece es dar un buen paseo con la cara al viento, a ver si se me despejan las ideas.

–Si no comes, lo más probable es que te desmayes a las tres –advirtió Rhoda.

–Me tomaré una ensalada, te lo prometo –Rosie se dirigía ya hacia el viejo ascensor renqueante–. Si como cualquier otra cosa estropearé media docena de tomas buenas con mis eructos.

–Hoy no importaría demasiado de todas formas –replicó Rhoda–. A las doce y cuarto, ¿vale?

–Vale –asintió Rosie.

Pero mientras el ascensor descendía lentamente los cuatro pisos que la separaban del vestíbulo, el último comentario de Rhoda le siguió resonando en la cabeza. Hoy no importaría demasiado de todas formas. ¿Y si por la tarde no lo hacía mejor? ¿Y si pasaban de la toma setenta y tres a la toma ochenta y a la toma ciento no sé cuántos? ¿Y si al día siguiente, cuando se encontrara con el señor Lefferts, la despedía en lugar de ofrecerle un contrato? ¿Qué haría entonces?

De repente la acometió una oleada de odio hacia Norman. La golpeó entre los ojos como un objeto duro y pesado, tal vez un peldaño o la hoja roma de un hacha vieja y oxidada. Aunque Norman no hubiese matado al señor Slowik, aunque Norman siguiese en aquella otra zona horaria, la seguía, igual que Peterson seguía a la pobre y asustada Alma St. George. La seguía en el interior de su cabeza.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Rosie salió al vestíbulo, y el hombre que esperaba de pie junto al directorio del edificio se volvió hacia ella con expresión esperanzada y cautelosa a un tiempo. Era una expresión que le hacía parecer más joven aún..., casi un adolescente.

–Hola, Rosie –la saludó Bill.

Rosie sintió la necesidad repentina e increíblemente intensa de echar a correr antes de que Bill advirtiera hasta qué punto la había desconcertado, pero en aquel momento, los ojos de Bill se clavaron en los suyos, los atraparon, y la opción de escapar desapareció. Había olvidado aquellas fascinantes motas verdes de sus ojos, aquellos rayos de sol reflejados en agua poco profunda. En lugar de echar a correr hacia las puertas del vestíbulo, Rosie se acercó lentamente a él con una mezcla de temor y felicidad. Sin embargo, el sentimiento que la dominaba era un intenso alivio.

–Te dije que te mantuvieras alejado de mí –empezó con voz temblorosa.

Bill alargó el brazo para cogerle la mano. Rosie estaba convencida de que no podía permitírselo, pero no pudo evitar que sucediera... ni que su mano capturada se girara para poder entrelazar los dedos con los de él.

–Ya lo sé –se limitó a decir Bill–. Pero no puedo, Rosie.

Aquello la asustó; le soltó la mano mientras escudriñaba su rostro con aire inseguro. Nunca le había sucedido nada parecido, nada, y no tenía ni idea de cómo debía reaccionar ni comportarse.

Bill abrió los brazos, y tal vez sólo era un gesto para poner de manifiesto su impotencia, pero era el único gesto que el corazón cansado y esperanzado de Rosie necesitaba; hacía a un lado todas las vacilaciones remilgadas que habían ocupado su mente y tomaba las riendas de la situación. Rosie empezó a andar como una sonámbula hacia el círculo de sus brazos, y cuando se cerraron en torno a ella, oprimió el rostro contra el hombro de Bill y cerró los ojos. Y cuando las manos de él le rozaron el cabello, que llevaba suelto sobre los hombros, la invadió una sensación extraña y maravillosa. Era como si acabara de despertar. Como si hubiera estado dormida, no sólo ahora, al entrar en el círculo de sus brazos, no sólo aquella mañana, desde que el despertador la arrancara del sueño de la moto, sino durante años y años, como Blancanieves después de comerse la manzana. Pero ahora estaba despierta, muy despierta, y miraba en derredor con ojos que empezaban a ver.

–Me alegro de que hayas venido –dijo.

Caminaron despacio hacia el este por Lake Drive, de cara a un viento fuerte y cálido. Cuando Bill le rodeó los hombros con el brazo, Rosie le dedicó una breve sonrisa. Se hallaban a cinco kilómetros del lago en aquel momento, pero Rosie creía poder caminar hasta allí si Bill seguía rodeándole los hombros de aquella forma. Caminar hasta el lago y tal vez incluso cruzarlo, avanzando tranquilamente de ola en ola.

–¿Por qué sonríes? –inquirió Bill.

–Oh, no sé –repuso ella–. Tengo ganas de sonreír.

–¿De verdad te alegras de que haya venido?

–Sí. Apenas he dormido esta noche. No dejaba de pensar que me había equivocado, y creo que realmente me equivocaba, pero..., Bill.

–Estoy aquí.

–Lo hice porque me importas más de lo que creía que pudiera llegar a importarme un hombre en toda mi vida, y todo ha sucedido tan deprisa... Debo de estar loca por decirte esto.

–No estás loca –aseguró Bill apretándola contra sí.

–Te llamé y te dije que te mantuvieras alejado porque está pasando algo, bueno, es posible que esté pasando algo, y no quería que te ocurriera nada. Por nada del mundo. Y todavía siento lo mismo.

–Es Norman, ¿verdad? Norman Bates. Ha venido a buscarte después de todo.

–Mi corazón dice que sí –explicó Rosie, escogiendo las palabras con cuidado–, y mis nervios también, pero no estoy segura de confiar en mi corazón..., porque lleva demasiado tiempo asustado, y mis nervios..., mis nervios están destrozados.

Miró el reloj y a continuación un puesto de perritos calientes instalado en el siguiente cruce. Cerca del puesto había una extensión de hierba con bancos en los que varias secretarias daban cuenta del almuerzo.

–¿Me invitas a un perrito caliente con chucrut? –preguntó; de repente, una tarde de eructos se le antojó la cosa más insignificante del mundo–. No he comido un perrito caliente desde que era pequeña.

–Creo que podemos arreglarlo.

–Podemos sentarnos en uno de esos bancos y te hablaré de Norman Bates. Después podrás decidir si quieres seguir conmigo o no. Si decides que no, lo entenderé...

–Rosie, no voy a...

–No digas eso. No lo digas hasta que te haya hablado de él. Y será mejor que comas antes de que empiece, porque si no se te pasará el hambre.

Al cabo de cinco minutos, Bill se acercó al banco que ocupaba Rosie. En las manos llevaba con cuidado una bandeja con dos perritos calientes extralargos y dos vasos de limonada. Rosie cogió un bocadillo y una limonada, dejó la bebida sobre el banco y se volvió hacia Bill con expresión solemne.

–Deberías dejar de invitarme a comer. Empiezo a sentirme como la niña desamparada de las tarjetas de UNICEF.

–Me encanta invitarte a comer –exclamó él–. Estás demasiado delgada, Rosie.

Eso no es lo que dice Norman, pensó, pero no parecía el comentario más apropiado en aquellas circunstancias. No sabía a ciencia cierta cuál sería el comentario apropiado y pensó en las réplicas estúpidas que los personajes espetaban en series televisivas tales como Melrose Place. En aquel instante le habría ido muy bien un poco de aquella cháchara. En lugar de hablar se quedó mirando su perrito caliente con chucrut y empezó a golpear el panecillo con el ceño fruncido y la boca fruncida en un ademán resuelto, como si se tratara de un rito ancestral previo a la ingestión transmitido en su familia a lo largo de generaciones, de madres a hijas.

–Bueno, háblame de Norman, Rosie.

–Muy bien, pero espera a que decida por dónde empezar.

Dio un mordisco al bocadillo, deleitándose con el escozor del chucrut en la lengua, y a continuación tomó un sorbo de limonada. Se le ocurrió que tal vez Bill no querría saber nada más de ella cuando terminara de hablar, que lo único que sentiría sería espanto y asco por una mujer que había vivido con una criatura como Norman durante todos aquellos años, pero era demasiado tarde para preocuparse por esas cosas. Abrió la boca y empezó a hablar. Su voz sonaba bastante firme, lo cual surtió en ella un efecto tranquilizador.

Empezó hablándole de una chica de quince años que se había sentido extraordinariamente guapa con un lazo de color rosa anudado en el pelo, y que, cierta noche, aquella chica había ido a un partido de baloncesto de la universidad simplemente porque su reunión de Futuras Amas de Casa había sido cancelada en el último momento y le quedaban dos horas antes de que su padre fuera a recogerla. O tal vez, explicó, sólo había querido que la gente viera lo guapa que estaba con aquel lazo, y la biblioteca de la escuela estaba cerrada. En las gradas, un chico alto ataviado con cazadora de cuero se había sentado junto a ella, un chico de hombros anchos que cursaba el último año y habría estado corriendo por la cancha con los demás jugadores si no lo hubieran expulsado del equipo en diciembre por pelearse con sus compañeros. Siguió hablando, oyendo cómo brotaban de sus labios cosas que había creído se llevaría consigo a la tumba. No le habló de la raqueta de tenis, pues ese secreto sí se lo llevaría consigo a la tumba, pero sí le contó lo del mordisco de Norman en su luna de miel, le habló de que había intentado convencerse de que había sido un mordisco amoroso, le contó lo del aborto que él le había provocado, le explicó las diferencias cruciales que existen entre palizas en la cara y palizas en la espalda.

–Por eso siempre tengo que ir al lavabo –aclaró con una sonrisa nerviosa mientras se miraba las manos–,pero cada vez estoy mejor.

Le habló de las ocasiones, durante los primeros años de su matrimonio, en que Norman le había quemado los dedos de los pies o de las manos con el encendedor; irónicamente, aquella tortura había cesado al dejar él de fumar. Le habló de la noche en que Norman había llegado a casa del trabajo para sentarse delante de la tele a ver las noticias, con el plato de la cena sobre el regazo pero sin comer; que de repente había dejado el plato a un lado cuando Dan Rather terminó de presentar las noticias y había empezado a pincharla con la punta de un lápiz que había sobre la mesita situada junto al sofá. La pinchó con fuerza suficiente para dejar pequeñas marcas negras en su piel, pero sin llegar a hacerle sangre. Contó a Bill que Norman le había hecho más daño en otras ocasiones, pero que jamás se había asustado tanto como aquel día, sobre todo por su silencio. Cuando habló con él para intentar averiguar qué pasaba, Norman no respondió, sino que siguió persiguiéndola mientras ella retrocedía (no quería correr, ya que eso habría equivalido a arrojar una cerilla a un barril de pólvora), sin responder a sus preguntas ni hacer caso de sus dedos extendidos. Siguió pinchándole los brazos, los hombros y el pecho (llevaba un jersey de escote) con el lápiz, emitiendo pequeños jadeos cada vez que la punta roma del lápiz se le clavaba en la piel. Ha ha ha. Por fin Rosie se había acurrucado en el rincón con las rodillas dobladas sobre el pecho y las manos entrelazadas en la nuca, y Norman se había arrodillado ante ella con el rostro serio, casi aplicado, pinchándola con el lápiz y emitiendo aquel sonido. Le contó a Bill que había pensado que la mataría, que sería la única mujer de la historia a la que apuñalaran hasta la muerte con un lápiz... y que recordaba haberse repetido una y otra vez que no debía gritar, porque los vecinos la oirían y no quería que la encontraran de aquel modo. No con vida, al menos. Resultaba demasiado vergonzante. Y entonces, cuando estaba casi segura de que empezaría a gritar a pesar suyo, Norman había ido al baño y se había encerrado. Permaneció allí dentro mucho rato, y Rosie había empezado a pensar en correr, cruzar la puerta de su casa y correr a cualquier parte, pero era de noche, y Norman estaba en casa. Si hubiera salido del baño y descubierto que se había marchado, la habría perseguido y matado, de eso estaba segura.

–Me habría roto el cuello como si fuera un hueso de pollo –aseguró a Bill sin levantar la vista.

Sin embargo, se había prometido que lo abandonaría; que lo dejaría la próxima vez que le hiciera daño. Pero después de aquella noche, Norman no le había puesto la mano encima durante mucho tiempo. Tal vez cinco meses. Y cuando volvió a atacarla, al principio no fue tan espantoso, y Rosie se había dicho que si podía soportar que la pinchara una y otra vez con un lápiz, podía aguantar unos cuantos puñetazos. Así había vivido hasta 1985, año en que la situación se torció de repente. Le contó el miedo que le había dado Norman aquel año por culpa del asunto de Wendy Yarrow.

–Fue el año en que abortaste, ¿verdad? –preguntó Bill.

–Sí –asintió Rosie sin dejar de mirarse las manos–. Y también me rompió una costilla. O tal vez un par. La verdad es que no me acuerdo, ¿no te parece espantoso?

Bill no respondió, de modo que Rosie siguió hablando a toda prisa, contándole que lo peor, aparte del aborto, por supuesto, eran los silencios largos y aterradores en los que Norman se limitaba a mirarla, respirando con tal fuerza por la nariz que parecía un animal preparándose para atacar. Las cosas habían mejorado un poco después del aborto, explicó. Le contó que hacia el final había empezado a estar un poco ida, que a veces perdía la noción del tiempo cuando estaba sentada en la mecedora y que otras, cuando ponía la mesa para la cena y aguzaba el oído para detectar el sonido del coche de Norman entrando en el camino de entrada, se daba cuenta de que se había duchado ocho o nueve veces aquel día. Por lo general con las luces del baño apagadas.

–Me gustaba ducharme en la oscuridad –confesó aún sin atreverse a levantar la vista–. Era como estar en un armario mojado.

Terminó hablándole de la llamada de Anna, una llamada que Anna había efectuado por una razón importante. Se había enterado de un detalle, un detalle que no había salido en el artículo del periódico, un detalle que la policía había callado para evitar confesiones o pistas falsas. A Peter Slowik lo habían mordido más de tres docenas de veces, y faltaba al menos una parte de su anatomía. La policía creía que el asesino se la había llevado consigo... de un modo u otro. Anna sabía gracias al Círculo de Terapia que Rosie McClendon, cuyor primer contacto significativo en la ciudad había sido su ex marido, estaba casada con un mordedor. Tal vez no guardaba relación alguna con el asesinato, se había apresurado a añadir. Pero..., por otro lado...

–Un mordedor –murmuró Bill casi como si hablara solo–. ¿Así es como los llaman? ¿Es el término que se utiliza?

–Me parece que sí.

Y entonces, tal vez porque temía que Bill no la creyera (que pensara que estaba «fibulando», en palabras de Norman), se bajó el hombro de la camiseta rosa de Tape Engine que llevaba y le mostró una vieja cicatriz circular que recordaba los vestigios de una mordedura de tiburón. Era el primero, el regalo de luna de miel. A continuación se levantó la manga izquierda y le mostró otro. Ésta no le recordaba un mordisco, sino que por alguna razón la hacía pensar en rostros blancos y suaves ocultos en la frondosa maleza.

–Éste sangró bastante y luego se infectó –explicó como si refiriera una información rutinaria, que había llamado la abuela, por ejemplo, o que el cartero había dejado un paquete–. Pero no fui al médico. Norman me trajo un gran frasco de antibióticos. Me los tomé, y la herida mejoró. Conoce a toda clase de personas de las que puede obtener cosas. Los llama «los pequeños ayudantes de papá». Es bastante gracioso si te paras a pensarlo, ¿verdad?

Seguía hablando con la mirada fija en las manos, que tenía entrelazadas sobre el regazo, pero por fin se atrevió a lanzarle una mirada rápida para comprobar su reacción a lo que le estaba contando. Lo que vio la dejó anonadada.

–¿Qué? –dijo Bill con voz ronca–. ¿Qué pasa, Rosie?

–Estás llorando –susurró ella con voz temblorosa.

–No –replicó Bill con aire sorprendido–. Al menos, no creo.

Rosie alargó la mano, trazó con el dedo un círculo bajo el ojo de Bill y sostuvo la yema en alto para que la viera. Bill la examinó de cerca mientras se mordía el labio inferior.

–Y tampoco has comido mucho.

La mitad del perrito caliente de Bill seguía sobre el plato, y el chucrut untado de mostaza sobresalía del panecillo. Bill arrojó el plato de papel a la papelera que había junto al banco y luego se volvió de nuevo hacia ella, enjugándose las lágrimas con aire ausente.

Rosie sintió que la cruda realidad se apoderaba de ella. Ahora le preguntaría por qué se había quedado con Norman, y aunque ella no se levantaría del banco para marcharse (al igual que no había abandonado la casa de Westmoreland Street hasta abril), aquella pregunta interpondría la primera barrera entre ellos, porque Rosie no podía responderla. No sabía por qué se había quedado con él, al igual que no sabía por qué había bastado una solitaria gota de sangre para transformar su vida entera. Sólo sabía que la ducha había sido el mejor lugar de la casa, oscuro, mojado y lleno de vapor, y que, a veces, media hora en la Silla del Osito se le antojaba cinco minutos, y la razón de todo ello carecía de toda importancia cuando una vivía en el infierno. El infierno carecía de motivos. Las mujeres del Círculo de Terapia lo sabían muy bien; nadie le había preguntado por qué se había quedado. Lo sabían. Lo sabían por experiencia propia. Tenía la sensación de que algunas de ellas sabían incluso lo de la raqueta de tenis... o cosas aún peores que la raqueta de tenis. .

Pero cuando Bill habló por fin, la pregunta que le formuló fue tan distinta de lo que esperaba que por un instante no pudo más que quedarse con la boca abierta.

–¿Qué probabilidades hay de que matara a la mujer que le estaba dando tantos quebraderos de cabeza en el 85? Esa tal Wendy Yarrow.

Rosie estaba perpleja, pero no con aquella clase de perplejidad que se experimenta cuando se escucha una pregunta impensable; estaba perpleja como si hubiera visto un rostro conocido en el lugar más inverosímil. La pregunta de Bill era una pregunta que llevaba años rondándole por la cabeza, si bien de un modo inarticulado y confuso.

–¿Rosie? Te he preguntado qué probabilidades hay...

–Creo que... bastantes, la verdad.

–Le fue muy bien que muriera de aquella forma, ¿verdad? Lo salvó de ir a juicio por el asunto.

–Sí.

–Si la hubieran mordido, ¿crees que los periódicos lo habrían publicado?

–No lo sé. Tal vez no. –Rosie miró el reloj y se levantó a toda prisa–. Dios mío. Tengo que irme ahora mismo. Rhoda quería que empezáramos a las doce y cuarto, y ya son y diez.

Volvieron sobre sus pasos uno junto al otro. Deseaba que Bill volviera a rodearla con el brazo, y mientras una parte de su mente le advertía que no fuera codiciosa y otra (la señora Práctica–Sensata) le decía que no se metiera en líos, Bill la rodeó con el brazo.

Creo que me estoy enamorando de él.

Fue la falta de incredulidad de aquel pensamiento lo que provocó el siguiente: No, Rosie, creo que eso es el titular de ayer. Creo que ya estás enamorada de él.

–¿Qué dice Anna de la policía? –inquirió Bill–. ¿Quiere que vayas a algún sitio a declarar?

Rosie se puso rígida entre sus brazos, y la garganta se le secó mientras la adrenalina le llenaba el organismo. Bastaba una sola palabra. La palabra que empezaba por p.

Los policías son hermanos, le había repetido Norman una y otra vez. El cuerpo es una gran familia, y los policías son hermanos. Rosie no sabía hasta qué punto era cierta aquella afirmación, hasta qué punto se solidarizarían unos con otros, o se cubrirían unos a otros, pero sabía que los policías a los que Norman llevaba a casa de vez en cuando se parecían mucho a él, y sabía que nunca había dicho una sola palabra en contra de ellos, ni siquiera de su primer compañero en la unidad de detectives, un cerdo viejo y seboso que se llamaba Gordon Satterwaite y a quien Norman detestaba. Y por supuesto estaba Harley Bissington, cuya afición, al menos cuando iba a Casa Damels, consistía en desnudar a Rosie con la mirada. Harley había contraído cáncer de piel y se había acogido a la jubilación anticipada tres años antes, pero era el compañero de Norman en 1985, en la época del caso Richie Bender/ Wendy Yarrow. Y si el asunto había transcurrido tal como Rosie sospechaba, Harley había cubierto a Norman. Lo había cubierto bien cubierto. Y no sólo porque él mismo había estado involucrado en el asunto, sino también porque el cuerpo de policía era una gran familia y sus integrantes, hermanos. Los policías veían el mundo desde una perspectiva distinta a la de la gente de a pie («los clientes de los almacenes Kmart», en palabras de Norman); los policías lo veían con los poros abiertos y los nervios chisporroteantes. Los convertía en personas diferentes, muy diferentes..., y luego estaba Norman.

–Ala policía no me voy ni a acercar –aseguró Rosie a toda prisa–. Anna dice que no tengo que ir y que nadie puede obligarme. Los policías son sus amigos. Sus hermanos. Se protegen los unos a los otros, se...

–Tranquila –la atajó Bill un poco alarmado–. No pasa nada, tranquila.

–¡No puedo estar tranquila! Es que... no te lo puedes ni imaginar. Por eso te llamé, porque no sabes cómo son estas cosas..., cómo es él..., y cómo funciona todo entre él y el resto de ellos. Si fuera a la policía aquí, se pondrían en contacto con la policía de allá. Y si uno de ellos..., alguien que trabaje con él, que haya salido a hacer redadas con él a las tres de la mañana, que haya puesto su vida en sus manos...

Estaba pensando en Harley, quien no podía dejar de mirarle los pechos y siempre tenía que comprobar dónde acababa el dobladillo de su falda cuando se sentaba.

–Rosie, no tienes que...

–¡Sí que tengo que! –gritó ella con una fiereza nada característica–. Si un policía como ése supiera cómo ponerse en contacto con Norman lo haría. Le diría que he estado hablando de él. Si les diera mi dirección, y te obligan a hacerlo cuando presentas una denuncia, él se enteraría.

–Estoy seguro de que ningún policía...

–¿Los has tenido alguna vez en tu casa, jugando al póquer o mirando Debbie se tira a todo Dallas?

–Bueno..., no. No, pero...

–Yo sí. Sé de lo que hablan, sé qué les parece el resto del mundo. Ellos lo ven así, como el resto del mundo. Incluso los mejores. Están ellos... y luego están los clientes de Kmart. Nada más.

Bill abrió la boca para decir algo, no sabía muy bien qué, pero volvió a cerrarla. La idea de que Norman pudiera averiguar la dirección de la habitación que Rosie ocupaba en Trenton Street como consecuencia de una operación de radio macuto entre policías le parecía convincente en cierto modo, pero no fue ésa la razón por la que guardó silencio. La expresión del rostro de Rosie, la expresión de una mujer que ha tenido que remontarse odiosa e involuntariamente a tiempos menos felices, indicaba que Bill no podría decir nada que la convenciera. Le daban miedo los policías, eso era todo, y Bill era lo bastante mayorcito como para saber que la lógica no mata a todos los cocos del mundo.

–Además, Anna dice que no tengo que ir. Anna dice que si ha sido Norman, ellas lo verán primero, no yo.

Bill reflexionó unos instantes y por fin decidió que eso tenía bastante sentido.

–¿Qué piensa hacer?

–Ya ha hecho algo. Envió un fax a una asociación de mujeres de mi ciudad y les contó lo que podía estar ocurriendo aquí. Les pidió que le mandaran información sobre Norman, y al cabo de una hora le enviaron un montón de información con foto incluida.

–Qué rapidez, sobre todo fuera de horas de oficina –comentó Bill enarcando las cejas.

–Mi marido se ha convertido en un héroe –prosiguió Rosie con voz monótona–. Lo más probable es que no se haya pagado una sola copa en el último mes. Estaba al frente del equipo que desenmascaró una importante red de narcotráfico. Su fotografía apareció en primera plana del periódico dos o tres días seguidos.

Bill emitió un silbido. Tal vez Rosie no era tan paranoica al fin y al cabo.

–La mujer que se encargó de reunir la información dio otro paso –explicó Rosie–. Llamó al Departamento de Policía y preguntó por él. Se inventó la historia de que su asociación quería condecorar a Norman con el Encomio Femenino.

Bill asimiló sus palabras y de repente se echó a reír. Rosie le correspondió con una sonrisa forzada.

–El sargento de guardia consultó en el ordenador y le dijo que el teniente Daniels estaba de vacaciones. Creía que en el oeste.

–Pero podría estar pasando las vacaciones aquí –señaló Bill con aire pensativo.

–Sí. Y si alguien resulta herido, será por mi cul...

Bill le puso las manos sobre los hombros y la obligó a girarse. Rosie abrió los ojos de par en par, y Bill advirtió que se encogía. Era un espectáculo que le hería el corazón de un modo nuevo y extraño. De repente recordó una historia que había oído en el Centro Americano Sión, donde había recibido clases de religión e historia americana hasta los nueve años. Una historia acerca de las lapidaciones en los tiempos de los profetas. Cuando era pequeño había pensado que se trataba del castigo más increíblemente cruel del mundo, mucho peor que el fusilamiento o la silla eléctrica, una forma de ejecución que no podía justificarse de modo alguno. Y ahora, viendo lo que Norman Daniels había hecho a aquella encantadora mujer de rostro frágil y vulnerable, estuvo tentado de cambiar de opinión.

–No pronuncies la palabra culpa –ordenó–. Tú no creaste a Norman.

Rosie parpadeó como si aquel pensamiento jamás se le hubiera ocurrido.

–¿ Cómo narices encontraría a ese tal Slowik?

–Pues siendo yo –repuso ella.

Bill se la quedó mirando. Rosie asintió.

–Sé que parece una locura, pero no lo es. Sabe hacerlo. Le he visto hacerlo. Probablemente, así es como desenmascaró la red de narcotráfico.

–¿Presentimientos? ¿Intuición?

–Más que eso. Es casi telepatía. Él lo llama ir de pesca.

–Un hombre realmente extraño, ¿verdad? –comentó Bill meneando la cabeza.

Aquellas palabras la sorprendieron tanto que se echó a reír.

–¡Madre mía, ni te lo imaginas! En cualquier caso, todas las mujeres de H y H han visto la foto y tomarán precauciones especiales. sobre todo en el picnic del sábado. Algunas de ellas llevarán aerosol antivioladores..., las que realmente estén dispuestas a usarlo si la cosa se pone fea, dice Anna. Y todo eso suena muy bien, pero luego me dijo: «Note preocupes, Rosie, hemos tenido otros sustos parecidos y siempre nos las hemos arreglado», y eso me hizo sentir fatal. Porque cuando un hombre muere, un hombre bueno como el que me rescató en aquella espantosa terminal de autobuses, entonces es más que un susto.

De nuevo estaba levantando la voz y hablando más deprisa. Bill le tomó la mano y se la acarició.

–Lo sé, Rosie –dijo en lo que esperaba fuera un tono tranquilizador–. Lo sé.

–Cree que sabe lo que se hace, me refiero a Anna, cree que ya ha pasado por esto porque ha llamado a la policía para denunciar a unos cuantos borrachos que tiraban ladrillos por las ventanas o merodeaban cerca de la casa o escupían a sus mujeres cuando salían a comprar el periódico por las mañanas. Pero jamás ha pasado por algo parecido a Norman y no lo sabe, eso es lo que me asusta. –Se detuvo para recobrar el dominio de sus emociones, y luego le dedicó una sonrisa–. En cualquier caso, dice que no tengo que implicarme en absoluto, al menos por ahora.

–Me alegro.

El Edificio Corn se alzaba ante ellos.

–No me has dicho nada de mi pelo –dijo Rosie mirándolo con timidez–. ¿Quiere eso decir que no te has fijado o que no te gusta?

Bill examinó su peinado y sonrió.

–Me he fijado y me gusta, pero estaba pensando en este otro asunto..., quiero decir, en la posibilidad de no volverte a ver nunca más.

–Siento haberte trastornado tanto.

Era cierto, lo sentía, pero también se alegraba de que Bill se hubiera trastornado. ¿Había sentido algo siquiera remotamente parecido cuando Norman y ella salían? No lo recordaba. Tenía grabada en la memoria una imagen de Norman metiéndole mano debajo de una manta una noche durante una carrera de coches, pero por el momento, todo lo demás se perdía en una espesa bruma.

–Te inspiraste en la mujer del cuadro, ¿verdad? El cuadro que compraste el día en que te conocí.

–Es posible –repuso Rosie con cautela.

¿Creía Bill que eso era raro, y tal vez aquella era la verdadera razón por la que no le había comentado nada acerca de su nuevo peinado? Pero Bill la sorprendió de nuevo, tal vez más incluso que al preguntarle sobre lo que le había sucedido a Wendy Yarrow.

–Casi todas las mujeres, cuando se tiñen el pelo, tienen aspecto de haberse teñido el pelo –dijo–. La mayoría de los hombres fingen que no lo saben, pero sí que lo saben. En cambio tú... Es como si el día que entraste en la tienda hubieras llevado el pelo teñido y éste fuera tu color natural. Probablemente te parezca la patraña más descarada del mundo, pero es verdad..., y eso que las rubias siempre son las que parecen menos auténticas. Deberías trenzártelo como la mujer del cuadro. Parecerías una princesa vikinga. Sería pero que muy sexy.

Aquella palabra pulsó un gran botón rojo en su interior, desencadenando sensaciones que resultaban atractivas y alarmantes a un tiempo. No me gusta el sexo, pensó. Nunca me ha gustado el sexo, pero...

Rhoda y Curt se acercaban por el lado opuesto. Los cuatro se encontraron delante de las viejas puertas giratorias del Edificio Corn. Rhoda examinó a Bill de pies a cabeza con gran curiosidad.

–Bill, éstas son las personas con las que trabajo –explicó Rosie; el calor que le inundaba las mejillas se intensificó en lugar de remitir–, Rhoda Simons y Curtis Hamilton. Rhoda, Curt, éste es... –por un terrible instante, Rosie fue absolutamente incapaz de recordar cómo se llamaba aquel hombre que ya significaba tanto para ella, pero de repente le volvió– Bill Steiner –terminó.

–Encantado –saludó Curt al tiempo que estrechaba la mano de Bill y miraba de reojo el edificio, impaciente por volver a colocar la cabeza entre los auriculares.

–Los amigos de Rosie son mis amigos, como suele decirse –recitó Rhoda extendiendo la mano y haciendo tintinear las delgadas pulseras que llevaba en la muñeca.

–Mucho gusto –repuso Bill antes de volverse hacia Rosie–. ¿Sigue en pie lo del sábado?

Rosie se lo pensó durante unos instantes y por fin asintió.

–Te recogeré a las ocho y media. No olvides llevar algo de abrigo.

–De acuerdo.

Rosie sintió que el rubor se le extendía a todo el cuerpo, endureciéndole los pezones y haciéndole cosquillas en los dedos. El modo en que Bill la estaba mirando volvió a pulsar aquel botón rojo, pero esta vez le resultó más atractivo que aterrador. De repente se apoderó de ella la necesidad cómica pero increíblemente intensa de rodearlo con sus brazos... y sus piernas... y luego trepar por él como si de un árbol se tratara.

–Bueno, pues hasta el sábado –se despidió Bill inclinándose hacia delante para plantarle un beso en la comisura de los labios–. Curtis, Rhoda, encantado de conoceros.

Se volvió y echó a andar silbando.

–Hay que reconocerlo, Rosie, tienes muy buen gusto –alabó Rhoda–. ¡Qué ojos!

–Sólo somos amigos –explicó Rosie con timidez–. Lo conocí...

Dejó la frase sin acabar. De repente le parecía muy complicado, por no decir embarazoso, explicar toda la situación, de modo que se encogió de hombros y lanzó una risita nerviosa.

–Bueno, ya sabes...

–Sí, ya sé –aseguró Rhoda sin dejar de seguir a Bill con la mirada; de repente se volvió hacia Rosie y rió complacida–: Lo sé. Dentro de este viejo cascarón de feminidad late el corazón de una verdadera romántica. Una romántica que espera que tú y el señor Steiner os hagáis muy buenos amigos. Entretanto, ¿estás preparada para seguir?

–Sí –asintió Rosie.

–¿Asistiremos a una mejora respecto a esta mañana, ahora que te has encargado de este... asunto?

–Estoy segura de que asistiréis a una mejora considerable –afirmó Rosie.

Y tenía razón.

 

EL TEMPLO DEL TORO

Aquel jueves por la noche, antes de irse a la cama, Rosie conectó su nuevo teléfono y llamó a Anna. Le preguntó si había alguna novedad y si alguien había visto a Norman en la ciudad. Anna contestó con una firme negativa a ambas preguntas, le aseguró que todo estaba en calma, y luego dijo lo típico, que la ausencia de noticias eran buenas noticias. Rosie tenía sus dudas al respecto, pero las guardó para sí. En cambio, dio el pésame a Anna por la muerte de su ex marido, preguntándose si la Señorita Modales tendría reglas para afrontar aquellas situaciones.

–Gracias, Rosie –repuso Anna–. Peter era un hombre extraño y difícil. Le encantaba la gente, pero no era muy encantador que digamos.

–A mí me pareció muy amable.

–Me lo creo. Para los desconocidos era el buen samaritano. Para su familia y las personas que intentaban entablar amistad con él, y yo he pertenecido a ambos grupos, así que lo sé, era más bien como el levítico; te esquivaba. Una vez, durante la cena de Acción de Gracias, cogió el pavo y se lo arrojó a su hermano Hal. No recuerdo muy bien el motivo de la disputa, pero probablemente era por la OLP o César Chávez*(Dirigente chicano, impulsor de varias huelgas de campesinos. (N. del E.)) . Siempre era por una de las dos cosas.

Anna suspiró.

–El sábado por la tarde celebramos un círculo de conmemoración..., es decir, que todos nos sentamos en círculo como borrachos en una sesión de Alcohólicos Anónimos y hablamos de él por turnos. Al menos eso creo.

–Suena bien.

–¿Tú crees? –replicó Anna.

Rosie la imaginó arqueando las cejas con esa arrogancia inconsciente tan característica, pareciéndose más que nunca a Maude.

–A mí me parece bastante tonto, pero a lo mejor tienes razón. La cuestión es que me iré del picnic el tiempo suficiente para hacer eso, pero seguro que nadie se quejará. Las mujeres maltratadas de esta ciudad han perdido a un amigo, de eso no cabe la menor duda.

–Si lo hizo Norman...

–Sabía que dirías eso –la atajó Anna–. Llevo muchos años trabajando con mujeres doblegadas, aplastadas, humilladas y mutiladas, y conozco el nivel de masoquismo que llegan a desarrollar. Forma parte del síndrome de la mujer maltratada del mismo modo que la disociación y la depresión. ¿Recuerdas cuando explotó el Challenger?

–Sí... –repuso Rosie extrañada, pero lo recordaba, desde luego.

–Aquel día, una mujer vino a verme llorando como una magdalena. Tenía las mejillas y los brazos llenos de marcas rojas porque se había abofeteado y pellizcado. Me dijo que era culpa suya que hubieran muerto aquellos hombres y aquella encantadora profesora. Cuando le pregunté por qué, me contestó que había escrito no una, sino dos cartas al Chícago Tribune y una al representante gubernamental de su distrito en apoyo al programa espacial tripulado. Al cabo de un tiempo, las mujeres maltratadas empiezan a aceptar la culpa, es así. Y no sólo la culpa por algunas cosas, sino por todo.

Rosie pensó en Bill mientras la acompañaba hacia el Edificio Corn y le rodeaba los hombros con el brazo. No pronuncies la palabra culpa, le había dicho. Tú no creaste a Norman.

–Tardé mucho tiempo en comprender esa parte del síndrome –prosiguió Anna–, pero ahora creo que lo entiendo. Alguien tiene que cargar con la culpa, pues de lo contrario el dolor y la depresión no tendrían sentido. Te volverías loca. Mejor sentirse culpable que volverse loca. Pero ya es hora de que superes eso, Rosie.

–No te entiendo.

–Sí que me entiendes –insistió Anna con calma.

Y a continuación habían hablado de otras cosas.

Veinte minutos después de despedirse de Anna, Rosie yacía en la cama con los ojos abiertos y los dedos entrelazados bajo la almohada, contemplando la oscuridad mientras varios rostros le cruzaban por la mente como globos sueltos. Rob Lefferts, que se parecía al hombrecillo de las tarjetas del Monopoly; lo vio entregándole la que decía Queda libre de la cárcel. Rhoda Simons con un lápiz enredado en el pelo, diciéndole que se decía medias de nailon, no miedas de nailon. Gert Kinshaw, una versión humana del planeta Júpiter, ataviada con pantalones de chándal y una camiseta de hombre con escote de pico, ambas prendas de la talla supergrande. Cynthia No sé qué (Rosie no recordaba su apellido), la bulliciosa punkie con el pelo teñido de dos colores, contando que de pequeña se sentaba durante horas delante de un cuadro en el que el río parecía moverse.

Y Bill, por supuesto. Vio sus ojos avellanados de motas verdes, el modo en que el cabello oscuro le crecía a partir de las sienes, incluso la diminuta cicatriz circular que tenía en el lóbulo de la oreja izquierda, que alguna vez se había perforado (tal vez en la universidad, como consecuencia de una apuesta de borrachos), pero sin ponerse pendiente para mantener el orificio abierto. Sintió el contacto de su mano sobre la cintura, la palma cálida, los dedos fuertes; percibió el roce ocasional de su cadera contra la de ella, y se preguntó si le habría excitado tocarla. Estaba dispuesta a reconocer que el contacto con ella sí la había excitado. Era tan distinto a Norman que tenía la sensación de haber conocido a un visitante de otro sistema solar.

Cerró los ojos y se deslizó un poco más hacia el país de los sueños.

Otro rostro surgió flotando de la oscuridad. El rostro de Norman. Norman estaba sonriendo, pero sus ojos grises aparecían fríos como carámbanos. Voy de pesca a por ti, cariño, dijo Norman. Estoy tendido en mi propia cama, cerca de ti, pescando en tu busca. Pronto estaré hablando contigo, hablando contigo de cerca. Sin duda será una conversación bastante breve. Y cuando termine...

Norman levantó la mano. En ella sostenía un lápiz afilado como una hoja de afeitar.

Esta vez no me molestaré en pincharte los brazos ni los hombros. Esta vez iré directamente a por tus ojos. O tal vez la lengua. ¿Qué te parecería eso, cariño? ¿Que te clavara un lápiz en esa lengua charlatana y mentiro...

Abrió los ojos de golpe, y el rostro de Norman desapareció. Los volvió a cerrar e invocó el rostro de Bill. Por un instante no supo si aparecería, creyó que en lugar del suyo volvería a ver el de Norman, pero no fue así. .

El sábado salimos, pensó. Pasaremos el día juntos. Si quiere besarme, se lo permitiré. Si quiere abrazarme y tocarme, se lo permitiré. Es una locura lo mucho que me apetece estar con él.

Volvió a deslizarse hacia el sueño, y supuso que estaba soñando con el picnic al que ella y Bill irían al cabo de dos días. Había otra persona haciendo picnic cerca de ellos, alguien con un bebé. Oyó su llanto a lo lejos. Y de repente, con más claridad, el rugido de un trueno.

Como en el cuadro, pensó. Le hablaré del cuadro durante la comida. He olvidado contárselo hoy porque había demasiadas otras cosas de qué hablar, pero...

El trueno retumbó de nuevo, esta vez más cerca y con mayor intensidad. Aquel sonido la trastornó. La lluvia les estropearía el picnic; la lluvia estropearía el picnic de Hijas y Hermanas en Ettinger's Pier; a lo mejor incluso provocaría la cancelación del concierto.

No te preocupes, Rosie, el trueno viene del cuadro, y todo esto es un sueño.

Pero si era un sueño, ¿por qué sentía aún la almohada sobre las muñecas y los antebrazos? ¿Cómo era posible que percibiera sus dedos entrelazados y la manta ligera que la cubría? ¿Por qué seguía oyendo el ruido del tráfico procedente de la calle?

Los grillos cantaban y zumbaban: cric–cric–cric–cric–cric.

El bebé lloró.

De repente vio una luz violácea a través de los párpados cerrados, un relámpago tal vez, y al cabo de unos instantes retumbó otro trueno, esta vez aún más cerca.

Rosie jadeó y se incorporó en la cama con el corazón desbocado. No había relámpagos. No había truenos. Creyó oír a los grillos, sí, pero tal; vez no eran más que sus oídos jugándole una mala pasada. Miró por la ventana y distinguió el rectángulo oscuro apoyado contra la pared bajo ella. El cuadro de Rose Madder. Al día siguiente lo metería en una bolsa de papel y se lo llevaría al trabajo. A buen seguro, Rhoda o Curt conocerían algún lugar donde pudieran enmarcárselo de nuevo.

Pero seguía oyendo el débil crujido de los grillos.

Del parque, se dijo al tiempo que volvía a tenderse en la cama.

¿Con la ventana cerrada?, preguntó la señora Práctica–Sensata. Parecía dudosa, pero no realmente angustiada. ¿Estás segura, Rosie?

Sí, lo estaba. A fin de cuentas, casi era verano, muchos más grillos por el mismo precio, amigos, y además, ¿qué importaba? De acuerdo, tal vez el cuadro tenía algo raro. Lo más probable era que la rara fuera ella, que todavía estuviera deshaciendo los últimos entuertos de su mente, pero pongamos que realmente era el cuadro. ¿Y qué? Rosie no percibía ninguna maldad en él.

Pero ¿puedes afirmar que no es peligroso, Rosie? Esta vez sí detectó un matiz de angustia en la voz de la señora Práctica–Sensata. Olvida el mal, la maldad o como quieras llamarlo. ¿Puedes realmente afirmar que no te parece peligroso?

No, no podía afirmarlo, pero por otro lado, el peligro acechaba en todas partes. Como lo que le había sucedido al ex marido de Anna Stevenson.

Pero no quería pensar en lo que le había sucedido a Peter Slowik; no quería volver a recorrer lo que en el Círculo de Terapia se denominaba a veces la Calle de la Culpabilidad. Quería pensar en el sábado y en la sensación que le produciría un beso de Bill Steiner. ¿Le rodearía los hombros o la cintura? ¿Qué sensación le daría exactamente la boca de él sobre la suya? ¿Haría...?

La cabeza de Rosie cayó a un lado. Retumbó otro trueno. Los grillos cantaban con más fuerza que nunca, y uno de ellos se acercó saltando a la cama, pero Rosie no se dio cuenta. Esta vez, el cordón que unía su mente con su cuerpo se había roto, y se adentró flotando en la oscuridad.

La despertó un rayo de luz no violeta, sino de color blanco brillante. Le siguió un trueno, que en esta ocasión no retumbó, sino que rugió con furia.

Rosie se incorporó en la cama jadeando y cubriéndose con la manta hasta el cuello. Estalló otro rayo, y a su luz distinguió la mesa, el mostrador de la cocina, el pequeño sofá que en realidad era poco más que un sillón, la puerta abierta del diminuto cuarto de baño, la cortina de la ducha con estampado de margaritas descorrida en su riel. La luz fue tan brillante y sus ojos estaban tan poco preparados para recibirla que siguió viendo aquellos objetos cuando la habitación ya estaba sumida de nuevo en la oscuridad, sólo que en negativo. Se dio cuenta de que todavía oía el llanto del bebé, pero los grillos se habían esfumado. Soplaba el viento. Rosie lo sentía además de oírlo. Le separaba el cabello de las sienes, y además oyó el crujido de papeles impulsados por él. Había dejado las fotocopias de la novela de Richard Racine sobre la mesa, y el viento las había esparcido por el suelo.

Esto no es un sueño, pensó Rosie al tiempo que bajaba los pies de la cama. En aquel momento se volvió hacia la ventana y se le cortó la respiración. O la ventana había desaparecido o toda la pared se había transformado en una ventana.

En cualquier caso, la vista ya no era Trenton Street y el parque Bryant, sino una mujer ataviada con una túnica de color rojo violáceo, de pie en la cima de una colina cubierta de maleza, contemplando las ruinas de un templo. Pero ahora, el dobladillo del vestido le azotaba los muslos largos y suaves; Rosie vio que los cabellos finos que se le habían escapado de la trenza flotaban al viento como plancton, y que el cielo estaba repleto de nubarrones negruzcos. La cabeza del poni lanudo se movía mientras el animal pastaba en la hierba.

Y si aquello era una ventana, entonces estaba abierta de par en par. Mientras contemplaba la escena, el poni asomó el morro a su habitación, olisqueó las tablas del suelo, las halló desprovistas de interés y siguió pastando a su lado.

Más relámpagos, más truenos. Se levantó otra ráfaga de viento, y Rosie oyó los papeles caídos revolotear en la cocina. El dobladillo del camisón le azotó las piernas mientras se levantaba y caminaba con lentitud hacia el cuadro que ahora cubría toda la pared de izquierda a derecha y de arriba abajo. El viento le apartó el cabello del rostro, y Rosie percibió el olor de la lluvia inminente.

Ya falta poco, pensó. Me voy a quedar empapada. Creo que todos nos vamos a quedar empapados.

ROSE, ¿EN QUÉ ESTÁS PENSANDO?, gritó la señora Práctica–Sensata. ¿EN QUÉ NARICES ESTÁS PEN... ?

Rosie acalló la voz –en aquel instante tenía la sensación de que no quería volver a oírla en su vida– y se detuvo ante la pared que había dejado de serlo. Frente a ella, a menos de un metro y medio de distancia, estaba la mujer rubia de la túnica. No se había vuelto, pero Rosie apreciaba ahora las pequeñas curvas y cambios de su mano alzada mientras contemplaba el pie de la colina, así como el pecho izquierdo subiendo y bajando al respirar.

Rosie aspiró una profunda bocanada de aire y se adentró en el cuadro.

La temperatura descendía al menos cinco grados al otro lado, y la hierba alta le hacía cosquillas en los tobillos y las espinillas. Por un instante creyó oír de nuevo a lo lejos el llanto del niño, pero el sonido se desvaneció en seguida. Miró por encima del hombro, esperando ver su habitación, pero había desaparecido. Un olivo viejo y nudoso extendía sus raíces y ramas en el punto por el que acababa de adentrarse en aquel mundo. Bajo el árbol vio un caballete y un taburete. Sobre el taburete descansaba una caja de pinturas abierta, llena de pinceles y colores.

El lienzo colocado sobre el caballete era del mismo tamaño que el cuadro que Rosie había comprado en Empeños y Préstamos Ciudad Libertad. Mostraba su estudio de Trenton Street visto desde la pared en la que había colgado a Rose Madder. Había una mujer, a todas luces la propia Rosie, de pie en el centro de la habitación, de cara a la puerta del rellano del primer piso. No se hallaba exactamente en la misma postura que la mujer que contemplaba el templo en ruinas, ya que, por ejemplo, no tenía la mano levantada, pero se parecía lo suficiente como para dar a Rosie un susto de muerte. Había otra cosa inquietante en el cuadro: la mujer llevaba pantalones pitillo de color azul marino y una blusa rosa sin mangas. Era la ropa que Rosie había proyectado ponerse para la excursión del sábado. Tendré que llevar otra cosa, pensó a la desesperada, como si cambiarse de ropa en el futuro pudiera cambiar lo que estaba viendo en aquel instante.

Algo le rozó el brazo, y Rosie profirió un grito. Se giró y vio que el poni la miraba con sus ojos pardos y una expresión de disculpa. Otro trueno retumbó en el cielo.

Junto al carrito al que estaba enganchado el caballito lanudo había una mujer. Llevaba una túnica roja de varias capas. Le llegaba hasta los tobillos, pero era de un tejido parecido a la gasa, casi transparente. Rosie entreveía el matiz oscuro de su piel a través de los sofisticados pliegues de la ropa. Un relámpago iluminó el cielo, y por un instante Rosie vio de nuevo lo que había visto en el cuadro poco después de que Bill la llevara a casa después de la cena en La Cocina del Abuelo: la sombra del carrito sobre la hierba y la sombra de la mujer que surgía de ella.

–Note preocupes –la tranquilizó la mujer de la túnica roja–. Radamanthus no hace nada. No muerde más que la hierba y los claveles. Sólo te está olisqueando.

De repente, Rosie sintió una profunda oleada de alivio al darse cuenta de que aquella era la mujer a la que Norman siempre había llamado (siempre con voz amarga) «ese maldito putón verbenero». Era Wendy Yarrow, pero Wendy Yarrow estaba muerta, así que todo aquello era un sueño, y sanseacabó. Por muy realista que le pareciera y por vívidos que resultaran los detalles (el pequeño rastro de humedad que el poni le había dejado en el brazo, por ejemplo), aquello era un sueño.

Claro, se dijo. Nadie se mete en los cuadros, Rosie.

Pero aquello apenas surtió efecto en ella. Sin embargo, la idea de que la mujer que llevaba el carro era Wendy Yarrow, fallecida hacía tanto tiempo, sí surtió efecto en ella.

Se levantó otra ráfaga de viento, y una vez más oyó el llanto del bebé. En aquel instante, Rosie vio otra cosa; sobre el asiento del carrito del poni descansaba una gran cesta hecha de juncos verdes entretejidos. Varios lazos de seda decoraban el asa, y otros adornaban las esquinas. El dobladillo de una manta rosa, sin duda tejida a mano, sobresalía por el borde.

–Rosie.

La voz era grave y dulcemente embriagadora. Sin embargo, a Rosie le puso la piel de gallina. Había algo en ella que no encajaba, y tenía la sensación de que se trataba de algo que sólo una mujer distinguiría, pues los hombres que oyeran una voz como aquella pensarían en sexo y olvidarían todo lo demás. Pero había algo que no cuadraba. Que no cuadraba en absoluto.

–Rosie –repitió la voz.

Y de repente lo comprendió: era como si la voz pugnara por ser humana. Como si pugnara por recordar lo que significaba ser humana.

–Niña, no la mires a la cara –advirtió la mujer de la túnica roja con voz angustiada–.Las personas como tú no deben mirarla a la cara.

–No, no quiero mirarla a la cara –repuso Rosie–. Quiero irme a casa.

–No te lo reprocho, pero es demasiado tarde –dijo la mujer mientras acariciaba el cuello del poni con mirada grave y la boca fuertemente apretada–. Y no la toques. No quiere hacerte daño, pero ya no puede controlarse –añadió llevándose un dedo a la sien.

Rosie se volvió con reticencia hacia la mujer de la túnica y avanzó un paso. La fascinaba la textura de la espalda de la mujer, del hombro desnudo y de la parte baja de su cuello. Su piel era más fina que la seda. Pero más arriba...

Rosie no sabía qué eran aquellas sombras grises que asomaban justo debajo del nacimiento del cabello de la mujer, y no creía que le apeteciera descubrirlo. Lo primero que pensó fue que se trataba de mordiscos, pero no lo eran. Rosie sabía el aspecto que tenían los mordiscos. ¿Sería lepra? ¿Algo peor? ¿Algo contagioso?

–Rosie –repitió la voz dulce y embriagadora por tercera vez, y algo en ella dio a Rosie ganas de gritar, al igual que la sonrisa de Norman le había dado ganas de gritar a veces.

Esta mujer está loca. Le pase lo que le pase además, esas manchas en la piel, por ejemplo, es secundario. Está loca.

Otro relámpago iluminó el cielo. Otro trueno lo siguió. Y el viento que soplaba con furia desde el templo en ruinas situado al pie de la colina le llevó el llanto lejano de un bebé.

–¿Quién eres? –inquirió–. ¿Quién eres? ¿Por qué estoy aquí?

Por toda respuesta, la mujer alargó el brazo derecho y lo giró, dejando al descubierto una cicatriz circular en la cara interior.

–Éste sangró bastante y luego se infectó –explicó con aquella voz dulce y embriagadora.

Rosie alargó su propio brazo. Era el izquierdo en lugar del derecho, pero la marca era idéntica a la de la mujer. Una certeza leve pero terrible llenó su mente: si tenía que ponerse la túnica roja violácea, la llevaría de modo que fuera su hombro derecho el que quedara al descubierto en lugar del izquierdo, y si se ponía el brazalete de oro, lo llevaría sobre el codo izquierdo en lugar del derecho.

La mujer de la colina era su reflejo.

La mujer de la colina era...

–Eres yo, ¿verdad? –preguntó Rosie, y entonces, cuando la mujer de la trenza se movió ligeramente, añadió en un grito estridente y tembloroso–: Note gires. ¡No quiero verte!

–No te precipites –dijo Rose Madder con voz extraña y paciente–. Eres realmente Rosie, eres Rosie Real. No olvides eso cuando olvides todo lo demás. Y no olvides otra cosa. Yo resarzo. Lo que hagas por mí lo haré por ti. Y por eso estamos unidas ahora. Ése es nuestro equilibrio. Nuestro ka.

Otro relámpago; otro trueno; otra ráfaga de viento que atravesó el olivo. Los cabellos que se habían escapado de la trenza de Rose Madder se agitaron con furia. Incluso a aquella luz mortecina se antojaban filamentos de oro.

–Baja –ordenó Rose Madder–. Baja y tráeme a mi bebé.

El llanto del bebé flotaba hacia ellas como algo procedente de otro continente, y Rosie bajó la mirada hacia el templo en ruinas, cuya perspectiva seguía pareciendo extraña y desagradablemente torcida. Estaba asustada, y los pechos le palpitaban como le habían palpitado durante los meses siguientes al aborto.

Abrió la boca sin saber qué palabras brotarían de ella, segura tan sólo de que sería alguna suerte de protesta, pero una mano le asió el hombro antes de que pudiera hablar. Giró en redondo. Era la mujer de rojo. Meneó la cabeza a modo de advertencia, se llevó de nuevo el dedo a la sien y señaló las ruinas.

Otra mano agarró la muñeca derecha de Rosie, una mano fría como una lápida. Se volvió y en el último momento se dio cuenta de que la mujer de la túnica se había girado y ahora se encaraba con ella. A toda prisa, con la mente repleta de confusos pensamientos acerca de Medusa, Rosie bajó la mirada para no encontrarse con la de la mujer. En su lugar vio el dorso de la mano que le asía la muñeca. Estaba cubierto de una mancha de color gris oscuro que le recordó a algún predador del mar (un pez manta, por supuesto). Las uñas eran oscuras y parecían muertas. Mientras las observaba, Rosie vio un gusanillo blanco surgir de una de ellas.

–Vete –ordenó Rose Madder–. Haz por mí lo que yo no puedo hacer. Y recuerda que resarzo.

–De acuerdo.

Se había apoderado de ella un deseo terrible y perverso de mirar a la otra mujer a la cara. Ver lo que había allí. Tal vez ver su propio rostro flotando bajo las sombras grises muertas de alguna enfermedad que te vuelve loca mientras te consume.

–De acuerdo, iré. Lo intentaré, pero no me obligues a mirarte. La mano le soltó la muñeca..., pero muy despacio, como si estuviera dispuesta a agarrársela de nuevo si su dueña percibía aun el menor indicio de debilidad por parte de Rosie. Luego, la mujer giró la mano y señaló hacia el templo con un dedo gris y muerto, al igual que el Fantasma de las Navidades Futuras había señalado una lápida en concreto a Ebenezer Scrooge.(Referencia al Cuento de Navidad, de Charles Dickens. (N. del E.))

–Vete –repitió Rose Madder.

Rosie empezó a descender lentamente por la colina con la mirada baja, observando cómo sus pies desnudos se deslizaban por entre la hierba alta y áspera. No fue hasta que un trueno especialmente intenso retumbó en el cielo cuando alzó la vista y descubrió que la mujer de la túnica roja la había acompañado.

–¿Vas a ayudarme? –le preguntó.

–No puedo llegar demasiado lejos –replicó la mujer de robo al tiempo que señalaba el pilar caído–. Tengo lo mismo que ella, pero hasta ahora casi no me ha afectado.

Alargó un brazo, y Rosie vio una amorfa mancha rosada sobre la carne, dentro de la carne que separaba la muñeca del antebrazo. Tenía otra parecida en la palma de la mano. Ésta resultaba casi bonita. A Rosie le recordó el clavel que había encontrado entre las tablas del suelo de su estudio. Su habitación, el lugar con el que había contado como refugio, se le antojaba muy lejano ahora. Tal vez todo aquello, aquella vida, era el sueño, mientras que esto era la única realidad.

–Son las dos únicas que tengo, al menos de momento –prosiguió la mujer–, pero bastan para mantenerme alejada de allí. Ese toro me olería y vendría corriendo. Vendría a por mí, pero las dos moriríamos.

–¿Qué toro? –inquirió Rosie con extrañeza y temor.

Casi habían alcanzado el pilar caído.

–Erinyes. El guardián del templo.

–¿Qué templo?

–No pierdas el tiempo con preguntas humanas, mujer.

–¿De qué estás hablando? ¿Qué son preguntas humanas?

–Aquellas cuyas respuestas ya conoces. Ven aquí.

«Wendy Yarrow» esperaba junto al extremo cubierto de musgo del pilar caído y miraba impaciente a Rosie. El templo se cernía sobre ellas. Mirarlo hería los ojos de Rosie del modo en que hiere mirar una película desenfocada. Distinguió bultos leves donde antes estaba segura de no haberlos visto; advirtió pliegues de sombras que desaparecieron en cuanto parpadeó.

–Erinyes sólo tiene un ojo, y ese ojo es ciego, pero a su olfato no le pasa nada. ¿Estás con el mes, niña?

–¿El... mes?

–Que si tienes la regla.

Rosie meneó negativamente la cabeza.

–Bien, porque estaríamos listas antes de empezar si la tuvieras. Yo tampoco la tengo, nada de reglas desde que empezó la enfermedad. Es una pena, porque esa sangre sería la mejor. Pero de todas maneras...

El trueno más monstruoso abrió los cielos justo encima de sus cabezas, y de repente empezaron a caer gotas heladas de lluvia.

–¡Tenemos que darnos prisa! –exclamó la mujer de rojo–. Arranca dos pedazos de tu camisón, uno para hacer un vendaje y el otro lo bastante grande para envolver una piedra y que sobre lo suficiente para atarla. No discutas y deja de hacer preguntas. Haz lo que te digo.

Rosie se inclinó, asió el dobladillo de su camisón de algodón y rasgó una tira larga y ancha del lateral, de forma que su pierna quedó al descubierto casi hasta la cadera. Al caminar pareceré una camarera de restaurante chino, pensó. Arrancó otra tira más delgada y al levantar la mirada se alarmó al ver que «Wendy» sostenía en la mano una daga larga y de aspecto siniestro. Rose no sabía de dónde había salido, a menos que la mujer la hubiera llevado atada al muslo, como la heroína de una de esas novelas dulzonas y salvajes de Paul Sheldon, historias donde siempre existía una razón, por descabellada que fuera, para todo lo que ocurría.

Probablemente la llevaba atada al muslo, pensó Rosie. Sabía que a ella le gustaría tener un cuchillo si viajara en compañía de la mujer de la túnica roja violácea. Recordó el modo en que la mujer que la acompañaba se había llevado el dedo a la sien y advertido a Rosie que no la tocara. No quiere hacerte daño, había asegurado «Wendy Yarrow»,pero ya no puede controlarse.

Rosie abrió la boca para preguntar a la mujer que esperaba junto al pilar caído qué pretendía hacer con aquel cuchillo..., pero volvió a cerrarla en seguida. Si las preguntas humanas eran aquellas cuyas respuestas ya conocía, entonces aquella era una pregunta humana, sin lugar a dudas. .

«Wendy» pareció percibir que la miraba y levantó la vista hacia ella.

–Primero necesitarás la tira más ancha. Tenla preparada.

Antes de que Rosie pudiera responder, «Wendy» se había clavado la daga en la piel. Siseó algunas palabras que Rosie no comprendió, tal vez una oración, y a continuación se trazó una línea fina a lo largo del antebrazo, una línea que hacía juego con su vestido. La línea engordó y empezó a desdibujarse cuando la piel y los tejidos se retiraron para abrir la herida.

–¡Ooooh, cómo duele! –gimió la mujer al tiempo que extendía la mano en la que llevaba la daga–. ¡Dámela! ¡La tira larga, la tira larga!

Rosie se la dio, confusa y asustada, pero no asqueada; ver sangre no le producía náuseas. «Wendy Yarrow» dobló la tira de algodón hasta convertirla en una compresa que se colocó sobre la herida antes de darle la vuelta y empaparla por el otro lado. No parecía querer contener la hemorragia, sino tan sólo empapar la tela en sangre. Cuando se la devolvió a Rosie, el algodón que había sido de color azul celeste cuando se tendiera en su cama de Trenton Street había cobrado un matiz mucho más oscuro... que le resultaba familiar. El azul y el rojo se habían combinado hasta formar un rojo violáceo.

–Ahora busca una piedra y envuélvela en la tira de tela –ordenó la mujer a Rosie–. Cuando lo hayas hecho, quítate eso que llevas y úsalo para envolver las dos cosas.

Rosie se la quedó mirando con los ojos muy abiertos, mucho más trastornada por aquella orden que al ver la sangre que brotaba del brazo de la mujer.

–No puedo hacer eso –replicó–. ¡No llevo nada debajo!

«Wendy» esbozó una sonrisa amarga.

–No se lo diré a nadie –aseguró–. Y ahora dame la otra tira antes de que me desangre.

Rosie le entregó la tira más estrecha, que aún era de color azul, y la mujer de piel oscura se envolvió con ella el brazo herido. A su izquierda estalló un relámpago que parecía un cohete monstruoso.

Rosie oyó el estruendo de un árbol al caer fulminado. Aquel ruido fue seguido por el cañonazo de un trueno. Percibió el olor cobrizo que impregnaba el aire, aquel olor tan parecido a las monedas de un centavo. Y entonces, como si el relámpago hubiera abierto el vientre del cielo, llegó la lluvia. Caía en torrentes fríos que el viento tornaba casi horizontales. Rosie vio que el agua golpeaba la tira de tela que sostenía en la mano y le arrancaba nubecillas de vapor, y vio los primeros regueros de agua rosada y sangrienta brotar del paño y gotearle por entre los dedos. Parecía refresco de fresa.

Sin detenerse a pensar en lo que hacía ni por qué, Rosie alargó el brazo por encima del hombro, asió la espalda del camisón, se inclinó hacia delante y se lo quitó. De repente se encontró en la ducha más fría del mundo, intentando recobrar el aliento mientras la lluvia le pinchaba las mejillas, los hombros y la espalda desnuda. La piel se le encogió y se le puso de gallina en todo el cuerpo.

–¡Ay! –gritó desesperada–. ¡Ay, ay! ¡Hace tanto frío!

Dejó caer el camisón, que aún no estaba empapado, sobre la mano en la que sostenía el trapo ensangrentado y encontró una piedra del tamaño de un panecillo entre dos de los segmentos del pilar caído. La cogió, cayó de rodillas y a continuación se cubrió la cabeza y los hombros con el camisón, al igual que un hombre atrapado en una tormenta inesperada se protegería con el periódico a modo de paraguas. Bajo aquella protección temporal envolvió la piedra con el trapo ensangrentado. Le sobraron dos extremos largos y pegajosos que ató en la parte superior con una mueca de asco. La sangre de «Wendy» licuada por la lluvia brotaba del paño y caía al suelo. Con el camisón ya empapado envolvió la piedra y el trapo, tal como le había ordenado la mujer de rojo. Sabía que la mayor parte de la sangre desaparecería con la lluvia. Aquello no era una tormenta normal, sino un auténtico diluvio.

–¡Vamos! –gritó la mujer de piel oscura y vestido rojo–. ¡Entra en el templo! ¡Atraviésalo y no te pares en ningún momento! ¡No recojas nada y no creas nada de lo que veas u oigas! Es un sitio embrujado, eso está claro, pero ni siquiera en el Templo del Toro hay fantasma que pueda hacer daño a una mujer viva.

Rosie estaba tiritando, el agua le entraba en los ojos y le hacía ver doble, le goteaba de la nariz y le pendía de las orejas como joyas exóticas. «Wendy» seguía mirándola con el cabello aplastado contra la frente y las mejillas, los ojos oscuros relampagueantes. Se veía obligada a gritar para hacerse oír por encima del fuerte viento.

–¡Cruza la puerta que hay al otro lado del altar y llegarás a un jardín donde todas las plantas y flores están muertas! ¡Al otro lado del jardín verás una arboleda, y todos los árboles están muertos también, todos menos uno! ¡Entre el jardín y la arboleda hay un río! ¡No bebas de él, por mucha sed que tengas! ¡No bebas ni toques el agua! ¡Hay unas rocas por las que podrás cruzar! ¡Si metes un solo dedo en ese agua, olvidarás todo lo que sabes, incluso tu nombre!

La electricidad surcó las nubes en otro relámpago, convirtiendo los nubarrones en rostros retorcidos de duendes. Rosie nunca había tenido tanto frío ni sido tan consciente del extraño vigor de que hacía gala su corazón para enviar una ráfaga de calor a su piel helada. Y de repente se le ocurrió de nuevo la misma idea: no era un sueño, al igual que el agua que llovía del cielo no era un sistema contra incendios.

–¡Entra en la arboleda! ¡Entre los árboles muertos! ¡El que está vivo es un granado! ¡Coge las semillas que encuentres de la fruta alrededor de la base del árbol, pero no la pruebes ni te metas en la boca la mano con la que cojas las semillas! ¡Baja la escalera que hay al lado del árbol y entra en las cámaras que hay debajo! ¡Encuentra al bebé y sácalo de allí, pero cuidado con el toro! ¡Cuidado con el toro Erinyes! ¡Y ahora vete! ¡Deprisa!

Le daba miedo el Templo del Toro y su perspectiva extrañamente torcida, por lo que Rosie experimentó cierto alivio al descubrir que su deseo desesperado de guarecerse de la tormenta había borrado todo lo demás. Quería protegerse del viento, la lluvia y los relámpagos, pero también quería ponerse a cubierto por si la lluvia decidía transformarse en granizo. La idea de hallarse desnuda en plena tormenta de granizo, aunque se tratara de un sueño, se le antojaba extremadamente desagradable.

Avanzó algunos pasos y luego se volvió para mirar a la otra mujer. «Wendy» parecía estar tan desnuda como la propia Rosie, pues tenía el vestido rojo de gasa completamente adherido a la piel.

–¿Quién es Erinyes? –preguntó Rosie a gritos–. ¿Qué es?

Se arriesgó a mirar el templo por encima del hombro, casi como si esperara que el dios saliera al oír su voz. Pero no apareció ningún dios; sólo el templo reluciendo en medio de la tempestad.

La mujer de piel oscura puso los ojos en blanco.

–¿Por qué eres tan estúpida, niña? –replicó también a gritos–. ¡Vete! ¡Vete mientras aún estés a tiempo!

Y acto seguido señaló el templo sin añadir una palabra más, tal como había hecho su ama.

Rosie, desnuda y blanca, oprimiéndose el bulto empapado del camisón contra el vientre para protegerlo en la medida de lo posible, echó a andar en dirección al templo. En cinco zancadas llegó a la cabeza de piedra que yacía entre la maleza. Bajó la vista hacia ella en espera de ver a Norman. Por supuesto que sería Norman, de modo que le convenía estar preparada. Así funcionaban las cosas en los sueños.

Pero no era Norman. Las entradas en el pelo, las mejillas carnosas y el exuberante bigote a lo David Crosby pertenecían al hombre apoyado en la puerta de la taberna El Sorbo el día en que Rosie había estado buscando Hijas y Hermanas.

Me he vuelto a perder, pensó. Desde luego que me he vuelto a perder.

Pasó junto a la cabeza de piedra de ojos vacíos que parecían llorar, con una larga brizna de hierba mojada que le cruzaba la mejilla y parecía una cicatriz verde, esa cabeza que parecía susurrar a sus espaldas mientras Rosie se acercaba al extraño templo. Eh muñeca quieres marcha vaya tetas qué te parece echamos un polvo quieres hacer el perro qué te parece...

Subió la escalinata resbaladiza y traicionera a causa de las parras y las enredaderas que la cubrían, y tuvo la sensación de que la cabeza rodaba sobre su cuello de piedra, aplastando el agua enfangada para observar la flexión de su trasero desnudo mientras Rosie subía para adentrarse en las tinieblas.

No pienses en ello, no pienses en ello, no pienses.

Resistió la tentación de correr, de escapar tanto de la lluvia como de aquella mirada imaginaria, y siguió abriéndose paso entre la maleza, evitando los lugares en que los elementos habían agrietado la piedra, dejando al descubierto abismos dentados capaces de fracturar el tobillo a cualquiera. Y no era aquella la peor de las posibilidades; quién sabía qué cosas venenosas se ocultarían en aquellos lugares oscuros, acechándola para picarla o morderla.

El agua le goteaba de los omóplatos y le recorría la columna; tenía más frío que nunca, pero pese a ello se detuvo en el último escalón para contemplar las tallas que adornaban la parte superior de la entrada amplia y oscura. No las había visto en el cuadro, pues se perdían en las sombras que proyectaba el tejado.

Mostraban a un muchacho de expresión dura apoyado contra lo que podría ser un poste telefónico. El cabello le caía sobre la frente, y llevaba el cuello de la cazadora subido. Del labio inferior pendía un cigarrillo, y su postura algo agazapada e indolente lo identificaba como el señor Más Enrollado del Mundo, versión finales de los setenta. ¿Y qué más revelaba su postura? Eh, muñeca, decía. Eh, muñeca, muñeca, ¿te apetece echar un polvo? ¿Nos lo hacemos o qué?

¿Quieres hacer el perro conmigo?

Era Norman.

–No –susurró casi en un gemido–. Oh, no.

Oh, sí. Era Norman, sin lugar a dudas. Norman en la época en que aún era el Fantasma de las Palizas Futuras, Norman apoyado contra un poste telefónico en la esquina de State Street con la carretera 49, en el centro de Aubreyville (el centro de Aubreyville, vaya chiste), Norman observando los coches que pasaban mientras los Bee Gees cantaban You Shoud be Dancing en el Pub Finnegan's, que tenía la puerta abierta y el equipo de música a tope.

El viento remitió por un instante, y Rosie oyó de nuevo el llanto del bebé. No daba la impresión de estar herido, sino más bien hambriento. Los gemidos lejanos lograron apartarla de las perversas tallas y hacerla avanzar, pero justo antes de entrar en el templo, no pudo evitar volver a alzar la vista. Norman había desaparecido, si es que había estado allí alguna vez, para dar paso a unas palabras esculpidas justo encima de su cabeza. CHUPA MI POLLA INFECTADA DE SIDA.

Nada permanece en los sueños, pensó. Los sueños son como el agua. .

Miró de nuevo por encima del hombro y vio a «Wendy» aún de pie junto al pilar caído, empapada en las telarañas desmoronadas de su vestido. Rosie alzó la mano en la que no sostenía el camisón enrollado a modo de saludo. «Wendy» levantó la suya y luego se quedó ahí de pie, haciendo caso omiso de la intensa lluvia.

Rosie cruzó la entrada ancha y fresca y se adentró en el templo. Se detuvo un instante, tensa, preparada para salir corriendo si veía..., bueno..., si veía no sabía qué. «Wendy» le había advertido que no debía hacer caso de los fantasmas, pero Rosie creía que la mujer de la túnica roja podía permitirse el lujo de ser valiente, porque, al fin y al cabo, no era ella quien tenía que entrar en el templo.

Suponía que hacía más calor dentro que fuera, pero no tenía esa sensación, sino más bien le parecía que las piedras de aquel lugar despedían un frío húmedo, el frío de las criptas y los mausoleos, y por un instante no estuvo segura de poder seguir avanzando por el pasillo penumbroso y salpicado de hojas muertas que hacía mucho tiempo que se extendía ante ella. Hacía demasiado frío..., frío en demasiados sentidos. Se quedó quieta, tiritando e intentando recobrar el aliento, con los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho y nubecillas de vapor brotándole de la piel. Se tocó el pezón izquierdo con la yema del dedo y no le extrañó hallarlo duro como una piedra.

Fue la idea de regresar junto a la mujer de la colina lo que la impulsó a avanzar, la idea de enfrentarse a Rose Madder con las manos vacías. Echó a andar por el pasillo lenta y cuidadosamente, escuchando los gemidos lejanos del bebé. Le parecía que procedían de muy lejos y que alguna clase de comunicación mágica y sutil transportaba el sonido hasta ella.

Baja y tráeme a mi bebé.

Caroline. El nombre que había proyectado poner a su hija, a esa hija que Norman le había arrebatado de una paliza, acudió a su mente sin esfuerzo. Los pechos empezaron a palpitarle de nuevo. Rosie se los tocó e hizo una mueca. Estaban hipersensibles.

Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la penumbra, y se le ocurrió que el Templo del Toro ofrecía un aspecto sorprendentemente cristiano, que de hecho se parecía bastante a la Primera Iglesia Metodista de Aubreyville, a la que Rosie había acudido dos veces por semana antes de casarse con Norman. La boda se había celebrado en la Primera Iglesia Metodista, y fue en ella donde tuvo lugar el funeral por el padre, la madre y el hermano menor de Rosie tras el accidente que había segado sus vidas. Había varias hileras de bancos de madera, y los del fondo aparecían cubiertos y medio sepultados en montículos de hojas que olían a canela. Más adelante, los bancos seguían en pie y se alineaban en pulcras hileras. Sobre ellos yacían a intervalos regulares unos libros negros y gruesos cuyo título podría haber sido Libro Metodista de Himnos y Loas, el libro con que Rosie había crecido.

Lo siguiente que percibió mientras caminaba por el pasillo central como una extraña novia desnuda fue el olor del lugar. Bajo la fragancia agradable de las hojas que el viento había llevado hasta el interior del templo a lo largo de los años acechaba un olor menos agradable. Recordaba un poco al moho, un poco al añublo, un poco a descomposición avanzada, pero en realidad no era ninguno de esos olores.

¿Sudor viejo, quizá? Sí, tal vez. Y a lo mejor otros fluidos. Se le ocurrió la posibilidad del semen. Y de la sangre.

Tras percibir aquel olor la acometió la sensación innegable de que unos ojos malévolos la observaban. Percibió que examinaban su desnudez con atención, refocilándose en ella, tal vez, resiguiendo cada curva y cada línea descubierta, memorizando el movimiento de sus músculos bajo la piel mojada y resbaladiza.

Quiero hablar contigo de cerca, parecía susurrarle el templo bajo el tamborileo hueco de la lluvia y el crujido de las hojas viejas bajo sus pies desnudos. Quiero hablar contigo de cerca..., pero no tenemos que hablar mucho para decir las cosas que tenemos que decir, ¿verdad, Rosie?

Se detuvo cerca de la parte delantera del templo y cogió uno de los libros negros del segundo banco. Cuando lo abrió, la azotó una ráfaga de putrefacción tan intensa que estuvo a punto de ahogarla. La imagen de la parte superior de la página era un escueto dibujo que jamás había visto en los libros de himnos metodistas de su juventud; mostraba a una mujer arrodillada que se la estaba chupando a un hombre cuyos pies no eran pies, sino cascos. Su rostro aparecía confuso, pero Rosie distinguió en él una similitud ominosa... o al menos eso creyó. Se parecía al antiguo compañero de Norman, Harley Bissington, que siempre había comprobado dónde terminaba el dobladillo de su vestido cuando la veía sentarse.

Debajo del dibujo, la página amarillenta estaba cubierta de letras cirílicas, ilegibles pero conocidas. Tardó sólo un instante en comprender por qué le resultaban familiares: eran las mismas letras que llenaban el periódico de Peter Slowik cuando Rosie se había acercado a la cabina de Asistencia al viajero para pedirle ayuda.

Y entonces, de repente, el dibujo empezó a moverse, y sus líneas parecieron arrastrarse hacia sus dedos blancos y arrugados por la lluvia, dejando pequeños rastros de babas tras de sí. Estaba vivo. Cerró el libro de golpe, y la garganta se le secó cuando oyó el chapoteo procedente de su interior. Lo dejó caer, y el estruendo que provocó al chocar contra el banco o su propio grito de asco espantó a una bandada de murciélagos en la zona penumbrosa que Rosie suponía era el coro. Algunos de ellos se convirtieron en figuras errantes en el techo, con sus alas negras arrastrando aquellos cuerpos repugnantemente rollizos por el aire cargado, y al cabo de un instante regresaron a su escondrijo. Ante ella se erigía el altar, y experimentó un gran alivio al ver una puerta estrecha abierta a su izquierda, una puerta por la que se filtraba un rayo oblongo de luz blanca y limpia.

Errrres reeaaaalmente Rooooosie, susurró la voz muda del templo, amenazadoramente divertida. Y errrres Rooooosie Reeaaal.. Ven aquí y te pondreeeé... como una motooooo...

Rosie resistió la tentación de mirar atrás y siguió con la mirada fija en la puerta y la luz natural que se filtraba por ella. La lluvia había remitido, y el tamborileo hueco del techo se había reducido a un murmullo constante.

Sólo para hombres, Rooooosie, susurró el templo, y entonces añadió lo que Norman siempre decía cuando no quería contestar a alguna de sus preguntas pero no estaba realmente enfadado con ella. Es cosa de hombres.

Contempló la zona del altar al pasar junto a ella, pero en seguida desvió la mirada. Estaba vacío...; no había púlpito, símbolos ni libros arcanos, pero sí vio otra sombra de pez manta sobre la piedra desnuda. Su color oxidado indicaba que se trataba de sangre, y el tamaño de la mancha sugería que se había derramado mucha allí a lo largo de los años. Muchísima.

Es como el Motel Roach, Rooooosie, susurró la sala, y las hojas del suelo se removieron, emitiendo un sonido que parecía una carcajada en una boca desdentada. La gente entra, pero nunca vuelve a saliiiir.

Avanzó con firmeza hacia la puerta, intentando hacer caso omiso de aquella voz, con los ojos aún clavados en la luz. Casi esperaba que se le cerrara en las narices en cuanto se acercara, pero no fue así. Y ningún coco travieso con cara de Norman apareció en ella. Cruzó el umbral y se halló en una escalinata pequeña de piedra que daba a un jardín envuelto en la fragancia fresca de la lluvia y en un aire que empezaba a tornarse más cálido pese a que la lluvia no había cesado del todo. En todas partes se oía el goteo y el susurro del agua. Los truenos seguían retumbando en el cielo, pero estaba segura de que se alejaban. Y el bebé, al que no había oído desde hacía varios minutos, volvió a llorar.

El jardín estaba dividido en dos partes, con flores a la izquierda y hortalizas a la derecha, pero todas las plantas estaban muertas. Muertas de un modo cataclísmico, y el verdor exuberante que rodeaba el Templo del Toro como en un abrazo empeoraba aún más el aspecto de aquella muerte, como si se tratara de un cadáver con los ojos abiertos y la lengua fuera. Enormes girasoles de tallo amarillento, centro amarronado y pétalos arrugados y desvaídos dominaban el lugar como carceleros enfermos que hubieran sobrevivido en una prisión cuyos presos hubieran muerto en su totalidad. Los parterres estaban llenos de pétalos abiertos que la hicieron pensar, en un recuerdo de pesadilla, en lo que había visto al regresar al cementerio donde yacía su familia un mes después del entierro. Había caminado hasta la parte posterior del pequeño cementerio tras dejar flores frescas en sus tumbas para recuperar el dominio de sí misma, y había quedado horrorizada al ver montículos de flores podridas en el declive situado entre el muro de piedra y el bosque que se extendía detrás del cementerio. El hedor de su perfume moribundo le había recordado lo que les estaba sucediendo a su madre, su padre y su hermano bajo tierra. El cambio que estaban experimentando.

Rosie desvió a toda prisa la mirada de las flores, pero lo primero que vio en el huerto agonizante no fue mucho mejor: una de las hileras parecía estar empapada en sangre. Se enjugó el agua de los ojos, volvió a mirar y exhaló un suspiro de alivio. No era sangre, sino tomates. Una hilera de ocho metros de tomates caídos, medio podridos.

Rosie.

Esta vez no era el templo quien la llamaba. Era la voz de Norman y estaba justo detrás de ella, y de repente se dio cuenta de que olía la colonia de Norman. Todos mis hombres llevan Colonia Inglesa o nada en absoluto, pensó, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

Estaba detrás de ella.

Justo detrás de ella.

Alargando el brazo hacia ella.

No, no me lo creo. No me lo creo aunque me lo crea.

Era una idea completamente absurda, por supuesto, con toda probabilidad lo bastante absurda como para merecer un hueco en el Libro Guinness de los Récords, pero de algún modo consiguió calmarla. Caminando despacio, a sabiendas de que si intentaba andar si quiera un poco más deprisa podía perder el control, Rosie bajó los tres escalones de piedra (mucho más humildes incluso que los de la parte delantera del edificio) y se adentró en los restos de lo que mentalmente había bautizado como los jardines del Toro. Seguía lloviendo, pero poco, y el viento se había convertido en un mero suspiro. Rosie recorrió un pasillo formado por dos hileras de maizales marrones e inclinados (no tenía ni la menor intención de caminar descalza entre los tomates podridos ni sentirlos explotar bajo sus pies), escuchando el rugido pétreo del río cercano. El sonido se hacía cada vez más fuerte a medida que avanzaba, y cuando salió del maizal vio que el río fluía a menos de cinco metros de ella. Mediría unos tres metros de ancho y aparentaba ser poco profundo de ordinario a juzgar por las orillas suaves, pero en aquel momento estaba crecidísimo a causa de la tormenta. Sólo se apreciaban las puntas de las cuatro rocas grandes y blancas que lo cruzaban y parecían caparazones blanqueados de tortuga.

El agua del río era de color alquitranado, negro y opaco. Rosie avanzó lentamente hacia él, casi sin darse cuenta de que se estaba retorciendo el cabello para librarse del agua que lo empapaba. Al acercarse percibió un curioso olor a mineral procedente del agua, un olor pesadamente metálico pero extrañamente atractivo. De repente sintió sed, tanta sed que su garganta se convirtió en una piedra ardiente.

No bebas de él, por mucha sed que tengas. No bebas.

Sí, eso era lo que había dicho la mujer; le había dicho que si mojaba siquiera un dedo en el agua olvidaría todo lo que sabía, incluso su propio nombre. Pero ¿era tan terrible eso? Pensando en ello, ¿era realmente tan terrible, sobre todo teniendo en cuenta que una de las cosas que podía olvidar era Norman y la posibilidad de que todavía no hubiera acabado con ella, de que hubiera matado a un hombre por su causa?

Tragó saliva y oyó el chasquido de su garganta seca. Una vez más, casi inconsciente de lo que hacía, Rosie se pasó una mano por el costado, por la curva del pecho y por el cuello para recoger la humedad que encontraba y lamerla de la palma. Aquello no calmó su sed, sino que la despertó por completo. El agua relucía negra mientras fluía en torno a las rocas blancas, y el extraño y atractivo olor mineral parecía llenarle la cabeza entera. Sabía el sabor que tendría el agua, un sabor insípido y desprovisto de aire, como jarabe frío, y sabía cómo le llenaría la garganta y el vientre de sales extrañas y bromuros exóticos. El sabor de la tierra sin memoria. Y entonces se acabarían los recuerdos del día en que la señora Pratt (blanca como la nieve a excepción de los labios, que tenían el color de los arándanos) había acudido a su casa para decirle que su familia, toda su familia, había muerto en un accidente de coche, los recuerdos de Norman con el lápiz o Norman con la raqueta de tenis. Las imágenes del hombre en la puerta de El Sorbo o la mujer gorda que había llamado a las mujeres de Hijas y Hermanas lesbianas de la caridad. Los sueños de estar sentada en el rincón con los riñones tan doloridos que la hacían vomitar, recordándose una y otra vez que debía vomitar en el delantal. Algunas cosas merecían caer en el olvido, mientras que otras, cosas como lo que Norman le había hecho con la raqueta de tenis, tenían que caer en el olvido..., aunque la mayoría de la gente jamás tenía ocasión de olvidarlas, ni siquiera en sueños.

Rosie temblaba de pies a cabeza; tenía los ojos clavados en el agua que fluía junto a ella como seda transparente impregnada de tinta negra; la garganta le ardía como brasas, los ojos le palpitaban en las cuencas y se vio a sí misma tendiéndose de bruces, sumergiendo la cabeza en aquella negrura para beber como un caballo.

También olvidarías a Bill, susurró la señora Práctica–Sensata en tono casi de disculpa. Olvidarías las motas verdes de sus ojos y la pequeña cicatriz que tiene en la oreja. Últimamente han pasado cosas que merece la pena recordar, Rosie. Lo sabes, ¿verdad?

Sin vacilar más (no creía que ni siquiera pensar en Bill la salvara si esperaba más), Rosie pisó la primera roca con los brazos extendidos para conservar el equilibrio. El agua teñida de rojo goteaba sin cesar de la bola mojada de su camisón, y sintió la piedra envuelta en el centro como si del hueso de un melocotón se tratara. Se quedó con el pie izquierdo sobre la roca y el derecho en la orilla, hizo acopio de valor y avanzó con el derecho hasta pisar la segunda roca. Hasta ahora iba bien. Levantó el pie izquierdo y lo adelantó hasta la siguiente. Esta vez perdió un poco el equilibrio y se inclinó hacia la derecha mientras agitaba el brazo izquierdo para no caer y el rugido del extraño río le llenaba los oídos. Probablemente no estuvo tan cerca de caer como pensaba, y al cabo de un instante se hallaba sobre las rocas centrales del río con el corazón desbocada.

Temerosa de que pudiera congelarse si dudaba demasiado, Rosie avanzó hasta la última roca y saltó a la hierba muerta que cubría la otra orilla. Sólo había caminado tres pasos en dirección a la arboleda cuando se dio cuenta de que la sed había pasado como una pesadilla.

Era como si en el pasado hubieran enterrado allí a muchos gigantes que habían muerto intentando salir de allí; los árboles eran sus manos descarnadas, que se alargaban sin frutos hacia el cielo y hablaban de asesinato sin articular palabra. Las ramas muertas se entrelazaban creando extraños dibujos geométricos que se recortaban contra el cielo. Un sendero conducía hasta ellos guardado por la estatua de un muchacho con un enorme falo erecto. Tenía las manos levantadas sobre la cabeza, como si indicara que acababan de marcar un gol en un partido de fútbol. Cuando Rosie pasó junto a él, sus ojos la siguieron, estaba segura.

¡Eh, muñeca!, espetó el muchacho de piedra en su cabeza. ¿Te apetece echar un polvo? ¿Quieres hacer el perro conmigo?

Rosie se apartó de él y levantó las manos para protegerse, pero el muchacho de piedra volvía a ser sólo una estatua..., si es que en algún momento había sido otra cosa. De su pene desproporcionado caían gotas de agua. No tiene problemas para mantener la erección, pensó Rosie con la mirada fija en las pupilas sin vida y la sonrisa de algún modo demasiado sabia (¿Había estado sonriendo antes? Rosie no lo recordaba) del muchacho. Norman te envidiaría.

Pasó junto a la estatua y siguió por el camino que conducía a la arboleda muerta, reprimiendo el impulso de mirar por encima del hombro para asegurarse de que la estatua no la seguía para hacer algo con su erección de piedra. No se atrevía a mirar. Temía que su mente sobrecargada le hiciera ver algo que no existía.

La lluvia se había convertido en una leve llovizna, y de repente, Rosie se dio cuenta de que ya no oía al bebé. Tal vez se había dormido. A lo mejor el toro Erinyes se había cansado de escuchar su llanto y se lo había zampado como si fuera un canapé. En cualquier caso, ¿cómo iba a encontrarlo si no lloraba?

Cada cosa a su tiempo, Rosie, susurró la señora Práctica–Sensata.

–Para ti es fácil decirlo –replicó Rosie al mismo volumen.

Siguió avanzando mientras escuchaba las gotas de lluvia que caían de los árboles muertos y empezaba a darse cuenta, aunque a regañadientes, de que veía caras en la corteza. No era como cuando te tumbabas de espaldas y contemplabas las nubes, pues entonces era tu imaginación la que hacía el noventa por ciento del trabajo. Aquellos rostros eran reales. Gritaban. A Rosie le parecían rostros de mujer en su mayoría. Mujeres con las que alguien había hablado de cerca.

Tras recorrer otro trecho dobló un recordo y descubrió que el sendero estaba bloqueado por un árbol caído que en apariencia se había desplomado en el punto álgido de la tormenta. Uno de los lados aparecía astillado y ennegrecido. Varias de las ramas de ese costado aún humeaban perezosas, como las cenizas de una hoguera mal apagada. A Rosie le daba miedo encaramarse a él para pasar, pues el tronco estaría repleto de astillas, puntas y gubias.

Empezó a rodear el árbol por la derecha, donde las raíces aparecían arrancadas de la tierra, y casi había regresado al sendero cuando una de las raíces del árbol dio un respingo, tembló y se deslizó por su muslo como una polvorienta serpiente marrón.

¡Eh, muñeca! ¿Quieres hacer el perro? ¿Quieres hacer el perro, zorra?

La voz procedía de la caverna seca y arenosa que había dejado el árbol arrancado. La raíz se deslizó muslo arriba.

¿Quieres ponerte a cuatro patas, Rosie? ¿Qué te parece? Te daré por el culo, Rosie, te devoraré como si fueras un bocadillo de queso fundido. ¿O prefieres chuparme la polla infectada de sida... ?

–Suéltame –ordenó Rosie con calma al tiempo que apretaba el camisón arrugado contra la raíz que le atenazaba la pierna.

La raíz aflojó la presión y cayó al suelo. Rosie terminó de rodear el árbol y siguió caminando por el sendero. La raíz la había apretado de tal forma que tenía una marca roja en el muslo, pero no tardó en desaparecer. Suponía que tendría que estar aterrorizada por lo que acababa de suceder, que tal vez había algo que quería aterrorizarla. En tal caso, no había funcionado. Decidió que aquella cámara de los horrores era bastante cutre para alguien que había vivido con Norman Daniels durante catorce años.

Al cabo de cinco minutos llegó al final del sendero, que se abría a un claro perfectamente redondo en cuyo centro se hallaba el único ser vivo de toda aquella desolación. Se trataba del árbol más hermoso que Rosie había visto en su vida, y por unos instantes olvidó respirar. Había asistido diligentemente a las clases de la Escuela Dominical Metodista de Aubreyville; recordaba la historia de Adán y Eva en el jardín del Edén, y creía que si realmente había existido el Árbol del Bien y el Mal, sin duda había tenido el mismo aspecto que éste.

Estaba cubierto de una espesa manta de hojas largas y estrechas de color verde brillante, y sus ramas pendían hacia el suelo por el peso de los abundantes frutos granates. Las frutas caídas rodeaban el árbol en un montículo rojo violáceo que casaba a la perfección con el matiz del vestido corto que llevaba la mujer a la que Rosie no se había atrevido a mirar. Muchas de aquellas frutas seguían frescas y gordezuelas; lo más probable era que hubieran caído durante la tormenta que acababa de alejarse. Incluso las piezas podridas tenían un aspecto irresistiblemente dulce; la boca de Rosie se contrajo de placer con la idea de recoger una de las frutas y morderla. Imaginó el sabor áspero y dulce a un tiempo, como el riubarbo cogido a primera hora de la mañana o las frambuesas seleccionadas un día antes de alcanzar la madurez perfecta. Mientras contemplaba el árbol, una de aquellas frutas (a los ojos de Rosie no se parecían en nada a las granadas) cayó de una rama sobrecargada, chocó contra el suelo y se abrió en varios pliegues de color rojo violáceo. Rosie vio las semillas esparcidas en los jugos.

Rosie avanzó un paso hacia el árbol y se detuvo. Seguía debatiéndose entre. dos polos. Por una parte, su mente creía que todo aquello tenía que ser un sueño, pero su cuerpo aseguraba con la misma firmeza que no podía ser, que nadie había tenido jamás un sueño tan vívido. Y ahora, como una brújula perturbada y atrapada en un paisaje demasiado atestado de minerales, Rosie oscilaba entre las teorías del sueño y la realidad. A la izquierda del árbol se abría lo que parecía una boca de metro. Escalones anchos y blancos conducían a las tinieblas. Sobre ellos se alzaba un plinto de alabastro sobre el que se veía una sola palabra esculpida: LABERINTO.

De verdad, esto es demasiado, pensó Rosie, pero pese a todo se acercó al árbol. Si aquello era un sueño no pasaría nada por seguir las instrucciones; a lo mejor incluso lograba adelantar el momento en que por fin se despertaría en su propia cama, alargando el brazo hacia el despertador, esperando silenciar su chillido moralista antes de que le abriese la cabeza. ¡Cómo le habría gustado escuchar ahora ese chillido! Tenía frío, los pies sucios, una rama se le había enredado en la pierna y había pasado junto a un muchacho de piedra que, de haber estado en el mundo como Dios manda, habría sido demasiado joven como para saber qué era lo que estaba mirando. Sobre todo tenía la sensación de que si no regresaba pronto a su habitación, lo más probable era que pillara un catarro como la copa de un pino, tal vez incluso una buena bronquitis. Eso acabaría con su cita del sábado y la mantendría alejada del estudio de grabación durante toda la semana siguiente.

Sin darse cuenta del absurdo que encerraba el hecho de creer que podía enfermar como consecuencia de una excursión realizada en un sueño, Rosie se arrodilló junto a la fruta caída. La examinó con atención, preguntándose qué sabor tendría (nada que ver con lo que se encontraba en el pasillo de productos frescos de A&P, de eso estaba segura), y a continuación desdobló una esquina del camisón. Arrancó otra tira para hacer un paño y tuvo más éxito del que esperaba. Dejó el trapo en el suelo y empezó a recoger semillas, colocándolas sobre la tela en la que pensaba llevarlas.

Buena idea, se dijo. Si supiera por qué narices quiero llevármelas...

Las yemas de los dedos se le durmieron de inmediato, como si le hubieran administrado una inyección de novocaína. Al mismo tiempo, la fragancia más exquisita del mundo le inundó las fosas nasales. Un olor dulce pero no floral que le recordó las tartas, pasteles y galletas que salían del horno de su abuela. También le recordó otra cosa, algo que estaba a años luz de la cocina de su abuela Weeks, con su linóleo desvaído y sus reproducciones de Currier & Ives: el modo en que se había sentido cuando la cadera de Bill rozó la suya al volver al Edificio Corn.

Colocó dos docenas de semillas sobre el trapo, titubeó un instante, se encogió de hombros y añadió otras dos docenas. ¿Bastarían? ¿Cómo iba a saberlo si ni siquiera sabía para qué servían? En cualquier caso, lo mejor era seguir adelante. De nuevo oía los lloros del bebé, pero ahora se le antojaban más bien gemidos resonantes, los sonidos que emiten los bebés cuando están a punto de renunciar y dormirse de una vez.

Dobló el trapo mojado y encajó las esquinas, formando un pequeño sobre que le recordó los paquetes de semillas que su padre compraba en la Burper Company al final de cada invierno, en la época en que Rosie aún asistía regularmente a las clases de la Escuela Dominical. Ya se sentía lo bastante a gusto en su desnudez como para sentirse exasperada en lugar de avergonzada: quería un bolsillo. Bueno, si los deseos fueran cerdos, el bacon siempre estaría de ofer...

La parte de su mente que era práctica y sensata se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer con sus dedos manchados de color rojo violáceo décimas de segundo antes de que se los metiera en la boca. Los apartó a toda prisa con el corazón latiéndole violentamente y ese olor entre áspero y dulce llenándole la cabeza. ¡No pruebes la fruta ni te metas en la boca la mano con la que cojas las semillas!

Aquel lugar estaba lleno de trampas.

Rosie se levantó sin dejar de mirarse los dedos manchados y dormidos como si los viera por primera vez. Se apartó del árbol rodeado de fruta caída y semillas derramadas.

No es el Árbol del Bien y el Mal, pensó Rosie. Tampoco es el Árbol de la Vida. Creo que es el Árbol de la Muerte.

Una pequeña ráfaga de viento pasó silbando junto a ella, agitando las hojas largas y bruñidas del granado, y Rosie tuvo la sensación de que pronunciaba su nombre en cien susurros leves y sarcásticos. Rosie, Rosie, Rosie...

Volvió a arrodillarse con la esperanza de encontrar algo de hierba viva, pero no había. Dejó en el suelo su camisón con la piedra envuelta en él, colocó encima el paquetito de semillas y por fin arrancó varios puñados de hierba muerta y mojada. Se restregó con ella la mano con la que había tocado las semillas. La mancha violácea se debilitó pero no desapareció del todo, y bajo sus uñas conservaba el mismo matiz brillante. Era como mirar una marca de nacimiento que nada puede acabar de borrar. Los llantos del bebé se tornaban cada vez más leves.

–Muy bien –masculló Rosie para sus adentros–. Note vuelvas a meter los dedos en la boca, maldita sea. ¡No te pasará nada si recuerdas eso!

Se acercó a la escalera que se adentraba en la tierra y se detuvo en la cima, asustada de la oscuridad e intentando hacer acopio de valor suficiente para bajar. La piedra de alabastro con la palabra LABERINTO esculpida sobre ella ya no le parecía un plinto, sino una lápida situada sobre una tumba estrecha y abierta.

Sin embargo, el bebé estaba allí abajo, llorando como lloran los bebés cuando nadie acude a consolarlos y por fin deciden arreglárselas como pueden. Fue ese sonido solitario lo que la puso en movimiento. Ningún bebé debería llorar hasta dormirse en un lugar tan solitario como aquél.

Rosie contó los escalones mientras descendía. En el séptimo pasó por debajo del alero que formaba la tierra abierta y la piedra blanca. En el decimocuarto miró por encima del hombro y vio el rectángulo de luz blanca que estaba dejando atrás, y cuando se volvió para seguir avanzando, el rectángulo seguía ante sus ojos, recortado contra la oscuridad como un fantasma reluciente. Siguió bajando y bajando; sus pies desnudos golpeaban la piedra. No conseguiría zafarse del terror que se había apoderado de su corazón. Tendría que aprender a aceptarlo.

Cincuenta escalones. Setena y cinco. Cien. Se detuvo al llegar al ciento veinticinco, pues se dio cuenta de que volvía a ver.

Eso es una locura, se dijo. Imaginaciones tuyas, Rosie, nada más.

Pero no eran imaginaciones suyas. Lentamente se llevó una mano al rostro. Tanto sus dedos como el paquetito que sostenían brillaban con un matiz verdoso opaco y embrujado. Levantó la otra mano, en laque llevaba la piedra envuelta en los restos del camisón. Veía, desde luego. Giró la cabeza a un lado y a otro. Las paredes de la escalera despedían un leve resplandor verdoso. En él retozaban perezosamente formas negras, como si las paredes fueran los vidrios de acuarios en los que flotaban y se retorcían cosas muertas.

¡Basta, Rosie! ¡Deja de pensar así!

Pero no podía. Sueño o no sueño, el pánico y el impulso de re troceder se hallaban muy cerca de ella.

¡Pues entonces no mires!

Buena idea. Una idea genial. Rosie bajó la mirada hacia los mortecinos fantasmas en rayos X que eran sus pies y siguió descendiendo sin dejar de contar los escalones en un susurro. La luz verde se tornaba más brillante a medida que bajaba, y cuando llegó al peldaño doscientos veinte, el último, era como si se hallara en un escenario iluminado con suaves focos de color verde. Alzó la vista, intentando prepararse mentalmente para lo que pudiera ver. El aire húmedo pero fresco se movía..., pero le hizo llegar un olor que no le gustó demasiado. Era un olor a zoo, como si algo salvaje acechara allí abajo. Y así era, por su puesto: el toro Erinyes.

Ante ella se alzaban tres paredes sueltas de piedra, cuyos cantos veía y que se perdían en las tinieblas. Cada una de ellas medía unos cuatro metros de altura, demasiado altas como para que pudiera ver por encima. Brillaban en aquel tono verde opaco, y Rosie examinó con nerviosismo los cuatro pasadizos estrechos que formaban. ¿Cuál de ellos debía tomar? En algún lugar, el bebé seguía llorando..., pero el sonido se debilitaba cada vez más. Era como escuchar una radio a la que estuvieran bajando el volumen de forma inexorable.

–¡Llora! –gritó Rosie, y de inmediato se encogió al oír los ecos de su voz–. ¡Ora... ora... ora!

Nada. Los cuatro pasadizos, las cuatro entradas del laberinto, se abrían en silencio ante ella, como estrechas bocas verticales abiertas en idénticas expresiones de asombro. A cierta distancia, en el segundo empezando por la derecha, vio un bulto oscuro.

Sabes muy bien lo que es, pensó. Después de pasarte catorce años escuchando a Norman y a sus amigos, tendrías que ser bastante idiota para no reconocer la mierda en cuanto la ves.

Aquella idea y los recuerdos que la acompañaban, recuerdos de aquellos hombres sentados en la sala de recreo, hablando del trabajo y tomando cervezas y hablando del trabajo y fumando cigarrillos y hablando del trabajo y contando chistes de negros, portorriqueños y mexicanos y hablando del trabajo, la hicieron enfadar. En lugar de cerrar el paso a aquella emoción, Rosie se rebeló contra el entrenamiento de una vida entera y la acogió con los brazos abiertos. Le sentaba bien estar enfadada, estar cualquier cosa menos aterrorizada. De niña había sido capaz de proferir unos chillidos realmente estridentes, la clase de chillido agudo y taladrante que rompía vidrios y destrozaba tímpanos. A los diez años la habían regañado y avergonzado tanto, diciéndole que no era propio de una señorita, aparte de que destrozaba el cerebro, que dejó de usarlo. En aquel momento, Rosie decidió comprobar si todavía figuraba en su repertorio. Aspiró una gran bocanada de aire húmedo y subterráneo, cerró los ojos y recordó cómo jugaba a Atrapar la Bandera detrás de la escuela de Elm Street o a Policías y Ladrones en el jardín trasero descuidado y cubierto de maleza de Billy Calhoun. Por un instante creyó incluso oler el reconfortante aroma de su camisa de franela favorita, la que había llevado hasta que casi se le rasgó en la espalda, y de repente abrió la boca y profirió uno de aquellos alaridos estridentes de antaño.

La inundó una oleada de alegría extasiada al oír que sonaba igual que en los viejos tiempos, pero había algo aún mejor; la hizo sentir como si en realidad hubiera regresado a los viejos tiempos, como una combinación de Superwoman, la Mujer Biónica y la increíble tiradora Anme Oakley. Y al parecer seguía afectando a los demás, porque el bebé reanudó sus lloros aun antes de que Rosie terminara de enviar su alarido de guerra a la pétrea oscuridad. De hecho, el bebé empezó a gritar a pleno pulmón.

Deprisa, Rosie, tienes que darte prisa. Si la pequeña está muy cansada no mantendrá este volumen durante mucho rato.

Rosie avanzó unos pasos sin dejar de observar los cuatro pasadizos del laberinto y a continuación pasó por delante de cada una de las entradas, escuchando. Era posible que el llanto de la niña sonara con mayor claridad delante de la tercera entrada, pero tal vez no eran más que imaginaciones suyas. Sin embargo, por algún sitio había que empezar. Echó a andar por aquel pasadizo con los pies desnudos golpeteando el suelo de piedra, pero de repente se detuvo con la cabeza ladeada, mordiéndose el labio inferior. Al parecer, su viejo grito de guerra no sólo había alterado al bebé. En algún lugar, aunque Rosie no podía asegurar a qué distancia por culpa del eco, oyó el sonido de cascos sobre piedra. Se movían perezosos, ora más cerca, ora más lejos (eso asustaba a Rosie más que el sonido en sí), y a veces desaparecían por completo. Oyó un resoplido grave y mojado, seguido de un gruñido aún más grave. Y acto seguido de nuevo la pequeña, cuyos lloros empezaban a remitir una vez más.

Rosie imaginó vívidamente al toro, un animal enorme de pelaje hirsuto y lomo negro sobresaliendo por encima de la cabeza baja. Llevaría un anillo de oro en el hocico, por supuesto, como el Minotauro del libro de mitología que tenía cuando era pequeña, y la luz verde que despedían las paredes arrancaría destellos líquidos a aquel anillo. Erinyes acechaba tranquilamente en uno de los pasadizos que se extendían ante ella, con los cuernos echados hacia delante para el ataque. Aguzando el oído. Esperándola.

Avanzó por el pasadizo de iluminación mortecina, deslizando una mano por la pared, aguzando el oído para oír a la niña y al toro. Asimismo, estaba atenta por si había desvíos, pero no vio ninguno. Al menos de momento. Al cabo de unos tres minutos, el pasadizo que había escogido terminaba en una encrucijada en forma de T. El sonido del bebé parecía algo más fuerte a la izquierda que a la derecha (o es que tengo un oído dominante además de una mano dominante, se preguntó), de modo que tomó aquel camino. Tras avanzar tan sólo dos pasos se detuvo en seco. De repente supo para qué necesitaba las semillas; era una Gretel subterránea y no tenía hermano con quien compartir sus temores. Retrocedió hasta la encrucijada, se arrodilló y desdobló un lado del paquete. Dejó una semilla en el suelo, con la punta afilada apuntando en la dirección por la que había llegado hasta allí. A1 menos, pensó, no había pájaros que pudieran picotear su pista.

Rosie se levantó y echó a andar de nuevo. En cinco pasos llegó a otro pasadizo. Lo escudriñó y descubrió que a pocos metros de distancia se dividía en tres pasillos. Escogió el del centro y lo marcó con una semilla de granada. Al cabo de treinta pasos y dos recodos, el pasadizo moría en una pared de piedra en la que se veían esculpidas cinco palabras: ¿QUIERES HACER EL PERRO CONMIGO?

Rosie regresó a la última encrucijada, se agachó para recoger la semilla y la colocó en la entrada de otro de los pasillos.

No sabía cuánto tiempo había tardado en abrirse paso hasta el centro del laberinto, porque perdió la noción del tiempo por completo. Sabía que no podía haber pasado tanto tiempo porque el llanto de la niña continuaba..., aunque de forma intermitente cuando Rosie ya estaba muy cerca. En dos ocasiones había vuelto a oír los cascos del toro martilleando el suelo de piedra, una vez a lo lejos y la segunda tan cerca que Rosie se llevó las manos al pecho mientras esperaba a que el animal apareciera al final del pasillo en que se encontraba.

Si se veía obligada a retroceder, siempre recogía la última semilla para no equivocarse al salir. Había empezado con casi cincuenta; al doblar una esquina y ver un brillo mucho más intenso frente a ella, no le quedaban más que tres.

Caminó hasta el final del pasadizo y se detuvo en la boca del mismo, contemplando la sala cuadrada de piedra que se abría ante ella. Alzó la mirada esperando ver un techo, pero tan sólo vio una oscuridad cavernosa que le dio vértigo. Bajó los ojos, distinguió unos cuantos montículos más de estiércol repartidos por el suelo y por fin centró su atención en el centro de la sala. Tendida sobre una pila de mantas se veía una niña pequeña y rubia. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar y las mejillas surcadas de lágrimas, pero en aquel momento guardaba silencio. Había levantado las piernecitas y al parecer intentaba mirarse los dedos de los pies. De vez en cuando emitía una especie de jadeo sollozante que conmovió a Rosie mucho más que los alaridos de antes; era como si la pequeña supiera que la habían abandonado.

Tráeme a mi bebé.

¿El bebé de quién? ¿Quién es ella en realidad? z Y quién la ha traído hasta aquí?

Decidió que no le importaban las respuestas a aquellas preguntas, al menos de momento. Lo único que importaba era que aquella niña estaba allí acostada, tan dulce y sola, intentando consolarse con los dedos de los pies a aquella fría luz verdosa que brillaba en el corazón del laberinto.

Y esta luz no puede ser buena para ella, pensó Rosie distraída al tiempo que corría hacia el centro de la sala. Seguro que emite alguna clase de radiación.

La niña volvió la cabeza, vio a Rosie y le tendió los brazos. Con aquel gesto se granjeó el corazón de Rosie. Envolvió con la primera manta el pecho y el vientre de la niña antes de levantarla en volandas. El bebé aparentaba tener unos tres meses. Rodeó el cuello de Rosie con los bracitos y dejó caer la cabeza sobre su hombro con un golpecito seco. De nuevo empezó a sollozar, pero muy débilmente.

–Tranquila –murmuró Rosie al tiempo que acariciaba aquella espalda diminuta y envuelta en la manta.

Percibió el olor de la piel del bebé, cálido y más dulce que cualquier perfume. Olió la fragancia del cabello fino que flotaba en torno al cráneo perfecto.

–Tranquila, Caroline, no pasa nada, vamos a salir de este sitio tan asquero...

De repente oyó el martilleo de cascos que se acercaban a sus espaldas y cerró la boca, rogando a Dios que el toro no hubiera oído su voz desconocida, rezando por que los cascos dieran media vuelta y se alejaran cuando Erinyes escogiera un camino que no la condujera hasta ella. Pero no sucedió así. Los cascos se aproximaron más y se tornaron más secos a medida que el toro avanzaba hacia el corazón del laberinto. De repente se detuvieron, pero Rosie oyó algo grande respirando con fuerza, como un hombre corpulento que acabara de subir la escalera.

Muy despacio, sintiéndose vieja y rígida, Rosie se volvió hacia el sonido con el bebé en brazos. Se volvió hacia Erinyes, y Erinyes estaba allí.

Ese toro me olería y vendría corriendo. Eso era lo que había dicho la mujer del vestido rojo... y otra cosa. Vendría a por mí, pero las dos moriríamos. ¿La había olido Erinyes? ¿La había olido a pesar de que no era luna llena para ella? Rosie no lo creía. Creía que el toro era el encargado de vigilar a la niña, tal vez de vigilar cualquier cosa que se hallara en el corazón del laberinto, y que era el llanto del bebé lo que lo había atraído, al igual que había sucedido con Rosie. Tal vez eso era importante, pero tal vez no. En cualquier caso, el toro estaba allí y era la bestia más fea que Rosie había visto en su vida.

Estaba en la boca del pasadizo por el que acababa de llegar, y tenía una forma tan extraña como el templo que Rosie había atravesado; era como si estuviera mirándolo a través de corrientes de agua clara y en rápido movimiento. Sin embargo, el toro no se movía en absoluto, al menos de momento. Mantenía la cabeza baja. Con uno de los enormes cascos delanteros, tan hendido que parecía la garra de un pájaro gigantesco, golpeaba el suelo sin cesar. Sus hombros eran bastante más altos que Rosie, y calculó que pesaría unas dos toneladas como mínimo. La parte superior de su cabeza era plana como un martillo y brillante como la seda. Tenía cuernos cortos, de poco menos de treinta centímetros, pero gruesos y afilados. A Rosie no le costó imaginar cómo se los clavaba en el vientre desnudo... o en la espalda si intentaba escapar. Sin embargo, no podía imaginar qué sensación produciría aquella muerte, ni siquiera después de todos los años que había pasado con Norman.

El toro levantó un poco la cabeza, y Rosie comprobó que en efecto sólo tenía un ojo, una cosa azul y turbia, enorme y grotesca, situada sobre el hocico. Cuando el animal volvió a bajar la cabeza y a golpear el suelo con el casco, Rosie comprendió otra cosa: el toro se estaba preparando para atacar.

La niña profirió un alarido estridente que sobresaltó a Rosie.

–Chist –susurró meciéndola en sus brazos–. Chist, pequeña, no tengas miedo, no tengas miedo.

Pero había miedo, y mucho. El toro parado delante de la estrecha boca del pasadizo estaba a punto de abrirle la cremallera de las entrañas y decorar con ellas las curiosas paredes relucientes. Suponía que se recortarían negras sobre la superficie verde, como las sombras que de vez en cuando parecían retorcerse en la piedra. En aquella cámara no había donde esconderse, ni un triste pilar, y si corría hacia el pasadizo por el que había llegado, el toro ciego oiría el sonido de sus pies sobre la piedra y le cortaría el paso antes de que pudiera escapar; le daría una cornada, la arrojaría contra la pared, la volvería a cornear y por fin la pisotearía hasta matarla. Y a la niña también, si Rosie conseguía seguir sosteniéndola en brazos.

Tiene sólo un ojo y es ciego, pero a su olfato no le pasa nada.

Rosie se quedó mirando a la bestia con los ojos abiertos de par en par, fascinada por el casco que golpeaba el suelo. Cuando aquellos golpes cesaran...

Bajó los ojos hacia el camisón mojado y arrugado que sostenía en la mano. El camisón arrugado que envolvía la piedra enrollada en el trapo.

A su olfato no le pasa nada.

Hincó una rodilla en tierra sin perder de vista al toro y apretando a la niña contra su hombro con la mano derecha. Con la izquierda desdobló el camisón. Antes, el trapo con que había envuelto la piedra había sido de color rojo oscuro gracias a la sangre de «Wendy Yarrow», pero la tormenta se había llevado la mayor parte de la sangre, y la tela había adquirido un matiz rosado. Sólo las esquinas del trapo, las que había atado, eran de un color más brillante, de color rosa violáceo, de hecho.

Rosie cogió la piedra con la mano derecha y la sopesó. En el momento en que el toro flexionaba las patas, hizo rodar la piedra por el suelo a la izquierda del toro. Éste giró la cabeza pesadamente hacia ese lado, sus fosas nasales aletearon, y por fin se abalanzó hacia lo que oía y olía.

Rosie se levantó a la velocidad del rayo. Dejó los restos arrugados del camisón junto a la pila de mantas del bebé. Aún llevaba en la mano el paquetito con las tres semillas, pero no se dio cuenta. Tan sólo era consciente de que corría por la sala en dirección al pasadizo que quería tomar, mientras a sus espaldas el toro Erinyes atacaba la piedra, la coceaba, la perseguía, la golpeaba con la cabeza chata y la volvía a perseguir, enviándola a uno de los otros pasadizos para volver a perseguirla, gruñendo con voz ronca. Rosie corría, sí, pero a cámara lenta, y todo aquello se le antojaba de nuevo un sueño, porque así se corría siempre en los sueños, sobre todo en las pesadillas, cuando el enemigo te pisaba los talones. En las pesadillas, las huidas siempre se convertían en danzas subacuáticas.

Rosie entró en el estrecho pasadizo en el momento en que oía que el toro daba la vuelta y se acercaba de nuevo a ella. Se aproximaba deprisa, cerniéndose sobre ella, y Rosie gritó apretando contra sí a la pequeña, que gritaba asustada, sin dejar de correr como alma que lleva el diablo. De nada le sirvió. El toro era más rápido. La alcanzó... y luego desapareció al otro lado de la pared que se alzaba a su derecha. Erinyes había descubierto el truco de la piedra a tiempo para dar media vuelta y alcanzarla, pero se había equivocado de pasadizo.

Rosie siguió corriendo entre jadeos, con la boca seca y el pulso latiéndole en las sienes, la garganta y los ojos. No tenía ni idea de dónde estaba o en qué dirección corría; ahora todo dependía de las semillas. Si había olvidado siquiera una podía pasarse horas deambulando por el laberinto, hasta que el toro la encontrara y acabara con ella.

Llegó a una encrucijada de cinco pasadizos y se agachó, pero no vio ninguna semilla. Sin embargo, sí vio un charquito reluciente y aromático de pis de toro, y de repente se le ocurrió una idea terriblemente plausible. ¿Y si había dejado una semilla en aquel lugar? No recordaba haber dejado ninguna, pero tampoco recordaba no haberla dejado. ¿Y si había dejado una y el toro la había recogido con el casco mientras atravesaba la encrucijada con la cabeza gacha, los cuernos cortos y afilados surcando el aire, rociando pis mientras galopaba?

No puedes pensar en eso, Rosie... Sea plausible o no, no puedes pensar en ello. Te quedarás paralizada, y el toro acabará por mataros a las dos.

Atravesó la encrucijada sujetando el cuello de la niña con una mano para que la cabeza no le oscilara. El pasadizo continuaba en línea recta unos veinte metros, describía un ángulo recto y luego proseguía otros veinte metros hasta una intersección en forma de T. Se dirigió hacia allí, repitiéndose que no debía perder los nervios si no encontraba ninguna semilla. En tal caso se limitaría a retroceder hasta la encrucijada de cinco pasadizos y tomaría otro, coser y cantar, más fácil imposible, estaba chupado... si lograba no perder los nervios, claro está. En el momento en que se estaba preparando para asimilar aquel pensamiento, una voz desconocida y asustada gimió desde lo más profundo de su mente: Te has perdido, eso es lo que has conseguido por abandonar a tu marido, eso es lo que pasa, te pierdes en un laberinto y juegas al gato y al ratón en la oscuridad con un toro, haces recados para mujeres chifladas... Eso es lo que les pasa a las esposas malas, a las mujeres que no saben quedarse en su lugar. Se pierden en la oscuridad...

Vio la semilla, con la punta afilada señalando claramente hacia el brazo derecho de la encrucijada, y sollozó aliviada. Besó a la niña en la mejilla y comprobó que se había dormido otra vez.

Rosie torció a la derecha y empezó a caminar con Caroline –un nombre como cualquier otro, al fin y al cabo– bien segura entre sus brazos. En ningún momento llegó a perder del todo esa sensación infernal de estar flotando ni el miedo de que llegaría a una encrucijada en la que habría olvidado dejar una semilla, pero encontró la semilla en cada cruce. Pero Erinyes también seguía allí, y el retumbar de sus cascos sobre la piedra, a veces lejanos y amortiguados, otras cercanos y terriblemente intensos, le recordaban el viaje que había hecho con sus padres a Nueva York cuando tenía unos cinco o seis años. Las dos cosas que mejor recordaba de aquel viaje eran las coristas marchando por el escenario del Radio City Music Hall, las piernas moviéndose al unísono, y el barullo y la confusión de la Estación Central que tanto la había intimidado, con todos aquellos ecos y los enormes rótulos iluminados y la gente yendo y viniendo en oleadas. La gente de la estación la había fascinado tanto como las coristas (y por muchas de las mismas razones, aunque esa idea no se le ocurriría hasta más tarde), pero el estruendo de los trenes la había aterrado, porque no sabía de dónde venían o adónde iban. Los chirridos y traqueteos incorpóreos se acercaban y alejaban, a veces distantes, otras tan cercanos que el suelo vibraba. A1 escuchar al toro Erinyes correr ciegamente por el laberinto, Rosie volvió a ver aquella imagen del pasado con asombrosa claridad. Comprendió que ella, que nunca había invertido un solo dólar en la lotería ni jugado un solo cartón del bingo de la iglesia para ganar un pavo o un juego de vasos, estaba participando ahora en un juego de azar en el que el premio era su vida y la pérdida su muerte... y la del bebé. Pensó en el hombre de la terminal de Portside, el hombre del rostro apuesto y poco digno de confianza que jugaba a los triles sobre la maleta. Ahora ella se había convertido en el as de picas. La cruda realidad era que el toro no precisaba el oído ni el olfato para encontrarla; podía tropezarse con ella por pura casualidad.

Pero aquello no sucedió. Rosie dobló el último recodo y vio la escalera ante ella. Jadeando, llorando y riendo a un tiempo salió del pasadizo y corrió hacia ella. Subió media docena de peldaños y miró atrás. Desde allí veía el laberinto adentrarse en la oscuridad, una confusión de esquinas, encrucijadas y callejones sin salida. En alguna parte oyó el galope de Erinyes. El galope que se alejaba. Se habían salvado, y Rosie dejó caer los hombros en un suspiro de alivio.

La voz de «Wendy Yarrow» le llenó los oídos. Deja eso ahora... tienes que volver con la niña. Lo has hecho muy bien, pero todavía no has acabado.

No, era cierto. Le quedaban doscientos peldaños que subir, esta vez con una niña en brazos, y la verdad es que estaba exhausta.

Paso a paso, querida, advirtió la señora Práctica–Sensata. Así es como tienes que hacerlo. Paso a paso.

Sí, sí, señora Práctica y Sensata, Reina de la Filosofía de los doce pasos.

Rosie empezó a subir (paso a paso), mirando por encima del hombro y pensando pensamientos (¿saben los toros subir escaleras?) medio articulados mientras el laberinto quedaba atrás. La niña se le antojaba cada vez más pesada, como si en aquel lugar rigiera una extraña ley matemática. Cuanto más cerca de la superficie, más pesada se tornaba la niña. Sobre ella vio un rayo de claridad diurna y se concentró en él. Durante un rato pareció burlarse de ella y no acercarse en absoluto mientras su respiración se hacía cada vez más dificultosa y la sangre le palpitaba en las sienes. Por primera vez en casi dos semanas empezaron a dolerle los riñones, a latirle en un contrapunto amortiguado que armonizaba con su corazón cansado. Hizo caso omiso de todos aquellos síntomas, al menos en la medida de lo posible, y mantuvo la vista clavada en el rayo de luz. Por fin empezó a engrandecerse y a adquirir la forma de la abertura de la superficie.

A cinco peldaños del final, un calambre paralizador le atenazó los grandes músculos del muslo derecho, endureciéndole la carne desde la rodilla hasta la nalga derecha. Cuando alargó el brazo para masajearse la pierna tuvo la sensación de estar moldeando piedra dura. Con un leve gruñido y la boca contraída en una mueca de dolor, trabajó los músculos (otra cosa que había aprendido a hacer sola muchas veces a lo largo de su matrimonio) hasta que por fin empezaron a relajarse. Flexionó la pierna a la altura de la rodilla para comprobar si el calambre volvía a apoderarse de ella. No fue así, por lo que Rosie subió los últimos escalones intentando usar la pierna derecha lo menos posible. Una vez arriba se detuvo mirándolo todo deslumbrada, como un minero que, en contra de sus expectativas, hubiera sobrevivido a un terrible hundimiento.

Las nubes se habían disuelto mientras estaba en el laberinto, y el día aparecía iluminado por la turbia luz del sol. El aire era pesado y húmedo, pero Rosie creía que jamás había aspirado algo tan dulce. Volvió el rostro surcado de sudor y lágrimas hacia el azul celeste que se apreciaba entre las escasas nubes. En alguna parte seguían retumbando los truenos, pero ya no parecían más que chulos abatidos que profirieran amenazas vanas. Aquello le recordó a Erinyes, que seguiría corriendo en la oscuridad, buscando aún a la mujer que había invadido su territorio y robado su tesoro. Cherchez la femme, pensó Rosie con el atisbo de una sonrisa. Puedes cherchez todo lo que te venga en gana, grandullón; esta femme, por no mencionar a su petite fille, se ha largado.

Rosie se alejó despacio de la escalera. Al llegar al sendero que conducía a la arboleda muerta se sentó con la niña sobre el regazo. Sólo pretendía recobrar el aliento, pero el sol le calentaba la espalda, y cuando volvió a levantar la cabeza, un leve cambio en la proyección de su sombra le hizo pensar que tal vez se había quedado dormida.

Cuando se levantó con una mueca por el dolor que se apoderó de los músculos del muslo derecho, oyó el grito ronco y enojado de muchos pájaros que parecían una gran familia enzarzada en una enconada disputa durante la cena del domingo. La niña emitió un leve ronquido cuando Rosie la cambió de posición para que estuviera más cómoda, hizo una burbujita de saliva en los labios fruncidos y calló. Rosie adoraba y envidiaba a un tiempo su tranquilidad plácida y dormida.

Siguió andando por el sendero y se volvió para contemplar el único árbol vivo de hojas verdes y brillantes, la abundancia de frutos rojos violáceos y la boca de metro estilo Fábulas Clásicas. Se quedó mirando aquellas cosas durante largo rato, llenándose los ojos y la mente de ellas.

Son reales, se dijo. ¿Qué más pueden ser estas cosas que veo con tanta claridad? Y me he quedado dormida, lo sé. ¿Cómo es posible dormir en un sueño? ¿Cómo puede una dormirse si ya está dormida?

Olvídalo, aconsejó la señora Práctica–Sensata. Será lo mejor, al menos por ahora.

Sí, probablemente tenía razón.

Rosie reemprendió el regreso y al llegar al árbol caído que bloqueaba el sendero se dio cuenta, entre divertida y exasperada, de que podía haber evitado el difícil rodeo en torno a las raíces nudosas, pues había un camino muy sencillo por encima del tronco.

Bueno, al menos ahora, pensó Rosie mientras lo tomaba. ¿Estás segura de que antes ya estaba, Rosie?

El chapoteo del río negro llegó hasta ella, y cuando alcanzó la orilla comprobó que el nivel había empezado a descender y que las rocas de paso ya no parecían tan peligrosamente pequeñas; ahora aparentaban ser del tamaño de baldosas, y el agua había perdido aquella fragancia tan ominosamente atractiva. Ahora simplemente olía a agua dura, la clase de agua que deja marcas anaranjadas alrededor de los desagües de la bañera y el lavabo.

El chillido enojado de los pájaros (Has sido tú. No, tú. No, tú. Tú. Tú.) empezó de nuevo, y Rosie vio veinte o treinta de los pájaros más grandes que había visto en su vida alineados a lo largo del punto más elevado del tejado del templo. Eran demasiado grandes como para ser cuervos, y al cabo de un instante, Rosie decidió que eran la versión de este mundo de las águilas ratoneras o los buitres. Pero ¿de dónde habían salido? ¿Y por qué estaban allí?

Sin darse cuenta de lo que hacía hasta que la niña se retorció y protestó en sueños, Rosie la apretó contra su pecho con más fuerza sin perder de vista a los pájaros. Todos ellos levantaron el vuelo al mismo tiempo, y sus alas emitieron el mismo sonido que sábanas en un tendedero. Era como si hubieran advertido que Rosie los observara y eso no les hiciera gracia. La mayoría de ellos fue a posarse en los árboles muertos que se alzaban a sus espaldas, pero algunos siguieron volando por el cielo brumoso, planeando en círculos como malos augurios en una película del oeste.

¿De dónde han salido? ¿Qué quieren?

Más preguntas para las que Rosie no tenía respuestas. Las desterró de su mente y cruzó las rocas del río. Mientras se acercaba al templo vio un sendero descuidado pero visible que transcurría a lo largo del flanco pétreo del edificio. Rosie lo tomó sin vacilar un instante, a pesar de que iba desnuda y el sendero estaba rodeado a ambos lados de zarzales. Caminaba con cuidado, ladeando el cuerpo para evitar que la cadera le rozase las plantas hirientes, sosteniendo a (Caroline) la niña de forma que no le hicieran daño. Rosie no pudo evitar unos cuantos arañazos pese a las precauciones que tomó, pero sólo uno de ellos, precisamente en el muslo derecho que tanto había sufrido ya, lo bastante profundo como para hacerle sangre.

Cuando dobló la esquina del templo y examinó la fachada le pareció que el edificio había cambiado de algún modo y que la transformación era tan fundamental que no alcanzaba a comprenderla. Por un instante olvidó la idea al ver que «Wendy» seguía junto al pilar caído, pero tras avanzar otra docena de pasos en dirección a la mujer del vestido rojo, Rosie se detuvo y miró atrás, abriendo los ojos, abriendo la mente para ver de verdad el templo.

Esta vez reconoció el cambio de inmediato y emitió un gruñido de sorpresa. El Templo del Toro parecía rígido e irreal..., bidimensional. A Rosie le recordó un verso que había leído en el instituto, un verso acerca de un navío pintado en un océano pintado. La sensación extraña e inquietante de que el templo carecía de perspectiva (o de hallarse en un extraño mundo no euclidiano en el que todas las leyes geométricas eran distintas) la había abandonado, y el templo había perdido su aura amenazadora. Ahora sus líneas se le antojaban rectas en todos los lugares donde debían ser rectas; no había en la arquitectura curvas ni ángulos repentinos que perturbaran el ojo. De.hecho, el templo parecía un cuadro pintado por un artista cuyo talento mediocre y romanticismo barato se hubieran combinado para crear una obra de arte mala, la clase de pintura que siempre acababa cubierta de polvo en un rincón del sótano o un estante del desván, junto con números atrasados del National Geographic y montones de rompecabezas a los que les faltaban un par de piezas.

O tal vez en el tercer pasillo de una casa de empeños, aquél por el que apenas pasa gente.

–¡Mujer! ¡Eh, mujer!

Giró sobre sus talones para encararse con «Wendy» y vio que la llamaba por señas con aire impaciente.

–¡Date prisa! ¡Trae a la niña! ¡Esto no es una atracción turística!

Rosie no le hizo caso. Había arriesgado su vida por aquella niña y no iba a permitir que le metieran prisas. Apartó la manta y contempló ese cuerpo tan desnudo y femenino como el suyo. Sin embargo, allí terminaba todo el parecido. La niña no tenía cicatrices ni marcas que recordaran dientes de ratonera. Por lo que Rosie sabía, no había una sola mácula en aquel cuerpo pequeño y maravilloso. Con un dedo resiguió la silueta entera de la niña, desde el tobillo hasta la cadera y de allí al hombro. Perfecto.

Sí, perfecto. Y ahora que has arriesgado la vida por ella, Rosie, ahora que la has salvado de las tinieblas, el toro y Dios sabe cuántas cosas más, ¿tienes intención de entregarla a esas dos mujeres? Las dos tienen una enfermedad, y la de la colina sufre además trastornos mentales. Trastornos mentales graves. ¿Tienes intención de entregarles a la niña?

–No le pasará nada –aseguró la mujer de piel oscura.

Rosie se volvió en dirección a la voz. «Wendy Yarrow» estaba justo detrás de ella y observaba a Rosie con una comprensión absoluta.

–Sí –asintió como si Rosie hubiera expresado sus dudas en voz alta–. Sé lo que estás pensando y te digo que no pasa nada. Está loca, eso está más claro que el agua, pero su locura no se extiende a la niña. Sabe que aunque la llevó en su vientre no podrá quedársela, igual que no puedes quedártela tú.

Rosie miró hacia la colina, donde la mujer de la túnica esperaba junto al poni.

–¿Cómo se llama? –inquirió–. La madre de la niña. ¿Es...

–Eso no importa –la atajó la mujer de piel oscura y vestido rojo como si temiera que Rosie pronunciara una palabra que mejor sería callar–. Su nombre no importa. Lo que importa es su cabeza. Últimamente se ha vuelto muy impaciente, además de muchas otras cosas. Será mejor que nos dejemos de cháchara y subamos.

–Tenía pensado llamar Caroline a mi hija –explicó Rosie–. Norman dijo que le parecía bien, aunque en realidad le importaba un bledo.

Rosie empezó a llorar.

–Me parece un nombre muy bonito. Un nombre bueno. No llores, vamos. Deja de llorar. –Rodeó con el brazo los hombros de Rosie y la condujo colina arriba; la hierba susurraba al rozar las piernas desnudas de Rosie y le hacía cosquillas en las rodillas–. ¿Quieres un consejo, mujer?

Rosie la miró con curiosidad.

–Sé que es difícil aceptar consejos en asuntos de penas, pero piensa que soy bastante indicada para darte uno. Nací esclava, me crié encadenada y me liberó una mujer que no es del todo diosa. Ella.

Señaló a la mujer que las esperaba en silencio.

–Ha bebido las aguas de la juventud y me ha hecho beberlas a mí también. Ahora estamos juntas, y no sé ella, pero a veces cuando me miro al espejo me gustaría ver arrugas. He enterrado a mis hijos, a los hijos de mis hijos y así sucesivamente hasta cinco generaciones. He visto las guerras llegar e irse como olas en la playa que borran las huellas y se llevan los castillos de arena. He visto cuerpos en llamas y cientos de cabezas ensartadas en postes a lo largo de las calles de la Ciudad de Lud. He visto a líderes sabios asesinados y a locos ocupar sus puestos, y aún estoy viva.

Exhaló un profundo suspiro.

–Aún estoy viva, y eso es lo que me convierte en una persona indicada para darte un consejo. ¿Quieres oírlo? Contesta. No es un consejo que ella deba oír, y ya estamos muy cerca.

–Sí, quiero oírlo –asintió Rosie.

–Es mejor ser despiadado con el pasado. Lo importante no son los golpes que hemos recibido, sino los que hemos sobrevivido. Y recuerda, por tu cordura si no por tu vida, ¡no la mires a la cara!

La mujer de rojo pronunció aquellas últimas palabras en un susurro enfático. Al cabo de menos de un minuto, Rosie volvía a hallarse ante la mujer rubia. Clavó la mirada en el dobladillo de la túnica de Rose Madder y no se dio cuenta de que abrazaba a la niña con demasiada fuerza hasta que Caroline se removió en sus brazos y agitó un brazo con aire indignado. La niña se había despertado y observaba a Rosie con gran interés. Sus ojos tenían el mismo matiz azul brumoso que el cielo estival.

–Lo has hecho muy bien –alabó aquella voz grave, dulce y embriagadora–. Te doy las gracias. Y ahora dámela.

Rose Madder extendió las manos salpicadas de sombras. Y en aquel momento, Rosie vio otra cosa que aún le hizo menos gracia; entre los dedos de la mujer se extendía un fango gris verdoso que parecía musgo. O escamas. Sin pensar en lo que hacía, Rosie apretó ala niña contra sí. Esta vez, Caroline se retorció con más fuerza y profirió un gritito.

Una mano oscura oprimió el hombro de Rosie.

–No pasa nada, ya te lo he dicho. Nunca le haría daño, y me ocuparé personalmente de ello hasta que termine nuestro viaje. No falta mucho para que entregue a la niña a..., bueno, eso no importa. La niña le pertenecerá aún por un tiempo. Dásela.

Con la sensación de que era lo más difícil que había hecho en una vida llena de cosas difíciles, Rosie le alargó a la niña. Oyó un leve gruñido de satisfacción cuando las manos envueltas en sombras tomaron a la pequeña. Ésta alzó la mirada hacia el rostro que Rosie tenía prohibido mirar... y se echó a reír.

–Sí, sí –ronroneó la voz dulce y embriagadora, y en ella Rosie percibió algo de la sonrisa de Norman, aquella sonrisa que le daba ganas de gritar–. Sí, bonita, estaba oscuro, ¿verdad? Oscuro, feo y malo, oh, sí, mamá lo sabe.

Las manos manchadas alzaron al bebé para apretarlo contra el vestido rojo violáceo. La niña levantó la cabeza, sonrió, sepultó la carita en el pecho de su madre y cerró los ojos.

–Rosie –dijo la mujer de la túnica con voz distraída, pensativa y demente, la voz de un déspota que pronto se hará con el control personal de varios ejércitos imaginarios.

–Sí –casi susurró Rosie.

–Realmente Rosie. Rosie Real.

–S–sí, eso creo.

–¿Recuerdas lo que te he dicho antes de que bajaras?

–Sí –asintió Rosie–, lo recuerdo muy bien.

Ojalá no lo recordara. .

–¿Qué te he dicho? –insistió Rose Madder con aire codicioso–. ¿Qué te he dicho, Rosie Real?

–«Yo resarzo».

–Sí, yo recompenso. ¿Lo has pasado mal en la oscuridad? ¿Lo has pasado mal, Rosie Real?

Rosie reflexionó sobre el asunto.

–Sí, pero la oscuridad no ha sido lo peor. Creo que lo peor ha sido el río. Quería beber.

–¿Hay muchas cosas en tu vida que querrías olvidar?

–Sí, creo que sí.

–¿A tu marido?

Rosie asintió.

La mujer que sostenía al bebé dormido contra su pecho pronunció las siguientes palabras con una firmeza monótona y extraña que heló la sangre de Rosie.

–Te divorciarás de tu marido.

Rosie abrió la boca, pero de inmediato se dio cuenta de que no podía hablar, por lo que volvió a cerrarla.

–Los hombres son bestias –sentenció Rose Madder–. A algunos se los puede domar y después adiestrar. Pero a otros no. Cuando nos topamos con uno al que no podemos domar ni adiestrar, un canalla, ¿debemos sentirnos malditas o engañadas? ¿Debemos sentarnos junto a la carretera o en una mecedora junto a la cama, para el caso es lo mismo, lamentándonos por nuestro destino? ¿Debemos despotricar contra el ka? No, porque el ka es la rueda que mueve el mundo, y el hombre o la mujer que despotriquen contra él morirán aplastados bajo su peso. Pero hay que encargarse de las bestias canallas. Y debemos afrontar esa misión con esperanza en nuestros corazones, pues tal vez la próxima bestia será distinta.

Bill no es una bestia, pensó Rosie, y en aquel momento supo que jamás osaría decírselo a esa mujer. No le costaba imaginar a la mujer de la túnica agarrándola para arrancarle el corazón con los dientes.

–En cualquier caso, las bestias lucharán –prosiguió Rose Madder–. Su naturaleza consiste en bajar la cabeza y abalanzarse unas sobre otras para probar los cuernos. ¿Lo entiendes?

De repente, Rosie creyó comprender lo que decía la mujer y se aterrorizó. Se llevó los dedos a los labios. Los tenía calientes, febriles.

–No habrá ninguna batalla –aseguró–. No habrá ninguna batalla porque no saben nada el uno del otro. Son...

–Las bestias lucharán –repitió Rose Madder.

Le alargó algo. Rosie tardó un momento en darse cuenta de lo que era: el brazalete de oro que Rose Madder había llevado sobre el codo derecho.

–No..., no puedo...

–Cógelo –espetó la mujer de la túnica con súbita impaciencia–. ¡Cógelo, cógelo! ¡Y deja de lloriquear! ¡Por el amor de todos los dioses, deja de lloriquear como un estúpido cordero degollado!

Rosie alargó la mano temblorosa y cogió el brazalete. Pese a que había estado en contacto con la piel de la mujer rubia, se le antojó frío. Si me pide que me lo ponga no sé qué voy a hacer, se dijo Rosie, pero Rose Madder no le pidió que se lo pusiera, sino que extendió una de sus manos manchadas y señaló el olivo. El caballete había desaparecido, y el cuadro, al igual que había sucedido con el suyo, se había tornado gigantesco. Y además había cambiado. Todavía mostraba la habitación de Trenton Street, pero ya no había ninguna mujer de cara a la puerta. La estancia estaba sumida en la oscuridad. Sólo un mechón de cabello rubio y un hombro desnudo asomaban por encima de la manta en la cama.

Soy yo, pensó Rosie maravillada. Soy yo, dormida en la cama, soñando este sueño.

–Vete –ordenó Rose Madder.

Le tocó la nuca, y Rosie avanzó un paso en dirección al cuadro, sobre todo para evitar cualquier contacto con aquella mano fría y terrible. En aquel momento se dio cuenta de que percibía el rumor lejano del tráfico. Los grillos saltaban en la hierba alta alrededor de sus pies y tobillos.

–Vete, pequeña Rosie Real. Gracias por salvar a mi bebé.

–Nuestro bebé –corrigió Rosie, y de inmediato se horrorizó, pensando que cualquier persona que contradijera a esa mujer debía de estar tan loca como ella.

–Sí, sí. Nuestro bebé –concedió sin embargo la mujer de la túnica, más divertida que enfadada–. Y ahora vete. Recuerda lo que tengas que recordar y olvida lo que tengas que olvidar. Protégete mientras estés fuera de mi círculo de influencia.

De eso puedes estar segura, pensó Rosie. Y no volveré por aquí para pedirte ningún favor, de eso también puedes estar segura. Eso sería como contratar a Idi Amin para que se ocupara de la comida en una fiesta o a Adolf Hitler para...

La idea quedó interrumpida cuando Rosie vio que la mujer del cuadro se removía en la cama y se cubría el hombro desnudo con la manta.

Sólo que ya no era un cuadro.

Era una ventana.

–Vete –repitió la mujer del vestido rojo en voz baja–. Lo has hecho muy bien. Vete antes de que cambie de opinión.

Rosie avanzó hacia el cuadro, y a sus espaldas, Rose Madder volvió a hablar, aunque su voz había perdido toda cualidad dulce y embriagadora para convertirse en una especie de rugido ronco y asesino.

–¡Y recuerda que yo resarzo!

Rosie hizo una mueca al oír aquel grito inesperado y se abalanzó hacia delante, convencida de que la mujer de la túnica había olvidado el servicio que le había prestado y había decidido matarla a pesar de todo. Tropezó con algo (tal vez la parte inferior del marco) y tuvo la sensación de que caía. Tuvo tiempo para percibir que el estómago le daba un vuelco como si de un acróbata se tratara, y entonces no quedó más que la oscuridad que silbaba a su alrededor. En él creyó oír un sonido ominoso, distante pero acercándose. Quizás era el sonido de los trenes en los profundos túneles que se abrían bajo la Estación Central, quizás el rugido de un trueno, quizás el toro Erinyes, recorriendo las tinieblas ciegas de su laberinto con la cabeza baja y los cuernos cortos y afilados surcando el aire.

Y durante un rato, Rosie no supo nada en absoluto.

Flotó en silencio, inconsciente como un embrión que duerme sin soñar en la placenta, hasta las siete de la mañana. A aquella hora, el Big Ben que tenía junto a la cama la arrancó del sueño con su aullido despiadado. Rosie se incorporó de golpe en la cama, agitando los brazos y gritando algo que no comprendía, palabras de un sueño ya olvidado.

–¡No me obligues a mirarte! ¡No me obligues a mirarte! ¡No me obligues! ¡No me obligues!

Y entonces vio las paredes color crema, el sofá que era poco más que un sillón con delirios de grandeza, la luz que entraba a raudales por la ventana, y utilizó todas aquellas cosas para aferrarse a la realidad que necesitaba. No importaba quién hubiera sido ni adónde hubiera ido en sueños, pues ahora era Rosie McClendon, una mujer soltera que se ganaba la vida grabando libros. Había vivido muchos años con un mal hombre, pero lo había abandonado y acababa de conocer a uno bueno. Vivía en una habitación en el 897 de Trenton Street, primer piso, al final del pasillo, con buenas vistas al parque Bryant. Ah, y otra cosa. Era una mujer soltera que tenía la intención de no volver a comer en su vida un perrito caliente, sobre todo con chucrut. Por lo visto no le sentaban bien. No recordaba qué había soñado (recuerda lo que tengas que recordar y olvida lo que tengas que olvidar) pero sabía cómo había comenzado. Recordaba haber entrado en aquel maldito cuadro como Alicia había atravesado el espejo.

Rosie permaneció sentada un instante, envolviéndose en su mundo de Rosie Real con toda la firmeza de que era capaz, y por fin extendió la mano hacia el despertador infernal. En lugar de cogerlo lo tiró al suelo. Allí se quedó, emitiendo su chillido emocionado y carente de sentido.

–Ayúdale a caminar... –gruñó.

Se inclinó para recoger el reloj, fascinada otra vez por el cabello rubio que veía por el rabillo del ojo, aquella cascada tan increíblemente distinta a la de esa ratoncita obediente, Rose Daniels. Agarró el despertador, buscó con el pulgar el botón que desactivaba la alarma y de repente se detuvo al darse cuenta de otra cosa. El pecho apretado contra el brazo derecho estaba desnudo.

Desactivó la alarma del despertador y volvió a incorporarse con el reloj en la mano izquierda. Apartó la sábana y la manta ligera que la cubrían. La parte inferior de su cuerpo estaba tan desnuda como la superior.

–¿Dónde está mi camisón? –preguntó a la estancia vacía.

Le parecía que su voz jamás había sonado tan estúpida..., pero, por supuesto, no estaba acostumbrada a irse a la cama con el camisón puesto y despertarse desnuda. Ni siquiera catorce años de matrimonio con Norman la habían preparado para algo tan curioso. Dejó el reloj sobre la mesilla, bajó los pies de la cama y...

–¡Ay! –gritó, asustada por el dolor y la rigidez que le atenazaban las caderas y los muslos; incluso el trasero le dolía–. ¡Ay, ay, AY!

Se sentó en el borde de la cama y flexionó con cuidado la pierna derecha y luego la izquierda. Podía moverlas, pero le dolían mucho, sobre todo la derecha. Era como si se hubiera pasado el día anterior haciendo todos los ejercicios habidos y por haber, la máquina de remo, la cinta de jogging, los steps y toda la pesca, pero el único ejercicio que había hecho era el paseo que había dado con Bill, y desde luego se lo habían tomado con calma.

El sonido se parecía al de los trenes de la Estación Central, pensó.

¿Qué sonido?

Por un instante estuvo a punto de recordarlo, de recordar algo, en todo caso, pero se le escapó en seguida. Se levantó despacio y con cuidado, permaneció un instante junto a la cama y se dirigió al baño. Cojeó hacia el baño. Tenía la sensación de que se había torcido la pierna derecha y le dolían los riñones. ¿Qué narices...?

Recordó haber leído que, en ocasiones, la gente «corría» en sueños. Tal vez era eso lo que había hecho, quizá la maraña de sueños que no lograba recordar había sido tan espantosa que había intentado huir de ella. Se detuvo en la puerta del baño y se volvió para mirar su cama. La bajera aparecía arrugada, pero no retorcida, enredada ni suelta como cabría esperar después de un sueño verdaderamente activo.

Sin embargo, Rosie vio otra cosa que no le hizo mucha gracia, algo que la devolvió a los viejos tiempos de un modo repentino y desagradable: sangre. No eran gotas, sino rastros de líneas, y estaban demasiado abajo como para deberse a una nariz rota o a un labio partido..., a menos que, por supuesto, se hubiera movido tanto en sueños que se hubiera dado la vuelta. Lo siguiente que pensó fue que había recibido una visita del cardenal (así era como su madre insistía en que Rosie llamara la menstruación si por desgracia tenía que mencionarla), pero no le tocaba.

¿Estás con el mes, niña? ¿Es luna llena para ti?

–¿Qué? –preguntó a la habitación vacía–. ¿Qué pasa con la luna?

Una vez más estuvo a punto de asir un recuerdo, pero volvió a escapársele antes de que pudiera registrarlo. Se miró el cuerpo y resolvió al menos uno de los misterios. Tenía un arañazo en el muslo derecho, y bastante profundo a juzgar por su aspecto. Sin duda alguna, de allí procedía la sangre.

¿Me he arañado mientras dormía? ¿Es por eso que... ?

Esta vez, la idea que acudió a su mente permaneció en ella un instante, tal vez porque no era una idea propiamente dicha, sino una imagen. Vio a una mujer desnuda, ella misma, abriéndose paso con cuidado por un sendero cubierto de zarzales. Mientras abría el grifo de la ducha y probaba la temperatura del agua se preguntó si sería posible sangrar de forma espontánea en sueños, si el sueño era lo bastante vívido. Como aquellas personas a las que les sangraban las manos y los pies el Viernes Santo.

¿Estigmas? ¿Estás diciendo que aparte de todo lo demás tienes estigmas?

Ni digo nada porque no sé nada, se respondió a sí misma, y cuánta razón tenía. Suponía que podía creer, aunque a duras penas, que en la piel de una persona dormida podía aparecer un arañazo espontáneo que hacía juego con el que dicha persona se estaba haciendo en el sueño. Era un poco descabellado, pero no completamente imposible. Pero sí era imposible la idea de que una persona dormida pudiera hacer desaparecer el camisón soñando que iba desnuda.

(Quítate eso que llevas.

(¡No puedo hacer eso! ¡No llevo nada debajo!)

(No se lo diré a nadie...)

Voces fantasmales. Reconoció una de ellas, pues era la suya, pero ¿y la otra? .

No importaba, seguro que no importaba. Se había quitado el camisón mientras dormía, eso era todo, o tal vez en un breve intervalo de vigilia que recordaba tan poco como los extraños sueños en que había corrido por la oscuridad y cruzado ríos negros con ayuda de rocas blancas de paso. Se lo había quitado y cuando se pusiera a buscarlo sin duda lo encontraría hecho una bola bajo la cama.

–Eso. A menos que me lo haya comido o algo...

Retiró la mano con la que estaba probando la temperatura y se la examinó con curiosidad. En las yemas vio unas manchas violáceas desteñidas, así como residuos más brillantes de la misma sustancia bajo las uñas. Se llevó la mano ante el rostro, y una voz procedente de las profundidades de su cabeza, no la voz de la señora Práctica–Sensata, al menos no lo creía, respondió alarmada. ¡No te metas en la boca la mano con la que toques las semillas! ¡No lo hagas, no lo hagas!

–¿Qué semillas? –preguntó Rosie asustada. Se olió los dedos y captó el vestigio de un aroma, un olor que le recordaba a pasteles y azúcar en almibar.

–¿Qué semillas? ¿Qué ha pasado esta noche? ¿Acaso...?

Se obligó a callar. Sabía lo que había estado a punto de decir, pero no quería escuchar la pregunta articulada, suspendida en el aire como un asunto sin zanjar. ¿Acaso todavía está pasando?

Se metió en la ducha, ajustó la temperatura al máximo que podía soportar y cogió la pastilla de jabón. Se lavó las manos con especial cuidado, las restregó hasta que no vio ni rastro de aquella mancha roja violácea, ni siquiera bajo las uñas. Entonces se lavó el pelo y empezó sus ejercicios de vocalización. Curt le había recomendado utilizar nanas en diferentes tonalidades y registros, y eso era lo que hacía en voz baja para no molestar a los vecinos de arriba ni a los de abajo. Cuando salió de la ducha al cabo de cinco minutos, su cuerpo ya se le antojaba hecho de carne en lugar de alambre de espino y cristales rotos. Y su voz también había vuelto a la normalidad.

Comenzó a ponerse unos tejanos y una camiseta, pero entonces recordó que Rob Lefferts la había invitado a comer, por lo que se puso una falda nueva. Se sentó ante el espejo para trenzarse el cabello. Le llevó bastante rato porque tenía la espalda, los hombros y los brazos rígidos. El agua la había aliviado bastante, pero no le había quitado el dolor por completo.

Era una niña bastante grande para su edad, pensó tan absorta en la trenza que ni siquiera registró el pensamiento. Pero cuando estaba a punto de terminar se miró al espejo que reflejaba la habitación a sus espaldas y vio algo que la hizo abrir los ojos de par en par. Las demás disonancias, todas ellas menores, de aquella mañana se borraron de su mente al instante.

–Oh, Dios mío –susurró Rosie con voz débil.

Se levantó rápidamente y atravesó la estancia. Las piernas se le antojaban zancos.

En casi todos los sentidos, el cuadro seguía igual. La mujer rubia seguía de pie en la cima de la colina, con la trenza que le pendía entre los omóplatos y el brazo izquierdo levantado, pero ahora la mano con que se protegía los ojos tenía sentido, porque los nubarrones de tormenta habían desaparecido. El cielo que se extendía sobre la mujer del vestido corto tenía el matiz azul claro de un día húmedo de julio. Unos cuantos pájaros oscuros que antes no estaban volaban en círculos por aquel cielo, pero Rosie apenas los advirtió.

El cielo es azul porque la tormenta ya ha pasado, pensó. Acabó mientras yo estaba..., bueno..., mientras estaba en otra parte.

Lo único que recordaba con certeza acerca de esa otra parte era que se trataba de un lugar oscuro y aterrador. Eso bastaba; no quería recordar nada más y creía que tal vez no haría enmarcar el cuadro a fin de cuentas. Sabía que había cambiado de opinión respecto a la idea de enseñárselo a Bill al día siguiente o siquiera mencionárselo. Sería terrible que descubriera la desaparición de los nubarrones y viera la luz del sol, pero aún sería peor que no viera el cambio, pues eso significaría que Rosie se estaba volviendo loca.

Ni siquiera estoy segura de querer conservar este maldito cuadro, pensó. Da miedo. ¿Sabes lo mas gracioso de todo? Creo que está embrujado.

Levantó el lienzo sin marco, sosteniendo los bordes con las palmas de las manos y negando a su consciente el acceso al pensamiento (cuidado, Rosie, no te caigas dentro) que la impulsaba a tocarlo con tanto cuidado. A la derecha de la puerta de entrada había un armario diminuto que no contenía nada a excepción de las zapatillas planas que llevaba el día en que abandonó a Norman y un jersey nuevo de algún tejido sintético barato. Tuvo que dejar el lienzo en el suelo para abrir la puerta (podría habérselo puesto debajo del brazo el tiempo suficiente para abrir, por supuesto, pero no quería hacer eso), y cuando lo levantó se detuvo en seco, mirando la pintura con fijeza. Había salido el sol, eso era algo nuevo, sin lugar a dudas, y unos cuantos pájaros grandes y negros sobrevolaban el templo en círculos, lo cual probablemente era algo nuevo, pero ¿no había otra cosa? ¿Otro cambio? Creía que sí y tenía la sensación de que no lo veía porque no se trataba de algo añadido, sino de algo que había desaparecido. Algo faltaba en el cuadro. Algo...

No quiero saberlo, se dijo con brusquedad. Ni siquiera quiero pensar en ello.

Eso. Pero lamentaba pensar de ese modo, porque había empezado pensando que aquel cuadro era su amuleto de la suerte, su pata de conejo, por así decirlo. Y una cosa era absolutamente cierta. Había sido el hecho de pensar en Rose Madder, de pie en la colina sin temer nada, lo que le había permitido superar el ataque de pánico que había menos no lo creía, respondió alarmada. ¡No te metas en la boca la mano con la que toques las semillas! ¡No lo hagas, no lo hagas!

–¿Qué semillas? –preguntó Rosie asustada. Se olió los dedos y captó el vestigio de un aroma, un olor que le recordaba a pasteles y azúcar en almibar.

–¿Qué semillas? ¿Qué ha pasado esta noche? ¿Acaso...?

Se obligó a callar. Sabía lo que había estado a punto de decir, pero no quería escuchar la pregunta articulada, suspendida en el aire como un asunto sin zanjar. ¿Acaso todavía está pasando?

Se metió en la ducha, ajustó la temperatura al máximo que podía soportar y cogió la pastilla de jabón. Se lavó las manos con especial cuidado, las restregó hasta que no vio ni rastro de aquella mancha roja violácea, ni siquiera bajo las uñas. Entonces se lavó el pelo y empezó sus ejercicios de vocalización. Curt le había recomendado utilizar nanas en diferentes tonalidades y registros, y eso era lo que hacía en voz baja para no molestar a los vecinos de arriba ni a los de abajo. Cuando salió de la ducha al cabo de cinco minutos, su cuerpo ya se le antojaba hecho de carne en lugar de alambre de espino y cristales rotos. Y su voz también había vuelto a la normalidad.

Comenzó a ponerse unos tejanos y una camiseta, pero entonces recordó que Rob Lefferts la había invitado a comer, por lo que se puso una falda nueva. Se sentó ante el espejo para trenzarse el cabello. Le llevó bastante rato porque tenía la espalda, los hombros y los brazos rígidos. El agua la había aliviado bastante, pero no le había quitado el dolor por completo.

Era una niña bastante grande para su edad, pensó tan absorta en la trenza que ni siquiera registró el pensamiento. Pero cuando estaba a punto de terminar se miró al espejo que reflejaba la habitación a sus espaldas y vio algo que la hizo abrir los ojos de par en par. Las demás disonancias, todas ellas menores, de aquella mañana se borraron de su mente al instante.

–Oh, Dios mío –susurró Rosie con voz débil.

Se levantó rápidamente y atravesó la estancia. Las piernas se le antojaban zancos.

En casi todos los sentidos, el cuadro seguía igual. La mujer rubia seguía de pie en la cima de la colina, con la trenza que le pendía entre los omóplatos y el brazo izquierdo levantado, pero ahora la mano con que se protegía los ojos tenía sentido, porque los nubarrones de tormenta habían desaparecido. El cielo que se extendía sobre la mujer del vestido corto tenía el matiz azul claro de un día húmedo de julio. Unos cuantos pájaros oscuros que antes no estaban volaban en círculos por aquel cielo, pero Rosie apenas los advirtió.

El cielo es azul porque la tormenta ya ha pasado, pensó. Acabó mientras yo estaba..., bueno..., mientras estaba en otra parte.

Lo único que recordaba con certeza acerca de esa otra parte era que se trataba de un lugar oscuro y aterrador. Eso bastaba; no quería recordar nada más y creía que tal vez no haría enmarcar el cuadro a fin de cuentas. Sabía que había cambiado de opinión respecto a la idea de enseñárselo a Bill al día siguiente o siquiera mencionárselo. Sería terrible que descubriera la desaparición de los nubarrones y viera la luz del sol, pero aún sería peor que no viera el cambio, pues eso significaría que Rosie se estaba volviendo loca.

Ni siquiera estoy segura de querer conservar este maldito cuadro, pensó. Da miedo. ¿Sabes lo mas gracioso de todo? Creo que está embrujado.

Levantó el lienzo sin marco, sosteniendo los bordes con las palmas de las manos y negando a su consciente el acceso al pensamiento (cuidado, Rosie, no te caigas dentro) que la impulsaba a tocarlo con tanto cuidado. A la derecha de la puerta de entrada había un armario diminuto que no contenía nada a excepción de las zapatillas planas que llevaba el día en que abandonó a Norman y un jersey nuevo de algún tejido sintético barato. Tuvo que dejar el lienzo en el suelo para abrir la puerta (podría habérselo puesto debajo del brazo el tiempo suficiente para abrir, por supuesto, pero no quería hacer eso), y cuando lo levantó se detuvo en seco, mirando la pintura con fijeza. Había salido el sol, eso era algo nuevo, sin lugar a dudas, y unos cuantos pájaros grandes y negros sobrevolaban el templo en círculos, lo cual probablemente era algo nuevo, pero ¿no había otra cosa? ¿Otro cambio? Creía que sí y tenía la sensación de que no lo veía porque no se trataba de algo añadido, sino de algo que había desaparecido. Algo faltaba en el cuadro. Algo...

No quiero saberlo, se dijo con brusquedad. Ni siquiera quiero pensar en ello.

Eso. Pero lamentaba pensar de ese modo, porque había empezado pensando que aquel cuadro era su amuleto de la suerte, su pata de conejo, por así decirlo. Y una cosa era absolutamente cierta. Había sido el hecho de pensar en Rose Madder, de pie en la colina sin temer nada, lo que le había permitido superar el ataque de pánico que había estado a punto de apoderarse de ella en su primer día de trabajo en el estudio de grabación. Por esa razón no quería tener sensaciones desagradables respecto al cuadro..., pero las tenía. A fin de cuentas, el tiempo no cambiaba de la noche a la mañana en los óleos, y la cantidad de cosas que podían verse en un cuadro no aumentaba y disminuía a placer, como si el encargado de un proyector se dedicara a cambiar de lentes. No sabía qué haría con el cuadro a largo plazo, pero sí sabía dónde pasaría el día y el siguiente fin de semana: en compañía de sus viejas zapatillas.

Lo guardó en el armario, apoyado contra la pared (resistiendo la tentación de colocarlo de cara a ella), y cerró la puerta. A continuación se puso su única blusa buena, cogió el bolso y salió de la habitación. Mientras recorría el pasillo largo y sombrío que conducía a la escalera, dos palabras acudieron a su mente: Yo resarzo. Se detuvo en la cima de la escalera con un estremecimiento tan intenso que estuvo a punto de dejar caer el bolso, y por un instante el dolor de la pierna derecha le llegó casi hasta la nalga, como si estuviera sufriendo un calambre salvaje. Pero el dolor pasó, y Rosie descendió a toda prisa hasta la planta baja. No voy a pensar en ello, se dijo mientras se dirigía hacia la parada del autobús. No tengo que pensar en ello si no quiero. Pensaré en Bill, en Bill y su moto.

Pensar en Bill le dio fuerzas para trabajar y sumergirse en el mundo tenebroso de Mata todos mis mañanas sin problema alguno, y a la hora de comer aún tuvo menos tiempo para pensar en la mujer del cuadro. El señor Lefferts la llevó a un pequeño restaurante italiano llamado Della Femmina, el restaurante más agradable en el que Rosie había estado nunca, y mientras ella se tomaba el melón, le ofreció lo que denominó «un acuerdo comercial más sólido». Le propuso firmar un contrato según el cual ganaría ochocientos dólares a la semana durante veinte semanas o doce libros, según lo que terminara primero. No eran los mil dólares que Rhoda le había instado a exigir, pero Robbie también le prometió ponerla en contacto con un agente que le proporcionaría todos los trabajos radiofónicos que Rosie quisiera.

–Puedes ganar veintidós mil dólares hasta finales de año. Rose. Más, si quieres..., pero ¿por qué matarte a trabajar?

Rosie le preguntó si podía pensárselo durante el fin de semana, y el señor Lefferts respondió que por supuesto. Antes de dejarla en el vestíbulo del Edificio Corn (Rhoda y Curt estaban sentados en un banco junto al ascensor y cuchicheaban como marujas), Robbie extendió la mano. Rosie correspondió el gesto, esperando que él le estrechara la mano, pero en lugar de eso, tomó la mano de Rosie entre las suyas y se la besó. El gesto (nadie le había besado nunca la mano, aunque lo había visto hacer en muchas películas) le produjo un estremecimiento.

No fue hasta que estuvo sentada en la cabina de grabación, mirando cómo Curt ponía una cinta nueva en el magnetófono de bobinas, cuando Rosie volvió a pensar en el cuadro que ahora estaba a buen recaudo (eso esperas Rosie eso esperas) en el armario. De repente se le ocurrió qué otro cambio se había producido en la pintura, qué faltaba en ella: el brazalete. La mujer de la túnica roja violácea lo había llevado sobre el codo derecho, pero aquella mañana, su brazo había aparecido desnudo hasta el hombro.

Aquella noche, al volver a casa, Rosie se arrodilló junto a la cama y miró debajo. El brazalete de oro yacía al fondo, reluciendo suavemente en la oscuridad. A Rosie le hizo pensar en el anillo de boda de una giganta. Junto a él vio otra cosa, un paquetito de tela azul. Bueno, al parecer había encontrado un trozo de su camisón. Sobre él se veían manchas violáceas. Parecían de sangre, pero Rosie sabía que no lo eran; eran manchas de una fruta que más valía no probar. Se había limpiado manchas muy parecidas de las manos aquella mañana en la ducha.

El brazalete pesaba mucho, al menos medio kilo, si no uno. Si estaba hecho del material del que aparentaba estar hecho, ¿cuánto valdría? ¿Doce mil dólares? ¿Quince mil? No estaba mal teniendo en cuenta que había salido de un cuadro que había cambiado por un anillo de pedida de escaso valor. Aun así no le hacía gracia tocarlo, por lo que lo dejó sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara.

Sostuvo el paquetito de algodón azul en la mano durante un instante, sentada como una adolescente con la espalda apoyada en la cama y los pies cruzados, y por fin desdobló una esquina. Dentro vio tres semillas, tres semillas pequeñas, y cuando Rosie se las quedó mirando con horror desesperado e irracional, aquellas palabras despiadadas volvieron acudir a su mente y se aferraron a ella como hierros candentes:

Yo resarzo.

 

EL PICNIC

Norman había ido de pesca en busca de Rose.

Permaneció despierto en la cama de la habitación del hotel toda la noche del jueves y la madrugada del viernes. Apagó todas las luces a excepción del fluorescente del baño, que despedía un resplandor difuso que le gustaba. Le recordaba el aspecto de las farolas al mirarlas a través de la niebla. Yacía en la cama casi en la misma postura que Rosie aquel jueves por la noche, sólo que con una sola mano debajo de la almohada en lugar de ambas. Necesitaba una mano para fumar y para llevarse a los labios la botella de whiskey barato que tenía en el suelo.

¿Dónde estás, Rosie?, preguntó a la esposa que ya no estaba allí. ¿Dónde estás y cómo reuniste el valor suficiente para largarte, tan ratoncito asustado como eres?

Era esta segunda pregunta la que más le preocupaba. ¿Cómo se había atrevido? La primera no revestía tanta importancia, al menos no desde un punto de vista práctico, porque sabía dónde estaría el sábado. El león no tiene que preocuparse por el lugar en que pasta la cebra; lo único que tiene que hacer es esperar junto al lugar en el que bebe. Hasta ahí bien, pero aun así..., ¿cómo había podido atreverse a abandonarle? Aunque la vida de Norman terminara con la última conversación que sostuviera con Rose, quería descubrirlo. ¿Lo habría planeado? ¿Habría sido por casualidad? ¿Una aberración nacida de un impulso solitario? ¿La había ayudado alguien (aparte de Peter Slowik y la Cabalgata de chochos de Durham Street, claro está)? ¿Qué había hecho desde que se marchara de aquella encantadora ciudad junto al lago?¿ Trabajar de camarera?¿ Sacudirlos pedos de las sábanas de algún nido de pulgas como éste? No lo creía. Era demasiado perezosa para trabajar de empleada doméstica, no había más que ver cómo llevaba la casa, y no sabía hacer nada más. Si una tenía tetas, sólo quedaba una opción. Rose estaba allí fuera, en alguna parte, haciendo esquinas. Claro que sí. ¿Dónde iba a estar si no? Dios sabía que era un polvo de mierda, que tirársela daba más o menos el mismo morbo que tirarse un trozo de barro, pero los hombres estaban dispuestos a pagar por un chocho aunque no hiciera más que estar ahí y gotear un poco después del rodeo. Así que estaba claro que Rosie estaba haciendo esquinas.

Se lo preguntaría. Se lo preguntaría todo. Y cuando tuviera todas las respuestas que necesitaba, le rodearía el cuello con el cinturón para que no pudiera gritar y mordería..., mordería..., mordería... y mordería. Aún le dolían las mandíbulas y la boca por lo que le había hecho a Tambor el Increíble judío Urbano, pero no permitiría que eso lo detuviera o siquiera se interpusiera en su camino. En el fondo de la bolsa de viaje llevaba tres analgésicos explosivos y se los tomaría antes de poner manos a la obra con su corderito perdido, su pequeña y dulce Rose errante. En cuanto a lo que sucedería después, cuando todo hubiera pasado, cuando los analgésicos dejaran de hacer efecto...

Pero no se lo imaginaba y no quería imaginárselo. Tenía la sensación de que no habría un después, sólo oscuridad. Pero no importaba. De hecho, una buena dosis de oscuridad podía ser precisamente lo que le habría recetado el médico.

Siguió tumbado en la cama, tomándose el mejor whiskey del mundo y consumiendo un cigarrillo tras otro, mirando el humo flotar hacia el techo en espirales sedosas que se teñían de azul al surcar el suave resplandor blanco procedente del baño, y salió de pesca en busca de Rose. Salió de pesca, pero no pescó nada más que agua. No había nada, y eso lo volvía loco. Era como si la hubieran raptado los extraterrestres o algo así. En un momento dado, ya bastante borracho, dejó caer un cigarrillo encendido en la palma de su mano y cerró el puño, imaginando que era la mano de ella en lugar de la suya, que sostenía la mano de Rose entre la suya, sobre el calor del cigarrillo. Y cuando el dolor se apoderó de él y por entre sus nudillos empezaron a brotar hilos de humo, susurró:

–¿Dónde estás, Rose? ¿Dónde te escondes, ladrona?

Poco más tarde se durmió. El viernes por la mañana despertó alrededor de las diez, cansado, resacoso y un poco asustado. Había tenido sueños muy extraños durante toda la noche. En ellos seguía despierto en su cama del noveno piso del Whitestone, y la luz del baño seguía proyectando aquel resplandor blanco hacia su habitación, y el humo del cigarrillo seguía subiendo en espirales de color cambiante. Sólo que en los sueños veía imágenes en el humo, como si estuviera en el cine. Vio a Rose en el humo.

Ahí estás, pensó mientras la observaba caminar por un jardín muerto en plena tormenta. Por alguna razón, Rose iba desnuda, y Norman experimentó una inesperada oleada de lujuria. Durante ocho años no había sentido más que cierta repulsión cansina al verla desnuda, pero ahora había cambiado. A mejor, de hecho.

No es porque haya perdido peso, pensó en el sueño, aunque por lo visto ha adelgazado..., al menos un poco. Sobre todo es por su forma de moverse. ¿Qué es?

Y entonces se le ocurrió. Tenía el aspecto de una mujer que se está tirando a un hombre y todavía no se ha cansado, ni mucho menos. Aunque se le hubiera pasado por la cabeza poner en duda aquella afirmación, preguntar ¿Quién? ¿Rosie? Estás de broma, tío, un solo vistazo a su cabello habría disipado todas sus dudas. Se lo había teñido de rubio puta, como sise creyera Sharon Stone o Madonna.

Observó a la Rose de humo salir del extraño jardín muerto y acercarse a un río tan oscuro que parecía llevar tinta en lugar de agua. Lo cruzó por unas rocas de paso, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, y Norman vio que llevaba en la mano una especie de trapo arrugado. Le pareció que se trataba de un camisón y pensó: ¿Por qué no te lo pones, zorra de mierda? ¿O es que esperas que venga tu novio para echarte un polvo? Me encantaría verlo, de verdad. Te advierto una cosa. Si te pesco aunque sólo sea haciendo manitas con un tío cuando por fin te encuentre, la poli lo encontrará con la polla metida en el culo como si fuera una vela de cumpleaños.

Pero no llegó nadie, al menos no en el sueño. La Rose suspendida sobre su cama, la Rose de humo, recorrió un sendero que atravesaba una arboleda que parecía tan muerta como..., bueno, tan muerta como Peter Slowik. Por fin llegó a un claro en el que había un árbol que parecía vivo. Se arrodilló, recogió muchas semillas del suelo y las envolvió con lo que se le antojó otro trozo de camisón. A continuación se levantó, caminó hasta una escalera que se abría cerca del árbol (en los sueños uno nunca sabía qué mierda iba a pasar) y desapareció por ella. Estaba esperando a que saliera cuando empezó a sentir una presencia a sus espaldas, algo tan frío como la corriente procedente de una cámara frigorífica abierta. Se había topado con gente que daba bastante miedo durante su carrera como policía, y los adictos al crack a los que él y Harley Bissington se enfrentaban de vez en cuando eran probablemente los que más miedo daban, y uno acababa por desarrollar una percepción que detectaba su presencia. Norman detectaba algo así en aquel momento. Algo había surgido detrás de él, y en ningún momento puso en duda que se trataba de algo peligroso.

–Yo resarzo –susurró una voz de mujer. Era una voz dulce y suave, pero también espeluznante. En ella no había ni rastro de cordura.

–Pues me alegro, zorra –espetó Norman en sueños–. Tú intenta resarcirte conmigo y ya verás lo que te pasa.

La mujer profirió un grito, un sonido que pareció ir directamente a la cabeza de Norman sin pasar por sus oídos, y de repente percibió cómo se abalanzaba sobre él con las manos extendidas. Aspiró profundamente y disipó la nube de humo. La mujer desapareció. Norman sintió cómo desaparecía. Durante un rato no vio más que oscuridad, una oscuridad en la que él flotaba pacíficamente, libre de los miedos y los deseos que lo atormentaban cuando estaba despierto.

El viernes despertó a las diez y diez; desvió los ojos del reloj que había junto a la cama hacia el techo de la habitación, casi esperando ver figuras fantasmales flotando en nubes de humo viejo. Sin embargo, no vio figura alguna, ni fantasmal ni de ninguna otra clase. Tampoco había humo, sólo el olor a Pall Mall, in hoc signo vinces. Sólo estaba el detective Norman Daniels, tendido en una cama sudada que olía a tabaco pasado y alcohol. El sabor que le llenaba la boca le producía la sensación de haberse pasado la noche entera chupando la puntera de un zapato recién embetunado, y la mano izquierda le dolía a rabiar. Abrió el puño y vio una ampolla roja y brillante en el centro de la palma. Se la quedó mirando durante largo rato mientras las palomas agitaban las alas y se picoteaban unas a otras sobre la cornisa. Por fin recordó que se había quemado con el cigarrillo y asintió. Lo había hecho porque no podía ver a Rose por mucho que lo intentara..., y entonces, como recompensa, había soñado con ella durante toda la noche.

Colocó dos dedos a los lados de la ampolla y apretó, incrementando lentamente la presión hasta que reventó. Se limpió la mano en la sábana, deleitándose en las oleadas de dolor que lo acometían. Permaneció tendido, mirándose la mano, casi observando cómo palpitaba, durante un minuto más o menos. Luego introdujo la mano bajo la cama para sacarla bolsa de viaje. En el fondo había una lata de caramelos que contenía un surtido de pastillas. Algunas de ellas eran excitantes, pero la mayor parte eran tranquilizantes. Por regla general, a Norman no le costaba excitarse, sino que era volver a tranquilizarse lo que le resultaba difícil.

Se tomó un tranquilizante con un trago de whiskey y se recostó en la almohada con la mirada fija en el techo y empezó a fumar un cigarrillo tras otro, extinguiéndolos en el cenicero repleto cuando estaban consumidos.

Ahora no estaba pensando en Rose, al menos no deforma directa; estaba pensando en el picnic, el que organizaban sus nuevas amigas. Había estado en Ettinger's Pier y lo que había visto lo desalentaba. Era un lugar enorme, una combinación de playa, merendero y parque de atracciones, y no veía el modo de vigilarlo con la seguridad de verla llegar o marcharse. Si dispusiera de seis hombres (o incluso cuatro, si sabían lo que se hacían), sería harina de otro costal, pero estaba solo. Había tres entradas, suponiendo que Rose no llegara en barco, y no podía vigilarlas todas al mismo tiempo. Eso significaba mezclarse entre la gente, y mezclarse entre la gente sería una putada. Le habría gustado que Rose fuera la única que le reconociera, pero si los deseos fueran cerdos, el bacon siempre estaría de oferta. Tenía que suponer que lo estarían buscando y que habrían recibido fotografías suyas de alguna asociación de mujeres de su ciudad. No sabía la x, pero empezaba a creer que las dos primeras letras de la palabra fax significaban Fastídiate, Amigo.

Eso era una parte del problema. La otra residía en su convencimiento, respaldado por más de una experiencia amarga, de que los disfraces eran la mejor receta para el desastre en situaciones como aquella. El único modo más rápido y seguro de cagarla en una misión era, con toda probabilidad, llevar el conocido micrófono, con el que podían perderse seis meses de vigilancia y preparación si en la zona en la que planeabas echarle el guante a algún capullo había un niño manejando una barca o un coche de carreras por control remoto.

Vale, se dijo. Deja de quejarte. Recuerda lo que decía el viejo Whitey Slater: lo que hay es lo que hay. La cuestión es cómo vas a abordar la situación. Y ni se te ocurra tirar la toalla. Sólo faltan veinticuatro horas para la puta fiesta, y si no la coges allí puedes buscarla hasta Navidad sin encontrarla. Por si no lo habías notado, esto es una ciudad grande. Se levantó, entró en el baño y se duchó con la mano de la ampolla fuera de la cabina. Se puso unos vaqueros desteñidos y una camisa verde anodina, se caló la gorra de los CHISOX y se guardó las gafas de sol baratas en el bolsillo de la camisa, al menos por el momento. Bajó a la planta baja en ascensor y se acercó al quiosco para comprar el periódico y una caja de tiritas. Mientras esperaba a que el gilipollas del mostrador le devolviera el cambio, miró por encima del hombro del tipo a través de un panel de vidrio que se alzaba detrás del quiosco. Distinguió los ascensores de servicio y mientras miraba, uno de ellos se abrió. De él salieron tres camareras que charlaban y reían. Todas llevaban bolso, por lo que Norman supuso que salían a comer. Había visto a la del centro, una chica delgada y bonita de espesa cabellera rubia, en alguna otra parte. Al cabo de un instante lo recordó. La había visto mientras se dirigía hacia Hijas y Hermanas. La rubia había caminado a su lado un rato. Pantalones rojos. Culito bien puesto.

–Aquí tiene, señor–dijo el vendedor.

Norman se guardó el cambio en el bolsillo sin verificarlo. Tampoco volvió a mirar al trío de camareras al pasar junto a ellas, ni siquiera a la del culito bien puesto. La había situado de forma automática, un reflejo de policía, como una rodilla que se levanta sola. Su mente consciente estaba concentrada en una sola cosa: el mejor modo de ver a Rose en la fiesta sin que ella lo viera a él.

Avanzaba por el pasillo en dirección a las puertas de entrada cuando oyó una palabra que en el primer momento consideró procedente de su propia cabeza: Ettinger's Pier.

Vaciló un instante, el corazón empezó a latirle con violencia y la ampolla de la mano se puso a palpitar. Sólo fue un segundo de vacilación, nada más, un ligero titubeo antes de seguir avanzando hacia las puertas giratorias con la cabeza baja. Cualquier observador habría supuesto que le había dado un calambre en la rodilla o la pantorrilla, y eso estaba bien. No se atrevía a vacilar, ésa era la cuestión. Si la mujer que había hablado era una de las zorras del club de Durham Avenue, podía llegar a reconocerlo si llamaba la atención..., tal vez ya. lo había reconocido si era la monada con que se había cruzado unos días antes la que había pronunciado las dos palabras mágicas. Sabía que era improbable, pues como policía sabía por experiencia lo increíblemente poco observadora que era la mayoría de la gente, pero de vez en cuando la excepción confirmaba la regla. Muchos asesinos, secuestradores y atracadores que habían logrado zafarse de la justicia el tiempo suficiente para figurar en la lista de las diez personas más buscadas por el FBI se encontraban de nuevo metidos en el fregado porque un dependiente del 7–Eleven que leía manuales de detectives o una guardia urbana que miraba todos los reality shows de la tele acababan identificándolos. No se atrevía a detenerse, pero ...

... Pero tenía que hacerlo.

Norman se arrodilló con brusquedad a la izquierda de la puerta giratoria, de espaldas a las mujeres. Bajó la cabeza y fingió atarse los cordones de los zapatos.

me da pena perderme el concierto, pero si quiero ese coche no puedo desperdiciar la...

Las mujeres salieron del hotel, pero lo que Norman había oído lo convenció; se referían al picnic, el picnic y el concierto que pondría el broche de oro al día, ofrecido por un grupo llamado las Indigo Girls, probablemente un atajo de tortilleras. Por tanto, cabía la posibilidad de que aquellas mujeres conociesen a Rosie. Una posibilidad remota, pues muchas personas que no guardaban relación alguna con Hijas y Hermanas irían a Ettinger's Pier al día siguiente, pero posibilidad al fin y al cabo. Y Norman creía a pies juntillas en la mano del destino. Lo jodido era que aún no sabía cuál de las tres había hablado.

Que sea la rubia, rogó al tiempo que se incorporaba a toda prisa y cruzaba la puerta giratoria. Que sea la rubia de ojos grandes y culito bien puesto. Que sea ella, por favor.

Por supuesto, era peligroso seguirlas, ya que nunca se sabía cuándo una de ellas podía darse la vuelta distraídamente y ganar el gordo de la lotería, pero en aquel momento no le quedaba otro remedio. Las siguió despacio, con la cabeza ladeada, como si los trastos de los escaparates por los que pasaba fueran de vital interés para él.

–¿Qué tal las fundas de almohada hoy? preguntó la foca que caminaba en la parte interior a las otras dos mujeres.

–Por una vez están todas –repuso la mujer de mayor edad que caminaba en la cara exterior–. ¿Y tú qué tal, Pam?

–Todavía no las he contado; es demasiado deprimente–contestó la rubia.

Las tres mujeres se echaron a reír, ese sonido agudo y gorjeante que siempre provocaba dentera a Norman. Se detuvo al instante, examinando artículos deportivos en un escaparate para dejar que las mujeres se adelantaran un poco. Era ella, sí, señor, de eso no cabía la menor duda. La rubia era la que había pronunciado las palabras mágicas Ettinger's Pier. A lo mejor aquello cambiaba la situación entera, a lo mejor no. En ese momento estaba demasiado emocionado como para planteárselo. Sin embargo, era un golpe de suerte extraordinario, la clase de pista milagrosa y casual que uno siempre esperaba encontrar cuando trabajaba en un caso complicado, la clase de pista que aparecía con mucha más frecuencia de lo que la gente imaginaba.

De momento archivaría todo aquello en el fondo de su mente y pondría manos a la obra con Pam. Ni siquiera preguntaría por ella en el hotel, al menos por ahora. Sabía que se llamaba Pam, y eso ya era mucho para empezar.

Norman llegó a la parada del autobús, esperó quince minutos el bus del aeropuerto y subió. Era un trayecto muy largo, pues la terminal se hallaba en las afueras de la ciudad. Cuando por fin se apeó delante de la Terminal A, se puso las gafas de sol, cruzó la calle y se dirigió al aparcamiento de larga duración. El primer coche en el que intentó hacer el puente llevaba tanto tiempo estacionado que no le quedaba batería. El segundo, un anodino Ford Tempo, se puso en marcha a la primera. Explicó al tipo de la caja que había pasado tres semanas en Dallas y había perdido el ticket. Siempre los perdía, dijo. Perdía los de la lavandería y en las tiendas de fotos siempre tenía que mostrar el carné de conducir porque nunca encontraba el ticket cuando iba a recoger sus carretes. El hombre de la caja asentía y asentía como quien ha escuchado una historia aburrida diez millones de veces. Cuando Norman le ofreció humildemente diez dólares adicionales en lugar del ticket, el hombre de la caja se irguió un poco. El dinero desapareció.

Norman Daniels salió del aparcamiento de larga duración casi en el mismo instante en que Robbie Lefferts ofrecía a su mujer «un acuerdo comercial más sólido.

A unos tres kilómetros del aeropuerto, Norman aparcó detrás de un Le Sabre hecho polvo y cambió las matrículas. Al cabo de otros tres kilómetros se detuvo en un túnel de lavado. Habría apostado algo a que el Tempo resultaría ser azul marino, pero perdió. Era verde. No creía que importara, pues el hombre de la cala sólo había apartado los ojos de su pequeño televisor en blanco y negro cuando el billete de diez pavos había aparecido debajo de su nariz, pero más valía prevenir. De ese modo iría más tranquilo.

 

Norman encendió la radio y encontró una emisora de temas carrozas. En aquel momento, Shirley Ellis cantaba una canción, y Norman tarareó con ella según sus instrucciones: «Si las primeras dos letras siempre son las mismas/Déjalas correr y pronuncia el nombre/Como Barry–Barry, deja la B, oh–ArrylEs la única regla contraria». Norman se dio cuenta de que se sabía toda la letra de aquella estúpida canción. ¿Qué clase de mundo era éste, en que uno no recordaba la puta ecuación cuadrática ni las diversas formas del verbo francés avoir dos años después de acabar el instituto, pero en cambio cuando se acercaba a los cuarenta seguía recordando canciones estúpidas a más no poder. ¿Qué clase de mundo era éste?

Un mundo que estoy dejando atrás, pensó Norman con serenidad, y sí, aquello parecía ser cierto. Era como las películas de ciencia ficción en las que los astronautas veían la Tierra empequeñecerse por las pantallas, primero reducida al tamaño de una pelota, luego de una moneda y por fin de un puntito brillante antes de desaparecer del todo. Así era el interior de su cabeza ahora, una nave espacial en misión de cinco años para explorar nuevos mundos y pisar lugares en los que el hombre no había estado jamás. Nave Interespacial Norman a punto de alcanzar la velocidad de la luz.

Shirley Ellis acabó la canción, y a continuación sonó algo de los Beatles. Norman bajó el volumen de la radio con tal violencia que arrancó el botón. No le apetecía escuchar ninguna mierda hippy como Hey Jude.

Se hallaba aún a unos tres kilómetros del límite de la ciudad en sí misma cuando divisó un lugar llamado Campamento Base. ;LOS MEJORES ACCESORIOS MILITARES DEL MUNDO!, anunciaba el rótulo del escaparate, y por alguna razón, aquello lo hizo estallar en carcajadas. Tenía la impresión de que, en algunos sentidos, era el eslogan más curioso que había visto en su vida; parecía significar algo, pero resultaba imposible descubrir qué. En cualquier caso, el rótulo carecía de importancia. Con toda probabilidad, la tienda tenía una de las cosas que estaba buscando, y así era.

Sobre el pasillo central del establecimiento pendía una gran pancarta que aconsejaba: MÁS VALE PREVENIR QUE CURAR. Norman examinó tres tipos diferentes de gases lacrimógenos, cartuchos de gas pimienta, un estante de estrellas ninfa (el arma perfecta para la defensa doméstica si te atacaba un tetrapléjico ciego), pistolas de gas que disparaban balas de goma, hondas, nudillos de latón tanto lisos como con tachuelas, cachiporras, bolas, látigos y silbatos.

A medio pasillo había una vitrina en la que Norman vio lo que consideraba el único artículo útil de Campamento Base. Por sesenta y tres dólares y cincuenta centavos compró un taser que producía una gran descarga (aunque probablemente no los noventa mil voltios que prometía la etiqueta), gracias a sus dos polos de acero, cuando se apretaban los gatillos. Norman consideraba que aquel arma era tan peligrosa como un revólver de calibre pequeño, y lo mejor era que no había que firmar en ninguna parte para comprarla.

–¿Guiere uda bila de dueve voldios? preguntó el dependiente.

Era un joven calvo de labio leporino. Llevaba una camiseta que proclamaba MÁS VALE TENER UN ARMA Y NO NECESITARLA QUE NECESITAR UNA Y NO TENERLA. A Norman le pareció la clase de tipo cuyos padres bien podrían haber sido parientes.

–Va gon bilas de dueve voldios.

Norman comprendió por fin lo que estaba diciendo el chico y asintió.

–Déme dos pidió–. A saco.

El chico se echó a reír como si fuera lo más divertido que había oído en su vida, más divertido aún que LOS MEJORES ACCESORIOS MILITARES DEL MUNDO, se agachó, sacó dos pilas de nueve voltios de debajo del mostrador y las dejó junto al taser Omega de Norman.

–¡Gué bazadaaa! –exclamó el chico con otra carcajada.

Norman lo captó al cabo de un momento y se unió a las risas del dependiente; más tarde pensó que fue en aquel preciso instante cuando alcanzó la velocidad de la luz y todas las estrellas se convirtieron en líneas. Adelante, señor Sulu, esta vez vamos a pasar de largo el imperio Klingon.

Entró en la ciudad con el Tempo robado y en un barrio en el que las modelos sonrientes de los anuncios de cigarrillos empezaban a ser negras en lugar de blancas encontró una barbería que respondía al encantador nombre de No te cortes. Entró y vio a un joven negro con un bigote estupendo sentado en un sillón anticuado de barbero. Llevaba auriculares y sobre su regazo descansaba un ejemplar de jet.

–¿Qué quiere? preguntó el barbero.

Le habló tal vez con mayor brusquedad de la que habría empleado con un negro, pero no sin cortesía. Uno no era descortés con un hombre como ése sin una razón pero que muy buena, sobre todo si estaba solo en su barbería. Medía al menos un metro ochenta y cinco, era de hombros anchos, constitución corpulenta y piernas gruesas. Además olía a policía.

Sobre el espejo se veían fotografías de Michael Jordan, Charles Barkley yJalen Rose. Jordan llevaba el uniforme de los Barons de Birmingham. Sobre su fotografía había una tira de papel que decía EL PASADO Y EL FUTURO DE LOS BULLS. Norman señaló a Jordan.

–Quiero un corte como ése.

El negro se quedó mirando a Norman con cautela, primero para asegurarse de que no iba borracho ni ciego, luego para asegurarse de que no le estaba tomando el pelo. Lo segundo le costó más que lo primero.

–¿Qué dice, hermano? ¿Quiere que lo rape al cero?

–Exacto.

Norman se pasó una mano por el cabello espeso y negro, aunque surcado ya por las primeras canas. No lo llevaba ni muy largo ni muy corto. Era el peinado que había lucido durante los últimos veinte años. Se miró en el espejo, intentando imaginar qué aspecto tendría tan calvo como Michael Jordan, pero en blanco. No lo consiguió. Con un poco de suerte, Rose y sus nuevas amigas tampoco lo conseguirían.

–¿Seguro ?

De repente, Norman se sintió casi enfermo por el deseo de arrojar a aquel hombre al suelo, ponerle las rodillas sobre el pecho y morderle el labio superior hasta arrancárselo, bigote estupendo y todo. Suponía que sabía la razón. Se parecía a aquel maricón de mierda, Ramon Sanders. El que había intentado sacar dinero con la tarjeta que la zorra mentirosa de su mujer le había robado.

Oh, barbero, pensó. Oh, barbero, no sabes lo cerca que estás de pasar a la historia. Si me haces una sola pregunta más, si me sueltas una sola palabra equivocada más, te hago papilla. Y no puedo decirte nada; no podría advertirte aunque quisiera, porque me he quedado sin voz. Así que, eso es lo que hay.

El barbero se lo quedó mirando con recelo durante otro instante que se le antojó eterno. Norman se quedó donde estaba y le permitió hacerlo. Había recobrado la compostura. Que pasara lo que tuviera que pasar. Todo estaba en manos de ese negrata de mierda.

 

–Bueno, supongo que sí –dijo el barbero por fin con una voz suave que desarmaba a cualquiera.

Norman relajó la mano derecha, que se había metido en el bolsillo para asir el mango del taser. El barbero dejó la revista sobre el mostrador, junto a los frascos de tónico y colonia (había un pequeño rótulo de latón que decía SAMUEL LOWE), luego se levantó y sacudió un delantal de plástico.

–Pues si quiere que lo deje como Mike, adelante.

Al cabo de veinte minutos, Norman se miró pensativamente en el espejo. Samuel Lowe estaba junto a su silla y lo observaba. Lowe tenía un aire aprensivo, pero también parecía interesado. Daba la impresión de estar viendo algo conocido pero desde una perspectiva totalmente nueva. Habían entrado otros dos clientes. Ellos también observaban a Norman con idénticas expresiones de aprobación.

–Qué bien le queda –murmuró uno de los recién llegados con aire de sorpresa.

Norman no acababa de asimilar que el hombre del espejo era él mismo. Guiñó el ojo y el hombre del espejo le devolvió el gesto, sonrió y el hombre del espejo sonrió, se giró y el hombre del espejo se giró, pero de nada servía. Antes tenía frente de policía; ahora tenía frente de profesor de matemáticas, una frente que se perdía en la inmensidad. No acababa de dar crédito a las curvas suaves y en cierto modo sensuales de su cráneo pelado. Y la blancura. No había creído estar especialmente moreno, pero en comparación con el cráneo pálido, el resto de su piel parecía más morena que la de un vigilante de la playa. Su cabeza se le antojaba extremadamente frágil y demasiado perfecta una persona como él. Como para pertenecer a cualquier ser humano, sobre todo un hombre. Parecía una pieza de porcelana de Delft.

–Tiene una buena cabeza, oiga –comentó Lowe.

Hablaba con voz cauta, pero Norman no tuvo la sensación de que intentara halagarle, lo que era una suerte, porque Norman no estaba de humor para que le lamieran el culo.

–Le queda muy bien. Parece más joven, ¿verdad, Dale?

–No está mal –asintió el otro recién llegado–. Nada mal.

–¿Cuánto dice que le debo? preguntó Norman a Samuel Lowe.

Intentó apartarse del espejo pero le inquietó y asustó un poco comprobar que sus ojos intentaban seguir la línea de la coronilla para ver qué aspecto tenía por detrás. Aquella sensación de disociación le acometió con más fuerza que nunca. Él no era el hombre del espejo, el hombre con cráneo de sabio que enarcaba las cejas negras y espesas. ¿Cómo iba a ser él? Se trataba de un desconocido, nada más, un Lex Luthor fantástico dispuesto a hacer de las suyas en Metrópolis, y las cosas que hiciera a partir de ahora carecían de importancia. A partir de ahora, nada importaba. Sólo atrapar a Rosie, por supuesto. Y hablar con ella. De cerca.

Lowe volvía a observarlo con aquella expresión recelosa, desviando de vez en cuando los ojos para mirar a los otros clientes, y de repente Norman se dio cuenta de que estaba comprobando si los otros dos lo ayudarían en caso de que el hombre blanco, el hombre blanco y calvo, perdiera la chaveta. .

–Lo siento –se disculpó intentando adoptar un tono amable y conciliatorio–. Estaba diciendo algo, ¿verdad? ¿Qué decía?

–Decía que treinta me parece bien. ¿Y a usted?

Norman se sacó un fajo de billetes doblados del bolsillo delantero, separó dos billetes de veinte de debajo de la vieja pinza y se los alargó.

–Me parece poco –replicó–. Tome cuarenta y acepte mis disculpas. Lo ha hecho muy bien. Es que he tenido una semana espantosa.

Y tan espantosa, colega, pensó.

Samuel Lowe se relajó visiblemente y cogió el dinero.

–Vale, hermano –dijo–. Y lo decía en serio. Tiene una cabeza cojonuda. No es usted Michael, pero es que nadie es Michael.

–Excepto Michael puntualizó el recién llegado que se llamaba Dale.

Los tres negros rieron con ganas y se dedicaron mutuos gestos de aprobación. Aunque podría habérselos cargado a los tres sin ningún esfuerzo, Norman se unió al coro de risas. Los recién llegados habían cambiado la situación. Era hora de volver a tener cuidado. Norman salió de la barbería sin dejar de reír.

Tres adolescentes negros estaban apoyados contra una valla cerca del Tempo, pero no se habían molestado en hacerle nada al coche, quizás porque estaba demasiado hecho polvo. Examinaron la calva blanca de Norman con interés y luego se miraron poniendo los ojos en blanco. Aparentaban unos catorce años y parecían inofensivos. El del centro empezó a decir «¿Me estás mirando a mí?» como Roben De Niro en Taxi Driver. Norman pareció advertirlo y se lo quedó mirando, sólo a él, por lo visto, haciendo caso omiso de los otros dos, y el chico decidió que tal vez su imitación de Roben De Niro necesitaba unos cuantos ensayos más, por lo que lo dejó correr.

Norman se subió al coche robado recién lavado y se marchó. Al cabo de seis manzanas en dirección al centro entró en una tienda de ropa de segunda mano que se llamaba Tócala otra vez, Sam. Había algunas personas echando un vistazo, y todas se lo quedaron mirando. A Norman no le importó que lo observaran, sobre todo si era su cráneo recién afeitado lo que miraban. Si le estaban mirando fijamente la cabeza no tendrían ni puta idea del aspecto de su rostro al cabo de cinco minutos.

Encontró una cazadora de motorista llena de tachuelas, cremalleras y cadenitas plateadas relucientes; cada uno de sus pliegues crujió cuando la retiró de la percha. El dependiente abrió la boca para pedirle doscientos cuarenta dólares por ella, pero entonces vio los ojos atormentados que lo miraban bajo el impresionante desierto blanco de la cabeza recién afeitada y le dijo a Norman que la cazadora costaba ciento ochenta más IVA. Habría rebajado el precio si Norman hubiera regateado, pero no fue así. Norman estaba cansado, la cabeza le martilleaba, y lo único que quería era volver al hotel y dormir. Quería dormir de un tirón hasta el día siguiente. Necesitaba descansar lo más posible, pues al día siguiente estaría muy ocupado.

Hizo dos paradas más en el trayecto de vuelta. La primera fue una tienda en la que vendían artículos médicos y ortopédicos. Norman compró una silla de ruedas manual que plegada cabría en el maletero del Tempo. A continuación fue al Centro Cultural y Museo de la Mujer. Pagó seis dólares para entrar pero no visitó la exposición, sino que se limitó a asomar la cabeza al auditorio, donde se estaba celebrando una conferencia sobre el parto natural. Pasó un momento por la tienda de regalos y se fue. .

Una vez en el Whitestone subió a su habitación sin preguntar por la rubia del culito bien puesto. No se atrevía a pedir ni un vaso de agua dado el estado en que se encontraba. La cabeza recién afeitada le palpitaba como una forja de acero, los ojos le latían en las cuencas, los dientes y las mandíbulas le dolían. Lo peor de todo era que su mente parecía estar suspendida sobre él como un globo de helio; tenía la impresión de que seguía unida a él sólo por un hilillo finísimo que podía romperse en cualquier momento. Tenía que descansar. Dormir. Tal vez entonces su mente volvería a meterse en su cabeza, donde tenía que estar. En cuanto a la rubia, lo mejor sería considerarla un as en la manga, algo que utilizar sólo en caso de extrema necesidad. Romper el vidrio en caso de incendio.

Norman se metió en la cama a las cuatro de la tarde del viernes. El martilleo que le azotaba las sienes no guardaba ya relación alguna con la resaca, sino que se había convertido en lo que denominaba una de sus «jaquecas especiales». Las sufría con frecuencia cuando trabajaba demasiado, y desde que Rose se marchara y el caso de la red de crack se acercara a su punto álgido, sufría a menudo dos por semana. Tendido en la cama con la vista clavada en el techo, los ojos le lloraban, la nariz le goteaba, y veía extraños dibujos brillantes en torno a los objetos. El dolor había alcanzado niveles tales que tenía la impresión de llevar en la cabeza un feto espantoso que pugnara por nacer; el nivel en que no había nada que hacer salvo echarse y esperara que pasara, y el modo de hacer eso consistía en atravesar los momentos uno a uno, pasando de uno a otro como quien cruza un río por las rocas de paso. Aquella idea despertó un recuerdo vago en lo más profundo de su mente, pero la imagen no logró abrirse paso por entre el dolor incesante, deforma que Norman lo dejó correr. Se masajeó el cráneo rapado con la mano. Aquella suavidad no podía formar parte de él; era como tocar el capó de un coche recién encerado.

–Quién soy? preguntó a la habitación vacía–. ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué estoy haciendo? ¿Quién soy?

Se quedó dormido antes de encontrar respuesta a cualquiera de aquellas preguntas. El dolor lo persiguió durante buena parte del trayecto hacia las profundidades carentes de sueños, como una mala idea que no ceja, pero por fin logró dejarlo atrás. La cabeza se le cayó a un lado, y un fluido que no era exactamente una lágrima le brotó del ojo izquierdo para rodarle por la fosa nasal y la mejilla. Empezó a roncar con fuerza.

Cuando despertó doce horas más tarde, a las cuatro de la madrugada del sábado, el dolor de cabeza se había esfumado. Se sentía fresco y lleno de energía, como solía sucederle después de sus «jaquecas especiales». Se incorporó en la cama, bajó los pies al suelo y contempló la oscuridad por la ventana. Había palomas posadas en la cornisa, arrullándose incluso en sueños. Sabía a ciencia cierta, sin ningún atisbo de duda, que aquel día sería el fin. Con toda probabilidad, también sería su fin, pero eso carecía de importancia. El mero hecho de saber que ya no habría más dolores de cabeza le bastaba para contentarse.

En el otro extremo de la habitación, su nueva cazadora de motorista estaba colgada sobre una silla como un fantasma negro y decapitado.

Levántate pronto, Rose, pensó casi con ternura. Levántate pronto, corazoncito, y echa un buen vistazo a la salida del sol, ¿vale? Tienes que echarle el mejor vistazo que puedas, porque será la última que veas.

El sábado, Rosie despertó a las cuatro y pocos minutos de la madrugada y alargó la mano en un intento desesperado de encender la luz; estaba aterrada, convencida de que Norman se hallaba en la habitación con ella, segura de que olía su colonia, todos mis hombres llevan Colonia Inglesa o nada en absoluto.

Estuvo a punto de volcar la lámpara al intentar encenderla presa del pánico, pero cuando por fin se hizo la luz (con el pie de la lámpara suspendido a medias en el vacío), el miedo remitió de inmediato. No era más que su habitación pequeña, pulcra y sensata, y lo único que olía era la fragancia cálida y sutil de su propia piel. Allí no había nadie más que ella... y Rose Madder, por supuesto. Pero Rose Madder estaba bien guardada en el armario, donde sin duda alguna seguía de pie con la mano ante los ojos, contemplando las ruinas del templo.

He soñado con él, se dijo al incorporarse. He tenido otra pesadilla con Norman, por eso me he despertado tan asustada.

Volvió a colocar la lámpara en su lugar. El metal tintineó contra el brazalete. Rosie lo cogió y lo examinó con atención. Era extraño lo mucho que le costaba recordar (lo que tengas que recordar) de dónde había sacado aquella pieza. ¿La había comprado en la tienda de Bill porque se parecía a la que llevaba la mujer del cuadro? No lo sabía, y su ignorancia la inquietaba. ¿Cómo podía una olvidar (lo que tengas que olvidar) una cosa así?

Rosie levantó el brazalete, que se le antojaba pesado como el oro pero que a buen seguro no era más que chatarra dorada, y recorrió la habitación con la mirada a través de él, como si la mirara por un telescopio.

En aquel momento le volvió a la memoria un fragmento del sueño, y se dio cuenta de que no había soñado con Norman a fin de cuentas. Había soñado con Bill. Estaban en la moto, pero en lugar de llevarla a un lugar junto al lago, la llevaba por un sendero que se adentraba más y más en un bosque siniestro de árboles muertos. Al cabo de un rato llegaban a un claro en el que se alzaba un solo árbol vivo y cargado de frutos del color de la túnica de Rose Madder.

¡Oh, qué primer plato más estupendo!, gritaba Bill alegremente antes de saltar de la moto y correr hacia el árbol. He oído hablar de ellas. Te comes una y te salen ojos en la nuca. ¡Te comes dos y vives para siempre!

En aquel momento, el sueño cruzaba la frontera entre la historia inquietante y la pesadilla. Rosie sabía que la fruta de aquel árbol no era mágica, sino terriblemente venenosa, y corría hacia Bill con la intención de detenerlo antes de que mordiera una de aquellas frutas tentadoras. Pero Bill no se dejaba convencer. Se limitaba a rodearle los hombros con el brazo, abrazarla un momento y decirle: No seas tonta, Rosie... Sé lo que son las granadas, y estas frutas no lo son.

Fue entonces cuando Rosie despertó, temblando como una hoja en la oscuridad y pensando no en Bill, sino en Norman..., como si Norman estuviera tendido en una cama no lejos de allí y pensara en ella. Aquel pensamiento hizo que Rosie cruzara los brazos sobre el pecho y se abrazara. Era muy posible que aquello fuera cierto. Dejó el brazalete en la mesilla, entró en el baño y abrió el grifo de la ducha.

El inquietante sueño de Bill y la fruta envenenada, las preguntas acerca de dónde o cómo había conseguido el brazalete y los sentimientos encontrados acerca del cuadro que había comprado, sacado de su marco y luego escondido en el armario, dejaron paso a una preocupación mucho mayor y más inmediata: la cita. Era hoy, y cada vez que pensaba en ello tenía la impresión de llevar un alambre candente en el pecho. Estaba asustada y contenta a un tiempo, pero sobre todo sentía curiosidad. Su cita. La cita de los dos.

Si es que se presenta, susurró una voz interior con aire lúgubre. A lo mejor sólo era una broma, ¿sabes? O a lo mejor lo has ahuyentado.

Rosie estaba a punto de meterse debajo de la ducha cuando se dio cuenta de que todavía llevaba las bragas.

–Vendrá –murmuró mientras se agachaba para quitárselas–. Desde luego que vendrá. Sé que vendrá.

Cuando se inclinó para coger el champú, una voz muy, muy diferente de la primera habló desde las profundidades de su mente: Las bestias lucharán.

–¿Qué? –Rosie se quedó paralizada con el frasco de plástico en la mano. Estaba asustada y no sabía bien por qué–. ¿Qué has dicho?

Nada. Ni siquiera recordaba con seguridad qué había pensado, sólo que se trataba de otra cosa relacionada con el maldito cuadro, que se le había grabado en la mente como el estribillo de una canción que no puedes olvidar. Mientras se enjabonaba el cabello decidió deshacerse de él. La idea la hizo sentirse mejor, como si hubiera tomado la decisión de dejar un vicio, como fumar o beber durante el almuerzo, y salió de la ducha tarareando.

Bill no la torturó llegando tarde. Rosie había llevado una de las sillas de la cocina junto a la ventana para poder sentarse y esperarlo (lo había hecho a las siete y cuarto, tres horas después de salir de la ducha), y a las ocho y veinticinco, una moto con una nevera portátil atada al portapaquetes aparcó en un hueco delante del edificio. La cabeza del conductor estaba cubierta por un gran casco azul, y desde su punto de observación, Rosie no logró distinguir su rostro, pero sabía que era él. La línea de sus hombros ya le resultaba inconfundible. Bill dio gas en punto muerto y luego paró el motor antes de bajar el caballete con la bota. Bajó una pierna, y por un instante se hizo visible la forma de su muslo bajo los vaqueros desvaídos. Rosie experimentó una oleada tímida pero inequívoca de lujuria. Esto es en lo que pensaré esta noche antes de dormirme, esto es lo que veré. Y si tengo mucha, mucha suerte soñaré con ello.

Estuvo tentada de esperarlo arriba, de dejar que viniera a buscarla al igual que una muchacha que se siente a gusto en casa de sus padres espera al chico que la invita al baile, lo espera aun cuando ya ha llegado, espiando tras la cortina de su cuarto con su vestido de baile sin tirantes, esbozando una sonrisa misteriosa cuando lo ve bajarse del coche de su padre, recién lavado y encerado, ajustándose tímidamente la pajarita o tirándose de la faja.

Se lo pensó unos instantes, pero luego abrió el armario, introdujo la mano y sacó el jersey. Recorrió el pasillo a toda prisa y se puso la prenda mientras andaba. A1 llegar a la escalera y ver que Bill ya subía por ella con la cabeza levantada para mirarla, se le ocurrió que había alcanzado la edad perfecta; era demasiado mayor para ser coqueta por el simple placer de serlo, pero demasiado joven para no creer que algunas esperanzas, las que de verdad importan, pueden resultar fundadas aunque todo indique lo contrario.

–Hola –lo saludó desde la cima de la escalera–. Qué puntual.

–Claro –repuso él mirándola desde abajo con aire ligeramente sorprendido–. Siempre soy puntual. Me educaron así. Creo que además lo llevo en la sangre. –Alargó una mano enguantada como un caballero de película–. ¿Estás preparada? –preguntó con una sonrisa.

Era una pregunta que Rosie aún no sabía cómo responder, de modo que se limitó a reunirse con él, aceptó la mano que le tendía y dejó que la condujera al exterior, a la luz del sol que bañaba el primer sábado de junio. Bill la dejó en la acera junto a la motocicleta inclinada, la miró de arriba abajo con ojo crítico y por fin meneó la cabeza.

–No, no, con ese jersey no bastará –aseguró–. Menos mal que no he olvidado lo que aprendí en los Boy Scouts.

A cada lado del portapaquetes de la Harley había una maleta. Bill abrió una y sacó una cazadora de cuero parecida a la suya, con bolsillos de cremallera arriba y abajo en ambos lados, pero por lo demás negra y lisa. Nada de tachuelas, charreteras, relámpagos ni adornos varios. Era más pequeña que la de Bill. Rosie se la quedó mirando, allí colgada de sus manos como un pellejo, y con la pregunta evidente atragantada entre los labios.

Bill vio su expresión, la descifró al instante y volvió a menear la cabeza.

–Es la cazadora de mi padre. Me enseñó a conducir con una vieja Indian que compró a cambio de una mesa de comedor y un dormitorio. El año que cumplió los veintiuno se recorrió el país entero con esa moto, según dice. Era de las que hay que poner en marcha con el pie, y si te olvidas de ponerla en punto muerto se te puede escapar por entre las piernas.

–¿Y qué pasó? ¿La destrozó? –Esbozó una sonrisa–. ¿La destrozaste tú?

–Ni una cosa ni otra. Murió de vieja. Desde entonces sólo han entrado Harleys en la familia Steiner. Ésta es una Heritage de mil trescientos cuarenta y cinco centímetros cúbicos. –Acarició el manillar con delicadeza–. Hace cinco años que papá no la conduce.

–¿Se ha cansado de llevarla?

–No, es que tiene glaucoma.

Rosie se puso la cazadora. Calculaba que el padre de Bill mediría al menos ocho centímetros menos que su hijo y pesaría unos veinte kilos menos, pero pese a todo, la cazadora le llegaba casi a las rodillas. Sin embargo, abrigaba mucho, y Rosie se la abrochó hasta el cuello con cierto placer sensual.

–Te queda bien –comentó Bill–. Tienes un aspecto un poco gracioso, como una niña que jugara a ponerse la ropa de mamá, pero te queda bien, de verdad.

Rosie creyó que podía decirle algo que no había podido decirle cuando estaban sentados en el parque comiendo perritos calientes, y de repente le pareció muy importante decirlo.

–Bill.

Bill se volvió hacia ella con una sonrisa, aunque sus ojos mostraban una expresión solemne.

–¿Sí?

–No me hagas daño.

Bill reflexionó unos instantes sin abandonar la sonrisa ni la expresión solemne de los ojos, y por fin meneó la cabeza.

–No, no te haré daño.

–¿Me lo prometes?

–Sí, te lo prometo. Vamos, sube. ¿Has subido alguna vez a un caballo de hierro?

Rosie denegó con la cabeza.

–Bueno, estos estribos son para tus pies.

Bill se inclinó sobre la parte posterior de la moto, rebuscó en la maleta y sacó un casco. Rosie contempló el color rojo violáceo sin la menor sorpresa.

–Toma.

Rosie se lo caló y luego se agachó para mirarse solemnemente en uno de los retrovisores de la Harley. Lo que vio la hizo estallar en carcajadas.

–¡Parezco una futbolista!

–La más guapa del equipo –Bill le asió los hombros para darle la vuelta–. Se ata debajo de la barbilla. Deja que lo haga yo.

Por un instante tuvo el rostro de Bill a la distancia de un beso y experimentó una especie de vértigo al pensar que, si quería besarla allí mismo, en la acera soleada llena de gente que paseaba camino de los recados ociosos del sábado, ella se lo permitiría.

Bill retrocedió un paso.

–¿Está demasiado apretado?

Rosie meneó la cabeza.

–¿Seguro?

Rosie asintió.

–Pues entonces di algo.

–O ehtá ebahiao abetao –farfulló ella, y se echó a reír al ver la expresión de Bill, que no tardó en unirse a sus carcajadas.

–¿Preparada? –volvió a preguntarle Bill.

Seguía sonriendo, pero sus ojos conservaban aquella expresión solemne y reflexiva, como si supiera que se habían embarcado en una aventura de gran envergadura, en la que cada palabra, cada movimiento podían tener consecuencias inconmensurables.

Rosie cerró el puño, golpeó la parte superior del casco y esbozó una sonrisa nerviosa.

–Supongo que sí. ¿Quién sube primero, tú o yo?

–Yo –repuso Bill al tiempo que pasaba una pierna sobre la Harley–. Ahora tú.

Rosie pasó una pierna con cuidado y apoyó las manos en los hombros de Bill. El corazón le latía con violencia.

–No –dijo él–. Alrededor de la cintura, ¿vale? Necesito los brazos y las manos para conducir.

Rosie deslizó las manos entre los brazos y los costados de Bill antes de entrelazarlas sobre su estómago plano. De repente tuvo la sensación de soñar. ¿Todo aquello se debía a una sola gota de sangre sobre la sábana? ¿Una decisión impulsiva de salir por la puerta principal y marcharse? ¿Era posible?

Dios mío, por favor, que no sea un sueño, pensó.

–Pon los pies sobre los estribos.

Rosie obedeció y experimentó una punzada de temor y delicia cuando Bill enderezó la moto y retiró el caballete con la bota. Ahora que tan sólo sus pies la mantenían en equilibrio, a Rosie le recordó el momento en que una barca pequeña queda liberada de su última amarra y flota junto al embarcadero con mayor libertad que antes. Se apoyó con más decisión contra la espalda de Bill, cerró los ojos y aspiró una profunda bocanada de aire. La fragancia del cuero caldeado por el sol se parecía mucho a lo que había imaginado, y eso le gustó. Todo le gustaba. Le daba miedo y le gustaba.

–Espero que lo pases bien –comentó Bill–. De verdad que sí.

Pulsó un botón que había sobre la parte derecha del manillar, y la Harley se puso en marcha con un estallido. Rosie dio un respingo y se acercó más a Bill, aferrándose a él con más fuerza y perdiendo una parte de su timidez.

–¿Vas bien? –inquirió él.

Rosie asintió, pero entonces se dio cuenta de que él no vería el gesto y repuso que sí, que iba bien.

Al cabo de un instante, la acera que se extendía a su izquierda empezó a quedar atrás. Bill echó un vistazo atrás para comprobar si se acercaban coches y a continuación dirigió la moto al carril derecho de Trenton Street. No era como girar en un coche; la motocicleta se inclinó como una avioneta alineándose con la pista. Bill dio gas, y la Harley se lanzó hacia delante, soplando una ráfaga de viento al interior del casco de Rosie, que se echó a reír.

–¡Ya me parecía que te gustaría! –gritó Bill por encima del hombro cuando se detuvieron en el semáforo de la esquina.

Cuando apoyó el pie en el suelo, fue como si estuvieran de nuevo unidos a la tierra firme, pero por el más fino de los hilos. Cuando el semáforo cambió a verde, el motor volvió a rugir bajo las piernas de Rosie, esta vez con mayor autoridad, y la moto tomó Deering Avenue a lo largo del parque Bryant, pasando junto a las sombras de robles viejos que se dibujaban en el pavimento como manchas de tinta. Rosie miró por encima del hombro de Bill y vio el sol que los guiaba por entre los árboles, despidiendo destellos como un heliógrafo, y cuando Bill ladeó la moto para torcer en Calumet Avenue, Rosie se ladeó con él.

Ya me parecía que te gustaría, había dicho Bill al salir, pero sólo le gustó mientras atravesaron la parte norte de la ciudad, pasando por barrios cada vez más residenciales, cuyas casas casi adosadas le recordaron las escenas de Todos en familia y donde parecía haber un El Sorbo en cada esquina. Cuando llegaron a la ronda del lago en dirección a las afueras, a Rosie no sólo le gustaba el paseo, sino que estaba encantada, y cuando Bill salió de la ronda del lago para tomar la carretera 27, una vía de dos carriles que reseguía la orilla del lago hasta el siguiente estado, Rosie tenía la sensación de que podría pasarse el resto de su vida subida a aquella moto. Si Bill le hubiera preguntado qué le parecería llegar hasta Canadá para ir a un partido de béisbol de los Blue Jays en Toronto, por ejemplo, Rosie se habría limitado a apoyar la cabeza en el cuero que separaba sus omóplatos para que Bill advirtiera que estaba asintiendo.

La carretera 27 era estupenda. A mediados de veranos estaría plagada de tráfico incluso a aquella hora de la mañana, pero en aquel momento iba casi vacía, un lazo negro pespunteado de amarillo en la parte central. A su derecha, el lago centelleaba de un brillante color azul por entre los árboles; a su izquierda vieron granjas de productos lácteos, cabañas para turistas y tiendas de recuerdos que iniciaban la temporada.

Rosie no tenía necesidad alguna de hablar; de hecho, no estaba segura de que pudiera hablar aunque quisiera. Bill fue dando gas a la Harley hasta que la aguja del cuentakilómetros se colocó en un ángulo de ciento ochenta grados respecto al cero, como un reloj que indicara las doce, y el viento silbó con más fuerza en el casco de Rosie. Tenía la sensación de volar, esa sensación que recordaba de los sueños de su infancia, sueños en que volaba sin miedo sobre campos, montañas, tejados y chimeneas con el cabello flotando como una bandera detrás de ella. Siempre había despertado de aquellos sueños temblando, bañada en sudor, aterrada y encantada, y así era como se sentía en aquel momento. Al mirar a la izquierda vio su sombra flotando junto a ella como en aquellos sueños, pero ahora la acompañaba otra sombra, lo que le gustaba mucho más. No recordaba haberse sentido tan feliz en ningún otro instante de su vida. El mundo entero se le antojaba perfecto, y tenía la impresión de encajar en él a la perfección.

La temperatura fluctuaba ligeramente a medida que avanzaban, descendiendo mientras atravesaban lugares sombreados o valles, subiendo cuando se sumergían de nuevo en la luz del sol. A cien kilómetros por hora, los olores llegaban en cápsulas, tan concentrados que era como si salieran despedidos de surtidores. Vacas, estiércol, heno, tierra, hierba cortada, alquitrán fresco cuando pasaban junto a una zona en construcción, gas de escape cuando adelantaron a un camión de granja que traqueteaba por la carretera. En la caja abierta del camión yacía un perro mestizo con el hocico entre las patas, mirándolos con total indiferencia. Cuando Bill se desvió para adelantar en un tramo recto, el granjero alzó la mano para saludar a Rosie. Ella distinguió las patas de gallo que se arremolinaban alrededor de sus ojos, la piel enrojecida y agrietada a los lados de su nariz, el destello de su alianza a la luz del sol. Con mucho cuidado, como un equilibrista en la cuerda floja haciendo una pirueta sin red, Rosie retiró una mano de la cintura de Bill y devolvió el saludo al hombre. El granjero le dedicó una sonrisa y luego quedó atrás.

A unos quince o veinte kilómetros de la ciudad, Bill señaló una reluciente silueta de metal que se dibujaba en el cielo ante ellos. Al cabo de un instante, Rosie oyó el ritmo constante de los rotores del helicóptero, y luego distinguió a dos hombres sentados en la cabina redondeada. Cuando el aparato los sobrevoló con gran estruendo, Rosie vio que el acompañante se inclinaba para gritar algo al oído del piloto.

Lo veo todo, pensó antes de preguntarse por qué le impresionaba tanto la idea. En realidad no estaba viendo nada que no pudiera apreciarse desde un coche. No es verdad, se corrigió. Estoy viendo algo diferente porque no lo miro a través de una ventana, y eso hace que deje de ser paisaje. Es el mundo, no un paisaje, y yo estoy en ese mundo. Estoy volando por el mundo, como en los sueños que tenía de pequeña, pero ahora no voy sola.

El motor palpitaba a un ritmo constante entre sus piernas. No le producía exactamente una sensación sexual, pero sí le hizo tomar conciencia de lo que tenía allí abajo y para qué servía. Cuando no contemplaba el paisaje se dedicaba a observar fascinada los pelillos de la nuca de Bill y a preguntarse qué sensación produciría tocarlos, alisarlos como si de plumas se tratara.

Una hora después de dejar la ronda del lago se hallaban en pleno campo. Bill redujo hasta poner la Harley en segunda, y cuando llegaron a un cartel que rezaba ÁREA DE PICNIC SHORELAND. CAMPING SÓLO CON AUTORIZACIÓN, redujo a primera y torció por un sendero de grava.

–Sujétate bien –advirtió; Rosie lo oyó bien porque el viento ya no le silbaba en los oídos–. Baches.

Había baches, pero la Harley los salvó con facilidad, convirtiéndolos en meros bultitos. Al cabo de cinco minutos se detuvieron en un pequeño estacionamiento de tierra. Más allá se veían mesas de picnic y barbacoas de piedra; salpicaban una gran extensión de hierba que descendía de forma paulatina hasta una calita rocosa que apenas podía llamarse playa. A la calita llegaban olas pequeñas en ordenada procesión. Tras ellas, el lago se extendía hasta el horizonte, donde la línea que separaba el cielo del agua se diluía en la neblina azulada. En el lugar no había nadie aparte de ellos, y cuando Bill apagó el motor de la Harley, el silencio dejó a Rosie sin aliento. Sobre el agua, las gaviotas volaban en círculos, chillando en dirección a la orilla con su voz estridente y frenética. Desde el oeste les llegaba el sonido de un motor, tan lejano que era imposible determinar si pertenecía a un camión o a un tractor. Y el silencio.

Bill empujó con la bota una piedra plana hacia la moto y bajó el caballete de forma que descansara sobre ella. A continuación se apeó y se volvió hacia Rosie con una sonrisa. Al ver su expresión, la sonrisa se trocó en una mirada de preocupación.

–Rosie, ¿te encuentras bien?

–Sí, ¿por qué? –replicó ella sorprendida.

–No sé, tienes una expresión de lo más extraña...

Ya me lo imagino, pensó ella. Desde luego que me lo imagino.

–Estoy bien –aseguró–. Me da la sensación de estar soñando, eso es lo que pasa. No paro de preguntarme cómo he llegado hasta aquí.

Lanzó una carcajada nerviosa.

–Pero ¿no te vas a desmayar ni nada por el estilo?

Esta vez, Rosie rió con más naturalidad.

–No, de verdad que estoy bien.

–¿Y te ha gustado?

–Me ha encantado.

Estaba luchando con la hebilla que unía las correas del casco, pero sin demasiado éxito.

–Cuesta un poco la primera vez. Deja que te ayude.

Bill se inclinó hacia ella para abrir la hebilla, de nuevo a la distancia de un beso, aunque esta vez no se apartó. Le sacó el casco con las palmas de las manos y luego la besó en la boca, mientras el casco pendía de la correa entre los dos primeros dedos de su mano izquierda y él apoyaba la derecha en la parte baja de la espalda de Rosie. Aquel beso disipó todos los temores de Rosie; el contacto de su boca y la presión de su mano eran como volver a casa. Advirtió que estaba empezando a llorar, pero no le importaba. Aquellas lágrimas no dolían.

Bill se apartó un poco de ella sin soltarla; el casco seguía bamboleándose contra la rodilla de Rosie como un péndulo.

–¿Estás bien? –preguntó Bill mirándola a los ojos.

Sí, intentó responder ella, aunque de sus labios no brotó sonido alguno. Se limitó a asentir con un gesto.

–Perfecto.

Y con aire muy solemne, como quien lleva a cabo una misión importante, le besó las mejillas frías y húmedas hacia arriba y hacia dentro, en dirección a la nariz, primero bajo el ojo derecho y luego bajo el izquierdo. Sus besos eran suaves como el aleteo de las pestañas. Rosie nunca había sentido nada igual y de repente le rodeó el cuello con los brazos y lo abrazó con fuerza, el rostro sepultado en el hombro de su cazadora y los húmedos ojos cerrados. Bill la sostuvo, acariciándole la trenza con la mano que había descansado sobre su espalda.

Al cabo de un rato, Rosie retrocedió y se secó las lágrimas con la manga.

–No siempre lloro –aseguró–. Debe de costarte creerlo, pero es verdad.

–Me lo creo –repuso él al tiempo que se quitaba el casco–. Vamos, ayúdame con la nevera.

Rosie lo ayudó a desabrochar las correas elásticas que la sujetaban, y juntos la llevaron hasta una de las mesas de picnic. Rosie se quedó mirando el agua.

–Éste debe de ser el lugar más hermoso del mundo –comentó–. No puedo creer que no haya nadie más.

–Bueno, la carretera 27 queda un poco apartada de la ruta turística habitual. Venía con mi familia cuando era pequeño. Mi padre me contó que lo encontró por casualidad mientras paseaba en bici. Ni siquiera en agosto viene mucha gente, mientras que el resto de las zonas de picnic del lago están atestadas.

–¿Has traído a otras mujeres aquí? –preguntó Rosie lanzándole una mirada rápida.

–No –denegó él–. ¿Te apetece dar un paseo? Podríamos ir abriendo boca, y además quiero enseñarte una cosa.

–¿Qué?

–Será mejor que te lo enseñe.

–De acuerdo.

Bill la condujo hasta la orilla, donde se sentaron juntos sobre una roca grande para quitarse los zapatos. A Rosie le divirtió ver los gruesos calcetines blancos de deporte que Bill llevaba debajo de las botas. Era la clase de calcetines que asociaba con el instituto.

–¿Las dejamos aquí o nos las llevamos? –inquirió Rosie levantando las zapatillas.

Bill reflexionó unos instantes.

–Llévatelas. Yo dejaré las mías aquí. Apenas me puedo poner estas malditas botas con los pies secos, y mojados no te digo nada.

Se quitó los calcetines blancos y los colocó pulcramente sobre las punteras gruesas de las botas. Algo en su modo de hacerlo y el aspecto modoso que ofrecían los calcetines la hizo sonreír. –¿Qué pasa?

–Nada –repuso Rosie meneando la cabeza–. Venga, enséñame la sorpresa.

Se dirigieron hacia el norte por la orilla, Rosie con las zapatillas en la mano izquierda, Bill a la cabeza. Al sumergir los pies en el agua, Rosie la notó tan fría que jadeó. Veía sus pies bajo el agua como peces pálidos y relucientes, algo separados del resto de su cuerpo a la altura de los tobillos por obra de la refracción. El fondo estaba cubierto de grava, pero no dolía. Aunque estuvieras haciéndotelos pedazos no te enterarías, pensó. Estás entumecida, cariño. Pero no se los estaba haciendo pedazos. Tenía la sensación de que Bill no permitiría eso. Era una idea ridícula pero poderosa.

A unos cuarenta metros alcanzaron un sendero cubierto de maleza que se alejaba tortuoso de la orilla, arena blanca y gruesa entre juníperos bajos y robustos, y en aquel momento se apoderó de Rosie una intensa sensación de déjá vu, como si hubiera visto aquel sendero en un sueño apenas recordado.

Bill señaló la cima de la cuesta.

–Vamos allí arriba –susurró–. No hagas ruido.

Esperó a que Rosie se pusiera las zapatillas deportivas y luego siguió andando. Al llegar a la cima se detuvo a esperarla, y cuando Rosie lo alcanzó y empezó a hablar, se llevó un dedo a los labios y luego señaló algo con él.

Se hallaban al borde de un claro pequeño y salpicado de arbustos, una especie de mirador a unos veinte metros sobre el lago. En el centro se veía un árbol caído. Bajo la maraña de raíces cubiertas de tierra yacía una esbelta zorra roja que amamantaba a tres cachorros. Cerca del grupo, un cuarto cachorro perseguía con entusiasmo su propia cola en un parche soleado. Rosie se los quedó mirando, fascinada.

Bill se acercó a ella, y su susurro le hizo cosquillas en la oreja además de producirle un escalofrío.

–Vine anteayer para comprobar que el merendero seguía aquí y aún merecía la pena. Hacía cinco años que no venía, así que no estaba seguro. Di un paseo y me encontré con esta familia. Vulpes fulva, el zorro rojo. Los pequeños deben de tener unas seis semanas.

–¿Cómo es que sabes tanto?

–Me gustan los animales –repuso Bill con un encogimiento de hombros–. Leo cosas sobre ellos e intento verlos en su hábitat siempre que tengo ocasión.

–¿Cazas?

–Dios mío, no. Ni siquiera hago fotos. Sólo miro.

La zorra los había visto. Sin moverse adoptó una actitud aún más quieta y una expresión aguda y vigilante.

No la mires a la cara, pensó Rosie de repente. No tenía ni idea de lo que significaba aquel pensamiento; sólo sabía que no era su propia voz la que oía en su mente. No la mires a la cara. Las personas como tú no deben mirarla a la cara.

–Son preciosos –murmuró al tiempo que alargaba la mano para coger la de Bill.

–Sí que lo son –asintió él.

La zorra se había vuelto hacia el cuarto cachorro, que había renunciado a perseguirse la cola y empezado a atacar su sombra. La madre emitió un solo ladrido agudo. El pequeño se volvió, observó con descaro a los recién llegados que estaban de pie en el sendero, trotó hacia su madre y se tendió junto a ella. La zorra le lamió la cabeza con rapidez y eficacia, pero sin perder de vista a Rosie y Bill.

–¿Tiene compañero? –inquirió Rosie.

–Sí, lo vi el otro día. Un perro de buen tamaño.

–¿Así es como se llaman? ¿Perros?

–Sí, perros.

–¿Dónde está?

–No muy lejos. Cazando. Probablemente los pequeños ven muchas gaviotas con las alas rotas en la cena.

Rosie se volvió hacia las raíces del árbol bajo el cual habían instalado su guarida los zorros, y una vez más la embargó aquella sensación de déjá vu. La imagen fugaz de una raíz moviéndose hacia ella para asirla le cruzó la mente como un rayo antes de disiparse.

–¿La estamos asustando? –preguntó Rosie.

–Un poquito, quizá. Si nos acercáramos más se defendería.

–Sí –asintió Rosie–. Y si intentáramos hacer algo a los pequeños, ella se resarciría.

Bill la miró con expresión extraña.

–Bueno, sí, supongo que sí.

–Me alegro de que me hayas traído a verlos.

–Bien –exclamó Bill con una sonrisa que le iluminó el rostro entero.

–Volvamos. No quiero asustarla y además tengo hambre.

–Vale, yo también.

Bill alzó una mano y saludó a la zorra con aire solemne. La madre los observó con sus ojos brillantes y serenos... y luego arrugó el hocico en un gruñido silencioso, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos y pulcros.

–Sí –dijo Bill–. Eres una buena madre. Cuídalos mucho.

Se volvió para alejarse. Rosie empezó a seguirlo, pero miró por encima del hombro aquellos ojos brillantes y serenos. La zorra seguía con el hocico arrugado, mostrando los dientes mientras amamantaba a sus pequeños a la luz silenciosa del sol. Tenía el.pelaje más anaranjado que rojo, pero algo en el matiz, el contraste violento con el verde perezoso que lo rodeaba, hizo que Rosie volviera a estremecerse. Una gaviota sobrevoló el lugar, proyectando su sombra en el claro, pero la zorra no perdió de vista a Rosie en ningún momento. Rosie sintió aquellos ojos sobre ella, vigilantes y completamente concentrados en su quietud incluso cuando Rosie se volvió para seguir a Bill.

–¿Se las arreglarán bien? –preguntó cuando llegaron de nuevo a la orilla.

Se apoyó en el hombro de Bill para mantener el equilibrio mientras se quitaba primero la zapatilla izquierda y luego la derecha.

–¿Quieres decir si cazarán a los pequeños?

Rosie asintió.

–No si se mantienen alejados de los huertos y los gallineros, y si mamá y papá son lo bastante inteligentes como para impedirles que se acerquen a las granjas..., es decir, si siguen sanos. La zorra tiene al menos cuatro años, y su compañero unos siete. Ojalá lo hubieras visto. Tiene la cola del mismo color que las hojas en octubre.

Estaban a medio camino del merendero, con los pies sumergidos en el agua. Rosie vio las botas de Bill sobre la roca en que las había dejado, con los calcetines blancos y modosos atravesados sobre las punteras cuadradas.

–¿A qué te refieres con eso de «si siguen sanos»?

–La rabia –explicó él–. Casi siempre es la rabia la que los empuja a los huertos y gallineros. Lo que hace que la gente se fije en ellos. Lo que los acaba matando. Las zorras la contraen con más frecuencia que los machos y enseñan a sus crías comportamientos peligrosos. Acaba muy deprisa con los machos, pero la hembra puede tener la rabia durante mucho tiempo, y con el tiempo va empeorando.

–¿De verdad? –exclamó Rosie–. Qué pena.

Bill se detuvo, contempló el rostro pálido y pensativo de Rosie y la abrazó.

–No siempre pasa –dijo–. De momento están bien.

–Pero podría pasar. Podría pasar.

Bill consideró sus palabras y por fin asintió.

–Sí, claro –dijo–. Podría pasar cualquier cosa. Venga, vamos a comer, ¿qué te parece?

–Me parece una buena idea.

Pero no creía que pudiera comer mucho, pues la mirada brillante de la zorra le había quitado el apetito. Sin embargo, en cuanto Bill empezó a desempaquetar la comida, se dio cuenta de que estaba muerta de hambre. Sólo había desayunado un zumo de naranja y una tostada de pan seco; había estado más nerviosa y emocionada que una novia el día de su boda. Pero al ver el pan y la carne se olvidó de los zorros que vivían orilla arriba.

Bill no paraba de sacar comida de la nevera: bocadillos de ternera fría, bocadillos de atún, ensalada de pollo, ensalada de patatas, ensalada de col, dos latas de Coca Cola, un termo de té helado, dos pedazos de tarta, una gran porción de pastel... A Rosie le recordó a los payasos que vaciaban los carritos al salir al escenario del circo y se echó a reír. Con toda probabilidad no era lo más educado, pero tenía la suficiente confianza en él como para saber que no tenía que mostrarse educada. Eso estaba bien, porque de todos modos no sabía si podría haberlo evitado.

Bill alzó la cabeza, con un salero en la mano izquierda y un pimentero en la derecha. Rosie comprobó que había cubierto los orificios con cinta adhesiva por si se volcaban, y eso la hizo reír aún más. Se sentó en el banco colocado delante de la mesa de picnic, se cubrió el rostro con las manos e intentó recobrar la compostura. Cuando estaba a punto de conseguirlo, miró por entre los dedos y vio aquel increíble montón de bocadillos, media docena para dos personas, cada uno de ellos cortado en diagonal y empaquetado en su bolsita correspondiente. De nuevo estalló en carcajadas.

–¿Qué? –exclamó Bill con una sonrisa–. ¿Qué pasa, Rosie?

–¿Tienes invitados? –preguntó Rosie sin dejar de reír–. ¿Un equipo de la Liga Infantil, quizás? ¿O un grupo de Boy Scouts?

La sonrisa de Bill se ensanchó, aunque sus ojos conservaron aquella expresión solemne. Era una expresión complicada, que indicaba que comprendía tanto lo gracioso como lo serio, y al verla Rosie se convenció por fin de que Bill tenía su edad o al menos se acercaba lo suficiente para que no importara.

–Quería asegurarme de que traía algo que te gustara, nada más.

Rosie empezaba a dominarse, pero no dejó de sonreír. Lo que más la conmovió no fue su ternura, que le hacía parecer más joven, sino su franqueza, que de algún modo le confería madurez.

–Bill, yo como prácticamente de todo –aseguró.

–Ya me lo imagino –repuso él mientras se sentaba junto a ella–, pero ésa no es la cuestión. No me importa lo que aguantas, lo que soportas. Lo que realmente me importa es lo que te gusta y lo que quieres. Ésa es la clase de cosas que quiero darte, porque estoy loco por ti.

Rosie se lo quedó mirando muy seria, y cuando Bill le cogió la mano, ella se la cubrió con la otra. Estaba intentando asimilar lo que Bill acababa de decirle, pero le costaba mucho, pues era como intentar pasar un mueble muy voluminoso y pesado por una puerta estrecha, girándolo a un lado y a otro, tratando de encontrar un ángulo que permitiera pasarlo.

–¿Por qué? –preguntó por fin–. ¿Por qué yo?

Bill meneó la cabeza.

–No lo sé. La cuestión es, Rosie, que no sé gran cosa de mujeres. Tuve una novia cuando iba al instituto, y probablemente habríamos acabado en la cama, pero se fue a vivir a otra parte antes de que ocurriera. Luego tuve otra durante el primer año de universidad, y con ella sí me acosté. Y hace cinco años me comprometí con una chica maravillosa a la que conocí en el zoo, mira por dónde. Se llamaba Bronwyn O'Hara. Parece sacado de una novela de Margaret Mitchell, ¿verdad?

–Es un nombre precioso.

–Y ella era una chica preciosa. Murió de un aneurisma cerebral.

–Oh, Bill, lo siento mucho.

–Desde entonces he salido con un par de chicas, y no exagero. He salido con un par de chicas, punto, fin de la historia. Mis padres se pelean por mi causa. Mi padre dice que me voy a pudrir, mi madre dice: «Deja al chico en paz, deja de reñirlo». Aunque dice reñirloooo.

Rosie esbozó una sonrisa.

–Y entonces entras tú en la tienda y encuentras ese cuadro. Nada de lo que está pasando aquí pasa por amabilidad, caridad ni obligación. Nada de lo que está pasando aquí pasa porque la pobre Rosie las ha pasado moradas. –Se detuvo un instante antes de proseguir–: Pasa porque estoy enamorado de ti.

–No puedes saber eso. Todavía no.

–Sé lo que sé –replicó él, y Rosie consideró algo amenazadora la suave insistencia de su voz–. Y ahora basta de sensiblerías. Comamos.

Comieron. Cuando acabaron y Rosie se sentía a punto de reventar guardaron las sobras en la nevera, y Bill volvió a atarla al portapaquetes de la Harley. No había venido nadie; seguían teniendo Shoreland para ellos solos. Regresaron a la orilla y se sentaron en la roca grande. A Rosie empezaba a encantarle aquella roca; era la clase de roca, pensó, a la que una podía acudir una o dos veces al año para darle las gracias..., si las cosas salían bien, claro. Y creía que estaban saliendo bien, al menos de momento. De hecho, no recordaba ningún día mejor que aquél.

Bill la rodeó con sus brazos, apoyó los dedos de la mano izquierda en su mejilla y le giró el rostro hacia él. Empezó a besarla. Al cabo de cinco minutos, Rosie estaba a punto de desmayarse; tenía la sensación de que se hallaba entre un sueño y la realidad, excitada de un modo que jamás habría imaginado, excitada de un modo que confería sentido a todos los libros, historias y películas que antes no había comprendido pero siempre había aceptado a pies juntillas, al igual que un ciego cree a pies juntillas a un vidente cuando le dice que la puesta de sol es hermosa. Le ardían las mejillas, los pechos le quemaban, hipersensibilizados por el contacto de Bill a través de la blusa, y deseó no haberse puesto sujetador. Aquella idea la hizo ruborizarse aún más. El corazón le latía con fuerza, pero no importaba. Nada importaba. Todo era estupendo, maravilloso, en realidad. Tocó a Bill allí abajo, notó lo duro que estaba. Era como tocar una piedra, pero la piedra no habría palpitado bajo sus dedos como si de un corazón se tratara.

Bill dejó la mano de Rosie allí por un instante, pero por fin la levantó y le besó la palma.

–Basta por ahora –susurró.

–¿Por qué?

Rosie se lo quedó mirando con expresión inocente, exenta de todo artificio. Norman era el único hombre al que había conocido sexualmente, y no era la clase de hombre que se excitara sólo porque una lo tocara allí abajo a través de los pantalones. A veces, con mayor frecuencia a medida que pasaba el tiempo, de hecho, no se excitaba en absoluto.

–Porque no podré parar sin que me dé un patatús.

Rosie lo observó con tal expresión de extrañeza que Bill se echó a reír.

–No importa, Rosie. Es sólo que quiero que todo sea perfecto la primera vez que hagamos el amor, sin mosquitos que nos muerdan el culo, ortigas que nos dejen como un semáforo ni mocosos de la universidad apareciendo en el momento crucial. Además, prometí tenerte de vuelta a las cuatro para que pudieras vender camisetas, y no quiero que luego vayas con prisas.

Rosie miró el reloj y se sorprendió al comprobar que eran las dos y diez. Si sólo habían pasado cinco o diez minutos besuqueándose sobre la roca, ¿cómo era posible? A regañadientes llegó a la maravillosa conclusión de que llevaban mucho más tiempo ahí, al menos media hora, tal vez incluso tres cuartos.

–Vamos –instó Bill mientras se bajaba de la roca.

Hizo una mueca al sumergir los pies en el agua fría, y Rosie atisbó el bulto de sus pantalones por última vez. Eso lo he hecho yo, pensó, y la asombraron los sentimientos que aquella idea desencadenó: placer, diversión e incluso cierta presunción.

Bajó de la roca y le cogió la mano antes de darse cuenta de lo que hacía.

–Vale, ¿y ahora qué?

–¿Qué tal un pequeño paseo antes de volver? Para refrescarnos un poco, por así decirlo.

–De acuerdo, pero no nos acerquemos a los zorros. No quiero volver a molestarlos.

Molestarla a ella, pensó. No quiero volver a molestarla a ella.

–Muy bien. Iremos hacia el sur.

Se volvió para emprender el camino. Rosie le oprimió la mano para que se girara de nuevo hacia ella, y cuando lo hizo le rodeó el cuello con los brazos. La dureza bajo el cinturón no había desaparecido del todo, y Rosie se alegraba. Hasta entonces no había tenido ni idea de que en esa dureza pudiera existir algo que le resultara atractivo a una mujer, pues había estado convencida de que no se trataba más que de una ficción inventada por las revistas dedicadas a vender ropa, maquillaje y productos de belleza para el cabello. Tal vez ahora sabía algo más. Se apretó contra el bulto y miró a Bill a los ojos.

–¿Te importa que diga algo que mi madre me enseñó a decir antes de ir a mi primera fiesta de cumpleaños? Tenía unos cuatro o cinco años, creo.

–Adelante –accedió él con una sonrisa.

–Gracias por un día encantador, Bill. Gracias por el día más maravilloso desde que era pequeña. Gracias por pedirme que lo compartiera contigo.

Bill la besó.

–Yo también lo he pasado muy bien, Rosie. Hace años que no era tan feliz. Vamos a dar ese paseo.

Cogidos de la mano, se dirigieron hacia el sur por la orilla. Bill la condujo por otro sendero hasta un campo de heno largo y estrecho que parecía no haber sido tocado en años. La luz de la tarde lo bañaba con rayos polvorientos, y las mariposas revoloteaban por entre la hierba trazando dibujos aleatorios. Las abejas zumbaban, y a su izquierda, un pájaro carpintero martilleaba un árbol sin cesar. Bill le mostró flores, indicándole los nombres de casi todas. Rosie creía que se había equivocado en un par de ellas, pero no se lo dijo. Le mostró unas setas agrupadas al pie de un roble que se alzaba al borde del campo. Le dijo que eran venenosas, pero no demasiado peligrosas porque eran amargas. Eran las que no sabían amargas las que te hacían daño e incluso podían matarte.

Cuando regresaron al merendero, los mocosos de la universidad a los que se había referido Bill ya habían llegado en una furgoneta y un cuatro por cuatro. Eran simpáticos pero armaron un barullo impresionante mientras llevaban neveras llenas de cerveza a la sombra e instalaban una red de voleybol. Un chico de unos diecinueve años llevaba a hombros a su novia, ataviada con bermudas de color caqui y sujetador de bikini. Cuando empezó a correr, la chica se puso a gritar y a palmearle la cabeza de cabello cortado al cepillo. Mientras los observaba, Rosie se preguntó si los gritos de la muchacha llegarían a oídos de la zorra tumbada en el claro y supuso que sí. Casi la veía con la cola enroscada en torno a los cachorros repletos de leche y dormidos, escuchando los gritos humanos procedentes de la playa, las orejas erguidas, los ojos brillantes, inteligentes y tan propensos a la locura.

Acaba muy deprisa con los machos, pero la hembra puede tener la rabia durante mucho tiempo, pensó Rosie, y de repente recordó las setas venenosas que había visto al borde de aquel prado cubierto de maleza, creciendo en la sombra, al amparo de la humedad. Setas araña, las había llamado la abuela de Rosie cuando se las enseñaba en verano, y aunque aquel nombre debía de ser invención de la abuela Weeks, Rosie jamás había olvidado el aspecto desagradable que ofrecían, la carne pálida y cérea, salpicada de motas oscuras que en verdad parecían arañas diminutas con un poco de imaginación..., y la abuela había tenido mucha.

La hembra puede tener la rabia durante mucho tiempo, se dijo. Acaba muy deprisa con los machos, pero...

–Rosie, ¿tienes frío?

Rosie se lo quedó mirando sin comprender.

–Estabas temblando.

–No, no tengo frío.

Se volvió de nuevo hacia los chicos, que no los veían ni a ella ni a Bill porque tenían más de veinticinco años, y una vez más miró a Bill.

–Pero creo que es hora de volver.

–Creo que tienes razón –asintió Bill.

El tráfico fue mucho más denso en el trayecto de regreso, y empeoró en cuanto dejaron la ronda del lago. Los obligaba a conducir más despacio, pero en ningún momento los detuvo. Bill aprovechaba los huecos en cuanto aparecían, y Rosie se sentía como si fuera montada sobre una libélula domesticada; sin embargo, Bill nunca corría riesgos innecesarios, y Rosie no dudó de su capacidad en ningún momento, ni siquiera cuando desviaba la moto hacia la línea de separación entre carriles para adelantar a los grandes camiones que se alineaban a ambos lados como mastodontes pacientes mientras esperaban su turno para pasar por las taquillas del peaje. Cuando empezaron a pasar señales que anunciaban PARQUE WATERFRONT, ACUARIO, ETTINGER'S PIER y PARQUE DE ATRACCIONES, Rosie se alegró de que hubieran emprendido el viaje de regreso a aquella hora. Llegaría a tiempo para su turno en la venta de camisetas, y eso estaba bien. Presentaría a Bill a sus amigas, y eso estaba aún mejor. Estaba segura de que les caería bien. Al pasar bajo un puente en el que una pancarta de color rosa brillante anunciaba el SALUDA AL VERANO CON HIJAS Y HERMANAS, Rosie experimentó una oleada de felicidad que a una hora más tardía de aquel día eterno recordaría con horror y náuseas.

Ya veía la montaña rusa con todas sus curvas y estructuras complicadas recortándose contra el cielo, oía los gritos procedentes de ella como nubes de vapor. Por un instante abrazó a Bill con más fuerza y se echó a reír. Todo saldría bien, pensó, y cuando recordó por un breve instante los ojos oscuros y vigilantes de la zorra, se apresuró a desterrar el pensamiento como quien destierra la idea de la muerte durante una boda.

Mientras Bill Steiner se abría paso en la carretera que conducía a Shoreland, Norman Daniels se abría paso con su coche robado por entre los vehículos aparcados en un estacionamiento enorme de Press Street. El estacionamiento se hallaba a cinco manzanas de Ettinger's Pier y estaba al servicio de cinco puntos de interés situados a la orilla del lago: el parque de atracciones, el acuario, el Tranvía Turístico, las tiendas y los restaurantes. Había otro aparcamiento más cerca de todos aquellos lugares de ocio y esparcimiento, pero Norman no quería acercarse más. Tal vez tendría que salir de aquella zona con cierta rapidez, y no quería encontrarse en un atasco si se daba el caso.

A las diez menos cuarto del sábado, la mitad delantera del aparcamiento de Press Street aparecía casi desierta, nada conveniente para un hombre que necesitaba discreción, pero había muchos vehículos estacionados en la sección de días y semanas enteros, en su mayoría propiedad de los clientes del ferry que se dirigía hacia el norte en excursiones de un día y expediciones de pesca de fin de semana. Norman aparcó el Tempo en un hueco situado entre un Winnebago con matrícula de Utah y una gigantesca autocaravana RoadKing de Massachusetts. El Tempo quedaba casi oculto entre ambos vehículos, lo que a Norman le parecía perfecto.

Se apeó, cogió la cazadora nueva de cuero y se la puso. De uno de los bolsillos sacó unas gafas de sol, no las mismas que había llevado el otro día, y también se las puso. Acto seguido se dirigió al maletero, paseó la mirada en derredor suyo para asegurarse de que nadie lo observaba y lo abrió. De él sacó la silla de ruedas y la desplegó.

Había pegado en ella los adhesivos que comprara en la tienda de regalos del Centro Cultural de la Mujer. Tal vez había un montón de gente sesuda dando conferencias y asistiendo a simposios en las salas de reuniones y el auditorio de la planta superior, pero en la tienda de regalos vendían exactamente la clase de mierda chillona y estúpida que Norman había esperado. De nada le servían los llaveros con el símbolo femenino ni el póster de una mujer crucificada (JESUSINA MURIÓ POR VUESTROS PECADOS, pero los adhesivos eran perfectos. UNA MUJER NECESITA UN HOMBRE COMO UN PEZ NECESITA UNA BICICLETA, decía uno. Otro, que a todas luces nunca había visto a una pava con las cejas y el pelo medio quemados por culpa de una pipa de crack medio rota, proclamaba: ¡LAS MUJERES NO HACEN GRACIA! Había adhesivos que aseguraban ESTOYA FAVOR DEL ABORTO Y VOTO, EL SEXO ES POLÍTICO y R–E–S–P–E–T–O, DESCUBRE LO QUE SIGNIFICA PARA MÍ. Norman se preguntó si alguna de esas zorras sabría que la canción de Aretha Franklin la había compuesto un hombre. Sin embargo, los compró todos. Su favorito era el que había pegado con todo cuidado en el centro del respaldo de cuero sintético, junto al pequeño gancho pensado para el Walkman: YO RESPETO A LAS MUJERES, decía.

Y es verdad, se dijo Norman echando otro vistazo para asegurarse de que nadie observaba al inválido que se sentaba ágilmente en su silla de ruedas. Las respeto siempre y cuando se porten bien.

No vio a nadie, y desde luego nadie lo estaba observando especialmente a él. Hizo girar la silla y se miró en el costado del Tempo recién lavado. ¿Y bien?, se preguntó. ¿Qué te parece? ¿Colará?

Creía que sí. Puesto que disfrazarse no servía de nada, había intentado ir más allá del disfraz, crear un personaje real, al igual que un buen actor puede crear un personaje real sobre el escenario. Incluso se había inventado un nombre para este hombre: Hump Peterson. Hump era un veterano de guerra que había vuelto a casa y se había pasado diez años recorriendo el país con una banda de moteros proscritos, una de esas bandas en las que las mujeres no servían más que para dos o tres cosas muy concretas. Y entonces había ocurrido el accidente. Demasiadas cervezas, pavimento mojado, el contrafuerte de un puente. Estaba paralizado de cintura para abajo, pero le había devuelto la salud una joven angelical que se llamaba...

–Marilyn –dijo Norman pensando en Marilyn Chambers, que desde hacía años era su actriz porno favorita. Su segunda actriz porno favorita era Amber Lynn, pero Marilynn Lynn no colaba ni a tiros. El siguiente nombre que se le ocurrió fue McCoo, pero tampoco servía.

Marilynn McCoo era la zorra que había cantado en el grupo Fifth Dimension en los setenta, cuando la vida no era tan rara como ahora.

En un solar del otro lado de la calle vio un cartel que anunciaba:

OTRO PROYECTO DELANEYDE ALTA CALIDAD SE PONDRÁ EN MARCHA EN ESTE SOLAR EL AÑO QUE VIENE. Marilyn Delaney era un nombre como otro cualquiera. Con toda probabilidad, ninguna de las mujeres de Hijas y Hermanas le pediría que contara su vida, pero parafraseando la idea que expresaba la camiseta del dependiente de Campamento Base, más valía tener una historia y no necesitarla que necesitar una y no tenerla.

Y aquellas mujeres creerían a Hump Peterson. Sin duda habrían visto a bastantes tipos como él, tipos que habían vivido alguna experiencia demoledora e intentaban contrarrestar su comportamiento anterior. Y los Hump del mundo, por supuesto, contrarrestaban su comportamiento anterior del mismo modo en que hacían todo lo demás, es decir, cambiando de la forma más radical posible. Hump Peterson estaba intentando convertirse en una mujer honorífica, eso era todo. Norman había visto capullos así transformarse en detractores acérrimos de las drogas, fanáticos religiosos y seguidores de Perot. En el fondo eran los mismos desgraciados de siempre, cantaban la misma canción, pero en una tonalidad distinta. Pero eso no era lo importante. Lo importante es que estaban por todas partes, siempre colgados de los flecos de la movida en la que querían integrarse. Eran como arbustos muertos en el desierto o estalactitas en Alaska. Por eso..., sí, creía que a Hump lo aceptarían como Hump aun cuando buscaran al inspector Daniels. Incluso las más cínicas de entre ellas pasarían seguramente de él por considerarlo otro de esos inválidos calientes que recurría a la vieja cantinela del «hombre sensible y comprometido» para echar un buen polvo el sábado por la noche. Con un pelín de suerte, Hump Peterson sería tan visible y pasaría tan inadvertido como el tipo con zancos que hace de Tío Sam en el desfile del Cuatro de julio.

Por lo demás, el plan era la sencillez personificada. Localizaría la concentración principal de mujeres del centro de acogida, las observaría discretamente en su papel de Hump, observaría sus juegos, las conversaciones, el picnic. Cuando alguien le llevara una hamburguesa, un perrito caliente o un trozo de pastel, como sin duda haría alguna zorra solícita (la propaganda feminista no podía acabar con su profunda necesidad de llevar comida a los hombres; lo llevaban en la sangre), aceptaría dando las gracias, y si ganaba un animal de peluche lanzando anillas o en la tómbola, se lo regalaría a algún crío..., procurando no darle siquiera una palmadita en la cabeza, pues eso bastaba para que te detuvieran por abusos en los tiempos que corrían.

Pero sobre todo se dedicaría a observar. A buscar a su Rose errante. Podría hacerlo sin esfuerzo en cuanto lo aceptaran como parte del paisaje; era el mejor en cuestión de vigilancia. Una vez la localizara podría encargarse del asunto que lo había llevado a Ettinger's Pier; esperaría hasta que tuviera que ir al lavabo, la seguiría y le rompería el cuello como si fuera un hueso de pollo. Habría acabado en pocos segundos, y eso era el problema, por supuesto. No quería acabar en unos segundos, quería poder tomarse su tiempo. Sostener una agradable charla con ella. Ponerse al día en lo tocante a sus actividades desde que lo abandonara con su tarjeta del cajero en el bolsillo. Un informe detallado, por así decirlo, con pelos y señales. Le preguntaría qué sensación le había producido pulsar el número secreto, por ejemplo, y si se había corrido al inclinarse para coger el dinero de la ranura, el dinero por el que él había trabajado, que él había ganado trabajando hasta las tantas de la noche, deteniendo a mamones que harían cualquier cosa a cualquier persona si no existieran tipos como él para impedírselo. Quería preguntarle cómo podía haber creído que se saldría con la suya, que podría escapar de él.

Y después de que Rose le contara todo eso, él hablaría con ella.

Aunque quizás hablar no expresaba precisamente lo que tenía pensado.

El primer paso consistía en localizarla. El segundo, en vigilarla desde una distancia prudente. El tercero, seguirla cuando por fin se hartara y se marchara de la fiesta..., probablemente después del concierto, pero tal vez antes, con un poco de suerte. Dejaría tirada la silla de ruedas en cuanto se hubiera encargado del asunto. Tendría huellas digitales (un par de guantes de motero con tachuelas habrían resuelto el problema y añadido presencia a la imagen de Hump Peterson, pero no le había dado tiempo y además tenía una de sus terribles jaquecas, de las especiales), pero no importaba. Tenía la sensación de que las huellas digitales serían el más insignificante de sus problemas en cuanto saliera del parque de atracciones.

Quería seguirla hasta su casa y creía que con toda probabilidad lo conseguiría. En cuanto Rose subiera al autobús (y cogería el autobús, porque no tenía coche ni estaría dispuesta a gastarse el dinero que costaba un taxi), subiría tras ella. Si en algún momento del trayecto entre Ettinger's Pier y la guarida en la que vivía lo reconocía, la mataría en el acto, y a la mierda con las consecuencias. Sin embargo, si todo iba bien lograría entrar en su casa justo detrás de ella, y al otro lado de la puerta, Rose sufriría como ninguna mujer había sufrido jamás en la faz de la tierra.

Norman se acercó con la silla a la taquilla que indicaba PASES DIARIOS, comprobó que la entrada costaba doce dólares para adultos, entregó el dinero al tipo de la taquilla y entró en el parque. No había moros en la costa; era temprano y Ettinger's Pier no bullía de actividad precisamente. Por supuesto, eso también tenía sus inconvenientes. Tendría que procurar no llamar la atención de un modo equivocado. Pero se las arreglaría. Él...

–¡Amigo! ¡Eh, amigo!¡ Vuelva aquí!

Norman se detuvo en seco con las manos paralizadas sobre las ruedas de la silla, la mirada vacua clavada en el Barco Encantado y el robot gigantesco ataviado con uniforme antiguo de capitán que estaba de pie en la proa.

–¡A por el terror, amiguito! –gritaba el capitán robótico una y otra vez con su retumbante voz mecánica. No, no quería atraer la atención equivocada..., y eso era precisamente lo que estaba haciendo.

–¡Eh, amigo! ¡El de la silla de ruedas!

Algunas personas empezaron a volverse para mirarlo. Una de ellas era una zorra negra y gorda que llevaba un chándal rojo y parecía bastante más burra que el dependiente de Campamento Base con su labio leporino. Le resultaba familiar, pero no tardó en desecharla idea por considerarla simple paranoia... No conocía a nadie en aquella ciudad. La mujer se volvió y siguió andando aferrada a un bolso del tamaño de un maletín, pero muchas personas seguían mirándolo. De repente, Norman advirtió que tenía la entrepierna bañada en sudor.

–¡Eh, oiga, vuelva aquí! ¡Me ha dado demasiado dinero!

Por un instante, Norman no logró asimilar el sentido de aquellas palabras, como si le hubieran hablado en alguna lengua extranjera. Pero de pronto comprendió, y una inmensa sensación de alivio, mezclada con asco por su propia estupidez, le recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Por supuesto que le había dado demasiado dinero. Había olvidado que no era un Varón Adulto, sino una Persona Discapacitada.

Dio la vuelta a la silla y regresó a la taquilla. El hombre asomado a ella era gordo y parecía tan asqueado con Norman como Norman consigo mismo. En la mano sostenía un billete de cinco dólares.

–Siete pavos para discapacitados, ¿es que no sabe leer? preguntó a Norman señalando el rótulo con el billete antes de ponérselo delante de las narices.

Norman consideró la posibilidad de meterle el billete en el ojo izquierdo a aquel cabrón, pero por fin lo cogió y se lo guardó en uno de los numerosos bolsillos de la cazadora.

–Lo siento –se disculpó con humildad.

–Ya, ya –masculló el cobrador antes de desaparecer en el interior de la taquilla.

Norman se adentró de nuevo en el parque con el corazón desbocado. Había construido un personaje con toda meticulosidad..., había trazado un plan sencillo pero apropiado para alcanzar sus objetivos... y entonces, nada más empezar, había cometido un error no sólo estúpido, sino increíblemente estúpido. ¿Qué narices le pasaba?

No lo sabía, pero a partir de entonces tendría que andarse con mucho ojo.

–Puedo hacerlo –masculló para sus adentros–. Puedo hacerlo, maldita sea.

–¡A por el terror, amiguito! –le gritó el robot marinero cuando Norman pasaba junto al barco; en una mano sostenía una pipa de maíz del tamaño de un inodoro–. ¡A por el terror, amiguito! ¡A por el terror, amiguito!

–Lo que tú digas, capitán –masculló Norman para sus adentros mientras seguía adelante.

Llegó a un cruce de tres caminos con señales que indicaban Ettinger's Pier, el camino central y el área de picnic. Junto al que apuntaba hacia la zona de picnic se veía un rótulo pequeño que rezaba: INVITADOS Y AMIGOS DE HIJAS Y HERMANAS: COMEMOS A MEDIODÍA, COMEMOS A LAS SEIS Y VAMOS AL CONCIERTO ALAS OCHO. ¡QUE DISFRUTÉIS! ¡REGOCIJAOS!

Eso, pensó Norman mientras empujaba la silla repleta de adhesivos por uno de los senderos asfaltados que conducían al merendero. Se trataba de un parque, en realidad, y estaba muy bien. Había un parque infantil muy bien equipado para los niños que se hubieran cansado de las atracciones o las consideraran demasiado agotadoras. Había animales de plástico como los de Disney World, pistas de lanzamiento de herraduras, un diamante de softball y muchas mesas de picnic. A un lado se alzaba una carpa abierta, y en su interior Norman vio a varios hombres ataviados con uniformes de cocinero que preparaban la barbacoa. Al otro lado de la carpa se veía una hilera de tiendas dispuestas a todas luces para las actividades del día. En una de ellas vendían boletos para ganar una colcha hecha a mano, en otra vendían camisetas (muchas de las cuales expresaban los mismos sentimientos que los adhesivos de la silla de ruedas de «Hump»), en una podía obtenerse cualquier clase de panfleto imaginable... siempre y cuando una quisiera averiguar cómo abandonar a su marido y hallar el goce supremo con las hermanas lesbianas.

Si tuviera una pistola, pensó, algo pesado y rápido como una Mac–10, podría convertir el mundo en un lugar mucho mejor en cuestión de veinte segundos. Mucho mejor.

La mayoría de la gente eran mujeres, pero había bastantes hombres como para que Norman no destacara en exceso. Pasó junto a los tenderetes mostrándose agradable, saludando cuando lo saludaban, sonriendo cuando le sonreían. Compró un boleto en el tenderete de la colcha, firmando con el nombre de Richard Peterson. Cogió un panfleto titulado «Las mujeres también tienen derecho a la propiedad inmobiliaria» y le dijo a la tortillera del tenderete que se lo enviaría a su hermana jeannie, que vivía en Topeka. La tortillera le dedicó una sonrisa y le deseó buenos días. Norman sonrió y le dijo que igualmente. Lo observaba todo buscando a una persona en concreto: Rose. Aún no la veía, pero no importaba, pues quedaba mucho día por delante. Estaba casi convencido de que vendría al almuerzo, y en cuanto la localizara todo iría bien. Vale, la había cagado un poco en la taquilla, 2 y qué? Eso había pasado a la historia y no volvería a cagarla, de ninguna manera.

–Qué silla más guapa, amigo –alabó una joven de pantalones de leopardo en tono alegre.

Llevaba a un niño pequeño cogido de la mano. El niño sostenía un cucurucho de helado de cereza en la mano libre y por lo visto intentaba cubrirse toda la cara con él. A Norman le pareció un tontainas de primera.

–Y qué eslóganes más guapos.

Extendió la mano para que Norman se la chocara, Y Norman se preguntó por un instante cuánto tardaría aquella zorra estúpida que se las daba de buena samaritana en desaparecer si le arrancaba un par de dedos de un mordisco en lugar de chocarle esos cinco. Era la mano izquierda la que había extendido, y a Norman no le sorprendió no ver ninguna alianza, a pesar de que el mocoso de la cara cubierta de mierda de cereza era clavado a ella.

Puta de mierda, pensó. Cuanto te miro veo todo lo que va mal en este puto mundo. ¿Qué has hecho? ¿Dejar que una de tus amigas bolleras te deje preñada con una pera vaginal?

Esbozó una sonrisa y le chocó la mano.

–Eres la mejor, guapa –exclamó.

–¿Tienes algún amigo aquí? –inquirió la mujer.

–Bueno, tú –repuso él sin vacilar.

La mujer lanzó una carcajada complacida.

–Gracias, pero ya me entiendes.

–No, es que me gusta la movida –explicó Norman–. Si molesto o si esto es privado me puedo marchar.

–¡No, no! –replicó la mujer con expresión horrorizada..., tal como Norman había esperado–. Quédate y pásalo bien. ¿Quieres que te traiga algo de comer? Lo haré con mucho gusto. ¿Algodón de azúcar o un perrito caliente?

–No, gracias –declinó Norman–. Hace un tiempo tuve un accidente de moto, así es como acabé en esta maravillosa silla de ruedas, –la zorra estaba asintiendo con aire comprensivo–, y últimamente no tengo mucho apetito. –Dedicó una sonrisa trémula a la mujer–. ¡Pero te aseguro que disfruto de la vida!

–¡Me alegro! Que lo pases bien –se despidió la mujer con una carcajada.

–Igualmente. Y tú también, hijo.

–Claro –repuso el niño con cautela mientras observaba a Norman con ojos hostiles por encima de las mejillas manchadas de cereza.

De repente, el pánico embargó a Norman, y tuvo la sensación de que el niño veía al Norman que se ocultaba tras la calva de Hump Peterson y la cazadora de cuero llena de cremalleras. Se dijo que no era más que paranoia vulgaris, ni más ni menos, pues al fin y al cabo, era un impostor en tierra enemiga y lo más normal del mundo era que se pusiera paranoico en tales circunstancias, pero pese a todo reanudó el paseo a toda pastilla.

Creía que se sentiría más tranquilo en cuanto se alejara del niño de los ojos hostiles, pero no fue así. El breve acceso de optimismo dio paso a la inquietud. Se acercaba la hora de la comida, la gente se sentaría al cabo de un cuarto de hora, y no había rastro de Rose. Algunas de las mujeres estaban en las atracciones, y era posible que Rose estuviera con ellas, pero no lo creía probable. Rose no era la clase de tía que se montaba en el Látigo.

No, tienes razón, nunca lo ha sido..., pero quizás ha cambiado,

susurró una voz en su interior. Empezó a decir otra cosa, pero Norman la silenció con violencia antes de que pudiera articular una sola palabra más. No quería oír aquellas chorradas, aun cuando sabía que algo en Rose tenía que haber cambiado, ya que de otro modo seguiría en casa, planchándole las camisas cada miércoles, y nada de todo aquello estaría sucediendo. La idea de que Rosie había cambiado lo suficiente para largarse de casa con su tarjeta del cajero se apoderó de nuevo de su mente con una insistencia roedora que apenas podía soportar. Pensar en ello le daba pánico, como si llevara un gran peso en el pecho.

Contrólate, se conminó. Eso es lo que tienes que hacer. Piensa como si estuvieras en una misión secreta, en un trabajo que has hecho miles de veces en tu vida. Si puedes pensar así, todo irá bien. Haz una cosa, Normie: olvida que es a Rose a quien buscas. Olvida que se trata de Rose hasta que la veas.

Lo intentó. Le ayudó el hecho de que la situación se pareciera mucho a lo que había imaginado. A Hump Peterson lo habían aceptado como parte del paisaje. Dos bolleras ataviadas con camisetas sin mangas para poner de manifiesto sus brazos musculosos lo incluyeron unos instantes en su juego con el frisbee, y una mujer mayor de pelo blanco y varices espantosas le llevó un yogur porque, como explicó, Norman parecía tener mucho calor y estar incómodo en aquella silla. «Hump» le agradeció el gesto y repuso que sí, que estaba un poco acalorado. Pero no por tu causa, encanto, pensó mientras la mujer canosa se alejaba. No me extraña que estés con todas estas tortilleras de mierda... No podrías encontrar a un hombre aunque te fuera la vida en ello. El yogur estaba bueno, sin embargo, muy fresco, de modo que Norman se lo comió con avidez.

El truco consistía en no quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio. De la zona de picnic pasó a la pista de lanzamiento de herraduras, donde dos ineptos jugaban contra dos mujeres igual de ineptas. A Norman le parecía que la partida podía durar hasta que anocheciera. Pasó junto a la tienda–cocina, donde las primeras hamburguesas salían de la parrilla y estaban sirviendo ensalada de patatas en cuencos. Por fin se dirigió a las atracciones, empujando la silla con la cabeza gacha, echando discretos vistazos a las mujeres que iban a las mesas del merendero, algunas con cochecitos de niño, otras con los premios de las tómbolas bajo el brazo. Rose no se hallaba entre ellas.

Por lo visto, no estaba en ninguna parte.

Norman estaba tan ocupado buscando a Rosie que no se dio cuenta de que la mujer negra que había reparado en su presencia antes lo estaba observando en aquel momento. Se trataba de una mujer extremadamente corpulenta que se parecía un poco a William Nevera Perry.

Gert estaba en el parque infantil y empujaba a un niño pequeño en el columpio. En aquel momento se detuvo y sacudió la cabeza como si pretendiera aclararse las ideas. Seguía observando al inválido de la silla de ruedas y la cazadora de cuero, aunque ahora sólo lo veía de espaldas. En el respaldo de la silla advirtió una pegatina que proclamaba YO RESPETO A LAS MUJERES.

Y también me suenas, pensó Gert. ¿O será que te pareces a algún actor de cine?

–¡Venga, Gert! –ordenó el hijo de Melanie Huggins–. ¡Empuja! ¡Quiero subir muy alto! ¡Quiero dar la vuelta entera!

Gert empujó con más fuerza, aunque al pequeño Stanley le faltaba mucho para dar la vuelta entera y no la daría, no, señor, al menos a esta edad tan conflictiva. Sin embargo, era una maravilla oírlo reír; sus carcajadas la hacían sonreír. Lo empujó un poco más alto, desterrando de su mente al hombre de la silla de ruedas. De su mente consciente.

–¡Quiero dar la vuelta entera, Gert! ¡Por favor! ¡Venga, por favooooor!

Bueno, pensó Gert, a lo mejor una vez no le hace daño.

–Pues agárrate fuerte, héroe –advirtió–. Allá vamos.

Norman siguió empujando la silla aun cuando sabía que ya había pasado junto a los últimos participantes en el picnic. Le parecía sensato desaparecer un rato mientras las mujeres de Hijas y Hermanas comían con sus amigos. Asimismo, el pánico empezaba a dominarlo de nuevo, y temía que alguien se diera cuenta de que le pasaba algo si permanecía allí. Rosie debería estar allí, debería haberla visto ya, pero no era así. No creía que estuviera en la zona, y aquello no tenía sentido. Era un ratón asustado, por el amor de Dios, un ratoncillo de mierda, y si no estaba allí con las zorras de sus amigas bolleras, ¿dónde estaba? ¿Dónde podía estar si no allí?

Traspuso un arco en el que se leía BIENVENIDOS AL CAMINO CENTRAL y rodó por el sendero ancho y asfaltado sin fijarse adónde se dirigía. Lo mejor de ir en silla de ruedas, estaba descubriendo, era que los demás se apartaban para dejarte paso.

El parque se estaba llenando, y suponía que eso estaba bien, pero por lo demás, nada iba bien. La cabeza volvía a dolerle, y la muchedumbre le hacía sentirse extraño, como si fuera un extraterrestre dentro de su propia piel. ¿Por qué había tanta gente riendo, por ejemplo? Por el amor de Dios, ¿de qué reían? ¿Es que no entendían que todo, absolutamente todo, estaba apunto de irse a tomar por el culo? Consternado, Norman se dio cuenta de que todos le parecían tortilleras y maricones, todos ellos, como si el mundo hubiera degenerado en una ciénaga de homosexuales, ladronas, mentirosos, todos ellos sin el menor respeto por la sustancia que mantenía unido el mundo.

La jaqueca estaba empeorando, y una vez más veía aquellos extraños dibujos en zigzag alrededor de los objetos. Los sonidos del parque se habían tornado enloquecedores, como si un duende cruel se hubiera hecho con los controles de su cabeza para poner todos los volúmenes al máximo. El traqueteo de los coches que subían por la primera cuesta de la montaña rusa se le antojaba una avalancha, y los chillidos de los pasajeros cuando caían en la primera pendiente le desgarraban los oídos como metralla. El tiovivo escupiendo sus melodías vaporosas, el parloteo electrónico de los videojuegos, el zumbido animal de los karts dando vueltas a la pista... Todos aquellos sonidos convergían en su mente confusa y asustada como monstruos hambrientos. Y lo peor de todo, lo que predominaba sobre todo lo demás y roía la carne de su cerebro como la hoja de un cuchillo romo, era el cántico del marinero mecánico del Barco Encantado. Tenía la sensación de que si se veía obligado a escuchar una sola vez más aquel K¡A por el terror, amiguito!», su mente se quebraría como leña pequeña. Eso o se levantaría de la puta silla y cruzaría gritando el...

Basta, Normie.

Rodó hasta un pequeño hueco situado entre el tenderete que vendía buñuelos y el que servía porciones de pizza, y allí sí se detuvo de espaldas a la multitud. Cuando aparecía aquella voz en concreto, Norman siempre le hacía caso. Era la voz que nueve años antes le había explicado que el único modo de silenciar a Wendy Yarrow consistía en matarla, y que le había convencido para que llevara a Rose al hospital cuando se rompió la costilla.

Normie, te has vuelto loco, sentenció aquella voz serena y lúcida. Según los baremos de los tribunales ante los que has testificado cientos de veces, estás como una puta cabra. Lo sabes, ¿verdad?

A lo lejos, impulsada por la brisa que soplaba desde el lago, aquella voz: «¡A por el terror, amiguito!».

¿Normie?

–Sí –susurró mientras se masajeaba las sienes doloridas con las yemas de los dedos–. Sí, me parece que lo sé.

Muy bien; una persona puede arreglárselas con sus limitaciones... si está dispuesta a reconocer que las tiene. Tienes que averiguar dónde está, y eso significa correr un riesgo. Pero ya has corrido un riesgo al venir aquí, ¿verdad?

–Sí –asintió–. Sí, papá, tienes razón.

Bueno, se acabaron las paridas. Escúchame bien, Normie.

Y Norman escuchó.

Gert empujó a Stan Huggins un rato más en el columpio, pero sus gritos para que «le hiciera dar otra vez la vuelta entera» empezaban a cansarla. No tenía intención de volverlo a hacer, porque la primera vez había estado a punto de caerse del maldito trasto, y Gert estaba segura de que si volvía a hacerlo, a ella le daría un ataque al corazón.

Además, estaba pensando de nuevo en aquel tipo. El tipo calvo.

¿Lo conocía de algo? ¿Lo conocía?

¿Podía ser el marido de Rosie?

Bah, eso es una locura. Paranoia al ciento por ciento.

Probablemente. Casi seguro. Pero la idea no la abandonaba. La estatura parecía coincidir..., aunque cuando mirabas a un tío sentado en una silla de ruedas era difícil afirmarlo, ¿verdad? Un hombre como el marido de Rosie sabría eso, por supuesto.

Basta. No te salgas del tiesto.

Stan se cansó del columpio y preguntó a Gert si lo acompañaba a trepar por la selva de metal. Gert sonrió y meneó la cabeza.

–¿Por qué no? –exclamó el niño con un mohín.

–Porque tu vieja amiga Gert no cabe en la selva de metal desde que dejó de usar pañales –replicó ella.

En aquel momento vio a Randi Franklin junto al tobogán y tomó una decisión. Si no se ocupaba de aquel asunto acabaría loca. Le pidió a Randi que vigilara a Stan un rato. La joven accedió y Gert le dijo que era un sol, lo que Randi estaba muy lejos de ser..., pero un poco de coba no hacía daño a nadie.

–¿Dónde vas, Gert? –preguntó Stan, a todas luces desilusionado.

–A hacer un recado, grandullón. Corre, ve al tobogán con Andrea y Paul.

–El tobogán es para bebés –se quejó Stan, pero pese a todo obedeció.

Gert recorrió el sendero que conducía de la zona de picnic a la explanada principal, y al llegar allí se dirigió a las taquillas. Había largas colas en las de pases diarios y de medio día, y estaba casi segura de que el hombre con quien quería hablar no se mostraría muy servicial..., pues ya lo había visto en acción.

La puerta trasera de la taquilla de pases diarios estaba abierta. Gert se quedó donde estaba unos instantes más mientras hacía acopio de valor, y por fin se acercó a ella. No ostentaba ningún cargo oficial en Hijas y Hermanas, pero quería a Anna, quien la había ayudado a salir de una relación con un hombre que la había enviado a urgencias nueve veces cuando Gert contaba entre dieciséis y diecinueve años. Ahora tenía treinta y siete y llevaba casi quince como mano derecha oficiosa de Anna. Enseñar a las destrozadas recién llegadas todo lo que Anna le había enseñado a ella, que no tenían que volver junto a maridos, novios, padres y padrastros abusivos, no era más que una de sus funciones. Enseñaba defensa personal (no porque salvara vidas, sino porque preservaba la dignidad de las mujeres), ayudaba a Anna a organizar actos para recaudar fondos como éste, trabajaba con el anciano y frágil contable de Anna para que el centro no fuera una ruina absoluta. Y cuando había que efectuar labores de seguridad, Gert hacía lo que podía. Con esta finalidad avanzó hacia la taquilla mientras abría el bolso. Era su oficina ambulante.

–Perdone, señor –empezó asomándose a la puerta trasera–. ¿Podría hablar con usted un momento?

–La oficina de asistencia al cliente está a la izquierda del Barco Encantado –replicó el hombre sin volverse–. Si tiene algún problema vaya allí.

–No me ha entendido –insistió Gert al tiempo que respiraba profundamente e intentaba hablar con calma–. Se trata de un problema que sólo usted puede ayudarme a resolver.

–Son veinticuatro dólares –dijo el cobrador a la pareja joven que se hallaba el otro lado–. Y seis hacen treinta. Que lo pasen bien. –Y a Gert, todavía sin volverse–: Estoy ocupado, señora, por si no lo ha notado. Así que si quiere quejarse de que las atracciones están estropeadas o algo parecido, diríjase a la oficina de asistencia al cliente y...

Aquello fue la gota que colmó el vaso; Gert no estaba dispuesta a permitir que ese tipo le ordenara que se moviera a ninguna parte, sobre todo no en ese tono insufrible que parecía indicar que el mundo estaba lleno de estúpidos. A lo mejor sí estaba lleno de estúpidos, pero Gert no era una de ellos, y sabía algo que aquel fantasma no sabía. A Peter Slowik lo habían mordido más de ochenta veces, y no era imposible que el hombre que le había hecho eso estuviera en el parque en aquel instante, buscando a su mujer. Entró en la taquilla (le costó, pero lo consiguió) y agarró al tipo por los hombros de la camisa azul de su uniforme. Le obligó a darse la vuelta. La placa que llevaba sobre el bolsillo de la pechera indicaba que se llamaba CHRIS. Chris se quedó mirando la luna oscura del rostro de Gert Kinshaw, asombrado de que un cliente lo tocara. Abrió la boca, pero Gert empezó a hablar antes de que pudiera decir nada.

–Cállate y escucha. Creo que existe la posibilidad de que vendieras una entrada a un hombre muy peligroso esta mañana. Un asesino. Así que no te molestes en decirme lo mal que te ha ido el día, Chris, porque me... importa... un ... bledo.

Chris la observó con los ojos abiertos de par en par. Antes de que pudiera recobrar la voz o la compostura, Gert sacó una fotografía algo borrosa de su bolso y se la puso delante de las narices. El detective Norman Daniels, que dirigió la misión secreta que acabó con la red de track, explicaba el pie.

–Tiene que ir a Seguridad –dijo Chris en tono dolido y aprensivo a un tiempo.

Tras él, el hombre que encabezaba la cola, ataviado con un estúpido sombrero de Mr. Magoo y una camiseta que proclamaba EL ABUELO MÁS GENIAL DEL MUNDO levantó con gesto brusco la cámara de vídeo y empezó a filmar, tal vez anticipando un enfrentamiento que le permitiría enviar su cinta a algún reality show.

Si hubiera sabido lo divertido que es esto no habría vacilado en ningún momento, pensó Gert.

–No, no tengo que ir a Seguridad, al menos por ahora. Tengo que hablar con usted. Por favor, eche un solo vistazo a la foto y dígame...

–Señora, si supiera a cuánta gente veo en un solo d...

–Piense en un tipo que iba en silla de ruedas. Temprano. Antes de que empezara a llegar todo el mundo, ¿vale? Corpulento. Calvo. Usted se asomó a la ventanilla y le gritó para que volviera. El tío volvió. Seguramente se había dejado el cambio o algo así.

Los ojos de Chris se iluminaron.

–No, no era eso –replicó–. Creía que me había dado el dinero justo. Lo recuerdo porque era uno de diez y dos de uno. O se olvidó de lo que vale un pase para discapacitados o no lo sabía.

Sí, pensó Gert. Precisamente la clase de cosas que un hombre que sólo fingiera ser inválido olvidaría si estuviera pensando en otras cosas.

Mr. Magoo pareció decidir que no iba a producirse un enfrentamiento a fin de cuentas y bajó la cámara.

–¿Me da dos entradas para mí y para mi nieto, por favor? –preguntó a través del orificio.

–Tranquilo –espetó Chris.

Era la criatura más encantadora que Gert había visto en su vida, pero no era el momento adecuado para darle consejos acerca de cómo mejorar su servicio al cliente. Era el momento de hacer gala de toda la diplomacia posible. Cuando Chris se volvió de nuevo hacia ella con aspecto cansino y hastiado, Gert le mostró de nuevo la fotografía y le habló con voz suave y amable.

–¿Era éste el hombre de la silla de ruedas? Imagíneselo sin pelo.

–¡Bah, señora! Además llevaba gafas de sol.

–Inténtelo. Es peligroso. Si existe la posibilidad de que esté aquí tendré que hablar con los de Seguridad.

Pum, error. Gert lo supo en seguida, pero aun así demasiado tarde. El brillo de los ojos de Chris fue breve pero inconfundible. Si quería acudir a los de Seguridad por un problema que no le incumbía, por él perfecto. Si le incumbía, aunque sólo fuera de refilón, entonces nada de perfecto. Quizás ya había tenido problemas con los de Seguridad o había recibido broncas por ser un capullo antipático. En cualquier caso, había decidido que todo aquel asunto era una molestia con la que no quería cargar.

–No es él –aseguró.

Había cogido la fotografía para mirarla mejor. Intentó devolvérsela a Gert, pero ella levantó las manos con las palmas hacia el pecho de dimensiones descomunales y se negó a aceptarla, al menos por el momento.

–Por favor –insistió–. Si está aquí significa que busca a una amiga mía, y no precisamente para invitarla a un paseo en ferry.

–¡Eh! –gritó uno de los que hacían cola en aquella taquilla–.

¡Venga, venga!.–

Se oyeron gritos de asentimiento, y monsieur el Abuelo Más Genial del Mundo volvió a levantar la cámara. Esta vez parecía interesado en filmar tan sólo al nuevo amigo de Gert, el Señor Simpatía. Gert advirtió que Chris lo miraba, vio que sus mejillas se teñían de rubor, captó el movimiento que hizo para cubrirse un lado del rostro, como un criminal que saliera del juzgado después del interrogatorio. Gert había perdido toda oportunidad de averiguar algo.

–¡No es él! –repitió Chris–. ¡Es completamente distinto! ¡Y ahora saque ese culo gordo de aquí antes de que la mande echar del parque!

–Mira quién habla –masculló Gert–. Podría montar un banquete en eso que arrastras detrás tuyo y ni un solo tenedor se escaparía por la grieta.

–¡Fuera! ¡Ahora mismo!

Gert emprendió el regreso hacia la zona de picnic con las mejillas encendidas. Se sentía como una imbécil. ¿Cómo podía haberla fastidiado de aquella forma? Intentó convencerse de que era por el sitio, por el ruido, la confusión, la gente yendo de aquí para allá como chalados en un intento de pasarlo bien..., pero no era cierto. Estaba asustada, por eso la había fastidiado. La idea de que el marido de Rosie pudiera haber matado a Peter Slowik ya era lo bastante horrible, pero la idea de que pudiera estar allí, oculto tras el disfraz de motero paralítico, era mil veces peor. Se había topado con muchos locos a lo largo de su vida, pero la locura combinada con semejante habilidad y determinación obsesiva...

A todo eso, ¿dónde estaba Rosie? No había llegado, de eso estaba segura. Todavía no ha llegado, se corrigió.

–La he cagado –masculló en voz alta, y entonces recordó algo que aconsejaba a casi todas las mujeres que llegaban a H y H. Si lo sabes, actúa en consecuencia.

De acuerdo, sería consecuente. Eso significaba pasar de Seguridad, al menos de momento; tal vez sería imposible convencerlos, y aunque lo consiguiera, a lo mejor tardaba demasiado. Había visto al tipo calvo de la silla de ruedas cerca de la zona del picnic, hablando con varias personas, la mayor parte de ellas mujeres. Lana Kline incluso le había llevado algo de comer. Un helado, creía.

Gert volvió al merendero a toda prisa, con ganas de ir al lavabo pero haciendo caso omiso de la necesidad. Buscaba a Lana o cualquiera de las otras mujeres que habían hablado con el hombre calvo, pero era como buscar a un policía... Nunca había ninguno cuando realmente lo necesitabas.

Y ahora de verdad tenía que ir al lavabo; estaba a punto de reventar. ¿Por qué había bebido tanto té helado, maldita sea?

Norman regresó lentamente por el camino central en dirección al merendero. Las mujeres seguían comiendo, pero no tardarían en acabar... Norman advirtió que estaban sirviendo las primeras bandejas de postre. Tendría que darse prisa si quería actuar mientras las seguía teniendo a todas en el mismo sitio. Sin embargo, no estaba preocupado; las preocupaciones habían desaparecido. Sabía dónde ir para encontrar a una mujer sola, una mujer con la que pudiera hablar de cerca. Las mujeres se pasan el día yendo al lavabo, Normie, le había explicado su padre en cierta ocasión. Son como perros que no pueden pasar por un puto arbusto sin pararse a levantar la pata.

Norman pasó a toda prisa junto al cartel que rezaba SERVICIOS.

Sólo una, rogó en silencio. Una mujer caminando sola, una que pueda decirme dónde está Rose ya que no está aquí. Si está en San Francisco la seguiré allí. Si está en Tokio la seguiré allí. Y si está en el infierno la seguiré allí. ¿Por qué no? Allí es donde acabaremos de todas formas, y probablemente juntos.

Atravesó un bosquecillo de abetos ornamentales y descendió sin darse impulso por una leve pendiente que conducía a un edificio de ladrillo sin ventanas y dotado de una puerta a cada lado: hombres a la ,derecha, mujeres a la izquierda. Norman pasó junto a la puerta del lavabo de mujeres y aparcó en el otro extremo del edificio. Era un lugar estupendo en opinión de Norman, una tira estrecha de tierra desnuda, una hilera de contenedores de basura y una valla alta que le Proporcionaba intimidad. Se levantó de la silla de ruedas y se asomó a la esquina del edificio. Se sentía bien otra vez, calmado y sereno. Aún je dolía la cabeza, pero el dolor había remitido hasta convertirse en una palpitación sorda.

Dos mujeres salieron de la arboleda... Nada. Lo peor del asunto era que las mujeres solían ir al lavabo en parejas. ¿Qué coño hacían allí dentro, por el amor de Dios? ¿Masturbarse mutuamente?

Las dos mujeres entraron en el lavabo. Norman las oía a través de la ranura de ventilación más próxima; estaban riendo y hablando de un tal Freddy. Freddy hacía esto, Freddy hacía lo otro. Por lo visto, Freddy era la hostia. Cada vez que la que llevaba el peso de la conversación se detenía para tomar aliento, la otra soltaba una risita, un sonido tan estridente que Norman tenía la sensación de que le estaban restregando el cerebro en un mar de vidrios rotos como los panaderos restregan la masa en harina. Sin embargo, permaneció donde estaba para poder observar el sendero, inmóvil como una estatua a excepción efe las manos, que se abrían y cerraban, se abrían y cerraban.

Por fin salieron del lavabo, todavía hablando de Freddy y riendo, caminando tan juntas que las caderas y los hombros se rozaban, y a Norman le costó no abalanzarse sobre ellas, agarrarles las cabezas de zorras y destrozárselas como calabazas repletas de explosivos.

–No –se advirtió mientras el sudor le bañaba el rostro en goterones transparentes que también le cubrían el cráneo afeitado–. No, ahora no, por el amor de Dios, no pierdas el control ahora.

Estaba temblando, y el dolor de cabeza había regresado con todas sus fuerzas, golpeándole como si de un puño se tratara. Los zigzags luminosos danzaban y saltaban en su campo de visión, y los mocos empezaban a salirle por la fosa nasal derecha.

La siguiente mujer que llegó iba sola, y Norman la reconoció. Pelo blanco y varices espantosas. La mujer que le había dado el yogur helado.

Ya te daré yo helado, pensó, tensando el cuerpo al verla bajar por el sendero. Ya te daré yo helado, y si no me das las respuestas que busco, verás lo que te comes.

Y entonces surgió otra persona de la arboleda. Norman también la había visto con anterioridad... Era la zorra gorda de los pantalones rojos de chándal, la que lo había mirado cuando el tipo de la taquilla lo había hecho volver. Una vez más tuvo la sensación enloquecedora de que la conocía, como un nombre que tienes en la punta de la lengua pero se te escapa una y otra vez. ¿La conocía? Si no le doliera la cabeza...

Todavía llevaba el mismo bolso enorme, el que parecía un maletín, y en aquel momento revolvía su contenido. ¿Qué buscas, foca?, pensó Norman. ¿Unas chocolatinas? ¿Unas galletas? ¿Quizás un...?

Y de repente, como quien no quiere la cosa, se le ocurrió. Había leído algo sobre ella en la biblioteca, en un artículo de periódico dedicado a Hijas y Hermanas. Había visto una foto de ella agazapada en alguna estúpida postura de karate, más parecida a un camión que a Bruce Lee. Era la zorra que había dicho al periodista que los hombres no eran enemigos..., «pero si pegan, nos defendemos». No recordaba su apellido, pero sí que su nombre de pila era Gert.

Lárgate, Gert, pensó Norman mientras observaba a la negra de los pantalones rojos. Tenía las manos cerradas en puños, y las uñas clavadas en las palmas.

Pero Gert no se marchó.

–¡Lana! –gritó–. ¡Eh, Lana!

La mujer del pelo blanco se volvió y caminó hacia la gorda, que se parecía a La Nevera pero en mujer. Vio que la mujer del pelo blanco llevaba a Gert de vuelta a la arboleda. La gorda le estaba alargando algo que a Norman le pareció un papel.

Norman se enjugó el sudor de los ojos y esperó a que Lana terminara su pequeña conferencia con Gert y regresara al lavabo. Al otro lado de la arboleda, en el merendero, las mujeres se estaban acabando el postre, y cuando terminaran, el goteo de mujeres que iban al lavabo se convertiría en un torrente. Si no cambiaba su suerte inmediatamente, todo el asunto podía irse al garete.

–Venga, venga –masculló Norman entre dientes.

Y como en respuesta a sus plegarias, otra persona salió de la arboleda y descendió por el sendero que conducía al lavabo. No era Gert ni Lana la del Yogur Helado, sino otra mujer a la que Norman reconoció, una de las putas a las que había visto en el huerto el día que había ido a Hijas y Hermanas. Era la del pelo teñido de dos colores y peinado en plan estrella de rock. Era la zorra que incluso se había atrevido a saludarlo.

Y me pegó un susto de muerte, recordó, pero la revancha es la revancha, ¿no? Vamos. Ven con papá.

Norman percibió que tenía una erección, y la jaqueca se había esfumado. Permaneció inmóvil como una estatua, con un ojo asomado a la esquina del edificio, rezando por que Gert no escogiera ese momento para regresar y la chica del pelo medio naranja y medio verde no cambiara de idea. Nadie salió de la arboleda, y la chica del pelo jodido siguió aproximándose. Señorita Escoria Punky–Grungy, pasa al salón, dijo la araña a la mosca, más y más cerca, y puso la mano en el picaporte, pero la puerta no llegó a abrirse porque Norman asió la muñeca de Cynthia antes de que pudiera alcanzar el tirador.

La chica se lo quedó mirando atónita, con los ojos abiertos como platos.

–Ven aquí –susurró Norman mientras la arrastraba–. Ven para que pueda hablar contigo. Para que pueda hablar contigo de cerca.

Gert Kinshaw se dirigía hacia el lavabo (casi corriendo, de hecho) cuando, milagro de los milagros, vio a la mujer a la que había estado buscando. De inmediato abrió su gran bolso y empezó a buscar la fotografía.

–¡Lana! –gritó–. ¡Eh, Lana!

Lana subió el sendero.

–Estoy buscando a Cathy Sparks –repuso–. ¿La has visto?

–Sí, está en la pista de lanzamiento de herraduras –repuso Gert señalando la zona de picnic–. La he visto hace dos minutos.

–¡Genial! –exclamó Lana mientras echaba a andar en aquella dirección.

Gert lanzó una mirada anhelante al lavabo, pero a continuación alcanzó a Lana. Suponía que su vejiga aguantaría un poquito más.

–Creía que había tenido uno de sus ataques de angustia y había salido del parque por piernas –decía Lana en aquel momento–. Ya sabes cómo se pone.

–Ajá.

Gert alargó a Lana el fax de la fotografía justo antes de que entraran en la arboleda. Lana la examinó con curiosidad. Era la primera vez que veía a Norman, porque no vivía en Hijas y Hermanas. Era una asistente social especializada en psiquiatría que vivía en Crescent Heights con un marido agradable, no abusivo y tres hijos igualmente agradables y no disfuncionales.

–¿Quién es? –inquirió.

Antes de que Gert pudiera responder, Cynthia Smith pasó junto a ellas. Como siempre, incluso en aquellas circunstancias, su extraño pelo la hizo sonreír. .

–¡Eh, Gert, me encanta tu camiseta! –exclamó Cynthia con aire travieso.

No se trataba de un cumplido, sino de un simple Cynthiaísmo.

–Gracias. A mí me encantan tus bermudas. Pero ¿no podrías haber encontrado unas que enseñaran más?

–Sí, desde luego –replicó Cynthia mientras seguía caminando, el trasero pequeño pero innegablemente bien puesto oscilándole como un péndulo a cada paso.

Lana se la quedó mirando con aire divertido antes de volver a concentrarse en la foto. Mientras la observaba se acarició sin darse cuenta el cabello blanco, que ahora llevaba atado en una cola.

–¿Lo conoces? –inquirió Gert.

Lana meneó la cabeza, pero a Gert le produjo la sensación de que estaba expresando una duda más que una negativa.

–Imagínatelo sin pelo.

Lana hizo algo mejor: cubrió toda la parte superior de la cabeza de Norman. Luego volvió a examinar la foto, moviendo los labios como si la leyera en lugar de mirarla. Cuando levantó la vista, su rostro aparecía confuso y preocupado.

–Le he dado un yogur helado esta mañana –empezó vacilante–. Llevaba gafas de sol, pero...

–Iba en silla de ruedas –la atajó Gert, y aunque sabía que en aquel momento empezaba el verdadero trabajo, se había quitado un gran peso de encima, porque era mejor saber que no saber; era mejor estar segura.

–Sí. ¿Es peligroso? Lo es, ¿verdad? He venido con un par de mujeres que han sufrido muchos traumas en los últimos años. Están bastante delicadas. ¿Va a haber problemas, Gert? Te lo pregunto por ellas, no por mí.

Gert reflexionó unos instantes.

–Creo que todo irá bien –aseguró por fin, escogiendo cuidadosamente las palabras–. Creo que lo peor ya ha pasado.

Norman le arrancó a Cynthia la blusa sin mangas, dejando al descubierto sus pechos diminutos. Le cubrió la boca con una mano y al mismo tiempo la acorraló contra la pared. Frotó su entrepierna contra la de la muchacha. Percibió que ella intentaba retroceder, pero, por supuesto, no tenía dónde esconderse, y el hecho de haberla atrapado lo excitó aún más. Pero sólo su cuerpo estaba excitado, pues su mente estaba flotando a varios centímetros sobre su cabeza, observando con serenidad mientras Norman se inclinaba hacia delante y clavaba los dientes en el hombro de la señorita Punky–Grungy. Se abalanzó sobre ella como un vampiro y empezó a chuparle la sangre cuando la piel se rompió. Estaba caliente y salada, y cuando eyaculó apenas sise dio cuenta, como tampoco reparó en los gritos de la chica contra su mano dura.

–Vuelve con tus pacientes hasta que haya aclarado este asunto –ordenó Gert a Lana–. Y hazme un favor... No hables de esto con nadie, al menos de momento. Tus amigas no son las únicas mujeres psicológicamente frágiles del parque hoy.

–Ya lo sé.

–No pasará nada, te lo prometo –insistió Gert oprimiéndole el brazo.

–Vale, tú sabrás.

–Eso, tú ve soñando. Pero lo que sí sé es que no costará encontrarlo si sigue paseándose por ahí en silla de ruedas. Si lo ves no te acerques a él. ¿Lo entiendes? ¡Note acerques a él!

Lana la miró con profunda consternación.

–¿Qué vas a hacer?

–Un pis antes de que me muera de intoxicación urémica. Luego iré a la oficina de Seguridad y les diré que un hombre en silla de ruedas ha intentado robarme el bolso. Luego ya veremos, pero lo primero es sacarle de aquí.

Rosie no estaba; tal vez tenía una cita o algo parecido, y Gert jamás había experimentado un alivio igual en toda su vida. Rosie era el gatillo; si ella no estaba cabía la posibilidad de que pudieran neutralizar a Norman antes de que hiciera daño a alguien.

–¿Quieres que te espere mientras vas al lavabo? –inquirió Lana con nerviosismo.

–No te preocupes.

Lana miró el sendero que se adentraba en la arboleda con el ceño fruncido.

–Creo que te esperaré de todas formas.

–Vale, no tardaré mucho, te lo prometo –dijo Gert con una sonrisa.

Estaba a punto de llegar al lavabo cuando un sonido se abrió paso en sus pensamientos. Alguien jadeaba con fuerza. No..., dos álguienes. Los gruesos labios de Gert se curvaron en una sonrisa. Alguien dándose un revolcón detrás de los lavabos, a juzgar por el sonido. Un agradable...

–¡Háblame, zorra!

La voz, tan grave que casi parecía el gruñido de un perro, le heló la sonrisa en los labios.

–¡Dime dónde está! ¡Dímelo ahora mismo!

Gert dobló la esquina del edificio de ladrillo con tal rapidez que apenas pudo esquivar la silla de ruedas abandonada, por lo que estuvo a punto de caer al suelo cuan larga era. El hombre calvo de la cazadora de cuero, Norman Daniels, estaba de espaldas a ella, agarrando a Cynthia por los hombros con tal fuerza que sus pulgares casi habían desaparecido en la escasa carne de la muchacha. El rostro de Norman se hallaba a escasos centímetros del de ella, pero Gert distinguió la curiosa desviación de la nariz de la joven. Lo había visto con anterioridad, una vez en su propio espejo. Cynthia se había roto la nariz en una ocasión.

–Dime dónde está, maldita seas, o nunca tendrás que volver a preocuparte por el lápiz de labios, porque te los arrancaré de un mordisco y...

En aquel instante, Gert dejó de pensar, dejó de oír y puso el piloto automático. En dos pasos se plantó junto a Daniels. Mientras avanzaba entrelazó los dedos de ambas manos para formar un gran puño. Levantó los brazos sobre el hombro derecho, intentando alcanzar la altura máxima, pues tenía que bajarlos a toda velocidad. Justo antes de asestar el golpe, los ojos aterrados de Cynthia se desplazaron hacia ella, y el marido de Rosie lo advirtió. Era rápido, Gert tenía que reconocerlo. Era tremendamente rápido. Sus manos entrelazadas lo golpearon con fuerza, pero no en la nuca, como había pretendido, pues Daniels ya había empezado a girarse, por lo que lo alcanzó en el rostro, junto a la mandíbula. Sus probabilidades de noquearlo de forma limpia y sin aspavientos se habían esfumado. Cuando Daniels se volvió hacia ella, lo primero que pensó Gert fue que había comido fresas. Daniels le sonrió, y de sus labios aún chorreaba sangre. Aquella sonrisa horrorizó a Gert y le reveló que sólo había logrado asegurarse de que murieran dos mujeres en lugar de una. Eso no era un hombre. Era Grendel con chupa de cuero.

–¡Vaya, si es Gertie la Sucia! –exclamó Norman–. ¿Quieres luchar, Gertie? ¿Es eso lo que quieres? ¿Luchar? ¿Quieres someterme con esas tetas de artillería, eh, Gertie?

Se echó a reír y se golpeó la pechera de la camisa para transmitirle cuánta gracia le hacía aquella idea. Las cremalleras de la chupa tintinearon.

Gert lanzó una mirada a Cynthia, que se estaba mirando como si se preguntara adónde había ido a parar su blusa.

–¡Cynthia, corre!

Cynthia la miró con expresión perpleja, retrocedió dos pasos y por fin se apoyó en la pared del lavabo como si la idea de huir se le antojara demasiado agotadora. Gert ya distinguía los morados que le estaban saliendo en las mejillas y la frente.

–Gert– Gert–bo–Bert –canturreó Norman mientras avanzaba hacia ella–. Banana–fulana–culona... ¡Gert! –Se echó a reír como un niño antes de enjugarse de la boca parte de la sangre de Cynthia; tenía hilillos de sudor adheridos al cráneo pelado. A Gert se le antojaron lentejuelas–. Ooooh, Gertie –siguió canturreando Norman mientras balanceaba el torso como si se tratara del cuerpo de una cobra surgiendo de la cesta del encantador–, Ooooh, Gertie. Te voy a hacer papilla. Te voy a machacar. Te voy a girar del revés como si fueras un guante. Te voy a...

–Entonces, ¿por qué no vienes y lo haces? –gritó Gert–. ¡Esto no es el baile de fin de curso, gallina de mierda! ¡Si quieres cogerme, ven a por mí!

Daniels dejó de bambolearse y se la quedó mirando con la boca abierta, por lo visto incapaz de creer que esa bola de grasa le hubiera gritado. Lo había insultado. A su espalda, Cynthia retrocedió otros dos o tres pasos, y la tela de sus bermudas siseó contra el ladrillo del lavabo. Por fin volvió a apoyarse contra la pared.

Gert extendió los brazos con las palmas de las manos hacia dentro, a unos sesenta centímetros de distancia, y los dedos separados. Hundió la cabeza entre los hombros y se agazapó como una osa madre. Norman observó aquella postura defensiva, y su expresión de sorpresa se trocó en otra divertida.

–¿Qué vas a hacer, Gert? –preguntó–. ¿Crees que me vas a hacer unas cuantas llaves de Bruce Lee? Pues tengo una noticia para ti. Está muerto. Igual que tú dentro de unos quince segundos... Una foca negra de mierda muerta.

Se echó a reír.

De repente, Gert pensó en Lana Kline, que había mirado en derredor con nerviosismo y anunciado que quizás esperaría a que Gert saliera del lavabo.

–¡Lana! –gritó a pleno pulmón–. ¡Está aquí! ¡Si sigues ahí, ve a buscar ayuda!

El marido de Rosie volvió a adoptar una expresión sorprendida, pero pronto se tranquilizó. Esbozó otra sonrisa. Miró por encima del hombro para asegurarse de que Cynthia seguía allí y luego se volvió de nuevo hacia Gert, balanceando el torso una vez más.

–¿Dónde está mi mujer? –preguntó–. Dime dónde está y a lo mejor sólo te rompo un brazo. Qué coño, igual incluso te dejo marchar. Me robó la tarjeta del cajero, y lo único que quiero es recuperarla.

No puedo atacarlo, pensó Gert. Tiene que atacarme él, es la única oportunidad que tengo. Pero ¿cómo voy a conseguirlo?

Pensó en Peter Slowik, en las partes de su cuerpo que habían desaparecido y en las zonas en que se habían concentrado los mordiscos, y eso le dio –una idea.

–Le das un sentido completamente nuevo al concepto de comer, ¿verdad, maricón de mierda? Note bastaba mamársela, ¿eh? Así que, ¿qué te parece? ¿Vienes a por mí o es que te dan miedo las mujeres?

La sonrisa no se limitó a desaparecer de su rostro esta vez; cuando Gert lo llamó maricón de mierda, se esfumó con tal brusquedad que Gert casi la oyó quebrarse como una estalactita sobre las punteras de acero de sus botas. Norman dejó de balancearse.

–¡TE MATARÉ, ZORRA! –chilló Norman al tiempo que se abalanzaba sobre ella.

Gert giró un poco el cuerpo, como había hecho el día en que Cynthia la atacara, el día en que Rosie llevó el cuadro a la sala de recreo del sótano de H y H. Mantuvo las manos bajas más tiempo del que empleaba cuando enseñaba llaves a las chicas, sabiendo que ni siquiera la rabia ciega de Norman bastaba para garantizar el éxito; a fin de cuentas, Norman era fuerte, y si Gert no conseguía reducirlo por completo, acabaría hecha papilla. Norman alargó los brazos hacia ella con los labios separados en una mueca predadora, listo para morder. Gert se agazapó aún más, hasta que el trasero le chocó contra la pared de ladrillo, y pensó Ayúdame, Dios mío. Y entonces asió las muñecas gruesas y velludas de Norman.

No lo estropees pensando en ello, se dijo al tiempo que se encaraba con él, adelantaba la cadera para chocar contra su costado y se daba impulso hacia la izquierda. Separó las piernas, se agachó, y sus pantalones de pana reventaron casi hasta la cinturilla con un sonido que le recordó una piña explotando en el fuego.

La llave funcionó a las mil maravillas. Su cadera se había convertido en un cojinete, y Norman salió despedido por encima de él con una expresión que pasó de la furia al más completo asombro. Cayó de cabeza sobre la silla de ruedas, que volcó y aterrizó sobre él.

–Uuauu –susurró Cynthia con voz ronca desde su lugar contra la pared.

Lana Kline asomó los ojos marrones por la esquina del edificio.

–¿Qué pasa? ¿Por qué gritas...?

En aquel momento vio al hombre ensangrentado que intentaba zafarse de la silla volcada, advirtió la maldad que destilaban sus ojos y se interrumpió en seco.

–Corre a buscar ayuda –espetó Gert–. Seguridad. Ahora mismo. Ponte a gritar como una loca.

Norman empujó la silla a un lado. De su frente tan sólo caían algunas gotas de sangre, pero la nariz le sangraba como una fuente.

–Te mataré por esto –susurró.

Gert no tenía intención de darle la oportunidad de intentarlo. Cuando Lana se volvió y echó a correr gritando como una energúmena, Gert se dejó caer sobre Norman Damels con una fuerza que Hulk Hogan habría envidiado. Cayó sobre él con todo su peso, que no era poco, ciento cuarenta kilos la última vez que se había pesado, y los esfuerzos de Norman por levantarse cesaron al instante. Sus brazos se desplomaron como palillos, y su nariz ya herida se estrelló contra la tierra apisonada que mediaba entre el edificio de ladrillo y la valla, mientras que sus huevos chocaron contra uno de los apoyapiés de la silla de ruedas con fuerza paralizadora. Intentó gritar (al menos su rostro así lo indicaba), pero no logró proferir más que una especie de silbido.

Ahora Gert estaba sentada sobre él, con los faldones desgarrados del pantalón subidos casi hasta las caderas, y mientras estaba ahí sentada, preguntándose qué hacer a continuación, recordó las dos o tres primeras veces en que Rosie había reunido por fin el valor suficiente en el Círculo de Terapia para hablar. Lo primero que les dijo fue que sufría dolores de espalda terribles, dolores que a veces ni siquiera un baño caliente aliviaba, y cuando les explicó la razón, muchas de las mujeres asintieron porque reconocían y comprendían la situación. Gert había sido una de ellas. En aquel momento alargó el brazo y se levantó aún más los pantalones rotos hasta dejar al descubierto unas enormes bragas de algodón azul.

–Rosie dice que te van los riñones, Norman. Dice que es porque eres muy tímido y no te gusta dejar marcas. Además te gusta el aspecto que tiene cuando la pegas allí, ¿verdad? Esa expresión enferma. Se pone muy pálida, ¿verdad? Incluso los labios se le ponen pálidos. Cuando ves esa expresión enferma en su cara, algo se arregla dentro de ti, ¿verdad? Al menos por un tiempo.

–... zorra... –susurró él.

–Sí, te van los riñones, claro que te van. Descubro muchas cosas mirando a la gente; es uno de mis talentos. –Empleó las rodillas para trepar por el cuerpo de Norman, hasta llegar casi hasta los hombros–. A algunos les van las piernas, a otros los traseros, a otros los culos y luego hay otros que son bien raros los muy hijos de puta, como tú, Norman, el de los riñones. Bueno, ya debes de conocer el viejo proverbio: «A cada uno lo suyo, dijo la vieja criada mientras besaba a la vaca».

–... quítate... –susurró él.

–Rosie no está aquí, Norm –prosiguió Gert sin hacerle caso y trepando un poco más–, pero ha dejado un pequeño mensaje de parte de sus riñones, y lo ha hecho a través de mis riñones. Espero que estés preparado, porque ahí va.

Avanzó un último paso, se colocó sobre el rostro vuelto de Norman y se relajó. Ah, qué alivio.

En el primer momento, Norman no pareció darse cuenta de lo que sucedía. Pero entonces comprendió. Empezó a gritar e intentó apartar a Gert, que utilizó las nalgas para sentarse de nuevo con firmeza sobre él. Le sorprendía que Norman hubiera sido capaz de realizar semejante esfuerzo después de la paliza que había recibido.

–No, no, no, pequeñuelo –lo regañó mientras seguía vaciando la vejiga.

Norman no corría peligro de ahogarse, pero Gert jamás había visto semejante repulsión y furia en un rostro humano. ¿Y por qué? Por un poco de agua caliente. Y si alguien en la historia del mundo había necesitado que le mearan encima, era ese cabrón chal...

Norman profirió un grito agudo e inarticulado, alargó ambas manos, le asió los antebrazos y le clavó las uñas. Gert gritó (sobre todo de sorpresa, aunque aquello dolía un huevo) y desplazó el peso de su cuerpo hacia atrás. Norman sincronizó su movimiento a la perfección y se incorporó en el mismo instante, esta vez con más fuerza que antes, consiguiendo que Gert cayera al suelo. Norman se levantó dando tumbos, con el rostro y la calva chorreantes, la cazadora de cuero empapada, la camiseta blanca adherida al cuerpo.

–Te has meado encima mío, puta –espetó antes de abalanzarse sobre ella.

Cynthia le hizo la zancadilla. Norman tropezó y volvió a caer de bruces sobre la silla de ruedas. Se apartó de ella a gatas y se dio la vuelta. Intentó levantarse, estuvo a punto de conseguirlo, pero luego volvió a desplomarse entre jadeos, mirando a Gert con aquellos ojos grises y brillantes. Ojos dementes. Gert se acercó a él con la intención de derribarlo e inmovilizarlo. Le rompería la espalda si hacía falta, y era el momento de hacerlo, antes de que reuniera fuerzas suficientes para volver a incorporarse.

Norman se llevó la mano a uno de los múltiples bolsillos de la cazadora, y por un terrible instante, Gert estuvo segura de que tenía una pistola, de que le pegaría dos o tres tiros en la barriga. Al menos moriré con la vejiga vacía, pensó al tiempo que se detenía.

No era una pistola, pero tampoco era mucho mejor: Norman tenía un taser. Gert conocía a una loca sin hogar del centro que tenía uno y lo utilizaba para matar ratas tan enormes que parecían cockers sin certificado de pedigrí.

–¿Quieres un poco de esto? –preguntó Norman, aún de rodillas, agitando el taser ante sí–. ¿Quieres un poco, Gertie? Será mejor que vengas a buscarlo, porque te voy a dar quieras o...

Se interrumpió para lanzar una mirada insegura a la esquina del edificio. Se oían gritos de mujeres trastornadas. Aún se hallaban lejos, pero se iban acercando.

Gert aprovechó aquel momento de distracción para retroceder un paso, agarrar los mangos de la silla de ruedas volcada y enderezarla. Se colocó tras ella sin soltar los mangos, que desaparecieron por completo en sus enormes puños marrones. Se abalanzó sobre Norman empujando la silla.

–Eso, eso –exclamó–. Ven a por mí, hombre de los riñones. Ven a por mí, gallina de mierda. ¿Quieres dispararme con eso? Quieres inmovilizarme, ¿verdad? Pues venga. Creo que nos queda tiempo para otro tango antes de que los hombres de blanco se te lleven al loquero o dondequiera que encierren a los chiflados como...

Norman se puso en pie y se volvió una vez más en la dirección de la que procedían las voces. Qué coño, sólo tengo una vida. Más me vale vivirla a tope, pensó Gert antes de empujar la silla contra Norman con todas sus fuerzas. Lo alcanzó de lleno, y Norman se desplomó gritando. Gert se lanzó sobre él, pero oyó el grito tembloroso y estridente de Cynthia un segundo demasiado tarde.

–¡Cuidado, Gert! ¡Todavía lo tiene!

Se oyó un crujido leve pero malvado, una especie de siseo seguido de un dolor agónico y metálico que surgió del tobillo de Gert, donde Norman le había disparado, y le llegó hasta la cadera. El hecho de que tuviera la piel húmeda de orina no hizo más que acentuar el efecto del arma de Norman. Todos los músculos se le agarrotaron antes de fallarle por completo. Gert cayó al suelo. En ese momento asió la muñeca de la mano en que Norman sostenía el arma y se la retorció con todas sus fuerzas. Norman aulló de dolor y le propinó patadas con ambas botas. Una de ellas falló, pero el tacón de la otra la alcanzó en el diafragma, justo debajo de los pechos. El dolor fue tan repentino e intenso que Gert se olvidó de su pierna, al menos de momento, pero aun así no soltó el taser y siguió retorciéndole la muñeca a Norman hasta que sus dedos se abrieron y el asqueroso artilugio cayó al suelo.

Norman se apartó de ella con la boca y la nariz ensangrentadas. Tenía los ojos abiertos como platos por el asombro. No asimilaba la idea de que una mujer le hubiera propinado semejante paliza, y tal vez no la asimilaría jamás. Se levantó dando tumbos, se volvió hacia las voces que seguían acercándose (de hecho, ya estaban muy cerca), y a continuación echó a correr a lo largo de la valla en dirección al parque de atracciones. Gert no creía que pudiera llegar lejos sin llamar la atención de Seguridad; parecía un extra de Viernes 13.

–Gert...

Cynthia estaba llorando mientras intentaba arrastrarse hasta el lugar en que Gert yacía de costado, siguiendo a Norman con la mirada. Gert se volvió hacia la muchacha y advirtió que había recibido una paliza mucho más grave de lo que había supuesto en un principio. Sobre su ojo izquierdo empezaba a formarse un enorme cardenal, y lo más probable era que su nariz jamás volviera a ser la misma.

Gert pugnó por ponerse de rodillas y se arrastró hacia Cynthia. Se abrazaron y así se sostuvieron, con las manos entrelazadas en la nuca de la otra para evitar caerse.

–Lo habría derribado yo misma..., como nos enseñaste tú –farfulló con enorme esfuerzo por entre los labios hinchados–, pero es que me pilló por sorpresa...

–No importa –la tranquilizó Gert mientras la besaba suavemente en la sien–. ¿Estás muy mal?

–No sé..., no he tosido sangre... Ya es algo –susurró intentando sonreír pese al dolor que debía de producirle–. Te has meado encima de él.

–Sí.

–Genial –susurró Cynthia antes de echarse a llorar de nuevo.

Gert la tomó entre sus brazos, y así fue como el primer grupo de mujeres, seguido de cerca por un par de guardias de seguridad, las encontró: de rodillas entre la pared del lavabo y la silla de ruedas volcada, la cabeza de una apoyada en el hombro de la otra, aferradas como náufragos.

La primera impresión borrosa que Rosie tuvo de la sala de urgencias del East Side Receiving Hospital fue que todas las residentes de Hijas y Hermanas estaban allí. Al cruzar la estancia en dirección a Gert sin apenas advertir la presencia de los hombres arremolinados en torno a ella, vio que faltaban al menos tres. Anna, que tal vez seguía en el servicio de conmemoración por su ex marido, Pam, que estaba trabajando, y Cynthia. Era la ausencia de esta última la que más la asustaba.

–¡Gert! –gritó mientras se abría paso entre los hombres sin apenas echarles un vistazo–. Gert, ¿dónde está Cynthia? ¿Está...?

–Arriba –repuso Gert intentando dedicarle una sonrisa tranquilizadora, aunque sin conseguirlo, pues tenía los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar–. La han ingresado y es probable que pase bastante tiempo aquí, pero se pondrá bien, Rosie. Le ha dado una buena paliza, pero se pondrá bien. ¿Sabes que llevas un casco de moto? Estás bastante... mona.

Las manos de Bill se peleaban con la hebilla del casco de Rosie, pero esta vez ella apenas se dio cuenta de que le quitaba el casco. Estaba mirando a Gert..., Consuelo.... Robin. Buscando ojos que le revelaran que estaba infectada, que había traído una epidemia a su casa antes tan limpia. Buscando el odio.

–Lo siento –dijo con voz ronca–. Lo siento todo.

–¿Por qué? –preguntó Robin con verdadera sorpresa–. Tú no le has dado una paliza a Cynthia.

Rosie la miró con expresión insegura antes de volverse de nuevo hacia Gert. Su amiga había desviado los ojos, y cuando Rosie siguió la dirección de su mirada, el corazón le dio un vuelco. Por primera vez fue consciente de que había policías además de mujeres de H y H. Dos vestidos de paisano y tres uniformados. Policías.

Extendió una mano entumecida para tomar la de Bill.

–Tienen que hablar con esta mujer –estaba diciendo Gert a uno de los policías–. Es su marido quien ha hecho esto. Rosie, éste es el teniente Hale.

Todos se volvieron hacia ella, se giraron para mirar a la mujer que había cometido el error mortal de robar la tarjeta de su marido policía e intentado escapar de él.

Los hermanos de Norman la estaban mirando.

–¿Señora? –saludó el policía de paisano que se llamaba Hale, y por un instante su voz le recordó tanto a la de Harley Bissington que sintió deseos de gritar.

–Tranquila, Rosie –murmuró Bill–. Estoy aquí y aquí me quedo.

–Señora, ¿qué puede decirnos de esto?

Al menos ya no sonaba igual que Harley. Su imaginación le había jugado una mala pasada, nada más. Rosie miró por la ventana en dirección al carril de aceleración de la autopista. Miró hacia el este, hacia el lugar del que la noche surgiría del lago al cabo de pocas horas. Se mordió el labio y luego se volvió de nuevo hacia el policía. Apoyó una mano sobre la de Bill y habló con una voz ronca que apenas reconoció como suya.

–Se llama Norman Daniels –explicó al teniente Hale.

Tienes la misma voz que la mujer del cuadro, pensó. La misma voz que Rose Madder.

–Es mi marido, es detective de la policía y está loco.

VVA 'L DORO

Había tenido la sensación de estar flotando sobre su cabeza, pero cuando Gertie la Sucia se le había meado encima, todo eso cambió. Ahora, en lugar de sentirse como un globo lleno de helio, se le antojaba que su cabeza era una piedra plana que una mano poderosa hubiera arrojado una y otra vez al lago para hacerla rebotar. Ya no estabaflotando, sino que le daba la impresión de dar saltos.

Aún no podía creer lo que aquella zorra negra y gorda le había hecho. Lo sabía, sí, pero saber y creer eran dos cosas bien distintas a veces, y ahora era una de esas veces. Era como si hubiera sufrido una transmutación oscura que lo había convertido en una criatura distinta y le concedía tan sólo breves períodos de pensamiento entre lagos extraños e inconexos de experiencia.

Recordaba haberse levantado por última vez detrás del cagadero, con el rostro sangrándole en media docena de puntos, la nariz inflamada, el cuerpo dolorido por los múltiples choques contra la silla de ruedas y los ciento cincuenta kilos de Gertie la Sucia..., pero podría haber soportado todos aquellos contratiempos... y más. Era la orina de Gert, el olor de Gertie, no simple orina sino la orina de una mujer, lo que le producía la sensación de que su mente se combaba cada vez que pensaba en ello. Pensar en lo que aquella mujer le había hecho le daba ganas de gritar y convertía el mundo, con el que necesitaba permanecer en contacto a toda costa si no quería acabar entre rejas, embutido en una camisa de fuerza y atiborrado de tranquilizantes, en una mancha borrosa.

Mientras corría a lo largo de la valla pensó: Ve a por ella, da media vuelta y ve a por ella, ve a por ella y mátala por lo que te ha hecho, es la única forma de que puedas volver a dormir, es la única forma de que puedas volver a pensar.

Pero una parte de él sabía que no debía hacerlo, de modo que en lugar de ir a por ella siguió corriendo.

Con toda probabilidad, Gertie la Sucia creía que era el sonido de la gente que se acercaba lo que lo había ahuyentado, pero no era cierto. Había echado a correr porque las costillas le dolían tanto que apenas podía respirar, al menos de momento, el estómago le palpitaba y los testículos le vibraban de aquel modo profundo y desesperante que sólo los hombres conocían.

Y no sólo había echado a correr por el dolor..., sino por lo que significaba el dolor. Temía que si volvía a por ella, Gertie la Sucia no se limitara a reducirlo, de modo que huyó, corriendo a lo largo de la valla de madera a toda prisa, y la voz de Gertie la Sucia lo persiguió como un espíritu burlón: Te ha dejado un pequeño mensaje... sus riñones a través de mis riñones... un pequeño mensaje, Normie... ahí va...

Y entonces había rebotado por la superficie del lago por primera vez, sólo un poquito, la piedra de su mente rebotando contra la superficie plana de la realidad antes de salir despedida de nuevo, y cuando volvió en sí, habían transcurrido unos segundos, tal vez sólo quince, pero a lo mejor hasta cuarenta y cinco. Estaba corriendo por el camino central en dirección al parque de atracciones, corriendo sin pensar, como una vaca en una estampida, alejándose de las salidas del parque en lugar de dirigirse hacia ellas, corriendo hacia el malecón, hacia el lago, donde sería un juego de niños acorralarlo y luego abatirlo.

Entretanto, su mente gritaba con la voz de su padre, ese sobón de campeonato (y al menos en una memorable excursión de caza, también un chupapollas de campeonato). ¡Una mujer!, gritaba Ray Daniels. ¿Cómo has podido permitir que una zorra te diera semejante paliza, Normie?

Desterró aquella voz de su mente. El viejo le había gritado lo suficiente durante su vida, y Norman no estaba dispuesto a escuchar las mismas paridas ahora que había muerto. Podía encargarse de Gertie, podía encargarse de Rosie, podía encargarse de todas ellas, pero para ello tenía que salir de allí... y antes de que todos los guardias de seguridad del parque se pusieran a buscar al tipo calvo de la cara ensangrentada. Ya había demasiada gente mirándolo, ¿y por qué no iban a mirar? Apestaba a meados y tenía aspecto de haber sufrido el ataque de un gato montés.

Entró en un callejón que mediaba entre la zona de videojuegos y la atracción de los Mares del Sur sin ningún plan en mente, deseoso tan sólo de alejarse de los mirones del camino central, y fue entonces cuando le tocó la lotería.

La puerta lateral de la sala de videojuegos se abrió, y por ella salió lo que Norman supuso que era un niño. Era imposible asegurarse. Era bajo como un niño e iba vestido como un niño, con vaqueros, deportivos Reebok, camiseta de Michael McDermott (AMO A UNA CHICA LLAMADA LLUVIA, proclamaba, aunque quién coño sabía lo que significaba eso), pero llevaba toda la cara cubierta por una máscara de goma. Era Ferdinand el Toro. Ferdinand lucía una sonrisa ancha y estúpida y tenía los cuernos adornados con guirnaldas de flores. Norman no vaciló en ningún momento, sino que se limitó a alargar el brazo y arrancar la máscara al chico. Se llevó un buen mechón de pelo de propina, pero qué coño.

–¡Eh! –gritó el niño.

Sin máscara aparentaba unos once años, pero parecía más enfurecido que asustado.

–¡Devuélvamela! ¡Es mía! ¡La he ganado! ¿Qué se cree que... ?

Norman volvió a alargar el brazo, tomó el rostro del niño con la mano y lo empujó hacia atrás con fuerza. La pared lateral de los Mares del Sur era de lona, y el niño se desplomó sobre ella con los deportivos carísimos agitándose en el aire.

–Si se lo dices a alguien vuelvo y te mato –lo amenazó Norman.

Acto seguido se dirigió de nuevo hacia el camino central al tiempo que se colocaba la máscara sobre el rostro. Apestaba a goma y al pelo sudoroso de su anterior propietario, pero nada de eso molestó a Norman. Lo que le molestaba era la idea de que la máscara no tardaría en apestar también a los meados de Gertie.

En aquel momento, su mente rebotó de nuevo, y Norman se perdió por un rato en la capa de ozono. Al regresar estaba entrando en el aparcamiento de Press Street, con una mano apretada contra el lado derecho del tórax, donde cada respiración lo sumía en la agonía. El interior de la máscara olía exactamente como había temido, de modo que se la quitó, aspirando con gratitud el aire fresco que no olía a meados ni a coño. Contempló la máscara con un estremecimiento.

Algo en aquella cara sonriente e insípida lo asustaba. Un toro con un anillo en la nariz y guirnaldas de flores en los cuernos. Un toro con la sonrisa de una criatura a la que han arrebatado algo y es demasiado estúpida como para saber de qué se trata. Su primer impulso fue tirar aquel maldito trasto, pero se contuvo en el último instante. Tenía que pensar en el cobrador del aparcamiento, y aunque sin duda recordaría a un hombre que había salido con la cara cubierta por una máscara de Ferdinand el Toro, tal vez no la asociaría de inmediato con el hombre sobre el que la policía no tardaría en preguntarle. Si la máscara le concedía un poco más de tiempo, entonces merecía la pena conservarla.

Se sentó al volante del Tempo, arrojó la máscara sobre el asiento, se inclinó hacia delante e hizo el puente con los cables de arranque. En aquel momento, el olor a meados lo azotó con tal fuerza que empezaron a llorarle los ojos. Rosie dice que te van los riñones, oyó decir a Gertie la Sucia, la negrata de mierda, dentro de su cabeza. Le daba un miedo espantoso la idea de que Gertie pudiera permanecer en su mente para siempre..., como si lo hubieran violado y le hubieran dejado la semilla fertilizada de un hijo deformado y estrafalario.

Dice que no te gusta dejar marcas.

No, pensó. No, basta, no pienses en ello.

Te ha dejado un pequeño mensaje de parte de sus riñones, y lo ha hecho a través de mis riñones... y entonces le había inundado la cara con ese líquido apestoso y caliente como una fiebre infantil.

–¡No! –gritó a pleno pulmón al tiempo que asestaba un puñetazo al salpicadero acolchado–. ¡No, no puede hacer eso! ¡No puede! ¡NO PUEDE HACERME ESO! Adelantó otra vez el puño y esta vez arrancó de cuajo el espejo retrovisor, que chocó contra el parabrisas y rebotó para caer al suelo. Luego atacó el parabrisas y se hizo daño en la mano; el anillo de la Academia de Policía dejó un nido de grietas que parecían un asterisco descomunal. Estaba apunto de ensañarse con el volante cuando por fin logró dominarse. Alzó la mirada y vio el ticket del aparcamiento encajado bajo el visor. Se concentró en él mientras pugnaba por recuperar el control.

Cuando se sintió algo mejor se llevó la mano al bolsillo, sacó el dinero y separó un billete de cinco del fajo. Entonces, haciendo acopio de fuerzas para soportar el olor (aunque en realidad no había forma de evitarlo), volvió a ponerse la máscara de Ferdinand y condujo despacio hacia la caja. Se asomó a la ventanilla y se quedó mirando al cobrador por los orificios de la máscara. Vio que el hombre se aferraba a la puerta de la cabina con mano temblorosa mientras se inclinaba hacia delante para coger el billete, y en aquel instante se dio cuenta de algo maravilloso: el tipo estaba borracho.

–Vva `l doro farfulló el cobrador con una risita.

–Eso –asintió el toro asomado a la ventanilla del Ford Tempo–. El toro grande.

–Son dos cincuenta...

–Quédese con el cambio –lo atajó Norman antes de alejarse.

Condujo media manzana y se detuvo, convencido de que si no se quitaba la maldita máscara inmediatamente empeoraría la situación vomitando en ella. Tiró de ella con pánico, como un hombre que acaba de darse cuenta de que tiene una sanguijuela pegada a la cara, y entonces todo desapareció durante otro rato, rebotó de nuevo, y su mente se separó de la superficie de la realidad como un misil teledirigido.

Cuando volvió en sí se hallaba al volante del coche, parado en un semáforo y sin camiseta. En la esquina más alejada del cruce, el reloj de un banco marcaba las dos y siete minutos. Paseó la mirada en derredor y vio su camiseta tirada en el suelo junto al retrovisor y la máscara robada. Ferdie el Sucio, desinflado y con una perspectiva extraña, lo miraba con ojos vacíos a través de los cuales Norman veía la alfombrilla del asiento del acompañante. La sonrisa alegre e insípida del toro se había arrugado hasta convertirse en una mueca malvada y sabia. Pero no importaba. Al menos había conseguido quitarse esa cosa asquerosa. Encendió la radio, lo que no le resultó fácil con el botón del dial arrancado, pero tampoco imposible, desde luego que no. Seguía sintonizada en la emisora de canciones de antes, y en aquel momento, Tommy James y los Shondells cantaban Hanky Panky. Norman empezó a tararearla.

En el carril contiguo, un hombre con aspecto de contable estaba sentado al volante de un Camry y observaba a Norman con curiosidad cautelosa. En el primer momento, Norman no comprendió qué podía interesarle tanto al hombre, pero entonces recordó que tenía la cara ensangrentada, y la sangre debía de estar ya reseca, a juzgar por la sensación que le producía. Y además iba descamisado, por supuesto. Tendría que hacer algo al respecto, y en seguida. Entretanto...

Se inclinó hacia delante, recogió la máscara, deslizó una mano en ella y asió los labios con los dedos para hacer que Ferdinand cantara la canción de Tommy James y los Shondells. Movía la muñeca para hacer que Ferdinand pareciera bailar al ritmo de la música. El hombre con aspecto de contable se volvió en seco para mirar la carretera. Por un instante permaneció inmóvil, luego se inclinó para bajar el seguro del asiento del acompañante.

Norman esbozó una sonrisa.

Volvió a tirar la máscara al suelo y se restregó la mano con que la había tocado contra el pecho desnudo. Sabía que debía de tener un aspecto muy extraño, demencial, pero no estaba dispuesto a ponerse otra vez esa camiseta meada. La cazadora de cuero yacía sobre el asiento del acompañante, y al menos estaba seca por dentro. Norman se la puso y se la abrochó hasta la barbilla. El semáforo cambió a verde mientras lo hacía, y el Camry arrancó como si llevara un petardo en el culo. Norman también arrancó, pero con mucha más tranquilidad mientras seguía cantando: «La vi caminando... Sabes que la veía por primera vez... Una chica bonita y sola... Eh, muñeca, ¿quieres que te lleve a casa?». Le recordaba el instituto. La vida había sido agradable entonces. Nada de dulces Roses que le jodieran la existencia ni causaran todos aquellos problemas. Al menos no hasta el último año.

¿Dónde estás, Rose?, pensó. ¿Por qué no estabas en el picnic de las zorras? ¿Dónde coño estás?

–Está en su propio picnic –susurró 'l doro, y en aquella voz había algo extraño y sabio a un tiempo, como si hablara con el conocimiento indiscutible de un oráculo.

Norman se detuvo junto al bordillo sin hacer caso de la señal

PROHIBIDO APARCAR – ZONA DE CARGA Y DESCARGA y volvió a coger la máscara. Volvió a deslizar la mano en ella. Pero esta vez la giró para encararse con ella. Veía sus dedos en las cuencas vacías de los ojos, pero pese a ello, aquellas cuencas parecían mirarlo.

–¿Qué quieres decir con eso de su propio picnic? preguntó con voz ronca.

Sus dedos se movieron y movieron los labios del toro. No los sentía moverse, pero sí los veía. Suponía que la voz que oía era su propia voz, pero no parecía su voz y no parecía proceder de su garganta, sino de entre aquellos labios sonrientes de goma.

–Le gusta cómo la besa él –explicó Ferdinand–. Lo que yo te diga. También le gusta cómo usa las manos. Quiere echar un polvete con él antes de volver. –El toro pareció suspirar, y su cabeza de goma osciló de un lado a otro de la muñeca de Norman con un ademán de resignación extrañamente cosmopolita–. Pero eso es lo que les gusta a todas las mujeres, ¿no? El malacatón. El polvete. Toda la noche.

–¿Quién? –gritó Norman a la máscara con la sangre latiéndole en las sienes–. ¿Quién la está besando? ¿Quién la está sobando? ¿Y dónde están? ¡Dímelo!

Pero la máscara guardó silencio. Si es que había hablado en algún momento.

¿Qué vas a hacer, Normie? La voz que conocía. La voz de papá. Un coñazo, pero no daba miedo. La otra voz sí que le había dado miedo. Por mucho que hubiera salido de su propia garganta, le había dado miedo.

–Encontrarla –susurró–. Voy a encontrarla y entonces le enseñaré a echar polvetes. Mi versión.

Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo vas a encontrarla?

Lo primero que se le ocurrió fue el club de Durham Avenue. Allí habría un archivo que revelaría dónde vivía Rose, de eso estaba seguro. Pero aun así, no era una buena idea. Aquel lugar era una especie de fortaleza. Haría falta una tarjeta de apertura (que se parecería mucho a su tarjeta del cajero, por cierto) para entrar, y tal vez un código numérico para que el sistema de alarma no se activara.

¿Y qué había de la gente que vivía allí? Bueno, podía liarse a tiros sise daba el caso; matar a algunas de ellas y ahuyentar al resto. Su revólver de servicio estaba en la caja fuerte del hotel (una de las ventajas de viajar en autobús), pero los revólveres solían ser una solución de mierda. ¿Y si la dirección estaba en un ordenador? Probablemente así era, porque todo el mundo utilizaba esos trastos. Lo más probable era que siguiera peleándose con el bicho, intentando convencer a alguna de las mujeres para que le diera la contraseña y el nombre del archivo cuando entrara la policía y lo hiciera picadillo.

Y entonces oyó algo... Otra voz que surgió de su memoria como una sombra vislumbrada en el humo de un cigarrillo... me da pena perderme el concierto, pero si quiero ese coche no puedo desperdiciar la oportunidad...

¿De quién era esa voz y cuál era la oportunidad que su dueña no podía desperdiciar?

Al cabo de un momento se le ocurrió la respuesta a la primera pregunta. Era la voz de la rubia. La rubia de ojos grandes y culito bien puesto. La rubia cuyo verdadero nombre era Pam Nosequé. Pam trabajaba en el Whitestone, Pam bien podía conocer a su Rose errante, y Pam no podía desperdiciar la oportunidad. ¿De qué podía tratarse? Cuando uno se paraba a pensarlo, la pregunta no parecía tan difícil, ¿Verdad? Cuando uno quería un coche, lo único que no podía desperdiciar era la oportunidad de hacer unas cuantas horas extras. Y puesto que el concierto que se perdería era aquella noche, lo más probable era que estuviera en el hotel en ese momento. Y aunque no estuviera llegaría pronto. Y si sabía algo se lo diría. La zorra de los pelos de punkie no se lo había dicho porque no había tenido suficiente tiempo para hablar con ella. Pero esta vez tendría todo el tiempo del mundo.

Ya se ocuparía él de que fuera así.

El compañero del teniente Hale, John Gustafson, llevó a Rosie y a Gert Kinshaw a la comisaría del Distrito 3, situada en Lakeshore. Bill los seguía en la Harley. Rosie no cesaba de girarse para comprobar que seguía allí. Gert se dio cuenta, pero no comentó nada.

Hale presentó a Gustafson como «mi media naranja», pero Hale era lo que Norman denominaba el «perro alfa»;( Alusión a la jerarquía humana superior de Un mundo feliz, de Aldous Huxley. (N. del E.)) Rosie lo supo desde el momento en que vio juntos a los dos hombres. Era el modo en que Gustafson miraba a su compañero, incluso la forma en que observaba a Hale sentarse en el asiento del acompañante del Caprice. Rosie había visto aquella clase de cosas miles de veces en su propia casa.

Pasaron junto al reloj de un banco, el mismo por el que Norman había pasado no mucho rato antes, y Rosie inclinó la cabeza para mirar la hora. Eran las cuatro y nueve minutos de la tarde. El día se había alargado como alquitrán caliente.

Miró por encima del hombre, aterrorizada por la idea de que Bill pudiera haber desaparecido, segura en algún rincón oscuro de su mente y de su corazón de que habría desaparecido. Pero no era así. Bill le dedicó una sonrisa, levantó una mano y la saludó. Rosie le devolvió el saludo.

–Parece un hombre muy agradable –comentó Gert.

–Sí –asintió Rosie, pero no quería hablar de Bill, no con los dos policías sentados en la parte delantera, sin duda escuchando cada palabra que decían–. Deberías haberte quedado en el hospital. Dejar que te examinaran para asegurarse de que no te ha herido con el taser.

Joder, si me lo he pasado bomba –replicó Gert con una sonrisa; sobre los pantalones desgarrados llevaba una enorme bata de hospital a rayas azules y blancas–. La primera vez que me siento absolutamente despierta desde que perdí la virginidad en las Colonias Baptistas, y eso fue en 1974.

Rosie intentó corresponder a aquella sonrisa, pero no logró esbozar más que una mueca.

–Bueno, supongo que se acabó el Picnic Estival, ¿eh? –preguntó.

–¿A qué te refieres? –replicó Gert con aire extrañado.

Rosie se miró las manos y no se sorprendió demasiado al comprobar que cerraba los puños.

–Me refiero a Norman. La mofeta de la fiesta. Una mofeta de mierda.

Oyó aquella palabra, aquel «mierda», brotar de sus labios y apenas pudo creer que la hubiera pronunciado, sobre todo en el asiento trasero de un coche de policía, en presencia de dos detectives. Se sorprendió aún más al ver que su puño izquierdo salía despedido y golpeaba el panel de la portezuela, justo encima de la manivela de la ventana.

Gustafson dio un respingo. Hale miró por encima del hombro sin expresión alguna en el rostro y a continuación volvió a concentrarse en la carretera. Tal vez murmuró algo a su compañero. Rosie no lo sabía con seguridad ni le importaba.

Gert le cogió la mano, que le palpitaba con fuerza, e intentó abrirle el puño, amasándola como si fuera una masajista ocupada con un músculo agarrotado.

–No pasa nada, Rosie –susurró con aquella voz profunda que retumbaba como un camión en punto muerto.

–¡Sí que pasa! –gritó Rosie–. ¡Sí que pasa, no digas que no! –Las lágrimas le quemaban los ojos, pero eso tampoco le importaba. Por primera vez en su vida adulta lloraba de rabia y no de vergüenza ni de temor–. ¿Por qué no se marcha? ¿Por qué no me deja en paz? Pega a Cynthia, estropea el picnic... ¡El puto Norman de los cojones! –Intentó golpear de nuevo la puerta, pero Gert no le soltó la mano–. ¡Puto Norman de los cojones!

Gert asintió.

–Sí. Puto Norman de los cojones.

–¡Es como una... una marca de nacimiento! Cuanto más la frotas e intentas librarte de ella, más oscura se vuelve! ¡Norman de los cojones! ¡Puto Norman apestoso de los putos cojones! ¡Le odio! ¡Le odio!

Se interrumpió e intentó recobrar el aliento. El rostro le palpitaba, tenía las mejillas surcadas de lágrimas..., pero no se sentía exactamente mal.

¡Bill!¿ Dónde está Bill?

Se volvió, segura de que esta vez sí habría desaparecido, pero ahí estaba. Volvió a saludarla. Ella le devolvió el saludo, algo más calmada.

–Eso es, Rosie, enfádate. Tienes todo el derecho del mundo a enfadarte. Pero...

–Oh, claro que estoy enfadada.

–... pero no ha estropeado el día, ¿sabes?

Rosie parpadeó.

–¿Qué? Pero ¿cómo han podido seguir? Después de...

–¿Cómo pudiste seguir tú después de todas las palizas que te dio? –interrogó Gert.

Rosie se limitó a menear la cabeza sin comprender.

–En parte es perseverancia–explicó Gert–. En parte, supongo, es pura y simple testarudez. Pero sobre todo, Rosie, se trata de dar la cara. De demostrar al mundo que no pueden intimidarnos. ¿Crees que es la primera vez que pasa algo así? No, señora. Norman es el peor, pero no el primero. Y lo que haces cuando se te presenta una mofeta en el picnic y esparce su olor es esperar a que la brisa se lleve lo peor y luego seguir. Eso es lo que están haciendo ahora mismo en Ettinger's Pier, y no sólo porque hayamos firmado un contrato con las Indigo Girls. Seguimos porque tenemos que convencernos de que no nos pueden jorobar la vida..., el derecho a la vida. Oh, algunas se habrán marchado, como Lana Kline y sus pacientes, supongo, pero el resto estará allí. Consuelo y Robin volvían a Ettinger's cuando hemos salido del hospital.

–Bien hecho, chicas –comentó el teniente Hale desde el asiento delantero.

–¿Cómo ha podido dejarle escapar? –preguntó Rosie en tono acusador–. Por el amor de Dios, ¿sabe al menos cómo lo ha conseguido?

–Bueno, la verdad es que nosotros no le hemos dejado escapar –puntualizó Hale en tono suave–. Han sido los de Seguridad del parque; cuando han llegado los primeros policías, hacía ya rato que su marido había desaparecido.

–Creemos que ha robado una máscara de niño –intervino Gustafson–. Una de ésas que cubren toda la cabeza. Se la ha puesto y se ha esfumado. La verdad es que ha tenido mucha suerte.

–Siempre tiene suerte –masculló Rosie con amargura mientras entraban en el aparcamiento de la comisaría, con Bill a la zaga–. Ya puedes soltarme la mano –dijo a Gert.

Gert obedeció, y Rosie asestó otro puñetazo a la puerta. Esta vez le dolió más, pero una parte recién descubierta de su ser se refociló en el dolor.

–¿Por qué no me deja en paz? –repitió sin dirigirse a nadie en particular.

Sin embargo, una voz dulce y embriagadora le respondió desde lo más profundo de su mente.

Te divorciarás de él, aseguró aquella voz. Te divorciarás de él, Rosie Real.

Rosie se miró los brazos y comprobó que se le había puesto la piel de gallina.

Su mente salió volando una vez más, arriba y arriba hasta desaparecer, como había cantado en cierta ocasión aquella zorra de Marilyn McCoo, y cuando volvió en sí estaba aparcando el Tempo en otro hueco. No sabía con certeza dónde se encontraba, pero creía que probablemente se trataba del aparcamiento subterráneo situado a media manzana del Whitestone, donde ya antes había estacionado el Tempo. Su mirada tropezó con el indicador de la gasolina cuando se inclinó para desconectar los cables de arranque, y descubrió algo interesante: el depósito estaba casi lleno. Había parado a poner gasolina en algún momento de aquel último vacío. ¿Por qué?

Porque no era gasolina lo que querías en realidad, se contestó.

Volvió a inclinarse hacia delante con la intención de mirarse en el espejo retrovisor, pero entonces recordó que estaba en el suelo. Lo recogió y se examinó con atención. Tenía el rostro cubierto de morados e hinchado en varios puntos. Estaba bastante claro que se había peleado con alguien, pero la sangre había desaparecido. Se la había limpiado en el lavabo de alguna gasolinera mientras el surtidor llenaba lentamente el depósito del Tempo. Por tanto, ya podía dejarse ver en la calle siempre y cuando no abusara de su suerte, y eso estaba muy bien.

Al desconectar los cables de arranque se preguntó qué hora sería. No había forma de saberlo; no llevaba reloj, la mierda del Tempo no tenía reloj y estaba bajo tierra. ¿lmportaba eso? ¿Impor... ?

–No –susurró una voz conocida–. No importa. El tiempo está distorsionado.

Bajó la mirada y vio que la máscara del toro lo miraba desde su lugar sobre la alfombrilla del asiento del acompañante; aquellos ojos vacíos, la sonrisa inquietantemente arrugada, los absurdos cuernos adornados con guirnaldas de flores. De repente se dio cuenta de que quería conservarla. Era una tontería; odiaba las guirnaldas de los cuernos y la sonrisa imbécil..., pero quizás traía buena suerte. Claro que no hablaba, aquello no era más que fruto de su imaginación, pero sin la máscara nunca habría logrado salir de Ettinger's Pier. Eso estaba clarísimo.

Vale, vale, pensó. Vva  'L doro, y se inclinó para recoger la máscara. Y entonces, al parecer sin transición alguna, se inclinó hacia delante para agarrar a la rubia por la cintura, apretándola con todas sus fuerzas a fin de que no le quedara aliento para gritar. Acababa de salir por una puerta que decía SERVICIO, empujando el carrito ante ella, y Norman pensó que debía de llevar bastante rato esperándola allí, pero no importaba porque ahora iban a entrar derechitos en la zona de servicio, solos Pam y su nuevo amigo Norman, vva `l doro.

Pam lo estaba pateando, y algunos de sus golpes lo alcanzaron en las espinillas, pero la chica llevaba deportivos, deforma que apenas si sintió dolor. Apartó una mano de su cintura, cerró la puerta tras ellos y corrió el cerrojo. Echó un vistazo alrededor para asegurarse de que el lugar estaba desierto. Sábado por la tarde a última hora, en pleno fin de semana, debería estar vacío... y lo estaba. La estancia era larga y estrecha con una hilera corta de taquillas en el extremo más alejado. El olor era magnífico, una fragancia de ropa blanca limpia y planchada que a Norman le recordó el día de colada en su casa cuando era niño.

Había grandes montones de sábanas y fundas de almohadas pulcramente dobladas sobre estantes. Pilas de colchas se alineaban a lo largo de una pared. Norman empujó a Pam contra ellas, observando sin interés cómo la falda de su uniforme se le deslizaba muslos arriba. Su deseo sexual se había ido de vacaciones, tal vez incluso se había jubilado o muerto, y a lo mejor no importaba. Lo que tenía entre las piernas le había ocasionado muchos problemas a lo largo de los años. Era una putada, la clase de cosa que podía inducirte a pensar que Dios guardaba más relación con el cínico de Andrew Dice Clay de lo que te apetecía creer. Durante doce años ni siquiera reparabas en su presencia, y durante los siguientes cincuenta o incluso sesenta te arrastraba tras de sí como un demonio de Tasmania calvo y enloquecido.

–No grites –advirtió–. No grites, Pammy. Si gritas te mato.

Era una amenaza vacua, al menos de momento, pero ella no lo sabía.

Pam había aspirado una profunda bocanada de aire; ahora lo espiró silenciosamente. Norman se relajó un poco.

–Por favor, no me haga daño –suplicó.

Madre mía, qué original, ésa no la había oído en su vida, no señor.

–No quiero hacerte daño –le dijo en tono cálido–. De verdad que no.

Algo se agitaba en su bolsillo trasero. Alargó la mano y tocó goma. La máscara. Lo cierto era que no le sorprendió.

–Lo único que tienes que hacer es decirme lo que quiero saber, Pam. Y entonces podrás seguir tu camino, y yo el mío.

¿Cómo sabe mi nombre?

Norman se encogió de hombros, el gesto que empleaba en la sala de interrogatorios para indicar que sabía un montón de cosas porque en eso consistía su trabajo.

Pam estaba sentada sobre una pila de colchas de color marrón oscuro, idénticas a las de su habitación de la novena planta, alisándose la falda sobre las rodillas. Tenía los ojos de un matiz azul realmente extraordinadio. Sobre el párpado inferior izquierdo tenía suspendida una lágrima que tembló y luego le rodó por la mejilla dejando tras de sí un rastro de rímel.

–¿Va a violarme? preguntó.

Lo estaba observando con aquellos ojos extraordinariamente azules (¿Quién necesita encoñar a un hombre con esos ojazos, eh, Pammy?), pero Norman no vio en ellos la expresión que quería ver. En la sala de interrogatorios veías una expresión determinada en los ojos de los tipos a los que llevabas día y medio acosando a preguntas y es–taban apunto de desmoronarse, una expresión humilde que parecía pedir un respiro. No vio aquella expresión en los ojos de Pammy.

Todavía.

–Pam...

–Por favor, no me viole, por favor, no, pero si lo hace, si realmente tiene que hacerlo, use condón, porque me da mucho miedo el sida...

Norman se la quedó mirando asombrado antes de echarse a reír. Al hacerlo le dolió el estómago, el diafragma y sobre todo la cara, pero no podía parar. Se dijo que tenía que controlarse, que algún empleado del hotel, tal vez incluso el detective del hotel, podía pasar por allí, oír risas procedentes de aquella habitación y preguntarse qué significaban, pero ni siquiera eso le sirvió de nada; tenía que esperar a que se le pasara.

La rubia lo observó anonadada y por fin esbozó una sonrisa cautelosa. Esperanzada.

Por fin, Norman consiguió dominarse, aunque ya se le estaban saltando las lágrimas.

–No voy a violarte, Pam –aseguró cuando por fin fue capaz de decir algo sin desacreditarlo con otra carcajada.

¿Cómo sabe mi nombre? –repitió ella con más firmeza.

Norman sacó la máscara, deslizó la mano en su interior y la manejó como había hecho ante el capullo del contable del Camry.

–Pam–Pam–Pam–oh–Bam–banana fauna fo–Fam, fee–fi–mo–Mam –la hizo cantar.

La bamboleaba adelante y atrás como Shari Lewis a su puta Costilla de Cordero, sólo que no era un cordero, sino un toro, un estúpido toro maricón con flores en los cuernos. No tenía ni una sola puta razón en el mundo para que le gustara el toro de los cojones, pero la verdad era que le gustaba bastante.

–Y tú también me gustas a mí –dijo Ferd el toro maricón con los ojos clavados en Norman antes de volverse hacia Pam–. ¿Te molesta, Pam?

–N–n–no farfulló la chica aún sin aquella expresión en los ojos, aunque lo cierto era que iba progresando, porque estaba aterrada, de eso estaba seguro.

Norman se puso en cuclillas con las manos colgando entre los muslos y los cuernos de Ferdinand apuntando al suelo.

–Te gustaría que desapareciera de esta habitación y de tu vida, ¿verdad, Pammy?–le preguntó con sinceridad.

Pam asintió con tal vigor que el cabello le rebotó contra los hombros.

–Ya me lo imaginaba, y me parece bien. Tú dime una cosa y me marcharé en un periquete. Y no es una pregunta difícil. –Se inclinó hacia ella, y los cuernos de Ferd se arrastraron por el suelo–. Lo único que quiero saber es dónde está Rose. Rose Daniels. ¿Dónde vive?

–Oh, Dios mío.

El color que quedaba en el rostro de Pammy, dos manchas rojas sobre los pómulos, se desvaneció por completo, y sus ojos se abrieron hasta casi salírsele de las órbitas.

–Oh, Dios mío. Eres tú. Eres Norman.

Aquello lo asombró y enfureció. Se suponía que él sabía el nombre de ella, así era como funcionaban las cosas, pero ella no debía saber el suyo. Pam se levantó de la pila de colchas mientras intentaba asimilar el hecho de haberla oído pronunciar su nombre y estuvo a punto de escapar. Norman se lanzó tras ella alargando la mano derecha, en la que aún sostenía la máscara. A lo lejos se oyó decirle que no iba a ninguna parte, que quería hablar con ella y tenía intención de hacerlo de cerca.

La agarró por el cuello. Pam profirió un sonido ahogado que pretendía ser un grito y se lanzó hacia delante con fuerza sorprendente y nerviosa. Norman podría haberla retenido de no ser por la máscara, que resbaló sobre su mano sudorosa. Pam se zafó de él, se estrelló contra la puerta con los brazos extendidos a ambos lados, y en el primer momento Norman no comprendió lo que pasó a continuación.

Oyó un sonido, un sonido carnoso que le recordó el que emitía un corcho al salir de una botella de champán, y entonces Pam empezó a debatirse, golpeando la puerta con las manos, la cabeza echada hacia atrás en un ángulo extraño y rígido, como si contemplara la bandera durante una ceremonia patriótica.

–¿Eh? farfulló Norman.

Ferdinand se alzó ante sus ojos, algo ladeado sobre su mano, Ferdinand parecía borracho.

–Uy –dijo el toro.

Norman se arrancó la máscara de la mano y se la guardó en el bolsillo, consciente ahora de un sonido parecido a la lluvia. Bajó la mirada y se dio cuenta de que el deportivo de Pam ya no era blanco, sino rojo. La sangre estaba formando un charco a su alrededor; corría a lo largo de la puerta en regueros largos. La chica seguía agitando las manos. A Norman le recordaron pajarillos.

Parecía clavada a la puerta, y cuando Norman avanzó unos pasos, se dio cuenta de que, en cierto modo, así era. Había un gancho para abrigos clavado en la maldita puerta. Pam se había zafado de su mano y al abalanzarse sobre la puerta se había empalado. Tenía el gancho clavado en el ojo izquierdo.

–Oh, Pam, mierda, estúpida –masculló Norman.

Estaba furioso y trastornado. No dejaba de ver la sonrisa estúpida del toro, de oír su voz diciendo «uy» como si fuera un personaje listillo de algún dibujo animado de la Warner.

Separó a Pam del gancho y en aquel momento oyó el crujido indescriptible de los tendones. El ojo bueno, más azul que nunca, según le parecía a Norman, lo miró con horror silencioso.

Y entonces abrió la boca y gritó.

Norman no titubeó ni un instante; sus manos actuaron por sí solas, asiéndole el rostro por las mejillas antes de colocar las palmas bajo los ángulos delicados de la mandíbula y girarla. Se oyó un solo crujido seco, el sonido de alguien al pisar una rama de cedro, y entonces Pam se desplomó entre sus brazos. Se había ido y se había llevado consigo lo que sabía sobre Rose.

–Maldita puta jadeó Norman–. ¡Mira que clavarte el puto gancho en el ojo, imbécil!

La zarandeó. Su cabeza se bamboleó de un lado a otro. Ahora llevaba un babero rojo sobre el uniforme blanco. Norman la llevó de nuevo a la pila de colchas y la dejó caer sobre ellas. Pam cayó con las piernas abiertas.

–Puta de mierda –masculló Norman–. No puedes dejar de hacer eso aunque estés muerta, ¿eh?

Le cruzó las piernas. Uno de sus brazos cayó del regazo y chocó contra las colchas. Norman vio que llevaba un llamativo brazalete lila que parecía un trozo de cable de teléfono. En él había una llave.

Norman se la quedó mirando y luego se volvió hacia las taquillas que se alineaban en el otro extremo de la estancia.

No puedes ir allí, Normie, le advirtió su padre. Sé lo que estás pensando, pero estás loco si te acercas siquiera a su casa de Durham Avenue.

Norman esbozó una sonrisa. Estás loco si vas allí. Eso era bastante divertido si uno se paraba a pensarlo. Además, ¿adónde iba a ir si no? ¿Qué otra opción le quedaba? No tenía mucho tiempo. Tras él ardían sus navíos, todos ellos.

–El tiempo está distorsionado –murmuró Norman Daniels antes de quitarle el brazalete a Pam.

Se acercó a las taquillas con el brazalete entre los dientes mientras se colocaba la máscara del toro sobre la mano. Sostuvo a Ferd en alto para que revisara las etiquetas pegadas a las taquillas.

–Esta –anunció Ferd golpeteando la taquilla con la etiqueta PAM HAVERFORD con el rostro de goma.

La llave entraba en la cerradura. En el interior de la taquilla había unos vaqueros, una camiseta, un sujetador deportivo, un neceser y el bolso de Pam. Norman llevó el bolso hasta una de las cestas de la colada y vació su contenido sobre las toallas. Deslizó a Ferdinand sobre las cosas como si se tratara de un extraño satélite espía.

Ahí lo tienes, grandullón –murmuró Ferdinand.

Norman separó un trozo delgado de plástico gris de la basura de cosméticos, pañuelos de papel y papeles. Abriría la puerta principal del club, de eso no cabía duda. Lo cogió y luego se volvió para marcharse...

–Espera –exclamó 'l doro antes de acercarse al oído de Norman y susurrarle algo mientras sus cuernos oscilaban adelante y atrás.

Norman escuchó y por fin asintió. Volvió a quitarse la máscara de la mano sudorosa, se la guardó en el bolsillo y se inclinó sobre el contenido del bolso de Pam. Esta vez rebuscó con cuidado, como si estuviera examinando «el lugar de los hechos», como se decía en la jerga policial..., aunque en tal caso habría utilizado la punta de un lápiz o de un bolígrafo en lugar de las yemas de los dedos.

Es evidente que las huellas no representan ningún problema aquí, pensó con una carcajada. Ya no.

Empujó a un lado su monedero y recogió un librito rojo con las palabras TELÉFONOS Y DIRECCIONES impresas sobre la tapa. Buscó en la D y encontró una entrada para Hijas y Hermanas, pero no era eso lo que buscaba. Pasó a la primera página del libro, donde había muchos números escritos sobre y alrededor de los garabatos de Pam, en su mayoría ojos y pajaritas de dibujos animados. Sin embargo, todos aquellos números parecían números de teléfono.

Pasó a la última página, otro sitio probable. Más números de teléfono, más ojos, más pajaritas... y en el centro, bien enmarcado y rodeado de asteriscos, lo siguiente:

 

–Vaya, vaya –susurró–. Conserven sus cartones, amigos, pero creo que hemos cantado Bingo, ¿verdad, Pammy?

Norman arrancó la última página de la agenda de Pam, se la guardó en el bolsillo delantero y se dirigió de puntillas hacia la puerta. Allí se detuvo a escuchar. No había moros en la costa. Exhaló un suspiro y rozó una esquina del papel que se acababa de guardar en el bolsillo. En aquel momento, su mente rebotó de nuevo, y durante un rato no hubo nada en absoluto.

Hale y Gustafson llevaron a Rosie y Gert a un rincón de la sala policial que casi parecía un salón. El mobiliario era viejo pero bastante cómodo, y no había mesas para que los detectives se sentaran tras ellas. En lugar de ello, los dos hombres se dejaron caer en un sofá de color verde desvaído situado entre la máquina expendedora de bebidas y la cafetera. En vez de una fotografía tenebrosa de drogadictos o víctimas del sida, sobre la cafetera se veía un póster de agencia de viajes que mostraba los Alpes suizos. Los detectives se mostraban tranquilos y comprensivos, la entrevista transcurría con serenidad y en actitud respetuosa, pero ni su comportamiento ni el entorno ayudaron a Rosie. Seguía enfadada, más furiosa de lo que había estado en toda su vida, pero también estaba aterrada por el hecho de hallarse en ese lugar.

En varias ocasiones durante la entrevista estuvo a punto de perder el control de sus emociones, y cada vez que le ocurría miraba hacia el otro extremo de la estancia, donde Bill estaba sentado pacientemente, más allá de la barandilla con el rótulo SÓLO ASUNTOS POLICIALES, POR FAVOR.

Sabía que debería levantarse, acercarse a él y decirle que no esperara más, que se fuera a casa y la llamara al día siguiente, pero no podía hacerlo. Necesitaba que se quedara allí al igual que había necesitado que la siguiera en la Harley mientras los policías la llevaban a la comisaría, lo necesitaba como una niña de imaginación desbocada necesita tener la luz encendida cuando se despierta en plena noche.

La cuestión era que no dejaban de ocurrírsele ideas locas. Sabía que era una locura, pero el hecho de saberlo no le servía de nada. Desaparecían durante un rato, y entonces respondía a sus preguntas sin que se le ocurrieran ideas locas, pero de repente se sorprendía pensando que tenían a Norman en el sótano, que lo estaban escondiendo allí, claro que sí, porque el cuerpo era una familia y los policías eran hermanos, y a las mujeres de los policías no se les permitía escapar y llevar una vida propia pasara lo que pasara. Norman estaba a salvo en un cubículo del sótano, donde nadie podía oírte aunque gritaras a pleno pulmón, una habitación con paredes de hormigón y una sola bombilla desnuda, y cuando aquella farsa terminase, la llevarían junto a él. La obligarían a hablar con Norman.

Una locura. Pero no sabía a ciencia cierta que era una locura hasta que alzaba la vista y veía a Bill al otro lado de la barandilla, observándola y esperando a que acabase para poderla llevar a casa en su poni de hierro.

Repasaron la historia una y otra vez, a veces era Gustafson el que preguntaba y a veces Hale, y aunque Rosie no tenía la sensación de que estuvieran jugando al poli bueno y al poli malo, deseaba que acabaran con sus preguntas interminables y la dejaran marchar. Tal vez cuando saliera de allí remitirían un poco aquellas oscilaciones paralizadoras entre la furia y el terror.

–Vuélvame a explicar por qué llevaba la fotografía del señor Daniels en el bolso, señora Kinshaw–dijo Gustafson.

Ante él tenía un informe a medio redactar y en la mano sostenía un Bic. Fruncía el ceño de un modo terrible; a Rosie le recordaba a un niño haciendo un examen para el que no ha estudiado.

–Ya se lo he contado dos veces –replicó Gert.

–Será la última vez –prometió Hale.

–¿Palabra de Boy Scout? –preguntó Gert.

Hale esbozó una sonrisa encantadora y asintió.

–Palabra de Boy Scout.

Gert volvió a contarle que ella y Anna habían relacionado a Norman Daniels con el asesinato de Peter Slowik y que habían recibido la fotografía de Norman por fax. De ahí pasó a explicar que se había fijado en el hombre de la silla de ruedas cuando el cobrador del parque le había gritado para que volviera. Rosie ya conocía la historia, pero la valentía de Gert seguía impresionándola. Cuando Gert llegó al enfrentamiento con Norman detrás de los lavabos, expresándose en el tono prosaico de una mujer que recitara la lista de la compra, Rosie le tomó la enorme mano parda y se la oprimió.

Al terminar, Gert miró a Hale y enarcó las cejas.

–¿Satisfecho?

–Satisfecho –asintió Hale–. Muy satisfecho. Cynthia Smith le debe la vida. Si fuera usted policía, la propondría para una medalla.

–No habría superado las pruebas físicas –aseguró Gert con un resoplido–. Estoy demasiado gorda.

–Es igual –repuso Hale con toda seriedad mientras la miraba a los ojos. .

–Bueno, le agradezco el cumplido, pero lo que de verdad quiero que me diga es que van a cogerle. .

–Le cogeremos –aseguró Gustafson con aire confiado, y Rosie pensó: No conoce usted a mi Norman, detective.

–¿Hemos terminado? –inquirió Gert.

–Usted sí –dijo Hale–. Quiero hacer unas cuantas preguntas más a la señora McClendon... si no le molesta. De lo contrario pueden esperar. –Se detuvo un instante antes de proseguir–. Pero la verdad es que no deberían esperar. Creo que los dos lo sabemos, ¿verdad?

Rosie cerró los ojos un instante y volvió a abrirlos. Se volvió hacia Bill, que seguía sentado al otro lado de la barandilla, y luego miró a Hale.

–Pregúnteme todo lo que quiera –accedió–. Pero le ruego que acabe lo antes posible. Quiero irme a casa.

Esta vez, cuando volvió en sí, estaba apeándose del Tempo en una calle tranquila que de inmediato identificó como Durbam Avenue. Había aparcado a una manzana y media del Palacio del Chocho. Aún no era de noche, pero faltaba poco; las sombras bajo los árboles aparecían espesas y aterciopeladas, deliciosas en cierto modo.

Se miró y comprobó que debía de haber regresado a su habitación antes de salir del hotel. Su piel olía a jabón y se había cambiado de ropa. La que llevaba ahora resultaba muy apropiada para aquella misión: pantalones informales, camiseta blanca de cuello redondo y camisa azul de trabajo con los faldones fuera del pantalón. Parecía la clase de tipo que podía aparecer en pleno fin de semana para arreglar una tubería estropeada o...

–O verificar la alarma antirrobo –masculló Norman para sus adentros con una sonrisa–. Qué atrevido, señor Daniels. Pero qué atrevi...

En aquel momento lo dominó el pánico, y se llevó la mano al bolsillo trasero izquierdo de los pantalones. No tocó nada aparte del bulto de la cartera. Se golpeó el derecho y exhaló un profundo suspiro de alivio al rozar la goma fláccida de la máscara. Por lo visto había olvidado el revólver de servicio (debía de haberlo dejado en la caja fuerte del hotel), pero no la máscara, y en aquel momento, la máscara se le antojaba más importante que el arma. Probablemente era una locura, pero así estaban las cosas.

Echó a caminar por la acera en dirección al 251. Si sólo había unas cuantas zorras en el club, intentaría tomarlas a todas como rehenes. Si había muchas, tomaría a todas las que pudiera, tal vez media docena, y ahuyentaría a las demás. Luego empezaría a dispararles una a una hasta que alguna de ellas soltara la dirección de Rose. Si ninguna de ellas la sabía, las mataría a todas y después empezaría a registrar los archivos..., pero no creía que las cosas llegaran a semejante extremo.

¿Qué harás si la policía está allí, Normie?, preguntó su padre con nerviosismo. ¿Si hay policías delante y dentro, policías protegiendo el lugar de ti?

No lo sabía y tampoco le importaba demasiado.

Pasó delante del 245, el 247 y el 249. Entre este último y la acera se alzaba un seto, y cuando Norman llegó al final se detuvo en seco para observar el 251 de Durbam Avenue con los ojos entornados y suspicaces. Había estado preparado para ver un montón de actividad o un poco de actividad, pero no estaba preparado para lo que vio, es decir, ninguna actividad en absoluto.

Hijas y Hermanas, el club erigido al fondo de su jardín estrecho y profundo, tenía bajadas las persianas del primero y el segundo piso para protegerlos del calor del día. Reinaba el más completo silencio. Las ventanas situadas a la izquierda del porche tenían las persianas subidas, pero por ellas no se filtraba luz alguna. No vio ninguna silueta en ellas. Ni un alma en el porche. Ningún coche en el camino de entrada.

No puedo quedarme aquí parado, pensó, y echó a andar de nuevo. Pasó de largo mientras echaba un vistazo al huerto en el que había visto a las dos putas aquel día, una de ellas la zorra a la que había propinado una buena paliza detrás de los lavabos. El huerto también estaba desierto. Y por lo que veía del jardín trasero, tampoco parecía haber nadie allí.

Es una trampa, Normie, le dijo su padre. Lo sabes, ¿verdad?

Norman siguió andando hasta el 257, una casa estilo Cape Cod, y luego dio media vuelta para regresar paseando al club. Sabía que aquello tenía aspecto de trampa, la voz de su padre tenía razón, pero de algún modo no creía que lo fuera.

Ferdinand el Toro surgió ante su rostro como un fantasma hortera de goma... Norman se había colocado la máscara sobre la mano sin ni siquiera darse cuenta. Sabía que era una mala idea; sin lugar a dudas, cualquiera que se asomara a una ventana se preguntaría por qué ese hombre corpulento de la cara hinchada estaba hablando con una máscara de goma... y moviéndole los labios para que respondiera. Sin embargo, tampoco aquellos detalles parecían importar. La vida se había tornado..., bueno, muy primitiva, y a Norman no le desagradaba.

–No, no es una trampa –aseguró Ferdinand.

–¿Estás seguro? preguntó Norman cuando estaba a punto de alcanzar el 251.

–Sí–asintió Ferdinand mientras agitaba los cuernos adornados con guirnaldas–. Están todas en el picnic, eso es lo que pasa. Lo más probable es que ahora mismo estén todas haciendo buñuelos mientras una bollera con un vestido de abuelo canta Blowin' in the Wind. No has sido más que una pequeña molestia, Norman.

Norman se detuvo delante del sendero que conducía a Hijas y Hermanas y se quedó mirando la máscara con expresión anonadada.

–Eh, lo siento, tío –se disculpó 'l doro–,pero yo no hago las noticias, sólo las transmito.

Norman quedó asombrado al descubrir que había algo casi tan horrible como llegar a casa y encontrarte con que tu mujer se ha largado con tu tarjeta del cajero en el bolso, y era que no te hicieran ni puto caso.

Que un montón de mujeres no te hicieran ni puto caso.

–Bueno, pues entonces enséñales a portarse mejor –dijo Ferdinand–. Dales una buena lección. Venga, Norman. Demuéstrales quién eres. Demuéstraselo para que no lo olviden nunca.

–Para que no lo olviden nunca –repitió Norman mientras la máscara asentía con entusiasmo.

Se la guardó en el bolsillo trasero y sacó la tarjeta de apertura de Pam y el trozo de papel que había encontrado en su agenda del delantero mientras cruzaba el camino de entrada. Subió la escalinata del porche y alzó la mirada (esperaba que con indolencia) hacia la cámara instalada sobre la puerta. Escondió la tarjeta de apertura, pues suponía que cabía la posibilidad de que alguien estuviera observando. Más le valía recordar, por mucha suerte que tuviera, que Ferdinand no era más que una máscara de goma cuyo cerebro era la mano de Norman Daniels.

La ranura se hallaba en el lugar que había imaginado. Junto a ella se veía un interfono con un rótulo que ordenaba a los visitantes pulsar el botón y hablar.

Norman pulsó el botón y se inclinó hacia delante.

–Mi dland Gas, verificando una fuga en el barrio, cambio.

Soltó el botón. Esperó. Observó la cámara. En blanco y negro, lo que seguramente no reflejaría cuán hinchada tenía la cara..., al menos eso esperaba. Sonrió para demostrar que era inofensivo mientras el corazón le latía como un caballo desbocado.

No obtuvo respuesta. Nada.

Volvió a pulsar el botón.

–¿Hay alguien en casa, tías?

Les dio un poco más de tiempo y contó despacio hasta veinte. Su padre susurró que era una trampa, precisamente la clase de trampa que él mismo habría diseñado en semejante situación, atraer al capullo, hacerle creer que el lugar estaba vacío y luego hacerlo papilla. Y sí, era la clase de trampa que él habría diseñado..., pero aquí no había nadie. De eso estaba casi seguro. El lugar se le antojaba más vacío que una lata de cerveza en la basura.

Norman introdujo la tarjeta en la ranura. Se oyó un único chasquido. Retiró la tarjeta, hizo girar el pomo y entró en el vestíbulo de Hijas y Hermanas. A su izquierda oyó un sonido grave y constante: bip–bip–bip–bip. Era una alarma antirrobo con código numérico. Las palabras PUERTA PRINCIPAL parpadeaban en la pantalla.

Norman miró el trozo de papel que había llevado consigo, se tomó un segundo para rogar que el número que figuraba en él fuera el que pensaba y por fin pulsó 0471. Por un terrible instante, la alarma siguió sonando, pero de repente se detuvo. Norman exhaló un suspiro y cerró la puerta. Reinicializó la alarma sin pensar en ello, como simple reflejo de policía.

Paseó la mirada en derredor, reparó en la escalera que subía al primer piso y cruzó el vestíbulo. Asomó la cabeza a la primera habitación de la derecha. Parecía una clase, pues tenía sillas dispuestas en círculo y una pizarra en un extremo. Sobre la pizarra se veían las siguientes palabras: DIGNIDAD, RESPONSABILIDAD y FE.

–Palabras sabias, Norm –comentó Ferdinand, que volvía a estar sobre la mano de Norman como por arte de magia–. Palabras sabias.

–Si tú lo dices. A mí me parece la mierda de siempre.

Miró en derredor y alzó la voz. Parecía casi un sacrilegio gritar en aquel silencio en cierto modo polvoriento, pero un hombre tenía que hacer lo que tenía que hacer.

–¿Hola? ¿Hay alguien? ¡Midland Gas!

–¿Hola? –gritó Ferd desde su mano con el acento alemán de broma que el padre de Norman empleaba a veces cuando estaba borracho, mientras paseaba los ojos brillantes y vacíos por la estancia–. ¿Hola? ¿Jay alguien en casaa?

–Cierra el pico, imbécil –espetó Norman.

–Sí, mi capitán –replicó 'l doro, y guardó silencio de inmediato.

Norman giró sobre sus talones lentamente y siguió cruzando el vestíbulo. Había otras habitaciones por el camino: un salón, un comedor y lo que parecía una pequeña biblioteca, pero todas estaban desiertas. La cocina situada al final del vestíbulo también estaba vacía, y ahora se le presentaba otro problema. ¿Dónde encontraría lo que buscaba?

Aspiró una profunda bocanada de aire y cerró los ojos en un intento de pensar (y de alejar de sí la jaqueca que volvía a intentar abrirse paso en su cabeza). Le apetecía un cigarrillo pero no lo encendió; a lo mejor tenían detectores de humo tan sensibilizados que se disparaban a la primera nubecilla de tabaco.

Volvió a aspirar profundamente hasta llevar el aire hasta el fondo de los pulmones, y entonces identificó el olor de aquel lugar... No era olor a polvo, sino olor a mujeres, mujeres que llevaban mucho tiempo atrincheradas con otras mujeres, mujeres que se habían encerrado en una túnica común de moralidad en un intento de aislarse del mundo real. Olor a sangre, ducha vaginal, bolsitas de hierbas perfumadas, laca de pelo, desodorante y perfumes de nombres provocadores como Mi Pecado, Hombros Blancos u Obsesión. Era el olor vegetal de lo que les gustaba comer y el olor afrutado de los tés que les gustaba beber; ese olor no era el olor del polvo, sino de algo parecido a la levadura, una fermentación que producía una fragancia que ninguna limpieza podía eliminar; el olor de mujeres sin hombres. De repente, aquel olor le llenó la nariz, la garganta, el corazón, le produjo arcadas, le hizo sentir débil, casi sofocado.

–Domínate, colega –espetó Ferdinand con firmeza–. ¡Lo único que hueles es la salsa de los espagueti de anoche! ¡Por el amor de Dios!

Norman espiró el aire y aspiró otra bocanada antes de abrir los ojos. Salsa de espagueti, sí. Un olor rojo, sangriento. Pero nada más que salsa de espagueti.

–Lo siento, me he puesto un poco nervioso –se disculpó.

–¿Y quién no? –repuso Ferdinand con una expresión comprensiva en los ojos vacíos–. Aquí es donde Circe convierte a los hombres en cerdos, al fin y al cabo. –La máscara osciló sobre la mano de Norman mientras lo examinaba todo con aquellos ojos vacuos–. Sí, aquí es.

¿De qué hablas?

–Nada, no importa.

–No sé dónde ir –comentó Norman mirando a su alrededor–. Tengo que darme prisa, pero Dios mío, ¡este sitio es enorme! Debe de haber al menos veinte habitaciones.

El toro señaló con los cuernos una puerta que se abría frente a la cocina.

–Prueba ésa.

Joder, será la despensa.

–No lo creo, Norm. No creo que pongan un rótulo de PRIVADO en la despensa.

Tenía razón. Norman atravesó la estancia mientras se guardaba la máscara del toro en el bolsillo (y reparaba en la olla de los espagueti que habían puesto a secar en la escurridera junto a la pica), y llamó a la puerta. Nada. Hizo girar el pomo sin dificultad. Abrió la puerta, deslizó la mano por la pared y pulsó el interruptor.

El aplique del techo iluminó un escritorio mastodóntico atestado de trastos. Sobre un montón de papeles se veía una placa que rezaba ANNA STEVENSON y DIOS BENDIGA ESTE DESORDEN. De la pared colgaba una fotografía enmarcada de dos mujeres a las que Norman reconoció. Una de ellas era la difunta Susan Day. La otra era la zorra de pelo blanco que había visto en la foto del periódico, la que se parecía a Maude. Ambas tenían el brazo echado sobre los hombros de la otra y se sonreían como auténticas bolleras.

La pared lateral de la habitación estaba cubierta de archivadores. Norman se acercó a ellos, apoyó una rodilla en el suelo y alargó el brazo hacia el archivador de la D y la E antes de detenerse. Rose ya no usaba el nombre de Daniels. No recordaba si se lo había dicho Ferdinand, si lo había descubierto él mismo o si lo había intuido, pero sabía que era cierto. Rose había vuelto a adoptar su nombre de soltera.

–Serás Rose Daniels hasta el día en que te mueras –masculló mientras alargaba el brazo hacia el archivador de la M. Tiró del picaporte. Nada. Estaba cerrado con llave.

Un problema, pero no demasiado grave. Cogería algo para abrir en la cocina. Se volvió con la intención de salir de la estancia, pero en aquel instante algo le llamó la atención: una cesta de mimbre colocada en la esquina de la mesa. Del asa pendía una tarjeta. SAL AL MUNDO, PEQUEÑA CARTA, decía en tipo de letra inglés antiguo. En la cesta había un montón de lo que parecía correspondencia para enviar, y debajo de un sobre de pago dirigido a Televisión por Cable Lakeland vio lo siguiente:

 

 

 
   

 

 


                                     endon

                                  renton Street

¿–endon?

¿McClendon?

Cogió la carta y al hacerlo volcó la cesta; todas las cartas cayeron al suelo. Norman abrió los ojos con expresión codiciosa.

Sí, McClendon, sí, señor. Rosie McClendon. Y justo debajo, escrita con letra firme y clara, la dirección que le había costado un infierno encontrar: 897 Trenton Street.

Debajo de una pila de folletos del Picnic Estival había un largo abrecartas cromado, Norman lo cogió, abrió el sobre y se guardó el abrecartas en el bolsillo trasero sin ni siquiera darse cuenta de ello. Al mismo tiempo volvió a sacar la máscara y se la deslizó sobre la mano. La única hoja de papel que contenía el sobre llevaba un membrete que rezaba ANNA STEVENSON en letras grandes, e Hijas y Hermanas en letras un poco más pequeñas.

Norman echó un vistazo rápido a aquel síntoma de arrogancia y luego empezó a deslizar la máscara sobre el papel para que Ferdinand le leyera la carta. La letra de Anna Stevenson era grande y elegante..., arrogante, podrían haberla definido algunos. Los dedos sudorosos de Norman se agitaron e intentaron cerrarse dentro de la máscara, lo que provocó a Ferdinand una serie de muecas mientras se movía.

Querida Rosie:

Sólo quería enviarte una nota a tu nueva casa (¡Sé lo importante que puede ser la primera carta!) para decirte cuánto me alegro de que vinieras a Hijas y Hermanas y de que pudiéramos ayudarte. Asimismo quiero que sepas que me encanta que tengas un nuevo trabajo... ¡Tengo la sensación de que no seguirás mucho tiempo en Trenton Street!

Toda mujer que acude a Hijas y Hermanas renueva la vida de las demás, de las que están junto a ella durante el primer período de curación y de las que la suceden cuando se marcha, pues cada una deja tras ella una parte de su experiencia, fuerza y esperanza. Espero verte por aquí con frecuencia, Rosie, no sólo porque te queda un largo camino que recorrer hasta alcanzar la recuperación absoluta y porque hay muchos sentimientos (sobre todo la furia, deduzco yo) con los que aún no te has enfrentado, sino también porque tienes la obligación de transmitir lo que has aprendido aquí. Con toda probabilidad no hace falta que te diga estas cosas, pero...

Un chasquido leve, aunque sonoro a causa del silencio, seguido de otro sonido: bip–bip–bip–bip.

La alarma antirrobo.

Norman tenía compañía.

Anna no reparó en ningún momento en el Tempo verde aparcado junto al bordillo a una manzana y media de Hijas y Hermanas. Se hallaba inmersa en una fantasía privada, una fantasía que jamás había confesado a nadie, ni siquiera a su psicoanalista, la fantasía imprescindible que reservaba para días espantosos como aquél. En ella salía en la portada de la revista Time. No se trataba de una foto, sino de una vibrante pintura al óleo que la mostraba en una camisa de color azul oscuro (el azul era el color que más la favorecía, y la camisa disimularía la grasa deprimente que se había acumulado en torno a su cintura en los últimos dos o tres años). Miraba por encima del hombro izquierdo para ofrecer al artista su mejor perfil, y el cabello le caía sobre el derecho como una cascada de nieve. Una cascada de nieve muy sexy.

El pie de la portada decía tan sólo MUJER AMERICANA.

Entró en el camino de coches mientras desterraba a regañadientes la fantasía (acababa de llegar al punto en el que el periodista escribía: «Aunque ha salvado la vida de más de mil quinientas mujeres maltratadas, Anna Stevenson sigue siendo una mujer sorprendente, conmovedoramente modesta...»). Apagó el motor de su Infiniti y permaneció sentada unos instantes, frotándose la piel bajo los ojos.

Peter Slowik, a quien en la época de su divorcio se había referido bajo el nombre de Pedro el Grande o Rasputín el Marxista Loco, había sido un charlatán promiscuo durante su vida, y al parecer sus amigos habían decidido recordarle del mismo modo. La conversación se había alargado más y más; cada «ramo de conmemoración» (tenía la sensación de que podría coser a balazos a esos mamones políticamente correctos que se inventaban expresiones tan horteras como aquélla) había sido más extenso, y a las cuatro de la tarde, cuando por fin se habían levantado para comer y beber vino (nacional y espantoso, precisamente el que Peter habría escogido si hubiera sido el encargado de comprarlo), Anna estaba segura de que llevaba la forma de la silla plegable en la que había estado sentada tatuada en el culo. La idea de marcharse temprano, tal vez después de tomar un canapé y un sorbo de vino, no se le había ocurrido en ningún momento. La gente la estaría observando y calibrando su comportamiento. Al fin y al cabo, era Anna Stevenson, una mujer importante en la estructura política de aquella ciudad, y había determinadas personas con las que tenía que hablar después del funeral. Personas con las que Anna quería ser vista por otras personas, pues así era como funcionaban las cosas.

Y para colmo de los males, su busca había sonado tres veces en tres cuartos de hora. A veces el maldito trasto se pasaba semanas calladito en su bolso, pero aquella tarde, durante una reunión en la que los largos períodos de silencios se veían interrumpidos de vez en cuando por personas que no parecían poder articular más que susurros sollozantes, el busca se había vuelto loco. Después de la tercera vez, Anna se había hartado de que la gente se volviera para mirarla y lo había apagado. Esperaba que nadie se hubiera puesto de parto en el. picnic, que ningún niño hubiera resultado herido en la cabeza por una herradura a la deriva, y sobre todo esperaba que el marido de Rosie no hubiera aparecido. Sin embargo, lo dudaba; sabía que no le convenía aparecer. En cualquier caso, cualquiera que la llamara al busca habría llamado primero a Hijas y Hermanas, y lo primero que haría al salir de allí sería verificar los mensajes del contestador de su oficina. Podría escuchar los mensajes mientras hacía pis. En la mayoría de los casos, sería lo más apropiado.

Salió del coche, lo cerró con llave (todas las precauciones eran pocas, incluso en un barrio bueno como aquél), y subió la escalinata del porche. Utilizó la tarjeta de apertura y silenció el bip–bip–bip del sistema de seguridad sin ni siquiera darse cuenta de ello; las postrimerías de su ensoñación (única mujer de su época a la que todas las facciones del movimiento femenino cada vez más divergente aman y respetan) aún le bullían en la cabeza.

–¡Hola, casa! –saludó mientras cruzaba el vestíbulo.

El silencio fue la única respuesta que obtuvo... y la única que esperaba, para ser sincera. Con un poco de suerte disfrutaría de dos o tres horas de silencio bendito antes de que empezaran las risitas, el siseo de las duchas, los portazos y los culebrones televisivos de la noche.

Entró en la cocina preguntándose si un baño largo y ocioso, con sales incluidas, le ayudaría a librarse de lo más gordo del día. Pero entonces se detuvo con el ceño fruncido al ver la puerta de su estudio. Estaba entreabierta.

–Maldita sea –masculló–. ¡Maldita sea!

Si había algo que odiara más que nada en el mundo (salvo tal vez la gente sobona y sentimental) era la violación de su intimidad. No había cerradura en la puerta del estudio porque no creía que tuviera que rebajarse a tanto. Al fin y al cabo, aquella era su casa; las chicas y mujeres que acudían allí lo hacían gracias a su generosidad y tolerancia. No tenía por qué cerrar aquella puerta con llave. Tendría que haber bastado con su deseo de que nadie entrara a menos que ella así lo indicara.

Por lo general funcionaba, pero de vez en cuando, alguna mujer decidía que realmente necesitaba algún documento, de que realmente tenía que usar la fotocopiadora de Anna (que se calentaba más deprisa que la de la sala de recreo del sótano), de que realmente necesitaba un sello, y por ello esa persona irrespetuosa entraba, fisgoneaba en un lugar que no era suyo, tal vez miraba cosas que no le incumbían en absoluto y contaminaba el aire con el olor de algún perfume barato de droguería...

Anna se detuvo con una mano en el picaporte, examinando la estancia oscura que había sido la despensa cuando ella era pequeña. Sus fosas nasales se agitaron levemente, y el ceño de su frente se tornó más profundo. Había un olor, sí señor, pero no era exactamente perfume. Era algo que le recordaba al Marxista Loco. Era...

Todos mis hombres llevan Colonia Inglesa o nada en absoluto.

¡Dios! ¡Dios Todopoderoso!

Se le puso la piel de gallina. Anna se enorgullecía de ser una mujer práctica, pero de repente no le costó nada imaginar al fantasma de Peter Slowik esperándola en el estudio, una sombra tan insustancial como el hedor de esa colonia ridícula que había usado...

Se fijó en una luz que brillaba en la oscuridad: el contestador. La lucecilla roja parpadeaba enloquecida, como si toda la ciudad la hubiera llamado aquella tarde.

Había sucedido algo. De repente lo sabía. Eso también explicaba los mensajes del busca..., y como una tonta lo había apagado para que la gente dejara de mirarla. Había sucedido algo, probablemente en Ettinger's Pier. Alguien había resultado herido. O, Dios no lo quisiera...

Entró en el estudio buscando a tientas el interruptor de la luz que había junto a la puerta, y se detuvo en seco al comprobar lo que habían encontrado sus dedos. El interruptor ya estaba pulsado, lo que significaba que la luz debería estar encendida, aunque no era así.

Anna accionó el interruptor dos veces, y a la tercera, una mano cayó sobre su hombro derecho.

Profirió un grito estridente y frenético, digno de la mejor heroína de película de terror, y cuando otra mano le asió el brazo izquierdo y la obligó a girarse, cuando vio la silueta recortada contra la luz que inundaba la estancia desde la cocina, gritó de nuevo.

La cosa que la había esperado detrás de la puerta no era humana. De la parte superior de su cabeza surgían dos cuernos que parecían cubiertos de tumores extraños e inflamados. Era...

–Vva 'l doro –dijo una voz hueca.

Y entonces Anna se dio cuenta de que era un hombre, un hombre que llevaba una máscara, pero eso no la hizo sentir mejor porque creía saber quién era el hombre.

Se zafó de sus manos y retrocedió hacia la mesa. Aún olía la fragancia de Cuero Inglés, pero también otras cosas. Goma caliente. Sudor. Y orina. ¿Era suya? ¿Se había hecho pis encima? No lo sabía. Tenía el cuerpo entumecido de cintura para abajo.

–No me toque –susurró con una voz temblorosa que en nada se parecía a su tono sereno y autoritario. Alargó el brazo en busca del botón que alertaba a la policía. Estaba en alguna parte, pero sepultado bajo pilas de papeles.

–No se atreva a tocarme, se lo advierto.

–Anna–Anna–bo–Banna, banana–fanna–foFanna –canturreó la criatura de la máscara con cuernos como si se hallara sumida en la más profunda meditación antes de cerrar la puerta tras de sí.

Estaban a oscuras.

–No se acerque a mí –murmuró Anna caminando a lo largo de la mesa, deslizándose a lo largo de la mesa.

Si pudiera entrar en el baño, correr el pestillo...

–Fee–fi–mo–Manna...

A su izquierda. Muy cerca. Se lanzó hacia la derecha, pero no con la suficiente rapidez. Unos brazos poderosos la rodearon. Anna intentó gritar de nuevo, pero los brazos incrementaron la presión, y lo único que brotó de su garganta fue un jadeo silencioso.

Si fuera Misery Chastain..., se dijo, y entonces sintió los dientes de Norman sobre la garganta, succionando su piel como si fuera un adolescente excitado y tuvieran el coche aparcado en la Calle del Amor, y a continuación sintió los dientes de Norman dentro de su garganta, y algo caliente y mojado salió disparado de ella, y Anna dejó de pensar.

Cuando acabaron las preguntas y Rosie firmó la declaración definitiva, hacía ya rato que era de noche. A Rosie le daba vueltas la cabeza y tenía una sensación irreal, como si saliera de uno de esos exámenes de todo un día con que te torturaban en el instituto.

Gustafson se marchó para archivar el papeleo, sosteniéndolo ante sí como si del Santo Grial se tratara, y Rosie se levantó. Echó a andar hacia Bill, que también se había levantado. Gert había ido al lavabo.

–Señora McClendon –la llamó Hale a su espalda.

El agotamiento de Rosie se trocó en una premonición repentina y espantosa. Estaban a solas. Bill estaba demasiado lejos para oír lo que Hale pudiera decirle, y cuando el policía empezara a hablar, lo haría en voz baja y confidencial. Le diría que se dejara de todas esas tonterías acerca de su marido si sabía lo que le convenía. Que no hablara con ningún policía cuando saliera a menos que a) le hiciera una pregunta o b) se bajara la bragueta. Le recordaría que aquello era un asunto de familia, que...

–Le cogeré –dijo Hale con suavidad–. No sé si puedo convencerla del todo diga lo que diga, pero necesito que me oiga decírselo. Le cogeré. Se lo prometo.

Rosie se lo quedó mirando con la boca abierta.

–Le cogeré porque es un asesino, está loco y es peligroso. También le cogeré porque no me gusta cómo mira usted la sala policial y pega un respingo cada vez que oye un portazo. Ni el modo en que se encoge cada vez que muevo una mano.

–No...

–Sí que lo hace. No puede evitarlo. Pero no importa, porque la comprendo. Si yo fuera mujer y hubiera pasado lo que usted... –Dejó la frase sin terminar mientras la miraba con expresión interrogante–. ¿Se le ha ocurrido pensar en la suerte que tiene de seguir con vida?

–Sí –asintió Rosie.

Le temblaban las piernas. Bill estaba de pie junto a la barandilla, observándola con expresión de franca preocupación. Rosie le dedicó una sonrisa forzada y levantó un dedo para indicarle que sólo tardaría un momento.

–Mucha suerte –insistió Hale.

Paseó la mirada por la sala policial, y Rosie la siguió. En una mesa, un policía estaba fichando a un adolescente sollozante que vestía una chaqueta con el emblema de su instituto. En otra, junto a los ventanales protegidos con rejilla, un policía uniformado y un detective sin americana para dejar al descubierto el revólver policial especial calibre 38 examinaban una pila de fotos con las cabezas muy juntas. Delante de una hilera de monitores situada en el otro extremo de la estancia, Gustafson comentaba sus informes con un joven policía uniformado que no aparentaba más de dieciséis años a los ojos de Rosie.

–Sabe usted mucho de la policía –prosiguió Hale–. Pero en la mayoría de las cosas se equivoca.

Rosie no supo qué contestar, pero no importaba. Hale no parecía necesitar una respuesta.

–¿Quiere saber cuál es mi mayor motivación para cogerle, señora McClendon? ¿El número uno de los cuarenta principales?

Rosie asintió.

–Voy a cogerle precisamente porque es policía. Y además un héroe, por el amor de Dios. Pero la próxima vez que aparezca en primera plana del periódico local, será, bien como el difunto Norman Daniels, o bien equipado con grilletes y un mono a rayas.

–Gracias por decirme esto –dijo Rosie–. Significa mucho para mí.

Hale la condujo junto a Bill, quien abrió la portezuela de paso y la abrazó. Rosie se aferró a él con los ojos cerrados.

–Señora McClendon –la llamó de nuevo Hale.

Rosie abrió los ojos, vio que Gert volvía del lavabo y la saludó con la mano. Luego se volvió hacia Hale con timidez, pero sin miedo.

–Puede llamarme Rosie si quiere.

Hale esbozó una sonrisa.

–¿Quiere oír otra cosa que tal vez la hará sentir un poco mejor acerca de su primera y tan poco entusiasta reacción a este lugar?

–Supongo que sí.

–Débeme adivinarlo –intervino Bill–. Tienen problemas con la policía de la ciudad de Rosie.

–Exacto –asintió Hale con una sonrisa amarga–. Se están mostrando reacios a enviarnos lo que saben acerca de los análisis de sangre de Daniels, incluso sus huellas dactilares. Ya nos hemos puesto en contacto con abogados policiales. ¡Polis de mierda!

–Le están protegiendo –dijo Rosie–. Sabía que lo harían.

–De momento sí. Es un instinto, como el que te obliga a dejarlo todo y perseguir a un asesino cuando mata a un policía. Pero dejarán de tocar las narices cuando por fin se den cuenta de que la cosa va en serio.

–¿De verdad lo cree? –inquirió Gert.

Hale reflexionó unos instantes y por fin asintió.

–¿Qué hay de la protección policial para Rosie hasta que todo esto acabe? –preguntó Bill.

Hale asintió de nuevo.

–Ya hay un coche patrulla delante de su casa en Trenton Street, Rosie.

Rosie miró alternativamente a Gert, Bill y Hale con el corazón encogido de nuevo. La situación la abrumaba. Cuando empezaba a pensar que podía afrontarla, otra cosa se interponía y la dejaba hecha puré otra vez.

–¿Por qué? ¿Por qué? No sabe dónde vivo, no puede saber dónde vivo. Cynthia no se lo dijo, ¿verdad?

–Ella dice que no.

Hale hizo hincapié en la segunda palabra, pero con tal sutileza que Rosie no se percató de ello. Sin embargo, Gert y Bill sí se dieron cuenta e intercambiaron una mirada.

–¡Bueno, pues entonces! Y Gert tampoco se lo ha dicho, ¿verdad, Gert?

–No, señora –repuso Gert.

–Es que me gusta ir sobre seguro... Dejémoslo así. Tengo a dos policías delante de su casa y coches de refuerzo, al menos dos, en el barrio. No quiero volver a asustarla, pero un chalado que conoce los procedimientos policiales es un chalado especial. Más vale no correr riesgos.

–Si usted lo dice –murmuró Rosie.

–Señora Kinshaw, le enviaré a alguien para que la lleve donde quiera...

–A Ettinger's –lo atajó Gert mientras se alisaba la bata–. Voy a hacer un pase de modelos en el concierto.

Hale sonrió antes de extender la mano a Bill.

–Encantado de conocerle, señor Steiner.

Bill se la estrechó.

–Igualmente, y gracias por todo.

–Es mi trabajo. –Miró a Gert y a Rosie–. Buenas noches, chicas.

Se quedó mirando a Gert, y de repente su rostro se distendió en una sonrisa que le quitó quince años de encima.

–Debería pensárselo –espetó con una carcajada.

Tras reflexionar un instante, Gert coreó sus risas.

Afuera, en la escalinata, Bill, Gert y Rosie se apretujaron un poquito. El aire era húmedo, y desde el lago se alzaba la niebla. Todavía no era muy espesa, tan sólo una suerte de halo en torno a las farolas y vapor sobre el pavimento mojado, pero Rosie tenía la sensación de que al cabo de una hora se podría cortar.

–¿Quieres venir a Hijas y Hermanas, Rosie? –sugirió Gert–. Las chicas volverán del concierto dentro de un par de horas; podríamos preparar las palomitas para cuando lleguen.

Rosie, que no tenía ningunas ganas de ir a Hijas y Hermanas, se volvió hacia Bill.

–Si me voy a casa, ¿te quedarás conmigo?

–Claro –repuso Bill sin vacilar mientras le cogía la mano–. Será un placer. Y no te preocupes por el sitio. En mi vida he visto un sofá en el que no pueda dormir.

–No has visto el mío –advirtió Rosie, aunque sabía que el sofá no representaría ningún problema, porque Bill no dormiría en él.

Tenía sólo una cama individual, lo que significaba que estarían un poco apretados, pero tenía la sensación de que se las arreglarían bien. Tal vez la falta de espacio incluso añadiría un poco de salsa a la noche.

–Gracias otra vez, Gert –dijo.

–De nada.

Gert la abrazó con fuerza y luego se inclinó hacia delante para plantar un saludable beso en la mejilla de Bill. Un coche patrulla dobló la esquina y se detuvo.

–Cuídala bien, amigo.

–Note preocupes.

Gert se acercó al coche y se detuvo para señalar la Harley de Bill, inclinada sobre el caballete en uno de los huecos del aparcamiento reservado para la policía.

–Y no te caigas con ese trasto en la niebla.

–Tendré cuidado, mamá, te lo prometo.

Gert cerró el puño y lo miró con el ceño fruncido del modo más cómico. Bill replicó con una mirada de hastío que hizo reír a Rosie a carcajadas. Nunca habría imaginado que acabaría riendo delante de una comisaría, pero aquel año habían pasado muchas cosas inesperadas.

Muchas.

Pese a todo lo que había ocurrido, Rosie disfrutó en el trayecto de vuelta a Trenton Street casi tanto como había disfrutado de la excursión por el campo aquella mañana. Se aferró a Bill mientras cruzaban la ciudad y la enorme Harley–Davidson se deslizaba con suavidad por la niebla cada vez más espesa. Las últimas tres manzanas fueron como flotar por un sueño envuelto en algodón. Cuando Bill por fin entró en Trenton Street, los edificios eran poco más que fantasmas, y el parque Bryant se había convertido en una inmensa extensión blanca.

El coche patrulla que Hale le había prometido estaba aparcado delante del 897. Llevaba las palabras Para servir y proteger escritas en los costados. Delante del coche había un hueco. Bill aparcó la moto, la puso en punto muerto con el pie y apagó el motor.

–Estás temblando –dijo mientras la ayudaba a apearse.

Rosie asintió y se dio cuenta de que tenía que realizar un esfuerzo consciente para que no le castañearan los dientes al hablar.

–Es más por la humedad que por el frío.

Y sin embargo, ya entonces, suponía que no se debía a ninguna de las dos cosas, que en el fondo sabía que las cosas no marchaban demasiado bien.

–Bueno, pues subamos para que te puedas poner algo seco y de abrigo.

Guardó los cascos, aseguró el arranque de la Harley y se guardó la llave en el bolsillo.

–Me parece una idea genial.

Bill le cogió la mano y la condujo por la acera hasta la escalera del edificio. Al pasar junto al coche patrulla, Bill saludó con la mano al policía sentado al volante. El policía sacó la mano por la ventanilla y le devolvió el saludo con gesto perezoso. El anillo que llevaba centelleó a la luz de la farola. Por lo visto, su compañero estaba dormido.

Rosie abrió el bolso, sacó la llave que necesitaría para abrir el portal a una hora tan tardía y la hizo girar en la cerradura. Apenas si se daba cuenta de lo que hacía. Se le había pasado el buen humor, y el terror anterior había vuelto a caer sobre ella como un enorme objeto de hierro cayendo piso tras piso en un edificio viejo, un objeto destinado a estrellarse contra el sótano. De repente tenía el estómago revuelto, le palpitaba la cabeza, y no sabía por qué.

Había visto algo, algo, y estaba tan concentrada en el esfuerzo de pensar en lo que podía ser que no oyó abrirse y cerrarse la portezuela del coche de policía. Tampoco oyó los pasos suaves sobre la acera.

–¿Rosie?

La voz de Bill surgiendo de la oscuridad. Se hallaban en el vestíbulo, pero Rosie apenas veía el cuadro del viejales (creía que tal vez se trataba del presidente Calvin Coolidge) colgado en la pared a su derecha, ni la silueta escuálida del perchero de patas de ganchos de latón que se alzaba junto a la escalera.

¿Por qué estaba tan oscuro, maldita sea?

Porque la luz del techo estaba apagada, por supuesto; era bien sencillo. Pero Rosie tenía una pregunta más difícil. ¿Por qué el policía del asiento del acompañante del coche patrulla dormía en aquella postura tan incómoda, con la barbilla caída sobre el pecho y la gorra tan calada sobre los ojos que parecía un matón de película de gánsteres de los años treinta? ¿Por qué dormía, ante todo, si el sujeto al que vigilaban podía aparecer en cualquier momento? Hale se enfadaría si lo supiera, pensó distraída. Querría hablar con ese policía uniformado. Querría hablar con él de cerca.

–¿Qué pasa, Rosie?

Los pasos que se acercaban a sus espaldas avanzaban más deprisa.

Rosie repasó mentalmente los últimos minutos. Vio a Bill levantando la mano para saludar al policía uniformado sentado al volante del coche patrulla, diciéndole hola, me alegro de verte sin ni siquiera abrir la boca. Vio al policía levantar la mano para corresponder al saludo, vio el destello que la farola había arrancado al anillo que llevaba. No había estado lo bastante cerca como para leer las palabras grabadas en él, pero de repente supo cuáles eran. Las había visto impresas en su propia carne miles de veces, como un sello de las autoridades alimentarias en un pedazo de carne.

Servicio, Lealtad, Comunidad.

Los pasos subieron la escalera corriendo tras ellos. La puerta se cerró de golpe. Alguien jadeaba sin aliento en la oscuridad, y Rosie percibió el olor de Cuero Inglés.

La mente de Norman rebotó de nuevo mientras estaba sin camisa ante el fregadero de la cocina de Hijas y Hermanas, limpiándose la sangre fresca de la cara y el pecho. El sol casi tocaba el horizonte como una bola de fuego anaranjada cuando había levantado la cabeza y alargado el brazo para coger una toalla. La tocó y entonces, sin transición alguna, en menos que canta un gallo, estaba al aire libre y era de noche. Volvía a llevar la gorra de los White Sox, así como un abrigo de London Fog. Dios sabía de dónde lo habría sacado, pero resultaba muy apropiado, porque una niebla espesa se estaba extendiendo sobre la ciudad. Deslizó una mano sobre el tejido caro e impermeable del abrigo, y el tacto le gustó. Era una prenda elegante. De nuevo intentó recordar de dónde lo había sacado, pero no lo consiguió. ¿Había matado a alguien más? Era posible, amigos y vecinos, era posible; cualquier cosa era posible cuando uno iba de vacaciones.

Observó Trenton Street y vio un coche patrulla, lo que en su comisaría llamaban un coche Charlie–David, hundido hasta los tapacubas en la niebla a medio camino del siguiente cruce. Introdujo la mano en el bolsillo izquierdo del abrigo, un abrigo realmente bonito, alguien tenía pero que muy buen gusto, y rozó un objeto arrugado de goma. Esbozó una sonrisa feliz, como si acabara de estrechar la mano a un viejo amigo.

–'l doro –susurró–. El toro grande.

Se llevó la mano al otro bolsillo sin saber qué encontraría, sólo que sería algo que necesitaba.

Se pinchó la yema del dedo corazón con algo e hizo una mueca antes de sacar el objeto. Era el abrecartas cromado que había cogido de la mesa de Maude.

¡Cómo ha gritado!, pensó mientras hacía girar el abrecartas en su mano para que la luz de la farola se deslizara por su hoja de metal como líquido blanco. Sí, había gritado..., pero al final había parado. Al final, las tías siempre dejaban de gritar, qué alivio.

Entretanto tenía que resolver un problema gravísimo. Habría dos, ni más ni menos que dos policías en el coche aparcado ahí delante. Irían armados con pistolas, mientras que él sólo contaba con un abrecartas cromado. Tenía que sacarlos de allí con el mayor sigilo posible. Un problema bastante gordo que no sabía cómo resolver.

–Norm –susurró una voz procedente del bolsillo izquierdo.

Norman metió la mano en el bolsillo y sacó la máscara. Las cuencas de sus ojos vacíos lo miraron con la máxima atención, y una vez más, la sonrisa se le antojó una mueca sabia y maliciosa. A la luz de las farolas, las guirnaldas de flores que decoraban los cuernos parecían coágulos de sangre.

¿Qué? –repuso en un murmullo conspiratorio–. ¿Qué pasa?

–Tienes que sufrir un infarto –susurró 'l doro.

De modo que eso es lo que hizo. Avanzó lentamente por la acera hacia el coche patrulla, aflojando el paso a medida que se acercaba. Procuró mantener la mirada fija en el suelo y observar el coche por el rabillo del ojo. Los policías ya lo habrían visto por muy ineptos que fueran (tenían que haberlo visto, porque era la única cosa que se movía en aquella calle), y lo que Norman quería que vieran era un hombre mirándose los pies, un hombre al que le costaba caminar. Un hombre que estaba borracho o tenía algún problema.

Tenía la mano derecha metida en el abrigo y se masajeaba el lado izquierdo del pecho. Percibía la hoja del abrecartas que sostenía en aquella mano, así como los pequeños agujeros que le estaba abriendo en la camisa. Cuando se hallaba más cerca de su objetivo dio un traspié entre moderado y espectacular, y a continuación se detuvo. Permaneció totalmente inmóvil con la cabeza gacha mientras contaba hasta cinco sin permitir que su cuerpo oscilara en lo más mínimo. La primera suposición de los policías, es decir, que el borrachín de turno se dirigía lentamente hacia casa después de pasar unas cuantas horas en el bareto, debía de estar dando paso a otras posibilidades. Pero Norman quería que vinieran a él. Se acercaría a ellos si no le quedaba otro remedio, pero en tal caso, lo más probable era que lo redujeran.

Avanzó otros tres pasos, pero no en dirección al coche patrulla, sino al portal más próximo. Se aferró a la barandilla de hierro frío y cubierto de niebla que flanqueaba la escalinata de entrada y se detuvo jadeante, con la mirada baja, esperando tener el aspecto de un hombre que estaba sufriendo un infarto y no de un tipo con un instrumento letal escondido en el abrigo.

Cuando ya empezaba a pensar que había cometido un grave error, oyó más que vio que las puertas del coche patrulla se abrían, y acto seguido escuchó un sonido aún más agradable: unos pasos que se acercaban a él a toda prisa. Vaya, vaya, la policía, pensó al tiempo que se arriesgaba a echar un vistazo. Tenía que correr el riesgo, saber a qué distancia se hallaban el uno del otro. Si no estaban muy juntos, tendría que fingir una caída..., y eso encerraba un peligro irónico, porque lo más probable era que uno de ellos regresara corriendo al coche patrulla para llamara una ambulancia.

Eran el típico equipo Charlie–David, un veterano y un muchacho recién salido del cascarón. A Norman, el novato le resultaba extrañamente familiar, como si lo hubiera visto en la tele. Pero no importaba. Estaban muy juntos, casi hombro con hombro, y eso era lo que importaba. Qué agradable. Qué mono.

–Señor –dijo el de la izquierda, el mayor–. ¿Tiene algún problema, señor?

–Duele mucho –gimió Norman.

–¿Qué es lo que le duele? preguntó el veterano.

Era un momento crucial, no el más decisivo de todos, pero casi. En cualquier momento, el policía mayor ordenaría a su compañero que pidiera refuerzos por radio, y entonces Norman estaría jodido, pero aún no podía arriesgarse a atacar; los policías estaban todavía un poco demasiado lejos.

En aquel momento, se sintió más cerca de sí mismo que en cualquier otro instante de la expedición, más despejado y presente, más consciente de las cosas, desde las gotitas de niebla que pendían de la barandilla de hierro hasta la pluma sucia de paloma que yacía en la cuneta junto a una bolsa arrugada de patatas fritas. Oía el susurro leve y constante de la respiración del policía.

Aquí dentro jadeó Norman al tiempo que se masajeaba el pecho bajo el abrigo. La hoja del abrecartas perforó la camisa y le pinchó la piel, pero apenas si se dio cuenta–. Es como tener un ataque de vesícula, pero en el pecho.

–Será mejor que llame a una ambulancia –intervino el policía joven.

De repente, Norman cayó en la cuenta de que aquel tipo le recordaba a Jerry Mathers, el chico que interpretaba el papel de Beaver en Leave It to Beaver. Norman había visto la reposición de todos los capítulos en el Canal 11, algunos de ellos hasta cinco o seis veces.

Sin embargo, el policía veterano no se parecía en nada al hermano de Beav, Wally.

–Espera un momento –ordenó, y de repente, le arregló la vida a Norman–. Deja que le eche un vistazo primero. Estuve en la unidad médica del ejército.

Abrigo... Botones... farfulló Norman sin dejar de observar a Beav por el rabillo del ojo.

El veterano avanzó otro paso. Estaba justo delante de Norman. Beav también avanzó otro paso. El veterano desabrochó el botón superior del abrigo nuevo de Norman. Luego el segundo. Cuando desabrochó el tercero, Norman sacó el abrecartas y se lo clavó en la garganta. La sangre salió a borbotones y le empapó el uniforme. En aquella penumbra brumosa parecía salsa barbacoa.

El Beav no fue un problema. Se quedó inmóvil, paralizado de horror, mientras su compañero levantaba la mano y golpeaba sin fuerzas el mango del abrecartas. Daba la impresión de estar intentando librarse de una sanguijuela exótica.

–¡Saan! –aulló–. ¡Aaarg! ¡Saaan!

Beav se volvió hacia Norman. Parecía no darse cuenta de que Norman guardaba relación con lo que acababa de sucederle a su compañero, y a Norman no le extrañaba en absoluto. Había visto aquella reacción con anterioridad. El policía, paralizado y atónito, aparentaba unos diez años y ya no sólo se parecía a Beav, sino que era clavado a él.

–¡A Al le ha pasado algo! –constató.

En aquel instante, Norman supo algo más acerca de aquel muchacho que estaba a punto de entrar a formar parte de la Lista de Honor de aquella ciudad: el chico creía estar gritando, de verdad lo creía, pero en realidad no estaba emitiendo más que un susurro ronco.

–¡A Al le ha pasado algo! –repitió.

–Ya lo sé –repuso Norman.

Asestó al chico un puñetazo en la barbilla, un golpe peligroso si el adversario es peligroso, pero lo cierto era que cualquier mocoso podría haberse encargado de Beav en aquel estado. El golpe lo alcanzó de lleno y lo lanzó contra la barandilla de hierro a la que Norman se había aferrado hacía menos de treinta segundos. No quedó tan fuera de combate como Norman habría deseado, pero sus ojos aparecían vidriosos y carentes de expresión; no ocasionaría problemas. Se le había caído la gorra. Llevaba el pelo corto, pero no lo suficiente para que Norman no pudiera agarrárselo. Cogió un mechón y tiró de la cabeza del chico hacia abajo al tiempo que levantaba la rodilla. Se produjo un sonido amortiguado pero terrible; el sonido de alguien golpeando con una maza una bolsa acolchada llena de piezas de porcelana.

Beav se desplomó como una piedra. Norman se volvió hacia su compañero y vio algo increíble: el compañero había desaparecido.

Norman giró sobre sus talones con expresión furiosa y entonces lo vio. Estaba caminando por la acera muy despacio, con las manos extendidas como un zombie en una película de terror. Norman se volvió para comprobar si había testigos de aquella comedia. No vio a ninguno. Desde el parque le llegaban numerosos gritos y chillidos de adolescentes que hacían el loco por allí, jugando a pillar en la niebla, pero no importaba. Hasta ahora había tenido una suerte increíble. Si seguía teniéndola otros cuarenta y cinco segundos, un minuto a lo sumo, estaría salvado.

Siguió al veterano, que se había detenido para extraerse de la garganta otro trocito del abrecartas de Anna Stevenson. Había logrado avanzar unos veinticinco metros.

–¡Agente!–lo llamó Norman en un susurro perentorio mientras le asía el codo.

El policía se volvió con brusquedad. Tenía los ojos vidriosos y a punto de salírsele de las órbitas, los ojos de una criatura que debería estar colgada en la pared de un refugio de cazadores, pensó Norman. Su uniforme estaba empapado de sangre desde el cuello hasta las rodillas. Norman no comprendía cómo podía seguir vivo, por no decir consciente. Supongo que los policías son más duros en el Medio Oeste, pensó.

–¡Amaaa! –farfulló con insistencia–. ¡Llama! ¡Ibeeci! ¡Efueeeezo!

Hablaba con voz burbujeante y estrangulada, pero asombrosamente firme. Norman incluso comprendió lo que decía. Había cometido un terrible error, un error de novato, pero Norman creía que de todas formas se habría sentido orgulloso de trabajar con un policía como aquél. El abrecartas que tenía clavado en la garganta oscilaba cuando intentaba hablar, y a Norman le recordó el movimiento de la máscara del toro cuando le movía los labios.

–Sí, pediré refuerzos –aseguró con toda sinceridad mientras cerraba la mano en torno a la muñeca del policía–. Pero de momento vamos a volver al coche patrulla. Vamos, por aquí, agente.

Lo habría llamado por su nombre, pero no sabía cuál era, porque la chapa de identificación estaba cubierta de sangre; no podía llamarlo agente Al. Tiró de nuevo del brazo del policía y esta vez consiguió ponerlo en marcha.

Norman llevó al tambaleante y ensangrentado policía Charlie David al coche patrulla, esperando a que en cualquier momento alguien surgiera de la niebla cada vez más espesa, tal vez un hombre que había salido a comprar unas cervezas, una mujer que volvía del cine o una parejita de adolescentes que regresaban de una cita (a lo mejor, Dios salve al Rey, de Ettinger's Pier), y si eso sucedía tendría que matarlos también. Cuando uno empezaba a matar ya no podía detenerse, al parecer; la primera muerte se extendía como una ola en una laguna.

Pero no apareció nadie. Tan sólo se oían las voces incorpóreas procedentes del parque. Un milagro, la verdad, como el hecho de que el agente Al pudiera seguir de pie pese a estar sangrando como un cerdo degollado y dejando tras de sí un rastro de sangre tan impresionante que en algunos puntos incluso formaba charcos relucientes como aceite de motora la luz brumosa de las farolas.

Norman se detuvo para recoger la gorra caída de Beav, y al pasar junto a la ventanilla abierta del lado del conductor la dejó caer sobre el asiento antes de sacar las llaves del contacto. Era un llavero enorme, con tantas llaves que no yacían planas las unas contra las otras, sino que sobresalían como los rayos de sol en el dibujo de un niño, pero a Norman no le costó encontrar la que abría el maletero.

–Vamos –murmuró en tono tranquilizador–––. Vamos, un poquito más y luego podremos pedir refuerzos.

Seguía esperando que el policía se desplomara en cualquier momento, pero no fue así. Sin embargo, había dejado de intentar arrancarse el abrecartas.

–Cuidado con el bordillo, agente. ¡Uy!

El policía bajó a la calzada. Cuando el zapato negro de su uniforme tocó la cuneta, la herida de la garganta se abrió en torno al abrecartas como la agalla de un pez, y un chorro de sangre fresca le empapó aún más la camisa.

Ahora soy un asesino de policías, pensó Norman. Esperaba que la idea resultara abrumadora, pero no lo era. Tal vez porque una parte más profunda y sabia de él sabía que en realidad no había matado a aquel excelente y duro agente de policía. Había sido otra persona. Otra cosa. Con toda probabilidad, el toro. Cuanto más pensaba en ello, más plausible se le antojaba.

Aguante, agente, ya hemos llegado.

El policía se detuvo detrás del coche. Norman abrió el maletero con la llave que había escogido del llavero. Dentro había una rueda de recambio (pelada como el culo de un bebé, según comprobó), un gato, dos chalecos antibalas de marca desconocida, un par de botas, un ejemplar de Penthouse manchado de grasa, una caja de herramientas y una radio policial desentrañada. Estaba bastante lleno, pero como en todos los maleteros de coches de policía que Norman había visto a lo largo de su vida, siempre había espacio para una cosa más. Echó la caja de herramientas a un lado y la radio al otro mientras el compañero de Beav se tambaleaba junto a él en completo silencio, con los ojos al parecer fijos en un punto lejano, como si viera el lugar donde empezaba su nuevo viaje. Norman encajó el gato detrás de la rueda de recambio y luego contempló el hueco antes de volverse hacia la persona para quien lo había creado.

–Vale –dijo–. Muy bien. Pero necesito su gorra, ¿de acuerdo?

El policía no dijo nada, sino que siguió balanceándose, pero a la foca maliciosa de la madre de Norman siempre le había gustado decir: «El que calla otorga », y a Norman le parecía un buen lema, sin duda mejor que el favorito de su padre: «Si tienen edad suficiente para mear, tienen edad suficiente para mí». Norman le quitó la gorra al policía y se la caló en la cabeza rapada antes de guardar la gorra de béisbol en el maletero.

–Saaan farfulló el policía extendiendo una mano ensangrentada hacia Norman y con la mirada fija en un punto lejano.

–Sí, ya lo sé, sangre. Maldito toro –se lamentó Norman mientras lo obligaba a meterse en el maletero.

El hombre quedó ahí tumbado, inerte, con una pierna fuera. Norman se la dobló a la altura de la rodilla, la introdujo en el maletero y cerró con fuerza. Luego se acercó al novato, que intentaba incorporarse, aunque sus ojos revelaban que seguía casi inconsciente. Le sangraban los oídos. Norman hincó una rodilla en el suelo, rodeó con las manos el cuello del joven y empezó a apretar. El chico cayó hacia atrás. Norman se sentó a horcajadas sobre él y siguió apretando. Cuando Beav dejó de moverse, Norman pegó la oreja a su pecho. Oyó los latidos del corazón, débiles y desordenados, como un pez retorciéndose en la orilla. Norman suspiró y volvió a rodear el cuello de Beav, hundiendo los pulgares en el conducto respiratorio. Ahora vendrá alguien, pensó. Seguro que viene alguien. Pero no vino nadie. Nadie gritó: «¡Eh, cabrón!» desde el desierto blanco del parque Bryant; sólo se oían las carcajadas estridentes, la clase de carcajadas que sólo consiguen emitir los borrachos y los retrasados mentales. Norman volvió a pegar la oreja al pecho del policía. Aquel tipo formaba parte del atrezzo, y no quería que el atrezzo resucitara en el momento crucial.

Pero esta vez no latía nada aparte del reloj de Beav.

Norman lo levantó y lo sentó en el asiento del acompañante del Caprice. Le caló la gorra sobre el rostro negro e hinchado, que recordaba la cara de un duende, y cerró la portezuela de golpe. Le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo los dientes y las mandíbulas.

Maude, pensó. Todo eso es por Maude.

De repente se alegraba mucho de no saber qué había hecho con Maude..., qué le había hecho, mejor dicho. Y por supuesto, no había sido él, sino 'l doro, el toro grande. Pero por el amor de Dios, cómo le dolía todo. Era como si lo estuvieran desmantelando desde el interior, destrozándolo pedazo a pedazo.

Beav se estaba deslizando hacia un lado, y sus ojos muertos sobresalían como canicas.

–No, no, no, niño malo –canturreó Norman mientras lo incorporaba.

Alargó el brazo y le abrochó el cinturón de seguridad. Problema resuelto. Norman retrocedió unos pasos y observó la escena con ojo crítico. No estaba mal; Beav parecía sobado, como si estuviera echando un sueñecito.

Alargó de nuevo el brazo y abrió la guantera procurando no mover a Beav. Esperaba encontrar un botiquín y no se equivocaba. Lo abrió, sacó un frasco viejo y polvoriento de aspirinas y se tomó cinco o seis. Estaba apoyado contra el costado del coche, masticando y haciendo muecas al percibir el sabor amargo de las píldoras, cuando su mente rebotó de nuevo.

Cuando volvió en sí se dio cuenta de que había pasado algún tiempo, pero no mucho, porque todavía tenía la boca y la garganta llenas de aquel sabor amargo. Se hallaba en el vestíbulo del edificio de Rose, accionando el interruptor de la luz. No sucedía nada, de modo que debía de haber hecho algo con la luz, lo cual estaba muy bien. En la otra mano sostenía la pistola de uno de los policías Charlie–David. La sostenía por el cañón y tenía la sensación de que la había utilizado para romper algo. ¿Los fusibles, tal vez? ¿Había bajado al sótano? Quizás, pero no importaba. Las luces no funcionaban, y eso bastaba.

Se trataba de un edificio de pisos baratos, bastante cuidado pero barato al fin y al cabo. Resultaba imposible hacer caso omiso del olor a comida barata, la clase de comida que siempre se calienta en el fogoncillo eléctrico. Era un olor que penetraba en las paredes al cabo de un tiempo, y no había forma de librarse de él. Al cabo de dos o tres semanas se unirían a aquellos olores los sonidos característicos de los bloques de pisos baratos: el gemido grave y confuso de ventiladores pequeños instalados en numerosas ventanas para intentar refrescar habitaciones que en agosto se habrían convertido en hornos gigantescos. Rose había cambiado su agradable casita por aquella desesperación hacinada, pero no había tiempo para preocuparse por aquel misterio. La cuestión residía en cuántos inquilinos vivían en aquel bloque y cuántos llegarían pronto a casa un sábado por la noche. Cuántos, en otras palabras, podían representar un problema.

Ninguno, aseguró la voz procedente del bolsillo del abrigo nuevo de Norman. Era una voz tranquilizadora. Ninguno, porque lo que suceda después no importa, y eso simplifica las cosas. Si alguien se interpone en tu camino, lo matas y punto.

Norman se volvió, salió a la escalinata de entrada y cerró la puerta tras de sí. Intentó abrirla y comprobó que estaba cerrada con llave. Suponía que la había forzado (desde luego, la cerradura no parecía precisamente blindada), pero le resultaba un poco inquietante no saberlo a ciencia cierta. Y las luces. ¿Por qué se había molestado en estropearlas si lo más probable era que Rose llegara sola? Y por cierto, ¿cómo sabía que no había llegado ya?

La segunda pregunta tenía fácil respuesta... Sabía que Rose no estaba porque el toro así se lo había dicho, y Norman le creía. En cuanto a la primera pregunta, a lo mejor no llegaba sola. A lo mejor llegaba con Gertie o..., bueno, 'l doro había hablado de un novio. A Norman le costaba creerlo, pero... «Le gusta cómo la besa, había dicho Ferd.

Qué tontería, Rose jamás se atrevería a..., pero más valía prevenir.

Bajó la escalinata con la intención de regresar al coche patrulla, sentarse al volante y esperar a que llegara Rose, pero entonces su mente rebotó por última vez, aunque en realidad fue más un salto mortal que un rebote, una pirueta como la que da una moneda cuando el árbitro la lanza al aire en el ritual previo al partido para decidir quién empieza, y al volver en sí estaba cerrando la puerta del vestíbulo tras de sí, lanzándose a la oscuridad para rodear con las manos el cuello del novio de Rose. No sabía cómo sabía que aquel hombre era su novio y no un policía de paisano encargado de acompañarla a casa, pero ¿qué importaba? Lo importante era que lo sabía, y se acabó. La cabeza le vibraba de indignación y furia. ¿Había visto a aquel tipo (le gusta cómo la besa) intercambiando saliva con ella antes de entrar, tal vez deslizando las manos desde su cintura para agarrarle el culo? No lo recordaba, no quería recordarlo, no necesitaba recordarlo.

–¡Ya te lo decía yo! –exclamó el toro con voz totalmente lúcida pese a la furia que denotaba–. ¡Ya te lo decía yo! ¡Esto es lo que le han enseñado sus amigas! ¡Qué bien! ¡Qué de puta madre!

–¡Te voy a matar, hijo de perra! –susurró al rostro invisible del hombre que era el novio de Rose mientras lo empujaba contra la pared del vestíbulo–. Y, te lo aseguro, si Dios me lo permite, te mataré dos veces.

Cerró las manos en torno a la garganta de Bill Steiner y empezó a apretar.

–¡Norman! –gritó Rosie en la oscuridad–. ¡Norman, suéltale! La mano de Bill, que le había rozado el brazo desde que Rosie sacara la llave de la cerradura, desapareció de repente. Rosie oyó pasos tambaleantes, patadas tambaleantes, en la oscuridad. Al cabo de un instante le llegó el golpe de alguien al chocar contra la pared del vestíbulo.

–Te voy a matar, hijo de perra! –oyó susurrar en las tinieblas–. Y, te lo aseguro, si Dios me lo permite...

te mataré dos veces, completó Rosie mentalmente antes de que Norman pudiera terminar la frase. Era una de las amenazas favoritas de Norman, que profería con frecuencia contra la pantalla del televisor cuando un árbitro pitaba una falta que iba en contra de los adorados Yankees de Norman o cuando alguien le cortaba paso en la calle. Si Dios me lo permite, te mataré dos veces. Y entonces oyó un sonido ahogado, gorgoteante, y por supuesto se trataba de Bill. Era Bill, al que las manos grandes y fuertes de Norman estaban arrancando la vida del cuerpo.

En lugar del terror que Norman siempre le había infundido, Rosie sintió que volvía a embargarla la furia que había experimentado en el coche de Hale y luego en la comisaría. Esta vez, la furia casi pareció devorarla.

–¡Déjale en paz, Norman! –gritó–. ¡Quítale las putas manos de encima!

–¡Cierra el pico, zorra! –surgió de la oscuridad.

Pero Rosie detectó sorpresa además de rabia en la voz de Norman. Hasta aquel momento no le había dado una sola orden (jamás a lo largo de su matrimonio) ni le había hablado en aquel tono.

Y otra cosa... Rosie percibió un aro de calor opaco sobre el lugar que Bill le había estado rozando. Era el brazalete. El brazalete de oro que le había dado la mujer de la túnica, y en su mente, Rosie la oyó espetar: ¡Deja de lloriquear como un estúpido cordero degollado!

–¡Suéltale, Norman, te lo advierto! –gritó de nuevo.

Echó a andar hacia el lugar de donde procedían los jadeos y los gruñidos. Avanzaba con los brazos extendidos como si fuera ciega, la boca abierta en una mueca terrible.

No vas a estrangularle, pensó. No vas a estrangularle; no te lo permitiré. Deberías haberte marchado, Norman. Deberías haberte marchado, deberías habernos dejado en paz mientras aún estabas a tiempo.

Pies golpeando impotentes la pared justo delante de ella, y Rosie imaginó a Norman apretando a Bill contra ella, con los labios separados en aquella sonrisa mordedora, y de repente se convirtió en una mujer de cristal llena de un líquido de color rojo pálido, y ese líquido era pura furia.

–¡Cabrón de mierda! ¿Es que no me has oído? ¡He dicho que le sueltes!

Alargó la mano izquierda, que ahora se le antojaba fuerte como la garra de un águila. El brazalete le quemaba como una brasa, y tuvo la sensación de que casi podía verlo, incluso a través del jersey y la cazadora que le había. dejado Bill, de que podía verlo relucir como un ascua encendida. Pero no sentía dolor alguno, tan sólo una suerte de euforia peligrosa. Asió el brazo del hombre que la había pegado durante catorce años y tiró de él. Le resultó asombrosamente fácil. Le oprimió el brazo a través del tejido resbaladizo e impermeable del abrigo y lo arrojó a la oscuridad. Oyó el tamborileo de sus zapatos cuando tropezó, luego un golpe y el estallido de vidrios rotos. Cal Coolidge o quienquiera que fuese el hombre del cuadro había pasado a mejor vida.

Percibió la tos y las arcadas de Bill. Alargó las manos hacia él con los dedos separados, encontró sus hombros y posó las palmas sobre ellos. Estaba doblado hacia delante, intentando respirar pero sin conseguir más que toser. A Rosie no le sorprendió. Sabía lo fuerte que era Norman.

Deslizó la mano derecha por el brazo izquierdo de Bill y lo asió por el codo. Le daba miedo emplear la mano izquierda y hacerle daño. Percibía el poder que emanaba de ella, que palpitaba en ella. Tal vez lo más aterrador de aquella sensación era que le encantaba.

–Bill –susurró–. Vamos. Ven conmigo.

Tenía que llevarlo arriba. No sabía exactamente por qué, todavía no, pero no le cabía la menor duda de que cuando necesitara saberlo, lo sabría. Pero Bill no se movió, sino que se limitó a seguir con las manos apoyadas en las rodillas, tosiendo y sufriendo arcadas.

–¡Vamos, maldita sea! –susurró Rosie en tono perentorio.

Había estado a punto de decir maldito seas, y sabía a quién se parecía, oh, desde luego que lo sabía, incluso en aquella situación desesperada.

Sin embargo, aquel susurro puso a Bill en movimiento, y eso era lo único que importaba. Rosie lo condujo a través del vestíbulo con la seguridad de un perro guía. Bill seguía tosiendo y a punto de vomitar, pero al menos podía caminar.

–¡Alto! –gritó Norman desde su porción de oscuridad con voz oficial y desesperada a un tiempo–. ¡Alto o disparo!

No, no vas a disparar, porque eso estropearía la diversión, pensó Rosie, pero, en efecto, Norman disparó con la 45 del policía muerto inclinada hacia el techo, y el estallido resonó de un modo ensordecedor en el espacio cerrado del vestíbulo antes de dar paso al hedor de la pólvora quemada, tan penetrante que hacía aflorar las lágrimas. También se produjo una breve explosión de luz rojiza, tan intensa que dejó en los ojos de Rosie dibujos semejantes a tatuajes, y supuso que era por eso por lo que Norman había disparado; para echar un vistazo al panorama, saber qué lugar del panorama ocupaban ella y Bill. Y ese lugar era el pie de la escalera.

Bill emitió otro sonido estrangulado y se desplomó contra ella, lanzándola contra la pared de la escalera. Mientras pugnaba por no caer de rodillas, Rosie oyó el sonido de los pasos de Norman acercándose a toda velocidad.

Subió los dos primeros peldaños tirando de Bill, que intentaba pedalear para ayudar; tal vez incluso ayudaba, al menos un poco. Al alcanzar el segundo escalón, Rosie extendió la mano izquierda y derribó el perchero sobre la escalera para bloquearla. Cuando Norman chocó contra él y empezó a mascullar juramentos, Rosie soltó a Bill, que se dobló, pero sin caer al suelo. Seguía teniendo arcadas, y Rosie notó que aún intentaba recobrar el aliento, lograr que su conducto respiratorio volviera a funcionar.

–Aguanta –murmuró–. Aguanta un poco, Bill.

Subió dos peldaños más y bajó por el otro lado de él para poder usar el brazo izquierdo. Si tenía que subirlo por la escalera necesitaría todo el poder del brazalete de oro. Deslizó el brazo en torno a la cintura de Bill y de repente le resultó muy fácil tirar de él. Empezó a subir con él, respirando con dificultad e inclinada hacia la derecha, como si intentara contrarrestar un gran peso, pero sin jadear ni doblar las rodillas. Tenía la sensación de que podría subir con él por una escalera de mano enorme si hacía falta. De vez en cuando, Bill apoyaba un pie en el suelo y empujaba en un intento de ayudar, pero por lo general, sus piernas se deslizaban inertes sobre los peldaños enmoquetados de la escalera. Cuando llegaron al décimo escalón, a la mitad, según los cálculos de Rosie, empezó a ayudar un poco más. Eso estaba bien, porque desde abajo les llegó un crujido de astillas cuando los ciento diez kilos de Norman aplastaron el perchero. Rosie lo oyó dirigirse hacia ellos, pero no corriendo, al menos eso era lo que creía, sino a gatas.

–No te conviene jugar conmigo, Rose –jadeó.

¿A qué distancia? Rosie no lo sabía, y aunque el perchero le había cortado el paso durante unos instantes, Norman no estaba arrastrando a un hombre herido y medio insconsciente.

–Quédate quieta. Deja de intentar escapar. Sólo quiero hablar conti...

–¡No te acerques!

Dieciséis... diecisiete... dieciocho. La luz tampoco funcionaba en el primer piso, y puesto que el rellano carecía de ventanas, estaba más oscuro que la boca del lobo. Rosie dio un traspié cuando el pie que buscaba el decimonoveno escalón no tocó más que aire. Al parecer, sólo había dieciocho peldaños en el rellano. Qué maravilla. Habían conseguido llegar a lo alto de la escalera antes que Norman. Al menos habían conseguido eso.

–¡No te acerques, Nor...!

En aquel instante se le ocurrió una idea tan terrible que la dejó paralizada. Se tragó la última sílaba del nombre de su marido como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago.

¿Dónde estaban sus llaves? ¿Las había dejado en la cerradura del portal?

Soltó a Bill para poder rebuscar en el bolsillo izquierdo de la cazadora que le había dejado, y en aquel momento, la mano de Norman se cerró suave y persuasivamente sobre su pantorrilla, como la cola de una serpiente que aplasta a su presa en lugar de inyectarle su veneno. Sin pensar en lo que hacía, Rosie le propinó una patada con el otro pie. La suela de su zapatilla se estrelló de lleno contra la nariz ya maltrecha de Norman, quien profirió un aullido repugnante de dolor. El aullido dio paso a un chillido de sorpresa cuando buscó la barandilla, no la encontró y cayó de espaldas por la escalera oscura. Rosie oyó dos golpes cuando Norman dio dos saltos mortales antes de desplomarse.

¡Espero que te rompas el cuello!, pensó Rosie en el momento en que su mano se cerraba en torno a la silueta redonda y tranquilizadora del llavero. Se las había guardado en el bolsillo a fin de cuentas, gracias a Dios, gracias a todos los ángeles del Reino de los Cielos. Espero que te rompas el cuello, que todo termine aquí mismo, en la oscuridad, que te rompas el puto cuello, te mueras y me dejes en paz.

Pero no. Ya lo oía moverse allá abajo, maldiciéndola mientras empezaba a arrastrarse de nuevo escalera arriba, insultándola con todos sus calificativos característicos, guarra, bollera, puta, zorra, cada vez más cerca.

–Puedo caminar –dijo Bill de repente con voz débil y estrangulada, aunque Rosie dio gracias al cielo por escucharla–. Puedo caminar, Rosie. Vamos a tu habitación. Ese cabrón chalado se acerca otra vez.

Bill empezó a toser. Debajo de ellos, pero no mucho, Norman se echó a reír.

–Correcto, amiguito. Ese cabrón chalado se acerca otra vez. El cabrón chalado te va a arrancar los ojos y te los hará comer. Me pregunto a qué sabrán.

–¡NO TE ACERQUES, NORMAN! –chilló Rosie mientras empujaba a Bill por el pasillo oscuro.

Todavía tenía el brazo izquierdo alrededor de la cintura y deslizaba el derecho por la pared en busca de su puerta. Su mano izquierda estaba cerrada en un puño contra el costado de Bill, y en él sostenía las únicas tres llaves que había acumulado en su nueva vida, la del portal, la de su estudio y la del buzón.

–¡NO TE ACERQUES TE LO ADVIERTO!

Y desde la oscuridad que se alzaba a sus espaldas, aún desde la escalera pero muy cerca del rellano, le llegó el colmo de la absurdidad:

–¡NO TE ATREVAS A ADVERTIRME NADA, ZORRA!

La pared se convirtió en una puerta que debía de ser la suya. Soltó a Bill, cogió la llave que la abría (a diferencia de la llave del portal, la de su habitación era de cabeza cuadrada) y buscó en la cerradura. Ya no oía a Norman. ¿Estaba en la escalera? ¿En el vestíbulo? ¿Justo detrás de ellos, alargando los brazos en dirección a los sonidos ahogados que emitía Bill? Encontró la cerradura, oprimió el dedo índice contra la ranura vertical e introdujo la llave. Percibió que la punta entraba, pero se negaba a introducirse del todo. Sintió que el pánico empezaba a roerla como una rata.

–¡No entra! –exclamó–. ¡Es la llave correcta, pero no entra! .

–Gírala. Seguramente la tienes al revés.

–¿Qué pasa allí abajo? –preguntó una voz nueva que procedía de algún piso superior, probablemente del tercero, y fue seguida del chasquido del interruptor de la luz–. ¿Y por qué no funciona la luz?

–¡No se...! –gritó Bill antes de sufrir otro acceso de tos; carraspeó de un modo terrible en un intento de seguir hablando–. ¡No se mueva! ¡No baje! ¡Llame a la po...!

–¡Yo soy la policía, gilipollas! –murmuró una voz extrañamente amortiguada justo a su espalda.

Se oyó un gruñido grave y espeso, un sonido ansioso y satisfecho a un tiempo. Bill se separó de Rosie en el momento en que ella conseguía por fin introducir la llave en la cerradura.

–¡No! –gritó extendiendo la mano izquierda; el brazalete le quemaba más que nunca–. ¡No, déjale en paz! ¡DÉJALE EN PAZ!

Asió el cuero liso de la cazadora de Bill, pero se le escurrió entre los dedos. Aquellos terribles sonidos ahogados, los sonidos de alguien al que le están llenando la garganta de arena, empezaron de nuevo. Norman se echó a reír. Otro sonido amortiguado. Rosie avanzó hacia él con los brazos extendidos. Rozó el hombro de la cazadora de Bill, levantó un poco la mano y tocó algo espantoso que parecía carne muerta pero al mismo tiempo estaba vivo. Estaba lleno de bultos..., parecía goma...

Goma.

Lleva una máscara, pensó Rosie. Algún tipo de máscara.

En aquel instante, algo tiró de su mano y la arrastró hasta una humedad que Rosie identificó como la boca de Norman justo antes de que sus dientes se le clavaran en los dedos hasta el hueso.

El dolor fue horrendo, pero por una vez, Rosie no reaccionó ante él con temor e impotencia, con el impulso de ceder, de permitir que Norman se saliera con la suya como siempre hacía, sino con una rabia tan inmensa que se le antojó locura. En lugar de intentar librarse de sus dientes despiadados, Rosie dobló los dedos por el segundo nudillo y apretó las yemas contra la cara interior de las encías de Norman. A continuación tiró hacia la barbilla con su mano sobrenaturalmente fuerte.

Bajo la mano percibió un extraño crujido, como una tabla a punto de quebrarse bajo el peso de una rodilla. Rosie notó que Norman daba un respingo y emitía un aullido consistente tan sólo en vocales, una suerte de Aaaaooouuuu, y entonces la parte inferior de su rostro se adelantó como un cajón al abrirse, dislocándose al desprenderse de las bisagras de la mandíbula. Norman profirió un chillido agónico, y Rosie retiró los dedos ensangrentados mientras pensaba: Eso es lo que te pasa por morder, hijo de puta. Venga, inténtalo ahora.

Lo oyó tambalearse hacia atrás, siguiendo su evolución por los gritos y el susurro de su camisa deslizándose a lo largo de la pared. Ahora usará la pistola, pensó mientras se volvía hacia Bill. Estaba apoyado contra la pared, una silueta aún más oscura en la oscuridad, tosiendo de nuevo como un condenado.

–Eh, chicos, ya basta de bromas.

Era el hombre de arriba, que hablaba con voz petulante, aunque ahora parecía estar en el primer piso, en el otro extremo del pasillo, y el corazón de Rosie se llenó de una terrible premonición mientras hacía girar la llave en la cerradura y abría la puerta de golpe. No parecía ella misma cuando gritó; parecía la otra.

–¡Fuera de aquí, estúpido! ¡Le matará! ¡No...!

Un disparo. Rosie estaba mirando hacia la izquierda y tuvo una visión de pesadilla de Norman, que estaba sentado en el suelo con las piernas dobladas debajo del cuerpo. No tuvo tiempo de reconocer lo que llevaba en la cabeza, pero de todos modos sabía lo que era: la máscara de un toro sonriendo con aire insípido. Un círculo de sangre, su sangre, rodeaba la boca. Rosie vio los ojos atormentados de Norman observándola, los ojos de un cavernícola a punto de enzarzarse en una batalla definitiva, cataclísmica.

El inquilino del piso de arriba gritó mientras Rosie tiraba de Bill para meterlo en la habitación y cerrar la puerta tras ella. El estudio estaba envuelto en sombras, y la niebla había amortiguado el brillo de las farolas, que por lo general proyectaban una barra de luz en el suelo, pero el lugar se le antojó diáfano en comparación con el vestíbulo, la escalera y el rellano.

Lo primero que vio fue el brazalete, que relucía con suavidad en la penumbra. Yacía sobre la mesita de noche, junto al pie de la lámpara.

Lo he hecho sola, pensó tan asombrada que casi se sentía como una estúpida. Lo he hecho sola; creer que lo llevaba ha bastado para...

Por supuesto, repuso otra voz, la de la señora Práctica–Sensata. Por supuesto que ha bastado, porque ese brazalete nunca ha tenido poder alguno; el poder siempre lo ha tenido ella, el poder siempre lo ha tenido...

No, no. No seguiría por ese camino, de ningún modo. Y en aquel momento se distrajo, porque Norman golpeó la puerta con la fuerza de un tren de mercancías. La madera barata se astilló bajo su peso; las bisagras crujieron. A lo lejos, el vecino de arriba, un hombre al que Rosie no conocía, empezó a chillar.

¡Deprisa, Rosie, deprisa! Ya sabes lo que tienes que hacer, adónde tienes que...

–Rosie..., llama..., tenemos que llamar...

Bill empezó a toser de nuevo, con tal intensidad que no pudo continuar. De todas formas, Rosie no tenía tiempo para escuchar tonterías. Tal vez más tarde sus ideas resultarían acertadas, pero de momento, lo más probable era que si las seguían acabaran muertos. En aquel momento, su trabajo consistía en cuidar de Bill, protegerlo..., y eso significaba llevarlo a un lugar seguro. Donde ambos pudieran estar a salvo.

Rosie abrió la puerta del armario con la esperanza de ver que lo llenaba aquel otro mundo tan extraño, al igual que había llenado su habitación cuando había despertado por el sonido del trueno. Del armario surgiría la luz del sol, deslumbrando sus ojos acostumbrados a la penumbra...

Pero no era más que un armario pequeño, polvoriento y vacío, pues Rosie llevaba las dos únicas prendas que había guardado en él, el jersey y los deportivos. Oh, sí, el cuadro estaba allí, apoyado contra la pared donde lo había dejado, pero no había crecido ni cambiado, no se había abierto o lo que fuera que había hecho la otra vez. No era más que un cuadro con el marco roto, la clase de pintura mediocre que podía encontrarse en el fondo de una tienda de curiosidades, en un mercadillo o en una casa de empeños. Nada más.

Afuera, en el pasillo, Norman se abalanzó de nuevo sobre la puerta. El crujido fue más fuerte esta vez, y una astilla larga se desprendió de la hoja antes de caer al suelo. Unos cuantos golpes más bastarían; quizás incluso dos o tres. Las puertas de los bloques de pisos baratos no estaban construidas para resistir la demencia.

–¡Era más que un maldito cuadro! –gritó Rosie–. ¡Estaba destinado a mí y era más que un maldito cuadro! ¡Era la puerta a otra mundo! ¡Lo sé porque tengo el brazalete!

Volvió la cabeza, se quedó mirando el brazalete y a continuación cruzó la estancia para cogerlo. Se le antojó más pesado que nunca. Y caliente.

–Rosie –farfulló Bill.

Apenas lo distinguía en la penumbra, una silueta con las manos sobre el cuello. Rosie creyó ver sangre en su boca.

–Rosie, tenemos que llamar a...

Se interrumpió para proferir un grito cuando un luz brillante bañó la habitación..., sólo que no era el sol brumoso de verano que Rosie había esperado. Era la luz de la luna, que manaba de la puerta abierta del armario y se extendía por el suelo. Rosie se acercó a Bill con el brazalete en la mano y miró el interior del armario. En lugar de la pared posterior vio la cima de la colina, la hierba alta que ondeaba a la brisa suave e intermitente de la noche, las líneas lívidas y las columnas del tiempo reluciendo en la oscuridad. Y sobre la escena se alzaba la luna, una brillante moneda de plata que cabalgaba por el cielo entre violeta y negro.

Rosie pensó en la zorra madre que había visto por la mañana, hacía mil años, contemplando aquella luna. La zorra alzando la cabeza mientras sus cachorros dormían en el hueco del tronco caído, contemplando la luz con pasión en sus ojos negros.

Bill parecía confuso. La luz se reflejaba en su piel como plata dorada.

–Rosie –susurró con voz débil y preocupada.

Siguió moviendo los labios, pero de su boca no brotó sonido alguno.

–Vamos, Bill, tenemos que irnos –instó Rosie mientras le asía el brazo.

–¿Qué está pasando?

Resultaba conmovedor contemplar el dolor y la confusión que lo embargaban. La expresión de su rostro le provocó sentimientos extraños y contradictorios: por un lado, impaciencia por la lentitud y pesadez de sus reacciones, y por otro un amor fiero, no exactamente maternal, que se le antojó como una llama en su mente. Lo protegería. Sí. Sí. Lo protegería hasta la muerte si hacía falta.

–No importa –replicó–. Confía en mí, igual que yo he confiado en ti cuando íbamos en moto. Confía en mí y ven. ¡Tenemos que irnos ahora mismo!

Lo empujó con la mano derecha. El brazalete pendía de la Izquierda como una rosquilla dorada. Bill se resistió un instante, y en aquel momento, Norman profirió un grito y cargó de nuevo contra la puerta. Con un chillido de terror y furia, Rosie asió a Bill con más fuerza. Lo empujó al interior del armario y al mundo iluminado por la luz de la luna que se abría más allá de la pared del fondo.

Las cosas empezaron a ponerse realmente feas cuando la zorra derribó el perchero para bloquear la escalera. Norman tropezó con él, o al menos el abrigo de London Fog que tanto le gustaba tropezó con él. Uno de los ganchos de latón se enredó en un ojal, el truco más espectacular de la semana, y otro se le metió en el bolsillo como un carterista inepto que intentara birlarle la cartera. Un tercero se le clavó directamente en las maltrechas pelotas. Rugiendo y maldiciendo a Rose, Norman intentó lanzarse hacia delante y hacia arriba. El pegajoso y amenazador perchero se negó a soltarlo y ni siquiera pudo arrastrarlo tras de sí, porque una de las patas de latón se había enganchado en la barandilla como una auténtica ancla.

Tenía que subir, tenía que conseguirlo. No quería que Rose y el soplapollas de su amigo se encerraran en su cuchitril antes de que él los atrapara. No le cabía duda de que podía derribar la puerta si llegaba el caso, pues había derribado montones a lo largo de su carrera como policía, algunas muy duras, por cierto, pero el tiempo jugaba en su contra. No quería disparar a Rose, ya que eso sería demasiado rápido y, sobre todo, fácil para una tía como su Rose errante, pero si la situación no mejoraba un poco y en seguida, tal vez sería la única opción que le quedara. ¡Qué pena!

–¡Déjeme jugar, entrenador! –gritó el toro desde el bolsillo del abrigo–. ¡Estoy moreno, estoy en forma, estoy descansado, estoy preparado!

Sí, eso sí que era una buena idea, joder. Norman sacó la máscara del bolsillo y se la colocó sobre la cabeza, inhalando el olor a meados y goma. La verdad es que la combinación de fragancias no estaba nada mal; de hecho, era bastante agradable. Reconfortante, en cierto modo.

–¡Vva 'l doro! –exclamó al tiempo que se quitaba el abrigo.

Se lanzó hacia delante pistola en mano. El maldito perchero se quebró bajo su peso, pero no antes de intentar clavarle uno de los putos ganchos en la rodilla izquierda. Norman apenas si reparó en el dolor. Estaba sonriendo y entrechocando los dientes como un loco dentro de la máscara, encantado con el chasquido que producían, un sonido que le recordaba el choque de las bolas de billar.

–No te conviene jugar conmigo, Rose –advirtió mientras intentaba levantarse, aunque la rótula en que se le había clavado el gancho cedió por el esfuerzo–. Quédate quieta. Deja de intentar escapar. Sólo quiero hablar contigo.

Rose le gritó algo, palabras, palabras, palabras, palabras que no importaban. Norman siguió arrastrándose, avanzando con toda la rapidez y el sigilo posibles. Por fin percibió movimientos encima de él. Alargó el brazo, asió la pantorrilla izquierda de Rose y le clavó las uñas. ¡Qué sensación más agradable! ¡Te pillé!, pensó, triunfal. Te pille, sí, señora. Te...

El pie de Rose surgió de la oscuridad del modo más inesperado, acertándole en la nariz y rompiéndosela en un sitio nuevo. El dolor fue terrible, como si un enjambre de abejas africanas andara suelto en su cabeza. Rose se zafó de él, pero Norman apenas si se dio cuenta; estaba cayendo hacia atrás, intentando aferrarse a la barandilla, pero sin conseguir rozarla más que con los dedos. Cayó dando tumbos hasta el perchero, sosteniendo el arma con el dedo lejos del gatillo para no meterse una bala en el cuerpo..., y al paso que iban las cosas, tenía muchas posibilidades de que ocurriera precisamente eso. Permaneció tendido un instante, luego sacudió la cabeza para aclarársela y empezó a subir de nuevo.

Esta vez su mente no acabó de rebotar, no perdió por completo el conocimiento, pero no tenía ni la menor idea de lo que Rose y su amigo le habían gritado desde lo alto de la escalera o de lo que él les había contestado. Su nariz fracturada en múltiples puntos ocupaba el primer plano de una pantalla roja de dolor.

Se dio cuenta de que alguien más intentaba unirse a la fiesta, el típico espectador inocente, y el soplapollas del novio de Rosie le estaba advirtiendo que se mantuviera alejado. Lo bonito del asunto fue que aquellos gritos le indicaron la posición exacta del capullazo. Norman alargó el brazo y, en efecto, se topó con el capullazo. Rodeó el cuello del capullazo con las manos y empezó a estrangularlo otra vez. Esta vez tenía intención de terminar el trabajo, pero de repente sintió la mano de Rosie a un lado de la cara... sobre la piel de la máscara. Era como si lo acariciaran después de darle una inyección de novocaína.

Rosie. Rosie lo había tocado. Estaba allí. Por primera vez desde que se había marchado con la maldita tarjeta del cajero, Rosie estaba allí, y Norman perdió todo interés en su noviete. Le asió la mano, se la metió en la boca a través del orificio de la máscara y mordió con toda la fuerza de que fue capaz. El éxtasis fue inmenso. Pero...

Pero de repente sucedió algo. Algo malo. Algo espantoso. Tenía la sensación de que acababan de dislocarle la mandíbula. El dolor le subió por los costados de la cabeza en dardos de acero bruñido, concentrándose en la coronilla con un estallido. Profirió un grito y se apartó de ella, la zorra, oh, la muy zorra... ¿Qué la había convertido de una ratoncita previsible en aquel monstruo?

En aquel instante, el espectador inocente dijo algo, y Norman estaba casi seguro de que le había disparado. Había disparado a alguien; la gente que gritaba de aquel modo acababa de recibir un balazo o bien se había quemado. Y entonces, al volver el arma hacia Rose y el capullazo de su amigo, oyó un portazo. La muy zorra había conseguido encerrarse en su habitación a pesar de todo.

Por el momento, incluso aquello quedaba relegado a segundo término. La mandíbula había sustituido a la nariz como centro del dolor, al igual que la nariz había sustituido a la rodilla y los cojones. ¿Qué le había hecho Rose? La parte inferior del rostro se le antojaba no sólo abierta, sino extendida; los dientes parecían satélites flotando en el espacio a cierta distancia de su nariz.

No seas idiota, Normie, susurró su padre. Te ha dislocado la mandíbula, nada más. Ya sabes lo que tienes que hacer al respecto, ¡así que hazlo!

–¡Cierra el pico, maricón de mierda! –intentó gritar Norman, pero al tener el rostro dislocado, lo único que consiguió emitir fue una especie de  «¡Hieg'l ico, aguicón e legda!».

Dejó caer el arma, cogió los lados de la máscara con los pulgares (no se la había calado del todo, lo que le facilitó un poco el trabajo), y luego presionó las palmas de las manos contra las puntas de la mandíbula. Era como tocar unos rodamientos que se hubieran salido de madre.

Se preparó para el dolor y deslizó las manos hacia abajo antes de volver a subirlas y empujar con fuerza. Sintió dolor, sí, señor, pero sobre todo porque en el primer momento sólo se le encajó un lado de la mandíbula, de modo que la cara le quedó torcida, como un cajón a medio cerrar.

Si tuerces el gesto de esa manera te quedarás así, Norman, gritó la voz de su madre dentro de su cabeza, aquella voz venenosa que recordaba con tanta claridad.

Norman volvió a empujar el lado derecho de su rostro. Esta vez oyó un chasquido en lo más profundo de su cabeza, al tiempo que la mitad derecha de la mandíbula se colocaba en su lugar. Toda la estructura se le antojaba extrañamente suelta, como si los tendones estuvieran tan distendidos que no pudieran regresar de momento a su longitud normal. Tenía la sensación de que, si bostezaba, la mandíbula se le caería hasta la cintura.

La máscara, Normie, susurró su padre. La máscara te ayudará si te la pones bien.

–Eso –corroboró el toro.

Hablaba con voz amortiguada porque estaba arrugada a los lados del rostro de Norman, pero no le costó entender lo que decía.

Se la caló con cuidado hasta la parte inferior de la mandíbula, y en efecto, resultó; la máscara parecía sostenerle el rostro como un sujetador deportivo.

–Sí, señor –dijo 'l doro–. Soy como un bozal.

Norman respiró profundamente mientras intentaba ponerse en pie y se guardaba la 45 en la cinturilla de los pantalones. No pasa nada, pensó. Aquí no hay más que chicos. Las tías no pueden entrar. Tenía la impresión de que incluso veía mejor a través de los orificios de los ojos de la máscara, como si mirar por ellos le aguzara la vista. Sin lugar a dudas, no era más que fruto de su imaginación, pero realmente tenía esa sensación y le resultaba muy agradable. Tranquilizadora.

Se apretó contra la pared antes de abalanzarse sobre la puerta tras la que se ocultaban Rose y el capullazo de su novio. Su mandíbula se agitó pese a la ceñida sujeción de la máscara, pero aun así volvió a cargar con la misma fuerza y sin vacilación alguna. La puerta tembló en su estructura, y una astilla larga de metal se desprendió del panel superior.

De repente deseó que Harley Bissington estuviera con él. Entre los dos podrían haber derribado la puerta de un solo golpe, y podría haber dejado que Harley se ocupara de su mujer mientras él, Norman, se encargaba de su novio. Tirarse a Rose había sido uno de los grandes deseos ocultos de Harley, un deseo que Norman no comprendía, pero que había leído en los ojos del hombre cada vez que iba a su casa.

Volvió a cargar contra la puerta.

Al sexto golpe (o tal vez al séptimo; había perdido la cuenta), la cerradura se desprendió, y Norman entró catapultado en la habitación. Rose estaba ahí, ambos estaban ahí, tenían que estar, pero de momento no vio a ninguno de los dos. El sudor le escocía los ojos y le nublaba la visión. La habitación parecía desierta, pero no podía ser. No habían saltado por la ventana, porque estaba cerrada con pestillo.

Atravesó la habitación corriendo a la luz opaca procedente de las farolas envueltas en niebla, volviendo la cabeza a un lado y a otro mientras los cuernos de Ferdinand oscilaban en el aire. ¿Dónde estaba? ¡La muy zorra! ¿Dónde podía haber ido, por el amor de Dios?

En el otro extremo de la habitación vio una puerta abierta y la tapa cerrada de un inodoro. Se dirigió hacia allí a toda prisa y encontró el cuarto de baño. Vacío. A menos...

Sacó la pistola y efectuó dos disparos a través de la cortina de la ducha, realizando dos orificios sorprendidos en el vinilo estampado de flores. La retiró. La bañera estaba vacía. Las balas habían destrozado un par de azulejos; ése era el balance de daños. Pero quizá daba igual. Al fin y al cabo, no quería acabar con ella a tiros.

No, pero ¿dónde estaba?

Norman regresó a la habitación, cayó de rodillas (haciendo una mueca de dolor, aunque en realidad no sintió dolor alguno) y barrió el espacio debajo de la cama con el cañón del revólver. Nada. Asestó un puñetazo de frustración al suelo.

Se acercó de nuevo a la ventana a pesar de lo que había visto en ella; se acercó porque la ventana era lo único que quedaba..., o al menos eso creía hasta que vio la luz, una luz brillante, luz de luna, al parecer, procedente de otra puerta–abierta por la que había pasado al caer en el interior de la habitación.

¿Luz de luna? ¿Es eso lo que crees estar viendo? ¿Estás chalado, Normie? No sé si te acuerdas, pero afuera hay una niebla de mil pares, hijo mío. Niebla. Y aunque hubiera la luna llena más llena del siglo, eso es un armario. El armario de una habitación del primer piso, para ser exactos.

Era posible, pero había llegado a creer que su padre, ese tipo sudoroso, de cabello grasiento, sobón y chupapollas no lo sabía automáticamente todo acerca de todo. Norman sabía que esa luz de luna saliendo de un armario del primer piso no tenía demasiado sentido..., pero la estaba viendo con sus propios ojos.

Se acercó despacio a la puerta, con la pistola colgando de la mano, y se detuvo en medio de la luz. A través de los orificios de la máscara (aunque ahora tenía la sensación de que sus dos ojos miraban por un solo orificio), se quedó mirando el armario.

El mueble tenía ganchos clavados en las paredes laterales de madera, así como perchas vacías colgadas de la barra metálica instalada a lo largo, pero la pared del fondo había desaparecido. En su lugar se veía una colina iluminada por la luna y cubierta de hierba alta. Norman distinguió numerosas luciérnagas formando líneas irregulares de luz en un paisaje de árboles borroso y oscuro. Las nubes que se deslizaban por el cielo parecían lámparas cuando se colocaban delante de la luna, que no era llena pero se acercaba. Al pie de la colina se veía una especie de ruina. A Norman le parecía una mansión sureña derruida o tal vez los vestigios de una iglesia abandonada.

Me he vuelto completamente loco, pensó. O esto o Rose me ha dejado fuera de combate y esto es una especie de sueño chalado.

No, eso no lo aceptaba. No quería aceptarlo.

–¡VUELVE AQUÍ, ROSE! –gritó al interior del armario..., que hablando en términos estrictos, ya no era un armario–. ¡VUELVE, ZORRA!

Nada. Sólo aquella vista tan increíble... y una brisa suave que le llevaba la fragancia de la hierba y las flores para demostrarle que no se trataba de una ilusión óptica perfecta.

Y algo más: el sonido de los grillos.

–Me robaste la tarjeta del cajero, zorra –murmuró Norman.

Alzó la mano y se aferró a uno de los ganchos colgados de la pared; parecía un pasajero del metro. Ante él se extendía un mundo extraño e iluminado por la luna, pero cualquier temor que hubiera podido sentir se había trocado en furia.

–Me robaste la tarjeta, y quiero hablar contigo de eso. Hablar... contigo... de cerca.

Entró en el armario y se agachó para pasar por debajo de la barra, derribando de paso unas cuantas perchas. Permaneció inmóvil unos instantes, contemplando aquel otro mundo que se abría ante él.

Luego echó a andar.

Tuvo la sensación de bajar un poquito, como cuando uno va a esas casas viejas donde el parquet de las distintas habitaciones ya no encaja, pero por lo demás no notó nada extraño. Avanzó un solo paso y dejó de pisar madera; ya no estaba en una habitación del primer piso, sino envuelto en la hierba y la brisa fragante que le acariciaba el rostro, se le colaba por el orificio de la máscara (sí, ya sólo había uno; no sabía cómo podía ser, pero después del paso que acababa de dar, lo cierto era que no le extrañaba demasiado) y le refrescaba la piel amoratada y sudorosa. Asió los lados de la máscara con la intención de quitársela y permitir que todo su rostro disfrutara de aquella brisa, pero la máscara no se movió. No se movió ni un ápice.

 

YO RESARZO

Bill contempló la colina bañada por la luz de la luna con la expresión cautelosa de quien no da crédito a sus ojos. Se llevó una mano al cuello inflamado y empezó a masajeárselo. Rosie ya distinguía los morados que habían comenzado a formarse en su piel.

La brisa de la noche le acarició la frente como una mano preocupada. Era suave, cálida, fragante, estival. Ni rastro de la humedad brumosa del lago situado al este de la ciudad.

–Rosie, ¿está sucediendo todo esto en realidad?

Antes de que Rosie pudiera pensar en la clase de respuesta que aquella pregunta merecía, una voz apremiante que conocía intervino.

–¡Mujer! ¡Eh, tú, mujer!

Era la señora de rojo, aunque ahora llevaba un vestido sencillo de color azul, creía Rosie; sin embargo, resultaba imposible asegurarlo a causa de la luz de la luna. «Wendy Yarrow» se hallaba a medio camino de la colina.

–¡Bájalo aquí! ¡No hay tiempo que perder! ¡Llegará en cualquier momento, y tienes cosas que hacer! ¡Cosas importantes!

Rosie seguía asiendo el brazo de Bill. Intentó tirar de él para que avanzase, pero Bill se resistió y miró a «Wendy» con expresión alarmada. Detras de ellos, con voz amortiguada pero espantosamente próxima, Norman rugió el nombre de Rosie. Bill dio un respingo, pero al menos dejó de resistirse.

–¿Quién es, Rosie? ¿Quién es esa mujer?

–No importa. Vamos.

Esta vez no se limitó a tirarle de la manga, sino que lo arrastró con movimientos frenéticos. Bill avanzó con ella, pero no habían dado más que una docena de pasos cuando se dobló sobre sí mismo y empezó a toser con tal intensidad que los ojos casi se le salieron de las órbitas. Rosie aprovechó la oportunidad para bajarse la cremallera de la cazadora que Bill le había prestado. Se despojó de la prenda y la arrojó a la hierba. Luego se quitó el jersey. Debajo llevaba una blusa sin mangas, de modo que se puso el brazalete. De inmediato la embargó una oleada de fuerza, y por lo que a ella respectaba, daba igual si se trataba de una sensación real o imaginaria. Miró por encima del hombro casi esperando ver a Norman persiguiéndola, pero no fue así, al menos de momento. Sólo vio el carro del poni, al propio poni, que pastaba impertérrito en la hierba alta y bañada por la luna, y el caballete que había visto en la primera ocasión. El cuadro había cambiado de nuevo. En primer lugar, la figura de espaldas ya no era una mujer, sino que parecía un demonio provisto de cuernos. Era un demonio, suponía Rosie, pero también era un hombre. Era Norman, y Rosie recordaba haber visto los cuernos sobresalir de su cabeza en el relámpago breve e intenso que había producido el disparo.

–Muchacha, ¿por qué eres tan lenta? ¡Muévete!

Rosie rodeó con el brazo izquierdo a Bill, cuyo ataque de tos había empezado a remitir, y lo ayudó a bajar hasta el lugar en que «Wendy» esperaba con impaciencia. Cuando llegó casi llevaba a Bill en brazos.

–¿Quién... eres? –preguntó Bill a la mujer negra cuando llegaron junto a ella, pero se interrumpió al sufrir un nuevo acceso.

«Wendy» hizo caso omiso de la pregunta y lo rodeó con el brazo para sostener el costado que siempre se zafaba de Rosie.

–He puesto el otro zat al otro lado del templo, así que no pasa nada..., ¡pero tenemos que darnos prisa! ¡No podemos perder ni un segundo!

–¡No sé de qué me hablas! –replicó Rosie, pero en algún rincón de su mente, creía saberlo–. ¿Qué es un zat?

–Déjate de preguntas –espetó la mujer negra–.Será mejor que nos demos prisa.

Sosteniendo a Bill entre ambas descendieron la colina en dirección al Templo del Toro (era impresionante el modo en que todo le volvía a la memoria, pensó Rosie). Sus sombras caminaban a su lado. El edificio se alzaba ante ellos..., de hecho, parecía observarlos, como si estuviera vivo y hambriento. Rosie se sintió profundamente agradecida cuando «Wendy» giró a la derecha para flanquear el templo.

Tras el templo, suspendido de una de las zarzas como si de un gancho de ropa se tratara, se hallaba, el zat de recambio. Rosie se lo quedó mirando trastornada, pero sin extrañeza. Era una túnica de color rojo violáceo, idéntica a la de la mujer de voz dulce y demente.

–Póntela–ordenó la mujer negra.

–No –replicó Rosie con voz débil–. No, me da miedo.

–¡VUELVE AQUÍ, ROSE!

Bill dio un respingo y miró atrás con los ojos abiertos de par en par, la piel más pálida que la luz de la luna, los labios temblorosos. Rosie también tenía miedo, pero percibió que la furia rodeaba el temor como un tiburón nada en círculos en torno a un bote naufragado. Se había aferrado a la esperanza de que Norman no pudiera seguirlos, de que el cuadro se hubiera cerrado tras ellos. Pero ahora sabía que no era así. Norman lo había encontrado y llegaría a aquel mundo en cualquier momento, si no había llegado ya.

–¡VUELVE, ZORRA!

–Póntelo–repitió la mujer.

–¿Por qué? –preguntó Rosie, aunque ya se estaba pasando la blusa por la cabeza–. ¿Por qué tengo que ponérmelo?

–Porque así lo quiere ella, y siempre consigue lo que quiere. –La mujer negra se volvió hacia Bill, que miraba a Rosie con fijeza–. Date la vuelta –le ordenó–. Puedes verla desnuda en tu mundo hasta que se te caigan los ojos por lo que a mí respecta, pero en el mío no. Así que te aconsejo que te des la vuelta.

–Rosie –dijo Bill en tono inseguro–. Es un sueño, ¿verdad?

–Sí –asintió ella, y en su voz se apreciaba una frialdad, una especie de cálculo espontáneo, que jamás había detectado–. Sí, es un sueño. Haz lo que te dice.

Bill se volvió con la brusquedad de un soldado hacia el sendero estrecho que conducía a la fachada del templo.

–Y quítate también ese arnés de tetas –indicó la mujer negra mientras señalaba con impaciencia el sujetador de Rosie–. No puedes llevar eso debajo del zat.

Rosie se desabrochó el sujetador y se lo quitó. A continuación se descalzó y se bajó los vaqueros. Permaneció un instante inmóvil, ataviada tan sólo con las bragas blancas y mirando a «Wendy» con expresión interrogante.

–Sí, eso también.

Rosie se bajó las bragas y cogió con cuidado el zat colgado del zarzal. La mujer negra se adelantó para ayudarla.

–Ya sé cómo ponérmelo, así que déjame en paz –espetó Rosie mientras se pasaba la prenda por la cabeza como si fuera una camisa.

«Wendy» se la quedó mirando con expresión calculadora, pero no avanzó cuando Rosie tuvo un pequeño problema con el tirante del zat. Una vez colocado, su hombro derecho quedó desnudo y el brazalete brillaba sobre el codo izquierdo. Se había convertido en el reflejo de la mujer del cuadro.

–Ya puedes mirar –indicó Rosie a Bill.

Bill se volvió hacia Rosie y la examinó de pies a cabeza, deteniéndose unos segundos en los pezones, que se dibujaban con claridad a través de la fina tela. A Rosie no le importó.

–Pareces otra persona –murmuró Bill por fin–. Tienes un aspecto peligroso.

–Así son las cosas en los sueños –replicó Rosie con aquella voz fría y calculadora.

Odiaba aquel tono..., pero al mismo tiempo le gustaba.

–¿Hace falta que te explique lo que tienes que hacer? –preguntó la mujer negra.

–No, por supuesto que no.

A continuación, Rosie alzó la voz, y el grito que brotó de sus entrañas fue musical y salvaje; no era su voz, era la voz de la otra..., pero también era su propia voz; lo era.

–¡Norman! –llamó–. ¡Norman, estoy aquí abajo!

–¡Por el amor de Dios, Rosie, no! –jadeó Bill–. ¿Te has vuelto loca?

Intentó asirle el hombro, pero Rosie se zafó de su mano con impaciencia al tiempo que le lanzaba una mirada de advertencia. Bill retrocedió un paso, al igual que había hecho «Wendy Yarrow».

–Es la única forma y es la forma correcta. Además... –Miró a «Wendy» con incertidumbre–. No tengo que hacer nada, ¿verdad?

–No–repuso la mujer del vestido azul–. La señora lo hará todo. Si intentas interponerte en su camino, aunque sólo sea para ayudarla, lo más probable es que te arrepientas. Lo único que tienes que hacer es lo que ese cabrón de allí arriba cree que hacen las mujeres.

–Atraerlo –murmuró Rosie, y en sus ojos se reflejaba la luz plateada de la luna.

–Exacto –asintió la otra–. Atraerlo hasta el camino. Hasta el jardín.

Rosie aspiró una bocanada de aire y volvió a llamarle; el brazalete le quemaba la piel con un fuego extraño e increíblemente dulce. Le gustaba el sonido de la voz que brotaba de su garganta, tan fuerte, tan parecido a su grito de guerra cuando jugaba a policías y ladrones, el grito de guerra que había empleado para que la niña rompiera a llorar de nuevo.

–¡Aquiiiiiiiiií, Normaaaaan!

Bill la miraba fijamente. Estaba asustado. A Rosie no le gustaba ver aquella expresión en su rostro, pero quería verla. Lo quería. Al fin y al cabo, era un hombre, ¿no? Y a veces los hombres tenían que aprender lo que significaba tener miedo a una mujer, ¿verdad? A veces eso constituía la única protección de una mujer.

–Y ahora vete. Yo me quedaré aquí con tu hombre. Aquí estaremos a salvo, porque el otro atravesará el templo.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque siempre hacen lo mismo –replicó la mujer negra–. Recuerda lo que es.

–Un toro.

–Exacto, un toro. Y tú eres la muchacha que agita el sombrero de seda que lo atraerá. Pero recuerda que si te coge, no habrá nada que lo distraiga. Si te coge te matará. Eso está más claro que el agua. No hay nada que mi ama o yo podamos hacer para evitarlo. Quiere llenarse la boca con tu sangre.

Eso lo sé mejor que tú, pensó Rosie. Hace años que lo sé.

–No vayas, Rosie –suplicó Bill–. Quédate con nosotros.

–No.

Rosie lo empujó a un lado; una de las espinas de un zarzal le arañó el muslo, y el dolor le resultó tan dulce como el grito que había proferido. Incluso la sensación de la sangre al resbalarle por la piel le pareció dulce.

–Pequeña Rosie.

Rosie se volvió.

–Tienes que anticiparte a él al final. ¿Sabes por qué?

–Sí, claro que lo sé.

–¿A qué te referías con eso de que es un toro? –inquirió Bill.

Parecía preocupado y huraño..., pero Rosie no lo había amado nunca tanto como en aquel momento y creía que nunca lo amaría más. Su rostro aparecía tan pálido e indefenso...

Bill tosió de nuevo. Rosie le apoyó una mano en el brazo, temerosa de que Bill se apartara de ella, pero no lo hizo. Al menos de momento.

–Quédate aquí –le ordenó–. Quédate aquí y no te muevas.

Acto seguido se alejó a toda prisa. Bill captó un destello de luna en la túnica en el extremo más alejado del templo, donde el sendero parecía ensancharse, y luego la perdió de vista.

Al cabo de un instante, su grito volvió a elevarse en la noche, ligero y terrible a un tiempo.

–¡Norman, tienes un aspecto ridículo con esa máscara! –Una pausa y a continuación–: ¡Ya no me das miedo, Norman...!

–Dios mío, la va a matar –musitó Bill.

–Es posible –replicó la mujer del vestido azul–. Alguien va a morir esta noche, eso está más...

Se detuvo en seco, con los ojos muy abiertos y brillantes, la cabeza ladeada.

–¿Qué es lo que o...?

La mujer alargó una mano y le tapó la boca. No se la apretó, pero Bill tenía la sensación de que podía hacerlo; aquella mano parecía estar repleta de muelles de acero. Una creencia espeluznante, casi una certeza, le cruzó la mente mientras aquella mano le oprimía los labios y los dedos le rozaban la mejilla: aquello no era un sueño. Por mucho que quisiera creer que lo era, no podía.

La mujer negra se puso de puntillas y se apretó con él como una amante, sin dejar de taparle la boca.

–Chist –le susurró al oído–. Ya viene.

Bill oyó el siseo de la hierba y el follaje, y a continuación jadeos pesados y sibilantes. Era un sonido que por lo general habría asociado a hombres mucho más corpulentos que Norman Daniels..., hombres que pesarían entre ciento cincuenta y ciento setenta y cinco kilos.

O con un animal enorme.

La mujer negra retiró lentamente la mano de la boca de Bill, y ambos permanecieron inmóviles mientras escuchaban la aproximación de aquella criatura. Bill rodeó a la mujer con un brazo, y ella hizo lo mismo con él. Norman... o la criatura en la que Norman se había convertido, no atravesaría el edificio a fin de cuentas. Norman... o aquella cosa tomaría el sendero y los vería. Patearía el suelo unos instantes, con la cabeza gacha, y luego se lanzaría hacia ellos por aquel sendero estrecho y sin esperanza, los arrollaría, los pisotearía, los devoraría.

–Chist... –susurró la mujer.

–¡Norman, imbécil...!

Flotando hacia ellos como humo, como la luz de la luna.

–¡Eres tan idiota!... ¿Realmente creías que me cogerías? ¡Toro estúpido!

Se oyó una carcajada estridente y burlona. El sonido hizo pensar a Bill en fibra de vidrio, pozos abiertos y habitaciones vacías a medianoche. Se estremeció y se le puso la piel de gallina.

En la fachada del templo se produjo un intervalo de silencio (roto tan sólo por una ráfaga de brisa que agitó un instante los zarzales como una mano que peinara una mata de cabello enredado), acompañado por el silencio en el lugar desde el que Rosie había llamado a Norman. En el cielo, el disco cremoso de la luna navegaba tras una nube, bordeando de plata su contorno. El firmamento estaba salpicado de estrellas, pero Bill no reconoció ninguna de las constelaciones que veía. Y entonces:

–¡Norrrrmannnnn!... ¿No quieres hablaaaar conmiiiigo?

–Oh, sí que quiero hablar contigo –repuso Norman Daniels.

Bill percibió que la mujer daba un respingo de sorpresa y el corazón le dio un vuelco terrible en el pecho. Aquella voz se hallaba a menos de veinte metros de distancia. Era como si Norman hubiera efectuado todos esos movimientos torpes adrede, permitiendo que adivinaran su avance y entonces, cuando lo que le convenía era el sigilo, había caminado con todo el sigilo del mundo.

–Quiero hablar contigo de cerca, puta de mierda.

La mujer negra se llevó un dedo a los labios para advertirle que guardara silencio, pero Bill no necesitaba advertencia alguna. Sus miradas se encontraron, y Bill comprobó que la mujer negra ya no estaba segura de que Norman cruzara el edificio.

El silencio empezaba a antojársele eterno. Incluso Rosie parecía estar esperando.

Y entonces, desde un poco más lejos, Norman volvió a hablar.

–Buh, hijo de puta –espetó–. ¿Qué haces tú aquí?

Bill miró a la mujer negra, pero ella meneó la cabeza para indicar que tampoco comprendía. De repente, Bill se dio cuenta de algo terrible: estaba a punto de sufrir otro acceso de tos. El cosquilleo palpitante en el paladar blando resultaba abrumador. Sepultó la boca en la cara interior del codo en un intento de contener la tos, consciente de la mirada preocupada que la mujer había clavado en él.

No podré aguantar mucho rato, se dijo. Por el amor de Dios, Norman, ¿por qué no te mueves? Antes bien que te has dado prisa.

–¡Norrrrmannn!

¡Qué lento eres, joder, Norrrrmannn! –gritó Rosie como en respuesta a sus pensamientos.

–Zorra –replicó la voz espesa al otro lado del templo–. Zorra de mierda.

Zapatos crujiendo sobre fragmentos de piedra. Al cabo de un instante, Bill oyó el eco de pasos y se dio cuenta de que Norman estaba dentro del edificio que la mujer negra había llamado templo. Y también se dio cuenta de otra cosa: se le había pasado la necesidad de toser, al menos de momento.

Se acercó más a la mujer del vestido azul.

–¿Qué hacemos ahora? –le susurró al oído.

–Esperar –replicó ella, también en un susurro.

El descubrimiento de que la máscara parecía haberse convertido en una parte de él lo atemorizó durante unos instantes, y mucho, pero antes de que el miedo pudiera degenerar en pánico, Norman vio algo a poca distancia que lo distrajo por completo del asunto de la máscara. Descendió por la colina y en un momento dado se arrodilló. Recogió el jersey, se lo quedó mirando y lo arrojó a un lado. Luego cogió la chaqueta. El tipo tenía una moto, y Rosie había montado con él, seguramente con la entrepierna bien pegada al culo de su noviete. La cazadora le va grande, pensó. Se la ha prestado él. Aquella idea lo enfureció, de modo que escupió sobre la cazadora antes de tirarla, incorporarse y pasear la mirada en derredor.

–Zorra –murmuró–. Puta mentirosa.

–¡Norman! –le llegó flotando desde la oscuridad, y el sonido lo dejó sin aliento durante unos segundos.

Cerca, pensó. Joder, está muy cerca. Creo que está en ese edificio.

Permaneció inmóvil un momento, esperando otro grito.

–¡Norman, estoy aquí abajo! –oyó por fin.

De nuevo se llevó las manos a la máscara, pero esta vez no tiró de ella, sino que la acarició.

–Vva 'l doro –murmuró al tiempo que echaba a andar en dirección a las ruinas del edificio.

Creyó ver huellas que se encaminaban hacia allí, briznas rotas de hierba, tal vez lugares por los que había pasado alguien, pero la luz de la luna no bastaba para asegurarlo.

Y entonces, como para confirmar que avanzaba en la dirección correcta, volvió a oír su grito burlón y enloquecedor.

–¡Aquiiiiiiií abaaajo, Norman!

Como si no le tuviera ningún miedo. Como si esperara impaciente a que se reuniera con ella. ¡Zorra!

–Quédate donde estás, Rose –musitó–. No te muevas, eso es lo que importa.

Todavía llevaba el revólver guardado en la cinturilla del pantalón, pero no planeaba usarlo. No sabía si podría o no disparar en una alucinación, pero no tenía ningún deseo de averiguarlo. Quería hablar con su pequeña Rose errante de un modo mucho más personal de lo que permitía una pistola.

–Norman, tienes un aspecto ridículo con esa máscara... ¡Ya no me das miedo, Norman...!

Te vas a enterar de lo que vale un peine, zorra, pensó.

–¡Norman, imbécil!

Vale, a lo mejor no estaba en el edificio; tal vez ya lo había atravesado y estaba al otro lado. No importaba. Si creía que podía escapar de él en el campo, se iba a llevar la sorpresa de su vida. La última sorpresa de su vida.

–¡Eres tan idiota... ¿Realmente creías que me cogerías? ¡Toro estúpido!

Se desvió un poco hacia la izquierda, intentando caminar con sigilo, recordándose que de nada le serviría comportarse como (ja, ja) un toro en una tienda de porcelana. Se detuvo cerca de la escalinata agrietada de piedra que conducía al templo (eso era, ahora lo veía, un templo como los que salían en esos cuentos griegos que los tíos se inventaban cuando no estaban demasiado ocupados haciéndose papilla unos a otros) y lo recorrió con la mirada. A todas luces, el edificio estaba abandonado y se estaba cayendo a pedazos, pero no le parecía espeluznante, sino que, por extraño que le resultara, le daba la impresión de estar en casa.

–¡Norrrrmannnnn!... ¿No quieres hablaaaar conmiiiigo?

–Oh, sí que quiero hablar contigo –dijo–. Quiero hablar contigo de cerca, puta de mierda.

Algo le llamó la atención en la hierba alta y enredada que crecía a la derecha de la escalinata; era una cara de piedra que miraba al cielo desde la tierra. En cinco pasos se plantó junto a ella y se la quedó mirando durante diez segundos o más, deseoso de asegurarse de que veía lo que veía. Pues sí. La enorme cabeza caída tenía el rostro de su padre, y en sus ojos vacíos se reflejaba la luz de la luna.

–Buh, hijo de puta –murmuró–. ¿Qué haces tú aquí?

El padre de piedra no respondió, pero su mujer sí.

–¡Norrrrmannn! ¡Qué lento eres, joder, Norrrrmannn!

Bonito lenguaje le han enseñado, comentó el toro, aunque ahora hacía sus comentarios desde el interior de la cabeza de Norman. Se ha juntado con gente estupenda, desde luego; le han cambiado la vida.

–Zorra–musitó con voz espesa y temblorosa–. Zorra de mierda.

Se apartó del rostro de piedra, resistiendo la tentación de retroceder y escupir sobre él al igual que había hecho con la cazadora... o de bajarse la bragueta y mearse encima. Pero no había tiempo para Jueguecitos. Subió a toda prisa la escalinata en dirección a la entrada negra del templo. Cada vez que pisaba el suelo, un dolor agónico le ascendía por la pierna hasta alcanzarle la mandíbula destrozada. Tenía la sensación de que sólo la máscara mantenía la mandíbula en su lugar, y le dolía horrores. Ojalá llevara encima las aspirinas de los policías Charlie–David.

¿Cómo ha podido hacerlo, Normie?, susurró la vocecilla desde lo más profundo de su ser. Aún sonaba como la voz de su padre, pero Norman no recordaba haber oído hablar jamás a su padre en aquel tono tan inseguro, tan preocupado. ¿Cómo se ha atrevido? ¿Qué le ha pasado?

Se detuvo con un pie en el último peldaño; tenía la mandíbula más suelta que una rueda con las tuercas arrancadas. No lo sé ni me importa, replicó a la voz fantasmal. Pero te digo una cosa, papá, si es que eres papá... Cuando la encuentre haré que olvide todo lo que le ha pasado en un santiamén. Eso te lo aseguro.

¿Estás seguro de que quieres intentarlo?, preguntó la voz, y Norman, que había echado a andar de nuevo, volvió a detenerse para escuchar con la cabeza ladeada.

¿Sabes qué te conviene más?, preguntó la voz. Creo que te conviene más batirte en retirada. Ya sé cómo suena eso, pero de todas formas, eso es lo que pienso, Normie. Si yo llevara las riendas, daría media vuelta y volvería por donde he venido. Porque todo va mal aquí. Todo esto es pero que muy raro, de hecho. No sé lo que es, pero sí la sensación que produce... Parece una trampa. Y si caes en ella tendrás muchas más cosas de qué preocuparte que una simple mandíbula suelta o una máscara que no te puedes quitar. ¿Por qué no das media vuelta y te largas? ¿Por qué no intentas encontrar su habitación y esperarla allí?

Porque vendrán, papá, repuso Norman. Le asombraba aquella insistencia y aquella certeza fantasmales, pero no quería reconocerlo. La policía vendrá y me matará. Me matarán antes de que pueda siquiera oler su perfume. Y porque me ha mandado a tomar por el culo. Porque se ha convertido en una puta. Lo sé por su forma de hablar.

¡Da igual cómo hable, idiota! ¡Si se ha podrido, deja que se descomponga con sus amigos! A lo mejor no es demasiado tarde para dejar esto antes de que te estalle en la cara.

Norman consideró la propuesta unos instantes..., pero luego alzó los ojos hacia el templo y leyó las palabras esculpidas sobre la puerta: AQUELLA QUE ROBA LA TARJETA DEL CAJERO DE SU MARIDO NO MERECE VIVIR, proclamaba el edificio.

Todas sus dudas se disiparon. No escucharía más a su padre cobarde y sobón. Cruzó la enorme entrada y se adentró en las tinieblas húmedas del templo. Tinieblas..., pero no lo bastante oscuras para no dejarle ver. Varios rayos polvorientos de luna se filtraban por las ventanas estrechas, iluminando una ruina que se parecía espantosamente a la iglesia a la que Rose y su familia habían ido en Aubreyville. Pisó montones de hojas muertas, y cuando una bandada de murciélagos revoltosos levantó el vuelo chillando para abalanzarse sobre su rostro, Norman se limitó a agitar los brazos para ahuyentarlos.

–Fuera, hijos de puta –masculló.

Cuando salió a una pequeña escalinata de piedra tras la puerta situada a la derecha del altar, Norman vio un jirón colgando de un arbusto. Se agachó, lo cogió y lo sostuvo en alto para examinarlo. Costaba distinguirlo a aquella luz, pero creía que era rojo o rosa. ¿Llevaba Rose ropa de aquel color? Creía que la había visto en vaqueros, pero todo era muy confuso. Aun cuando hubiera llevado vaqueros, se había quitado la cazadora que el soplapollas le había dejado, y tal vez debajo...

Tras él oyó un sonido leve, como una banderola ondeando en la brisa. Norman se volvió, y un murciélago marrón se estrelló contra su rostro, abriendo la boca bigotuda mientras le golpeaba las mejillas con las alas.

Norman se había llevado la mano al arma. En aquel momento la apartó y cogió al murciélago, aplastándole las alas contra el cuerpo como si tocara el acordeón. Lo retorció y lo partió en dos con tal fuerza que sus rudimentarias entrañas le salpicaron los zapatos.

–No deberías haberme atacado, cabronazo –espetó Norman mientras arrojaba los restos a la oscuridad del templo.

–Se te da muy bien eso de matar murciélagos, Norman.

Dios mío, muy cerca... ¡justo detrás de él! Giró sobre sus talones con tal rapidez que estuvo apunto de perder el equilibrio y caer escalinata abajo.

El terreno que se extendía tras el templo descendía hacia un río, y a medio camino, en lo que parecía el jardín más muerto del mundo, se hallaba su pequeña y dulce Rose errante..., ahí de pie a la luz de la luna, con la mirada alzada hacia él. Tres pensamientos le cruzaron por la mente en rápida sucesión. Lo primero que vio fue que Rosie ya no llevaba vaqueros, si es que antes los había llevado; llevaba un vestido corto que parecía sacado de una fiesta romana de la universidad. Lo segundo que vio fue que se había cambiado de peinado; llevaba el pelo teñido de rubio y apartado de la cara.

Lo tercero que vio fue que estaba hermosa.

–Murciélagos y mujeres –comentó Rosie con frialdad–. Eso es todo, ¿verdad, Norman? Casi me das pena. Eres un mequetrefe de mierda. No eres un hombre. Y esa estúpida máscara que llevas nunca te convertirá en un hombre.

–¡TE MATARÉ, ZORRA!

Norman se apartó de la escalinata y corrió pendiente abajo en pos de Rosie; la sombra cornuda corría junto a él sobre la hierba muerta a la luz plateada de la luna.

Por un instante, Rosie se quedó donde estaba, paralizada, con todos los músculos del cuerpo bloqueados mientras Norman se acercaba a ella, gritando desde el interior de la espeluznante máscara que llevaba. Lo que la impulsó a moverse fue una imagen repentina y horripilante, una imagen enviada por la señora Práctica–Sensata, creía Rosie... La imagen de la raqueta de tenis con que Norman la había violado, el mango mojado de sangre.

En aquel momento se volvió, haciendo que la falda del zat revoloteara a su alrededor, y corrió hacia el río.

Las rocas, Rosie... Si te caes al agua...

Pero no se caería. Era realmente Rosie, era Rosie Real y no se caería al río. No al menos que se permitiera pensar en que se caería. El olor del agua la azotó con tal fuerza que le lloraron los ojos..., y la boca se le contrajo de sed. Rosie alzó la mano izquierda, se cerró las fosas nasales con los nudillos del segundo y el tercer dedo y saltó a la segunda roca. De ahí saltó a la cuarta y de ahí a la otra orilla. Fácil. Coser y cantar. A1 menos hasta que resbaló y empezó a deslizarse por la hierba húmeda hacia el agua negra.

Norman la vio resbalar y se echó a reír. Al parecer, Rose se iba a mojar.

No te preocupes, Rose, pensó. Te sacaré y te daré palmaditas hasta que te seques. Sí, señor.

Pero en aquel momento, Rose se levantó, se aferró a la orilla y lanzó una mirada aterrorizada por encima del hombro..., aunque no parecía que fuera él quien la aterrorizaba; estaba mirando el agua. Cuando se levantó, Norman distinguió su trasero, desnudo como el día en que vino al mundo, y entonces sucedió la cosa más increíble del mundo: notó que empezaba a ponérsele dura.

–Voy corriendo, Rose jadeó.

Sí, y a lo mejor correría también de otra manera. Se correría, para ser exactos.

Bajó hasta el río, pisoteando las delicadas huellas de Rose con las botas de puntera cuadrada, alcanzando la orilla en el momento en que Rose se encaramaba a la otra. Su mujer permaneció un instante allí, mirando atrás, y esta vez era evidente que lo estaba mirando a él. Y entonces hizo algo que lo dejó petrificado.

Cerró el puño y levantó el dedo corazón en el típico gesto obsceno.

Y  lo hizo con todas las de la ley, besándose la punta del dedo antes de salir corriendo hacia la arboleda muerta que se alzaba más allá de la orilla.

¿Has visto eso, Norm?, preguntó 'l doro desde su lugar en el interior de la cabeza de Norman. Mira lo que te acaba de hacer esa zorra. ¿Lo has visto?

–Sí–jadeó Norman–. Lo he visto. Y ya me ocuparé de ello. Me ocuparé de todo.

Pero no tenía intención de atravesar el río a tontas y a locas y arriesgarse a caer dentro. Había algo en el agua que a Rosie no le hacía gracia, y le convenía tener cuidado, vigilar por dónde pisaba en el sentido más literal de la expresión. A lo mejor el maldito riachuelo estaba plagado de aquellos pececillos sudamericanos de dientes enormes, los que podían zamparse una vaca entera hasta dejarla en los huesos. No sabía si uno podía morir en las alucinaciones, pero la situación le parecía cada vez menos imaginaria.

Me ha enseñado el culo, pensó. El culo desnudo. Yo también tengo algo que enseñarle... La revancha es la revancha, ¿no?

Norman separó los labios en una mueca cruel que no era una sonrisa y posó una de sus botas sobre la primera roca blanca. La luna se ocultó tras una nube en quel instante. Al volver a salir sorprendió a Norman a medio camino de la orilla opuesta. Norman miró el agua, primero con simple curiosidad, luego fascinado y horrorizado. La luz de la luna no lograba penetrar en el agua, al igual que no habría logrado penetrar en un torrente de barro, pero no fue eso lo que le dejó sin aliento y le hizo detenerse en seco. La luna que se reflejaba en aquella agua negra no era la luna, sino una calavera humana blanqueada y sonriente.

Bebe un poco de esta mierda, Normie, espetó la calavera de la superficie. Qué coño, tómate un buen baño si te apetece. Olvida esta locura. Si bebes lo olvidarás todo. Si bebes, jamás volverás a preocuparte; nada volverá a preocuparte.

Parecía tan plausible, tan acertado. Alzó la mirada, tal vez para comprobar si la luna se parecía a la calavera del agua, pero no vio la luna, sino a Rose. Se hallaba en el punto en que el sendero se adentraba en una arboleda muerta, junto a la estatua de un muchacho con los brazos levantados y la polla colgando ante él.

–No te escaparás tan fácilmente –masculló–. No te...

En aquel momento, el muchacho de piedra se movió. Bajó los brazos y asió la muñeca de Rosie, que profirió un grito e intentó zafarse en vano de las manos que la agarraban. El muchacho de piedra sonreía, y mientras Norman lo observaba, sacó la lengua de piedra y la agitó con aire sugestivo delante de Rosie.

–Buen chico –susurró Norman–. Sujétala; tú sujétala.

Saltó a la otra orilla y corrió hacia su mujer errante con las grandes manos extendidas.

–¿Quieres hacer el perro conmigo?

–inquirió el muchacho de piedra con voz ronca y carente de inflexiones.

Las manos que le asían la muñeca eran angulosas, fuertes y pesadas. Rosie miró por encima del hombro y vio que Norman saltaba a la orilla mientras los cuernos que sobresalían de su cabeza oscilaban en la brisa nocturna. Dio un traspié en la hierba mojada, pero no se cayó. Por primera vez desde que se había dado cuenta de que era Norman quien estaba sentado en el coche patrulla, Rosie sintió que empezaba a dominarla el pánico. Norman la cogería, ¿y entonces qué? La mordería hasta hacerla pedazos, y ella moriría gritando, con el olor a Cuero Inglés inundándole las fosas nasales. Norman le...

–¿Quieres hacer el perro? –insistió el muchacho de piedra–. Nos ponemos a cuatro patas echamos un polvo follamos follamos follamos fo ....

–¡No! –chilló Rosie, y la furia volvió a brotar de ella como un torrente, extendiéndose a su alrededor como una cortina roja–. ¡No, déjame en paz, déjate de paridas de instituto y déjame en paz!

Tomó impulso con la mano izquierda sin pensar en lo mucho que le dolería asestar un puñetazo a aquel rostro de mármol..., pero lo cierto era que no le dolió en absoluto. Fue como golpear algo esponjoso y podrido con una barra de hierro. Vislumbró una expresión nueva en la cara del muchacho, el asombro que había sustituido a la lujuria, y entonces el mármol se hizo añicos. La presión pesada y dolorosa de sus manos desapareció, pero Norman le pisaba los talones, Norman casi la había alcanzado, la perseguía con la cabeza baja, jadeando a través de la máscara, con las manos extendidas hacia ella.

Rosie se volvió en el momento en que uno de los dedos extendidos de Norman le rozaba el tirante del zat y echó a correr.

Aquello se había convertido en una auténtica carrera.

Corrió como había corrido cuando era pequeña, antes de que su madre práctica y sensata iniciara la importante tarea de enseñar a Rose Diana McClendon lo que era propio de una dama y lo que no lo era (correr, sobre todo cuando llegabas a la edad en que tenías pechos que se agitaban cuando lo hacías, no era propio de una dama, sin lugar a dudas). Corrió como alma que lleva el diablo, en otras palabras, con la cabeza gacha y los puños golpeándole los costados. A1 principio era consciente de que Norman le pisaba los talones, pero apenas si se dio cuenta de que empezaba a quedar rezagado, primero unos centímetros, luego metros y más metros. Lo oía gruñir y resoplar incluso a cierta distancia, y emitía exactamente los mismos sonidos que Erinyes en el laberinto. Advirtió que ella misma empezaba a respirar con más facilidad, que la trenza le rebotaba en la espalda. Pero sobre todo era consciente de una euforia demencial, la sangre le fue llenando la cabeza hasta que la acometió la sensación de que estallaría, aunque sabía que el estallido sería el éxtasis definitivo. En una ocasión alzó la mirada y vio la luna corriendo con ella, surcando el firmamento estrellado tras las ramas de los árboles muertos que se erigían a su alrededor como manos de gigantes enterrados en vida y muertos al intentar escapar de allí. Norman le ordenó que dejara de correr y de ser tan puta, y Rosie se echó a reír. Cree que me estoy haciendo la estrecha, pensó.

Llegó a un recodo del camino y vio el árbol fulminado que lo bloqueaba. No había tiempo para desviarse, y si intentaba frenar, lo único que conseguiría sería empalarse en una de las ramas muertas y sobresalientes del árbol. Aun cuando lograra evitarlo, Norman la seguía de cerca. Le llevaba cierta ventaja, pero si se detenía, aunque sólo fuera por un instante, se abalanzaría sobre ella como un perro sobre un conejo.

Todos aquellos pensamientos le cruzaron la mente a la velocidad del rayo. Acto seguido, con un grito quizás aterrado, quizá desafiante o quizás ambas cosas, saltó hacia delante con los brazos extendidos como Superwoman, salvando el árbol y cayendo al otro lado sobre el hombro izquierdo. Hizo una voltereta y se incorporó dando tumbos. Norman la observaba desde el otro lado, aferrado con ambas manos a los muñones ennegrecidos por el fuego de dos ramas, jadeando con fuerza. La brisa transportó hasta Rosie un olor distinto al del sudor y el Cuero Inglés.

–Vuelves a fumar, ¿verdad, Norman? –preguntó.

Los ojos bajo los cuernos adornados de flores la contemplaron con expresión totalmente demencial. La mitad inferior de la máscara se agitaba espasmódicamente, como si el hombre sepultado bajo ella intentara sonreír.

–Rose –dijo el toro–. Basta ya.

–No soy Rose –replicó ella con una risita exasperada, como si Norman fuera la criatura más estúpida del universo, el toro tonto–. Soy Rosie. Rosie Real. Pero tú ya no eres real, Norman..., ¿verdad? Ni siquiera para ti mismo. Pero ya no importa, a mí ya no me importa, porque me he divorciado de ti.

A continuación dio media vuelta y huyó.

Ya no eres real, pensó mientras se encaramaba al árbol, donde había espacio de sobra para pasar. Rose se había alejado del árbol fulminado a toda prisa, pero al llegar al otro lado, Norman se limitó a trotar. No hacía falta correr. La voz interior, la que nunca lo había defraudado, le dijo que el sendero terminaba a pocos metros. Eso debería haberle encantado, pero seguía oyendo lo que Rose le había dicho antes de enseñarle el culito por última vez.

Soy Rosie Real, pero tú ya no eres real, ni siquiera para ti mismo... Me he divorciado de ti.

Norman siguió trotando unos metros y luego se detuvo para enjugarse la frente, sin sorprenderse al comprobar que estaba empapada de sudor, sin pensar en ello siquiera, aunque seguía llevando la máscara.

–¡Será mejor que vuelvas, Rose! –gritó–. ¡Es tu última oportunidad!

–Ven a buscarme –replicó ella, y en su voz detectó un matiz algo distinto, aunque no podría haber asegurado en qué consistía el cambio–. Vena buscarme, Norman. Ya queda poco.

Sí, ya quedaba poco. La había perseguido por medio país, joder, la había seguido hasta otro mundo o hasta un sueño o hasta lo que fuera eso, maldita sea, pero ya no tenía escapatoria.

–No tienes adónde ir, corazoncito –murmuró mientras echaba a andar en dirección a su voz y cerraba los puños.

Rosie entró en el claro circular y se vio a sí misma arrodillada junto al árbol vivo, de espaldas, con la cabeza baja como si rezara o meditara profundamente.

No soy yo, pensó Rosie con nerviosismo. No soy yo en realidad. Pero podría haberlo sido. De espaldas, la mujer arrodillada al pie del «granado» podría ser su gemela. Era de la misma estatura, la misma constitución, con las mismas piernas largas y caderas anchas. Llevaba la misma túnica de color rojo violáceo, lo que la mujer negra había llamado zat, y el cabello le pendía hasta la cintura en una trenza idéntica a la de Rosie. La única diferencia residía en que los dos brazos de la mujer aparecían desnudos, porque era Rosie quien llevaba el brazalete. Sin embargo, lo más probable era que Norman no advirtiera la diferencia. Jamás la había visto llevar semejante joya, y no creía que se diera cuenta en aquel momento, al menos en el estado en que se hallaba. Pero entonces vio algo que tal vez Norman sí advertiría..., las manchas oscuras que marcaban la nuca y los brazos de Rose Madder, aquellas manchas que bullían como sombras hambrientas.

Rosie se detuvo y contempló a la mujer arrodillada de cara al árbol a la luz de la luna.

–He venido –dijo con voz insegura.

–Sí, Rosie –repuso la otra en tono dulce y codicioso–. Has venido, pero todavía no has llegado. Quiero que vayas allí –ordenó señalando la escalera ancha y blanca que se abría bajo la palabra LABERINTO–. No mucho, tal vez una docena de escalones bastarán si te tumbas. Lo suficiente para no ver... No creo que te apetezca ver, aunque puedes mirar si así lo deseas.

Se echó a reír con auténtico deleite, y aquello convertía su carcajada en un sonido verdaderamente terrible, creía Rosie.

–En cualquier caso –prosiguió la otra–, te conviene escuchar lo que suceda entre nosotros. Sí, creo que te conviene mucho.

–A lo mejor no se cree que tú seas yo, ni siquiera a la luz de la luna.

Rose Madder volvió a reír, y a Rosie se le erizaron los pelillos de la nuca.

–¿Por qué no, pequeña Rosie?

–Bueno..., es que tienes... manchas. Las distingo incluso con esta luz.

–Sí, tú sí –replicó Rose Madder sin dejar de reír–. Pero él no. ¿Has olvidado que Erinyes es ciego?

Rosie estuvo a punto de decir: Se equivoca, señora, estamos hablando de mi marido, no del toro del laberinto, pero entonces recordó la máscara que llevaba Norman y guardó silencio.

–Deprisa –urgió Rose Madder–. Ya viene. Baja la escalera, pequeña Rosie... y no te acerques demasiado a mí. –Hizo una pausa antes de agregar con aquella voz pensativa y terrible–: No es seguro.

Norman siguió corriendo por el camino mientras escuchaba. En un momento dado creyó oír la voz de Rosie, pero podía equivocarse, y en cualquier caso daba igual. Si había alguien con Rosie, Norman acabaría con quien hiciera falta. Podía tratarse de Gertie la Sucia si tenía suerte... Tal vez esa tortillera enorme formaba parte de aquel sueño, y a Norman le encantaría poderle meter una bala en la teta izquierda a esa foca de mierda.

La idea de matara Gertie lo impulsó a darse más prisa. Estaba tan cerca que casi podía olerla... Aromas entremezclados fantasmalmente, jabón Dove y champú Silk. Dobló el último recodo del sendero.

Voy a por ti, Rose, pensó. No tienes escapatoria, no tienes dónde esconderte. He venido para llevarte a casa, querida.

Hacía frío en la escalera que conducía al laberinto, y Rosie percibió un olor que se le había escapado en la primera ocasión, un olor húmedo y putrefacto mezclado con el hedor de las heces, la carne podrida y el animal salvaje. Aquella idea inquietante (¿saben los toros subir escaleras?) volvió a ocurrírsele, pero esta vez no tenía miedo. Erinyes ya no estaba en el laberinto, a menos que el mundo, el mundo del cuadro, también fuera un laberinto.

Oh, sí, afirmó con serenidad aquella voz que no era exactamente la voz de la señora Práctica–Sensata. Este mundo, todos los mundos. Y muchos toros en todos ellos. Estos mitos bullen de verdad, Rosie. La verdades su poder. Por eso sobreviven.

Rosie se tumbó en la escalera, jadeante y con el corazón desbocado. Estaba aterrada, pero al mismo tiempo percibía en su interior una suerte de ansia amarga, y al instante supo de qué se trataba: no era más que otra de las máscaras de su furia.

Hazlo, pensó. Mata a ese hijo de puta, libérame. Quiero oírle morir. ¡Rosie, no lo dirás en serio! Esa sí que era la señora Práctica–Sensata, horrorizada y asqueada. ¡Dime que no lo dices en serio!

Pero no podía, porque una parte de ella sí lo decía en serio.

La mayor parte de ella.

El sendero moría en un claro circular, y ahí estaba Rosie. Por fin. Su Rose errante. Arrodillada de espaldas a él, con aquel vestido corto rojo (estaba casi seguro de que era rojo), con el pelo teñido como una puta y peinado en una especie de cola. Norman se detuvo al borde del claro, mirándola. Era Rose, sí señor, de eso no cabía duda, pero había cambiado. Su actitud había cambiado. ¿Y eso qué significaba? Pues que había llegado el momento de hacer unos cuantos ajustes de actitud, por supuesto.

–¿Por qué te has teñido el pelo, maldita sea? preguntó–. ¡Pareces una puta!

–No, tú no lo entiendes –repuso Rose con calma y sin volverse–.

Antes lo llevaba teñido. Siempre ha sido rubio, pero me lo teñí para en–

gañarte.

Norman avanzó dos pasos, y la furia lo envolvió como siempre que Rose se mostraba en desacuerdo con él o lo contradecía, como siempre que cualquier persona se mostraba en desacuerdo con él o lo contradecía. Y las cosas que Rose había dicho esa noche..., las cosas que le había dicho a él...

¡Y una mierda! –espetó.

–¡Nada de «y una mierda»! –replicó Rose antes de rematar ese comentario tan increíblemente irrespetuoso con una risita.

Pero no se volvió.

Norman avanzó otros dos pasos hacia ella y se detuvo con los puños apretados contra los muslos. Recorrió el claro con la mirada, recordando que había oído la voz de Rose mientras se acercaba. Estaba buscando a Gert o quizás al soplapollas de su novio, listo para dispararle o tal vez sólo tirarle una piedra. No vio a nadie, lo que con toda probabilidad significaba que Rosie había estado hablando sola, algo que hacía en casa a todas horas. A menos que hubiera alguien agazapado detrás del árbol que se alzaba en el centro del claro. Al parecer, era la única cosa viva en aquella naturaleza muerta, y sus hojas largas, estrechas y verdes relucían como las hojas de una planta de aguacate recién engrasada. Sus ramas se combaban bajo el peso de unas frutas extrañas que Norman no se comería ni siquiera en un bocadillo de manteca de cacahuete con mermelada. Más allá de las piernas dobladas de Rose vio montones de frutas caídas, y el olor que despedían recordó a Norman el agua del río. Fruta cuyo olor indicaba que te matarían o te provocarían tal diarrea que desearías estar muerto.

A la izquierda del árbol vio algo que le confirmó que se hallaba inmerso en un sueño. Parecía una boca de metro de Nueva York, pero de mármol. Sin embargo, no importaba; tampoco importaba el árbol ni su fruta apestosa. Lo que importaba era Rose y esa risita. Suponía que eran sus amigas comechochos las que le habían enseñado a reír de aquella forma, pero eso tampoco importaba. Había venido para enseñarle algo que sí importaba, que reír de aquel modo era el mejor camino para hacerse daño. Se lo enseñaría en aquel sueño aunque no pudiera hacerlo en la realidad; se lo enseñaría aunque en verdad estuviera tendido en la habitación de Rose, acribillado a balazos y experimentando un delirio previo a la muerte.

–Levántate –ordenó al tiempo que avanzaba otro paso y sacaba el arma de la cinturilla del pantalón–. Tenemos muchas cosas de qué hablar.

–Tienes mucha razón –asintió ella.

Sin embargo, no se levantó, sino que permaneció arrodillada mientras la luna y las sombras trazaban rayas de cebra en su espalda.

–Obedece, maldita sea –espetó Norman avanzando otro paso.

Las uñas de la mano en la que no sostenía el revólver se le clavaban en la palma como cuchillas al rojo vivo. Pero Rose no se volvió. No se levantó.

–¡Erinyes del laberinto! –recitó Rose con voz suave y melodiosa–. ¡Ecce taurus! ¡Contemplad al toro!

Pero no se levantó, no se volvió para contemplarlo.

¡No soy un toro, zorra! –gritó Norman.

Tiró de la máscara con las yemas de los dedos. No se movió ni un ápice. Ya no parecía pegada a su rostro ni derretida sobre él. Ahora parecía haberse convertido en su rostro.

¿Cómo puede ser?, se preguntó extrañado. ¿Cómo narices puede ser? ¡Si no es más que una máscara que un niño ha ganado en el parque de atracciones!

No conocía la respuesta a aquella pregunta, pero la máscara no se movía por mucho que tirara de ella, y en aquel momento supo con terrible certeza que si le clavaba las uñas sentiría dolor. Sangraría. Y sí, tan sólo había un orificio para los ojos, y parecía hallarse en el centro de su cara. Veía borroso. La luz de la luna, antes tan brillante, se había tornado difusa.

–¡Quítamela! –chilló–. ¡Quítamela, zorra de mierda! Tú puedes quitármela, ¿verdad? ¡Sé que puedes! ¡Deja de joderme! ¡No te atrevas a joderme!

Avanzó dando tumbos hasta llegar junto a ella y le asió el hombro. El único tirante de la túnica se desplazó, y lo que vio debajo le hizo emitir un jadeo horrorizado. La piel estaba negra y podrida como las pieles de la fruta que se descomponía alrededor del árbol..., las que estaban tan podridas ya, que parecían a punto de tornarse líquidas.

–El toro ha salido del laberinto –dijo Rose al tiempo que se levantaba con una agilidad que Norman jamás había visto ni sospechado en ella–. Y por tanto, Erinyes puede morir. Está escrito; así será.

Aquí la única que va a morir... –empezó Norman, pero no consiguió pronunciar ni una palabra más.

Rose se volvió, y cuando la luz cremosa de la luna iluminó su rostro, Norman profirió un grito. El 45 se le disparó dos veces al suelo, pero ni siquiera se dio cuenta. Dejó caer el arma. Se llevó las manos a la cabeza y gritó mientras retrocedía dando tumbos, sin apenas poder controlarlas piernas. Rose respondió a su grito con otro.

La podredumbre se extendía sobre su pecho, y tenía el cuello violáceo, ennegrecido, como si la hubieran estrangulado. La piel se agrietaba en varios puntos y segregaba pus amarillento. Sin embargo, no fueron aquellos síntomas de alguna enfermedad en fase avanzada y sin duda terminal los que provocaron los aullidos de Norman; no fueron ellos los que perforaron la cáscara de huevo de su locura para dar paso a una realidad más terrible, como si de la luz despiadada de un sol desconocido se tratara.

Era su rostro.

Era el rostro de un murciélago dotado de los brillantes ojos amarronados de un zorro rabioso; era el rostro de una diosa sobrenaturalmente bella visto en la ilustración de un libro viejo y polvoriento, como si fuera una flor exótica en un descampado cubierto de maleza; era el rostro de Rose, cuyo aspecto siempre había sido un poco más que mediocre gracias a la esperanza tímida que reflejaban sus ojos y la curva leve y melancólica de su boca. Como lilas en una laguna peligrosa, aquellos aspectos distintos flotaron sobre el rostro vuelto hacia él durante un instante antes de desaparecer y dejar al descubierto lo que se ocultaba debajo. Era el rostro de una araña, retorcido de hambre e inteligencia demente. La boca abierta mostraba una negrura repelente salpicada de hilos sedosos a los que se veían adheridos cientos de escarabajos y bichos diversos, algunos muertos y otros agonizantes. Sus ojos eran grandes huevos sangrantes de color rojo violáceo que palpitaban en sus cuencas como barro vivo.

–Acércate más, Norman –le susurró la araña a la luz de la luna.

Y antes de que su mente se quebrara por completo, Norman vio que su boca repleta de bichos y seda intentaba sonreír.

Más brazos intentaban abrirse paso por entre los orificios de la toga y bajo el dobladillo corto, aunque no eran brazos, desde luego que no, y Norman gritó, gritó, gritó; gritaba para alcanzar el olvido, el olvido y el fin del conocimiento y la vista, pero el olvidó no llegó.

Acércate más –arrulló la cosa alargando aquellos tentáculos que no eran brazos y abriendo la boca de par en par–. Quiero hablar contigo.

En los extremos de aquellos no brazos negros había garras sucias e hirsutas. Las garras le asieron las muñecas, las piernas, el apéndice hinchado que seguía palpitándole en la entrepierna. Una se le metió amorosa en la boca, y los pelillos le hicieron cosquillas en los dientes y la cara interior de las mejillas. Le agarró la lengua, se la arrancó y la agitó triunfante ante su único ojo.

–Quiero hablar contigo, quiero hablar contigo... de... ¡CERCA!

Norman hizo un último esfuerzo enloquecido por zafarse del monstruo, pero lo único que consiguió fue sumergirse en el abrazo hambriento de Rose Madder.

Donde Norman aprendió por fin lo que significaba ser mordido en lugar de morder.

Rosie yacía en la escalera con los ojos cerrados y los puños apretados contra la cabeza mientras escuchaba los gritos de Norman. Intentó no imaginar siquiera lo que estaba sucediendo allí arriba e intentó recordar que era Norman quien gritaba. Norman el del lápiz terrible, Norman el de la raqueta de tenis, Norman el de los dientes.

Sin embargo, todos aquellos pensamientos quedaron sepultados bajo el horror de sus gritos, sus chillidos agónicos mientras Rose Madder ...

... le hacía lo que fuera que le estaba haciendo.

A1 cabo de un rato, un rato muy, muy largo, los gritos cesaron.

Rosie permaneció tendida; abrió los puños, pero no los ojos, y siguió inmóvil, jadeando entrecortadamente. Podría haber permanecido tumbada durante horas si la voz dulce y demente de la mujer no la hubiera llamado.

–¡Sube, pequeña Rosie! ¡Sube y regocíjate! ¡El toro se ha ido!

Muy despacio, pues las piernas se le antojaban muertas, Rosie se arrodilló y por fin se levantó. Subió la escalera y en lo alto se detuvo. No quería mirar, pero sus ojos parecían haber cobrado vida propia y recorrieron el claro mientras Rosie contenía el aliento.

Por fin exhaló el aire en un suspiro prolongado de alivio. Rose Madder seguía arrodillada de espaldas a ella. Ante ella yacía un bulto oscuro que en un principio le pareció de trapos. Pero en aquel momento, una forma parecida a una estrella de mar surgió de las sombras y quedó bañada por la luna. Era una mano, y entonces Rosie vio el resto de Norman, como una mujer que de repente reconoce algo coherente en la mancha de tinta que le ha dado el psiquiatra. Era Norman, sin lugar a dudas. Estaba mutilado y los ojos se le salían de las órbitas en una expresión de terror definitivo, pero era Norman.

Rose Madder levantó el brazo mientras Rosie observaba a Norman y cogió una fruta colgada de una rama baja. La oprimió entre los dedos, unos dedos muy humanos. y hermosos a excepción de las manchas negras y espiritosas que flotaban justo debajo de la piel, y el jugo fluyó sobre su puño en un torrente rojo violáceo antes de que la fruta estallara dejando un surco mojado de color rojo oscuro. Rose Madder extrajo una docena de semillas de la pulpa espesa y las sembró en la carne desgarrada de Norman Damels. La última se la clavó en el ojo abierto. Se oyó una suerte de chasquido cuando se la clavó, como si alguien acabara de pisar una uva rechoncha.

–¿Qué haces? –preguntó Rosie a pesar suyo, y tuvo que contenerse para no añadir: ¡Note gires, puedes decirme lo que sea sin girarte!

–Sembrar.

Y entonces hizo algo que produjo a Rosie la sensación de que se había sumergido en un novela de Richard Racine; se inclinó y besó el cadáver en la boca. Por fin se apartó, lo tomó entre sus brazos, se levantó y se volvió hacia la escalera de mármol blanco que conducía al laberinto.

Rosie desvió la mirada; el corazón le latía con violencia.

–Dulces sueños, cabrón de mierda –dijo Rose Madder antes de arrojar el cadáver de Norman a las tinieblas que se abrían bajo la palabra LABERINTO.

Donde, tal vez, las semillas que acababa de plantar echarían raíces y crecerían.

–Vete por donde has venido –ordenó Rose Madder.

Estaba junto a la escalera. Rosie se hallaba en el extremo más alejado del claro, de espaldas. No quería arriesgarse a mirar a Rose Madder ni siquiera entonces, y había descubierto que no podía confiar de pleno en sus ojos.

–Vuelve, encuentra a Dorcas y a tu hombre. Dorcas tiene algo para ti, y yo iré a hablar contigo..., pero sólo un momento. Y entonces todo habrá acabado entre nosotras. Creo que será un alivio para ti.

–Se ha ido, ¿verdad? –preguntó Rosie sin apartar la vista del sendero iluminado por la luna–. Se ha ido de verdad.

–Supongo que lo verás en sueños –repuso Rose Madder con desdén–, pero ¿qué importa? La verdad es que los malos sueños son mucho mejores que los malos despertares.

–Sí. Es tan sencillo que la mayoría de la gente no se da cuenta, me parece.

–Ahora vete; luego iré a hablar contigo. Y otra cosa, Rosie.

–¿Qué?

–Recuerda el árbol.

–¿El árbol? No en...

–Ya sé que no lo entiendes, pero ya lo entenderás. Recuerda el árbol. Y ahora vete.

Y Rosie se fue. Sin mirar atrás.

 

ROSIE REAL

Bill y la mujer negra (Dorcas, se llamaba Dorcas, no Wendy) ya no estaban en el sendero estrecho que flanqueaba el templo, y la ropa de Rosie también había desaparecido. Pero aquello no la preocupaba. Se limitó a rodear el edificio, y al alzar la mirada hacia la colina los vio junto a la carreta del poni; echó a andar hacia ellos.

Bill salió a su encuentro con una expresión preocupada y trastornada en el rostro pálido.

–¿Estás bien, Rosie?

–Sí –repuso ella mientras apoyaba el rostro en su pecho.

Cuando Bill la rodeó con sus brazos, Rosie se preguntó qué porcentaje de la raza humana comprendía la importancia del abrazo, lo agradable que era y el hecho de que una persona pudiera querer abrazar a otra durante horas y horas. Suponía que algunos sí lo comprendían, pero imaginaba que la mayoría no. Para entenderlo plenamente debía de ser necesario haber echado de menos los abrazos durante muchos años.

Se acercaron a Dorcas, que acariciaba el morro blanco del poni. El animal levantó la cabeza y miró a Rosie con aire soñoliento.

–¿Dónde está...? –empezó Rosie, pero de repente se interrumpió.

Caroline, había estado a punto de decir. ¿Dónde está Caroline?

–¿Dónde está la niña? –se corrigió antes de agregar con osadía–: ¿Nuestra niña?

–A salvo –repuso Dorcas con una sonrisa–. En un lugar seguro, no te preocupes, señorita Rosie. Tu ropa está detrás de la carreta. Ve a cambiarte, si quieres. Apuesto algo a que tienes ganas de quitarte lo que llevas.

–Pues sí –replicó Rosie.

Rodeó la carreta y experimentó un profundo alivio al despojarse del zat. Mientras se subía la cremallera de los vaqueros recordó algo que le había dicho Rose Madder.

–Tu señora dice que tienes algo para mí.

–¡Oh! –exclamó Dorcas con un sobresalto–. ¡Dios mío! ¡Si llego a olvidarme, me arranca la piel a tiras!

Rosie cogió la blusa, y cuando se la hubo pasado por encima de la cabeza vio que Dorcas le alargaba algo. Rosie lo cogió y lo examinó con curiosidad, inclinándolo en todas direcciones. Era un frasquito de cerámica muy sofisticado, poco más grande que un botecito de pastillas. El cuello aparecía rematado por un tapón de corcho.

Dorcas miró en derredor, vio que Bill se hallaba a cierta distancia, contemplando las ruinas del templo con aire soñador, y asintió con aire satisfecho. Cuando se volvió de nuevo hacia Rosie, habló en un susurro enfático.

–Una gota. Para él. Después.

Rosie asintió como si comprendiera perfectamente a Dorcas. Era más fácil. Había infinidad de preguntas que podría formular, que tal vez debería formular, pero estaba demasiado cansada para estructurarlas siquiera.

–Podría haberte dado menos, pero es posible que algún día necesite otra gota. Pero ten cuidado, niña. ¡Esto es peligroso!

Como si en este mundo hubiera algo que no lo fuera, pensó Rosie.

–Guárdatelo–ordenó Dorcas, observando a Rosie mientras ésta se guardaba el frasquito en el bolsillo pequeño de los vaqueros–. Y no se te ocurra contárselo a él –agregó señalando con la cabeza a Bill antes de concentrarse de nuevo en Rosie con expresión seria y ceñuda; en aquella oscuridad, sus ojos parecían carecer de pupilas, como los ojos de una estatua griega–. Sabes por qué, ¿verdad?

–Sí –asintió Rosie–. Porque es cosa de mujeres.

Dorcas asintió.

–Exacto.

–Cosa de mujeres –repitió Rosie, y en su mente oyó decir a Rose Madder: Recuerda el árbol.

Cerró los ojos.

Los tres permanecieron sentados en la cima de la colina durante un período desconocido de tiempo, Bill y Rosie juntos y abrazados, Dorcas algo apartada, cerca del poni, que seguía pastando con aire soñoliento. El poni miraba a la mujer negra de vez en cuando, como si le extrañara que todavía hubiera tanta gente despierta a esas horas; pero Dorcas no parecía darse cuenta de nada, sino que estaba sentada con los brazos en torno a las rodillas, contemplando melancólica la luna casi llena. Rosie tenía la impresión de que estaba contando las decisiones tomadas a lo largo de toda una vida y descubriendo que las malas superaban en número a las buenas..., y por mucho. Bill abrió la boca para hablar en varias ocasiones, y Rosie lo miró con expresión alentadora, pero siempre la volvía a cerrar sin pronunciar palabra.

Cuando la luna se ocultó tras los árboles que se alzaban a la izquierda del templo, el poni levantó la cabeza y relinchó complacido. Rosie miró colina abajo y vio que Rose Madder se acercaba. Sus muslos fuertes y bien formados relucían a la pálida luz de la luna. La trenza oscilaba de un lado a otro como el péndulo en el reloj del abuelo.

Dorcas gruñó satisfecha y se levantó. Rosie experimentó una mezcla de aprensión y anticipación. Apoyó una mano en el antebrazo de Bill y lo miró con seriedad.

–No la mires –ordenó.

–No –corroboró Dorcas–, y no hagas preguntas, Billy, aunque ella te lo pida.

Bill paseó la mirada entre Dorcas y Rosie.

–¿Por qué no? ¿Quién es? ¿La Reina del Mambo?

–Es la reina de lo que le venga en gana–replicó Dorcas–, y será mejor que lo recuerdes. No la mires y no hagas nada que pueda hacerla enfadar. No puedo decir nada más; no queda tiempo. Ponte las manos en el regazo y míratelas. No apartes los ojos de ellas.

–Pero...

–Si la miras te volverás loco –intervino Rosie.

Se volvió hacia Dorcas, quien asintió.

–Es un sueño, ¿verdad? –preguntó Bill–. Quiero decir que... no estoy muerto, ¿verdad? Porque si esto es la vida después de la muerte, la verdad es que paso. –Miró más allá de la mujer que se acercaba y se estremeció–. Hay demasiado ruido. Demasiados gritos.

–Es un sueño –aseguró Rosie.

Rose Madder estaba muy cerca ya, una figura esbelta y erguida que avanzaba entre luces y sombras, sombras que convertían su rostro en la máscara de una gata o de una zorra, tal vez.

–Un sueño en el que tienes que hacer lo que te digamos.

–Rosie y Dorcas Dicen en lugar de Simon Dice.

–Eso. Y Dorcas Dice que te pongas las manos en el regazo y te las mires hasta que una de nosotras diga que ya basta.

–¿Empiezo ya? –inquirió Bill lanzándole una extraña mirada de abajo arriba que a Rosie le pareció de completa perplejidad.

–Sí –repuso Rosie con desesperación–.Empieza ya, pero por el amor de Dios, ¡no la mires!

Bill entrelazó los dedos y bajó la mirada.

Rosie ya oía el susurro de los pasos que se acercaban y el silbido de la hierba alta contra la piel desnuda. Bajó la mirada. Al cabo de un instante vio un par de piernas desnudas y bañadas por la luna detenerse ante ella. Siguió un largo silencio, quebrado tan sólo por el chillido de algún pájaro insomne en la distancia. Rosie desvió la mirada hacia la derecha y vio a Bill sentado en completo silencio junto a ella, mirándose las manos entrelazadas con la pasión de un discípulo de Zen al que han situado junto al maestro para la meditación matinal.

–Dorcas me ha dado lo que querías que tuviera –dijo por fin con timidez y sin levantar la vista–. Lo llevo en el bolsillo.

–Bien –repuso aquella voz dulce y embriagadora–. Eso está muy bien, Rosie Real.

Una mano manchada flotó en su campo de visión, y algo le cayó en el regazo. La luz de la madrugada le arrancó un único destello.

–Es para ti –prosiguió Rose Madder–. Un recuerdo, por así decirlo. Haz con él lo que quieras.

Rosie cogió el objeto y se lo quedó mirando con extrañeza. Las palabras grabadas en él, Servicio, Lealtad, Comunidad, formaban un triángulo en torno a la piedra, que era un círculo de obsidiana, manchado ahora por una salpicadura escarlata que convertía la piedra en un ojo lastimoso.

El silencio se prolongaba cada vez más con un aire de expectación. ¿Quiere que le dé las gracias?, se preguntó Rosie. No iba a hacerlo..., pero sí expresaría sus sentimientos.

–Me alegro de que haya muerto –dijo en voz baja y carente de emoción–. Es un alivio.

–Pues claro que te alegras y claro que es un alivio. Ahora debes irte, volver a tu mundo de Rosie Real con esta bestia. Me parece que es una bestia buena. –Rosie detectó en su voz un matiz que, aunque no podía creerlo, se le antojó de lujuria–. Buenos corvejones. Buenos flancos. –Una pausa–. Buenos lomos. –Otra pausa, y de repente bajó una mano manchada y acarició el cabello enredado y sudoroso de Bill, que contuvo el aliento, pero no alzó la cabeza–. Una buena bestia. Protégelo, y él te protegerá a ti.

En aquel instante, Rosie levantó la vista. Le aterraba lo que podía ver, pero no pudo evitarlo.

–No vuelvas a llamarlo bestia –espetó con voz temblorosa de furia–. Y quítale la asquerosa mano de encima.

Vio que Dorcas hacía una mueca de horror, pero sólo por el rabillo del ojo. Toda su atención se centraba en Rose Madder. ¿Qué había esperado ver en su rostro? Ahora que lo veía a la pálida luz de la luna, no podía asegurarlo. Tal vez a Medusa. Una Gorgona. Pero la mujer que tenía delante no era nada de eso. En una época (y Rosie creía que no hacía demasiado tiempo), su rostro había sido de extraordinaria belleza, tal vez una belleza que podría haber rivalizado con la de Helena de Troya. Ahora, su rostro aparecía trasnochado y difuso. Una de aquellas manchas oscuras se extendía por la mejilla izquierda y le surcaba la frente como el ala de un estornino. El ojo ardiente que centelleaba bajo aquella sombra parecía furioso y melancólico a un tiempo. No era el rostro que había visto Norman, de eso estaba segura, pero distinguió lo que su marido había visto bajo aquella piel... Era como si Rose Madder se hubiera maquillado para ella. Rosie sintió frío y asco. Bajo aquella belleza asomaba la locura..., pero no sólo la locura.

Es una especie de rabia... La rabia la está devorando; todas sus formas, su magia, su encanto flotan ahora en los flecos de su control; pronto se hará añicos, y si aparto la mirada, lo más probable es que se abalance sobre mí y me haga lo mismo que a Norman. Quizá se arrepienta más tarde, pero eso no me serviría de nada, ¿verdad?

Rose Madder volvió a bajar la mano, y esta vez acarició la cabeza de Rosie, primero la frente, luego el pelo, que había tenido un día muy duro y se le estaba escapando de la trenza.

–Eres valiente, Rosie. Has luchado con valor por tu... tu amigo. Tienes coraje y buen corazón. Pero ¿me permites que te dé un consejo antes de que te vayas?

Esbozó una sonrisa, quizás en un intento de mostrarse afable, pero el corazón de Rosie se detuvo un instante antes de proseguir su marcha a toda velocidad. Cuando Rose Madder separó los labios, dejando al descubierto un orificio en un rostro que en nada se parecía a una boca, dejó de tener aspecto humano. Su boca parecía el buche de una araña, algo diseñado para comer insectos que ni siquiera estaban muertos, sino tan sólo insensibilizados.

–Por supuesto –repuso sin sentir los labios.

La mano manchada le acarició la sien con delicadeza. La boca de la araña sonrió. Los ojos centellearon.

–Quítate el tinte del pelo –susurró Rose Madder–. No has nacido para ser rubia.

Sus ojos se encontraron. Rosie sostuvo la mirada, descubriendo que no podía apartarla del rostro de la otra mujer. Por el rabillo del ojo comprobó que Bill seguía mirándose las manos con aire obstinado. Tenía las mejillas y la frente bañadas en sudor.

Fue Rose Madder quien desvió la mirada.

–Dorcas.

–¿Señora?

–¿La niña...?

–Estará preparada cuando tú lo estés.

–Bien –dijo Rose Madder–. Estoy impaciente por verla, y ya es hora de que nos marchemos. También es hora de que te marches tú, Rosie Real. Tú y tu hombre. Puedo llamarlo así, ¿sabes? Tu hombre, hombre, hombre. Pero antes de que te vayas...

Rose Madder le alargó los brazos.

Muy despacio, casi como si estuviera hipnotizada, Rosie se levantó y avanzó hacia el círculo de aquellos brazos. Las manchas oscuras que se extendían por la piel de Rose Madder estaban calientes y febriles... Rosie tenía la sensación de que se retorcían contra su piel. Por lo demás, la mujer de la túnica, del zat, estaba fría como un cadáver.

Pero Rosie ya no tenía miedo.

Rose Madder la besó en la mejilla, cerca de la mandíbula.

–Te quiero, pequeña Rosie –susurró–. Ojalá nos hubiéramos conocido en tiempos mejores, cuando hubieras podido verme en mejor estado, pero hemos hecho lo que hemos podido. Nuestro encuentro ha sido afortunado. Pero recuerda el árbol.

–¿Qué árbol? –preguntó Rosie con desesperación–. ¿Qué árbol?

Pero Rose Madder meneó la cabeza en un ademán que no admitía discusión y se separó de ella. Rosie miró por última vez aquel rostro inquietante y demente, y de nuevo recordó a la zorra con sus cachorros.

–¿Soy tú? –susurró–. Dime la verdad... ¿Soy tú?

Rose Madder sonrió. No fue más que una pequeña sonrisa, pero por un instante, Rosie distinguió el monstruo agazapado tras la piel y se estremeció.

–Da igual, pequeña Rosie. Soy demasiado vieja y estoy demasiado cansada para entretenerme con esta clase de preguntas. La filosofía es para los sanos. De todos modos, si recuerdas el árbol, nunca tendrá importancia.

–No entiendo...

–¡Chist! –la atajó Rose Madder al tiempo que le posaba un dedo en los labios–. Date la vuelta, Rosie. Date la vuelta para no verme más. El juego ha terminado.

Rosie dio media vuelta, se inclinó para cubrir las manos de Bill (que todavía tenía entrelazadas sobre el regazo, con los dedos tensos y agarrotados) con las suyas, y lo ayudó a levantarse. Una vez más, el caballete había desaparecido, y el cuadro que había visto en el lienzo, su habitación de noche, pintada con indiferencia en tonos fangosos, había adquirido dimensiones descomunales. Una vez más no era un cuadro, sino una ventana. Rosie echó a andar hacia ella con la intención de atravesarla y dejar atrás para siempre los misterios de aquel mundo. Bill le tiró de la muñeca para que se detuviera. Se dio la vuelta y habló sin permitir que sus ojos subieran más allá de los pechos de la mujer.

–Gracias por ayudarnos –dijo.

–De nada –repuso Rose Madder con toda dignidad–. Resárcete tratándola bien.

Yo resarzo, pensó Rosie con otro estremecimiento.

–Vamos –instó mientras tiraba de la mano de Bill–. Vámonos, por favor.

Sin embargo, Bill permaneció quieto un instante más.

–Sí –dijo–. La trataré bien. Ya sé lo que le pasa a la gente que no lo hace. Lo sé muy bien.

–Qué hombre tan guapo –comentó Rose Madder con aire pensativo, y entonces cambió de tono y prosiguió con voz turbada, casi demente–: ¡Llévatelo mientras aún estés a tiempo, Rosie Real! ¡Mientras aún estés a tiempo!

–¡Vamos! –gritó Dorcas–. ¡Marchaos ahora mismo!

–¡Pero antes dame lo que es mío, zorra! –chilló Rose Madder con voz estridente y sobrenatural–. ¡Dámelo, zorra!

Algo, no un brazo, porque era demasiado delgado y velludo para ser un brazo, se agitó a la luz de la luna y se deslizó sobre la piel enloquecedoramente erizada de Rosie McClendon.

Con un grito, Rosie se quitó el brazalete de oro y lo dejó caer a los pies de la figura que se cernía sobre ella. Percibió a Dorcas rodeando con sus brazos a aquella figura en un intento de detenerla, pero no esperó a ver más. Asió a Bill del brazo y lo arrastró tras de sí a través de la ventana.

No tuvo la sensación de tropezar, pero no se limitó a salir del cuadro, sino que cayó de él. Lo mismo le sucedió a Bill. Aterrizaron en el suelo del armario, sobre un parche trapezoidal de luz de luna. Bill se golpeó la cabeza contra la puerta con tal fuerza que debió de dolerle, pero al parecer no se dio cuenta.

–No ha sido un sueño –comentó–. ¡Dios mío, estábamos en el cuadro! ¡El que compraste el día en que nos conocimos!

–No –repuso Rosie–. No es verdad.

A su alrededor, la luz de la luna se tornó más brillante y empezó a contraerse. Al mismo tiempo perdió su forma lineal y se convirtió en un círculo. Era como si una puerta estuviera cerrándose a sus espaldas. Rosie sintió el impulso de mirar atrás para ver qué estaba sucediendo, pero se contuvo. Y cuando Bill empezó a volver la cabeza, Rosie le apoyó las manos en las mejillas para impedírselo.

–No lo hagas –ordenó–. ¿De qué te serviría? Sea lo que sea ya ha pasado.

–Pero...

La luz se había contraído hasta convertirse en un foco cegador, y a Rosie se le ocurrió la idea absurda de que si Bill la tomaba en sus brazos y empezaba a bailar con ella por la habitación, aquel rayo de luz los seguiría.

–Déjalo –Insistió–. Déjalo correr.

–Pero ¿dónde está Norman, Rosie?

–Se ha ido –repuso antes de añadir con cierta comicidad–: El jersey y la cazadora que me has prestado también, por cierto. El jersey no era gran cosa, pero siento lo de la cazadora.

–Eh –exclamó Bill con aire despreocupado y distraído–. No importa.

El foco quedó reducido a una cabeza de cerilla fría y deslumbrante, luego a una cabeza de alfiler, y por fin desapareció, dejando tan sólo un punto brillante en su campo de visión. Rosie miró el armario por encima del hombro. El cuadro se hallaba exactamente donde lo había dejado tras la primera excursión, pero había vuelto a cambiar. Ahora tan sólo mostraba la cima de la colina y el templo bañado por los últimos rayos de la luna. La quietud de la escena, así como la ausencia de figuras humanas, le conferían un aspecto más clásico que nunca.

–Dios mío –farfulló Bill mientras se masajeaba el cuello dolorido–. ¿Qué ha pasado, Rosie? No entiendo lo que ha pasado.

No podía haber transcurrido mucho tiempo, porque el inquilino al que Norman había disparado seguía gritando a pleno pulmón.

–Voy a ver si puedo ayudar a ese hombre –anunció Bill mientras pugnaba por levantarse–. ¿Puedes llamar a una ambulancia? ¿Y a la policía? .

–Sí. Supongo que ya deben de estar en camino, pero los llamaré de todos modos.

Bill se dirigió hacia la puerta antes de volverse con expresión dubitativa y sin dejar de masajearse el cuello.

–¿Qué le vas a contar a la policía, Rosie?

Rosie titubeó un instante y por fin sonrió.

–No sé..., pero ya se me ocurrirá algo. Últimamente se me da muy bien eso de inventar a toda mecha. Vamos, Bill, vete ya.

–Te quiero, Rosie. Eso es lo único de lo que estoy seguro.

Salió de la habitación antes de que ella pudiera responder. Lo siguió un instante antes de detenerse. Al final del rellano vio una luz vacilante que debía de ser una vela.

–¡Dios mío! ¿Le han disparado? –preguntó alguien.

El murmullo de respuesta de Bill quedó sepultado bajo otro aullido del herido. Herido, sí, pero probablemente no de gravedad. No si podía armar semejante escándalo.

Qué poco caritativa, se regañó al tiempo que descolgaba el teléfono nuevo y marcaba el número de urgencias. Tal vez, pero a lo mejor no era más que puro y simple realismo. En cualquier caso, no creía que importara. Había empezado a ver el mundo desde una nueva perspectiva, suponía, y el pensamiento acerca del hombre que gritaba en el pasillo era tan sólo otro indicio de dicha perspectiva.

–No importa siempre y cuando recuerde el árbol –dijo sin ni siquiera darse cuenta de que había hablado en voz alta.

Contestaron a su llamada tras el primer timbrazo.

–Urgencias, le recuerdo que estamos grabando esta llamada.

–Ya me lo imagino. Me llamo Rosie McClendon y vivo en el 897 de Trenton Street, primer piso. Uno de mis vecinos necesita una ambulancia.

–Señora, ¿podría explicarme la naturaleza de este...?

Sí que podía, desde luego que podía, pero en aquel momento se le ocurrió otra cosa, algo que no había comprendido antes, algo que debía hacer de inmediato. Colgó el teléfono e introdujo los dos primeros dedos de la mano derecha en el bolsillo pequeño de sus vaqueros. En ocasiones, aquel bolsillito resultaba útil, pero también irritante, uno de los indicios más visibles de los prejuicios medio conscientes del mundo contra los zurdos como ella. Era un mundo hecho para los diestros, por regla general, lleno de pequeños inconvenientes. Pero daba igual, porque si una era zurda aprendía a arreglárselas. Y podía hacerse, pensó Rosie. Como decía aquella vieja canción de Bob Dylan acerca de la carretera 61, podía hacerse sin ningún problema.

Extrajó el diminuto frasco de cerámica que le había dado Dorcas, se lo quedó mirando con fijeza durante algunos segundos y luego ladeó la cabeza para comprobar si oía sonidos procedentes de la puerta. Alguien más se había unido al grupo del rellano, y el hombre al que Norman había disparado (al menos eso suponía Rosie) hablaba entre jadeos y gemidos. Y a lo lejos se oía ya el aullido de las sirenas.

Entró en la cocina y abrió la pequeña nevera. Dentro había un paquete de mortadela en el que quedaban tres o cuatro lonchas, una botella de leche, dos yogures naturales, medio litro de zumo y tres botellas de Pepsi.Cogió una de ellas, abrió el tapón y la dejó sobre el mostrador. Echó otro vistazo rápido por encima del hombro, casi esperando ver a Bill en el umbral (¿Qué estás haciendo?, le preguntaría. ¿Qué estás mezclando?). Sin embargo, no había nadie en el umbral, y Rosie oyó a Bill al final del rellano, hablando en aquel tono sereno y considerado que tanto había llegado a amar.

Retiró con las uñas el tapón de corcho del frasquito y lo sostuvo en alto, agitándolo como si oliera un perfume. Pero lo que olió no era perfume..., aunque conocía aquella fragancia amarga, metálica, pero extrañamente atractiva. El frasquito contenía agua del río que fluía detrás del Templo del Toro.

Dorcas: Una gota. Para él. Después.

Sí, sólo una; darle más resultaría peligroso, pero una bastaría. Todas las preguntas y los recuerdos, la luz de la luna, los terribles chillidos de Norman, chillidos de dolor y terror, la mujer a la que tenía prohibido mirar... Todo aquello se desvanecería como por arte de magia, así como el temor de Rosie de que dichos recuerdos pudieran destruir la cordura de Bill y la relación entre ambos como ácido corrosivo. Tal vez se preocupaba en exceso, ya que la mente humana era más fuerte y adaptable de lo que la mayoría de la gente creía (eso sí se lo habían enseñado catorce años de convivencia con Norman, aunque quizá fuera lo único que había aprendido), pero ¿le convenía correr el riesgo? ¿Le convenía, teniendo en cuenta que podía suceder exactamente lo contrario? ¿Qué entrañaba mayor peligro, sus recuerdos o aquella amnesia líquida?

Pero ten cuidado, niña. ¡Esto es peligroso!

Rosie apartó la vista del frasquito de cerámica y miró el desagüe del fregadero antes de volverse de nuevo hacia el frasquito.

Rose Madder: Una buena bestia. Protégelo, y él te protegerá.

Rosie decidió que la terminología de aquella frase podía ser desdeñosa y equivocada, pero la idea era acertada. Despacio y con mucho cuidado, ladeó el frasquito sobre el cuello de la botella de PepsiCola y vertió una sola gota en ella.

Plinc.

Y ahora tira el resto por el desagüe, deprisa.

Empezó a hacerlo, pero entonces recordó el resto de lo que le había dicho Dorcas. Podría haberte dado menos, pero es posible que algún día necesite otra gota.

Sí, ¿y yo qué?, se preguntó mientras encajaba de nuevo el minúsculo tapón de corcho en la botella y se lo guardaba en el incómodo bolsillito del pantalón. ¿Y yo qué? ¿Necesitaré un par de gotas más adelante para no volverme loca?

No lo creía. Y además...

–Los que no aprenden del pasado están condenados a repetir sus errores –masculló.

No sabía quién había dicho aquella frase, pero sí que era demasiado plausible para hacer caso omiso de ella. Regresó a toda prisa hacia el teléfono, con la Pepsi adulterada en una mano. Volvió a marcar el número de urgencias, y contestó la misma operadora con la misma obertura: «Urgencias, le recuerdo que estamos grabando esta llamada».

–Soy otra vez Rosie McClendon –se presentó–. Se ha cortado –hizo una pausa calculada y luego se echó a reír con nerviosismo–. Vaya, no es verdad. Lo cierto es que me he puesto nerviosa y he arrancado la clavija de la pared. Esto es una locura.

–Sí, señora. Hemos enviado una ambulancia al 897 de Trenton Street a petición de Rose McClendon. También hemos recibido una llamada desde la misma dirección referente a unos disparos. ¿Quiere informar de unos disparos, señora?

–Sí, creo que sí.

–¿Quiere que le pase con un agente de policía?

–Quiero hablar con el teniente Hale. Es detective, de modo que supongo que tiene que pasarme con DIV–DET o como lo llamen ustedes aquí.

Se produjo un silencio antes de que la operadora prosiguiera en un tono menos mecánico.

–Sí, señora, la División de Detectives, DIV–DET. Le paso.

–Gracias. ¿Quiere mi número de teléfono o localizan ustedes las llamadas?

–Tengo su número, señora –repuso la operadora en tono de sorpresa.

–Ya me lo imaginaba.

–Espere un momento, le paso con la División.

Mientras esperaba, Rosie cogió la botella de Pepsi y se la colocó debajo de la nariz como había hecho con el frasquito de cerámica. Creyó percibir un levísimo olor amargo..., pero tal vez no eran más que imaginaciones suyas. En cualquier caso, daba igual. O se la bebía o no se la bebía. Ka, pensó antes de preguntarse: ¿Qué?

Antes de que pudiera seguir pensando en ello, alguien descolgó el teléfono en el otro extremo de la línea.

–División de Detectives, sargento Williams.

Rosie pidió por Hale y la hicieron esperar unos instantes. Afuera, en el rellano, los murmullos y gemidos continuaban. Las sirenas se habían acercado mucho más.

–Hale. ¿Diga? –ladró de repente una voz que en nada recordaba al hombre relajado y pensativo al que Rosie había conocido–. ¿Es usted, señora McClendon?

–Sí...

–¿Está bien?

Seguía ladrando, y ahora le recordaba a todos los policías que a lo largo de la historia se habían sentado en la sala de recreo tras quitarse los zapatos, apestando la estancia. No podía esperar a que Rosie le diera la información que le habría proporcionado de todas formas; estaba alterado y tenía que bailarle alrededor de los pies, ladrando como un fox terrier.

Hombres, pensó poniendo los ojos en blanco.

–Sí –asintió lentamente, como una puericultora que intentara calmar a un niño histérico que acabara de caerse del columpio–. Sí, estoy bien, y Bill, el señor Stein, también está bien. Los dos estamos bien.

–¿Ha sido su marido? –inquirió Hale en tono indignado, aunque a tan sólo un paso del pánico, un toro en campo abierto, pateando el suelo mientras busca el trapo rojo que lo ha provocado–. ¿Ha sido Damels?

–Sí, pero se ha ido –Titubeó un instante antes de proseguir–: No sé adónde.

Pero espero que haga calor y el aire acondicionado no funcione.

–Lo encontraremos –aseguró Hale–. Se lo prometo, señora McCIendon... Lo encontraremos.

–Buena suerte, teniente –murmuró Rosie mientras se volvía hacia el armario abierto.

Se tocó el brazo izquierdo, donde todavía sentía los vestigios del calor del brazalete.

–Tengo que colgar. Norman ha disparado a uno de los vecinos de arriba, y es posible que pueda ayudarle en algo. ¿Va a venir?

–Claro que sí.

–Pues entonces hasta ahora, teniente. Adiós.

Colgó antes de que Hale pudiera replicar. En aquel momento entró Bill, y mientras cruzaba el umbral se encendieron las luces del rellano.

Bill se volvió con aire sorprendido.

–Debían de ser los fusibles. Lo que significa que Norman ha bajado al sótano. Pero si quería desactivar uno de ellos, no entiendo por qué no...

Lo acometió otro acceso de tos, esta vez muy intenso. Se inclinó con una mueca y se llevó las manos al cuello amoratado e hinchado.

–Toma –dijo Rosie mientras se acercaba a él–. Bébete esto. Acabo de sacarla de la nevera, así que está fría.

Bill cogió la Pepsi, bebió varios tragos y luego se quedó mirando la botella con curiosidad.

–Sabe un poco rara.

–Porque tienes la garganta inflamada. Probablemente te ha sangrado un poco, y por eso notas ese sabor. Venga, acábatela. No me gusta nada verte toser así.

Bill apuró el refresco, dejó la botella sobre la mesita de café y cuando volvió a mirarla, Rosie vio en sus ojos una expresión vacía y entumecida que le dio un susto de muerte.

–¡Bill! Bill, ¿qué te pasa? ¿Qué es lo que te pasa?

Aquella expresión vacía permaneció unos instantes más en sus ojos, pero de repente Bill se echó a reír y meneó la cabeza.

–Note lo vas a creer. Supongo que es por el estrés del día, pero...

–¿Qué? ¿Qué es lo que no me voy a creer?

–Durante unos segundos no me acordaba de quién eres –explicó Bill–. No me acordaba de tu nombre, Rosie. Pero lo más extraño es que durante unos segundos tampoco me acordaba del mío.

Rosie se echó a reír y se acercó más a él. Desde la escalera le llegó el ruido de pasos, con toda probabilidad de los enfermeros, pero no le importaba. Rodeó a Bill y lo abrazó con todas sus fuerzas.

–Me llamo Rosie –dijo–. Soy Rosie. Realmente Rosie.

–Eso –repuso él mientras la besaba en la sien–. Rosie, Rosie, Rosie, Rosie, Rosie.

Rosie cerró los ojos, sepultó el rostro en el hombro de él, y en la oscuridad de sus párpados vio la boca antinatural de la araña y los ojos negros de la zorra, ojos demasiado quietos para revelar cordura ni demencia. Vio aquellas cosas y supo que las seguiría viendo durante mucho tiempo. Y en su cabeza resonaron dos palabras como una campana de hierro:

Yo resarzo.

El teniente Hale encendió un cigarrillo sin molestarse en pedir permiso, cruzó las piernas y observó a Rosie McClendon y Bill Steiner, dos personas aquejadas de un caso clásico de enamoramiento.

Cada vez que se miraban a los ojos, a Hale le parecía ver surgir de ellos burbujas en forma de corazón. Aquello bastó para que se preguntara si no se habrían deshecho personalmente del pesado de Norman..., pero no eran de esa clase. Ellos no.

Hale había arrastrado una silla de la cocina hasta la zona de estar y estaba sentado en ella al revés. Rosie y Bill estaban apretujados en el sillón con delirios de grandeza. Había transcurrido poco más de una hora desde que Rosie llamara a urgencias. El herido, John Briscoe, había sido trasladado al hospital de East Side con lo que uno de los enfermeros había denominado «una herida superficial con pretensiones».

Las cosas se habían calmado un poco, y a Hale le gustaba eso. Sólo había una cosa que le habría gustado más, y era saber adónde narices había ido Norman Damels.

–Uno de los instrumentos está desafinado –comentó–, y está jodiendo a todo el grupo.

Rosie y Bill se miraron. A Hale le convenció la extrañeza que vio en los ojos de Bill, pero en el caso de Rosie no estaba tan seguro. Allí había algo raro, estaba casi seguro de ello. Algo que Rosie no le había contado.

Hojeó despacio el cuaderno de notas, tomándose su tiempo con la intención de inquietarlos un poco. Pero ninguno de los dos parecía intranquilo. Le sorprendía que Rosie pudiera estar tan calmada (si en realidad le estaba ocultando algo), pero, o bien había olvidado algo importante acerca de ella, o bien no había reparado en ello al conocerla. Rosie jamás había pasado por un interrogatorio policial, pero había escuchado miles de informes y conversaciones relativas a interrogatorios mientras servía bebidas a Norman y sus amigos o les vaciaba los ceniceros. Estaba al día en lo tocante a la técnica.

–Muy bien –dijo cuando se convenció de que ninguno de los dos iba a soltar prenda–. Las cosas están de la siguiente manera. Norman viene aquí. Norman consigue matar a los agentes Alwin Demers y Lee Babcock. Sienta a Babcock en el asiento del acompañante y encierra a Demers en el maletero. Norman rompe la bombilla del vestíbulo, baja al sótano, funde unos cuantos plomos sin ton ni son, aunque están bien señalizados en los diagramas de las cajas. ¿Por qué? No lo sabemos. Está loco. Luego sube otra vez al coche patrulla y finge ser el agente Demers. Cuando usted y el señor Steiner aparecen, le pega un porrazo a usted, intenta estrangular al señor Steiner, los persigue hasta el primer piso, dispara al señor Briscoe cuando éste intenta unirse a la fiesta y luego derriba la puerta de su estudio. Hasta aquí todo correcto, ¿verdad?

–Sí, creo que sí –asintió Rosie–. Todo ha sido muy confuso, pero creo que es más o menos lo que debe de haber pasado.

–Pero hay una cosa que no entiendo. Se escondieron en el armario...

–Sí...

y entonces entra Norman como si fuera Freddy Jason o como se llame el tipo ese de las películas de terror...

–Bueno, no exactamente como...

y se pasea como un toro por la consabida tienda de porcelana, entra en el baño el tiempo suficiente para abrir un par de agujeros en la cortina de la ducha... y luego se va. ¿No es eso lo que me han contado?

–Eso es lo que ha pasado –asintió Rosie–. Claro que no le hemos visto pasearse por la habitación, porque estábamos escondidos en el armario, pero sí lo hemos oído.

–Esta especie de policía chalado pasa por un infierno para encontrarla, alguien se le mea encima, le destrozan la nariz, asesina a dos policías y entonces..., ¿qué? ¿Se carga una cortina de ducha y luego se larga? ¿Es eso lo que me está diciendo?

–Sí.

No tenía sentido añadir nada más. Hale no sospechaba que hubiera hecho nada ilegal, porque en tal caso la habría interrogado con mucha más dureza, al menos al principio, pero si intentaba ampliar su declaración, lo más probable era que Hale siguiera ladrando como un terrier toda la noche, y la verdad era que a Rosie ya empezaba a dolerle la cabeza.

Hale se volvió hacia Bill.

–¿Usted recuerda lo mismo?

Bill meneó la cabeza.

–No –repuso–. Lo último que recuerdo es que he aparcado la Harley delante del coche patrulla. Mucha niebla. Y después de eso, todo es niebla.

Hale levantó las manos con aire exasperado. Rose tomó la mano de Bill, se la puso sobre el muslo, la cubrió con las suyas y le dedicó la más dulce de las sonrisas.

–No importa –aseguró–. Ya verás cómo te acuerdas más adelante.

Bill le había prometido que se quedaría con ella. Cumplió su promesa... y se quedó dormido en cuanto su cabeza tocó el cojín que Rosie había tomado prestado del sofá. A Rosie no le extrañaba. Se tumbó junto a él y contempló la niebla pasar junto a las farolas en espera de que empezaran a pesarle los párpados. Sin embargo, no conseguía conciliar el sueño, por lo que se levantó, fue al armario, encendió la luz y se sentó ante el cuadro con las piernas cruzadas.

La luna lo iluminaba en silencio. El templo era un sepulcro pálido. Los pájaros carroñeros sobrevolaban la escena en círculos. ¿Se zamparán a Norman mañana, cuando salga el sol?, se preguntó. No lo creía. Rose Madder había dejado a Norman en un lugar al que los pájaros nunca iban.

Se quedó mirando el cuadro unos instantes más, alargó la mano hacia él y rozó las pinceladas congeladas con los dedos. El contacto la tranquilizó. Apagó la luz y volvió a la cama. A1 cabo de pocos minutos dormía profundamente.

Despertó (y despertó a Bill) muy temprano el primer día de su vida sin Norman. Estaba chillando.

–¡Yo resarzo! ¡Yo resarzo! ¡Oh, Dios mío, sus ojos! ¡Sus ojos negros!

–Rosie –exclamó Bill mientras la zarandeaba–. ¡Rosie!

Rosie lo miró, primero sin expresión, con el rostro bañado en sudor y el camisón empapado hasta el extremo de que el algodón se le adhería a las cavidades y las curvas del cuerpo.

_¿Bill?

–Claro que soy Bill. Estás bien. Los dos estamos bien.

Rosie se estremeció y se aferró a él. El consuelo se convirtió de inmediato en otra cosa. Rosie yacía bajo él, con la mano derecha cogida a la muñeca izquierda alrededor de su cuello, y cuando Bill la penetró (Rosie jamás había experimentado semejante delicadeza y seguridad con Norman), desvió la mirada hacia los vaqueros, que yacían en el suelo, junto a la cama. El frasquito de cerámica seguía en el bolsillo pequeño, y calculaba que quedarían al menos tres gotas de aquella agua amarga y atractiva, o tal vez más.

Me las tomaré, pensó justo antes de perder la capacidad de pensar con coherencia. Me las tomaré, claro que sí. Olvidaré, eso es lo que debo hacer... ¿Quién necesita sueños como éste?

Pero una parte profunda de su ser, mucho más profunda que su vieja amiga la señora Práctica–Sensata, conocía la respuesta: era ella quien necesitaba sueños como aquél, así de fácil. Y aunque conservaría el frasco y su contenido, no los conservaría para ella. Porque aquella que olvida su pasado está condenada a repetirlo.

Miró a Bill. La estaba contemplando con los ojos abiertos de par en par, vidriosos de placer. El placer de Bill, descubrió Rosie, era su propio placer, y se dejó llevar a donde él la conducía, y allí permanecieron bastante rato, valientes marineros surcando los mares en el pequeño navío que era la cama.

A media mañana, Bill salió a comprar panecillos y el periódico del domingo. Rosie se duchó, se vistió y luego se sentó en el borde de la cama con los pies descalzos. Percibía el olor de cada uno de ellos, así como la fragancia que habían creado juntos. Le parecía que nunca había olido algo tan agradable.

¿Y lo mejor de todo? Muy fácil. No había manchas de sangre en la sábana. No había manchas de sangre en ninguna parte.

Sus vaqueros habían terminado debajo de la cama. Los pescó con los dedos de los pies y a continuación sacó el frasquito del bolsillo. Llevó los vaqueros al baño, tras cuya puerta tenía el cesto de la ropa sucia. Guardaría el frasquito en el fondo del botiquín, al. menos de momento, donde quedaría oculto detrás del frasco de aspirinas. Rebuscó en los demás bolsillos de los vaqueros antes de tirarlos al cesto de la ropa sucia, un hábito de ama de casa del que ni siquiera fue consciente... hasta que sus dedos se cerraron en torno a un objeto guardado en el bolsillo delantero izquierdo, que utilizaba más a menudo. Lo sacó, lo sostuvo en alto y se estremeció mientras Rose Madder alzaba la voz en su interior. Un recuerdo... Haz con él lo que quieras.

Era al anillo de la academia de policía de Norman.

Lo giró a un lado y a otro, permitiendo que la luz procedente del vidrio lechoso de la ventana del baño se reflejara en las palabras Servicio, Lealtad, Comunidad. Volvió a estremecerse y por un instante creyó que Norman se materializaría en torno a aquel funesto talismán.

Medio minuto más tarde, con el frasquito de Dorcas a salvo en el botiquín, Rosie regresó corriendo a la cama deshecha, aunque esta vez sin percibir el olor a hombre y mujer que aún conservaban las sábanas. Estaba pensando y mirando la mesilla de noche. Tenía un cajón. Ahí guardaría el anillo de momento. Más adelante ya pensaría qué hacer con él: de momento, lo único que quería era perderlo de vista. No sería seguro dejarlo fuera, eso estaba claro. Lo más probable era que el teniente Hale pasara por allí más tarde, armado con unas cuantas preguntas nuevas y muchas viejas, y no convenía que viera el anillo de Norman. No convenía en absoluto.

Abrió el cajón, alargó el brazo para guardar el anillo... y entonces se detuvo en seco.

Había otra cosa en el cajón. Un jirón de tela azul, doblado con cuidado en forma de paquete y salpicado de manchas de color rojo violáceo que a Rosie se le antojaron sangre seca.

–Dios mío –murmuró–. ¡Las semillas!

Sacó el paquete que en otra época había formado parte de un camisón barato de algodón, se sentó en la cama (de repente las rodillas no parecían dispuestas a sostenerla) y se colocó el paquete sobre el regazo. En su mente oyó a Dorcas advertirle que no probara la fruta ni se metiera en la boca la mano con la que la tocara. Había dicho que era un granado, pero Rosie no creía que lo fuera.

Desdobló las esquinas del paquete y se quedó mirando las semillas. El corazón le latía como un caballo desbocado.

No te las quedes, pensó. No te las quedes, no te las quedes.

Tras dejar el anillo de su difunto marido junto a la lámpara, al menos de momento, Rosie se levantó y entró de nuevo en el baño con el paquete abierto en la mano. No sabía cuánto tiempo llevaba ausente Bill, pues había perdido la noción del tiempo, pero hacía bastante.

Por favor, que la cola de la panadería sea larga.

Levantó el asiento del retrete, se arrodilló y sacó la primera semilla del trapo. Se le había ocurrido que su mundo podía haber despojado a las semillas de su poder mágico, pero las yemas de los dedos se le entumecieron de inmediato, y entonces supo que no era así. No era como si los dedos se le hubieran entumecido por el frío, sino más bien como si las semillas hubieran comunicado a su piel una extraña amnesia. Pese a todo, sostuvo la semilla un instante mientras la miraba con fijeza.

–Una para la zorra –susurró antes de tirarla al inodoro.

El agua se tiñó de inmediato de un siniestro color rojo violáceo. Parecían los residuos de una muñeca abierta o un cuello rebanado. Sin embargo, el olor que le llegó no era sangre, sino la fragancia amarga y ligeramente metálica del río que fluía tras el Templo del Toro. Era tan intenso que se le saltaron las lágrimas.

Sacó la segunda semilla del paquete y la sostuvo ante sus ojos.

–Una para Dorcas –dijo antes de tirarla al inodoro.

El agua se tornó más oscura, más parecida a coágulos que a sangre líquida, y el olor se hizo tan intenso que las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas. Tenía los ojos tan rojos como si estuviera picando cebollas.

Sacó la última semilla del trapo y la sostuvo ante sus ojos.

–Y una para mí –dijo–. Una para Rosie.

Pero cuando intentó tirarla al inodoro, sus dedos se negaron a soltarla. Lo intentó de nuevo, pero fue en vano. La voz de la mujer loca le llenó la mente y habló con convincente cordura: Recuerda el árbol. Recuerda el árbol, pequeña Rosie. Recuerda...

–El árbol –murmuró Rosie–. Recuerda el árbol, sí, ya lo he entendido, pero ¿qué árbol? ¿Y por qué debo recordarlo? ¿Por qué, por el amor de Dios?

No lo sé, repuso la señora Práctica–Sensata, pero hagas lo que hagas, será mejor que lo hagas deprisa. Bill puede llegar en cualquier momento. En cuestión de segundos.

Tiró de la cadena y observó cómo el líquido violáceo se convertía de nuevo en agua clara. Regresó junto a la cama, se sentó en ella y contempló con fijeza la última semilla que yacía en el trapo de algodón. Luego desvió la mirada hacia el anillo de Norman antes de volverse de nuevo hacia la semilla.

¿Por qué no puedo desprenderme de esta maldita semilla?, se preguntó. Me importa un pepino el puñetero árbol; sólo dime por qué no puedo tirar la última semilla y acabar con esto de una vez por todas.

No obtuvo respuesta. Lo que oyó fueron los alegres chasquidos y burbujeos de una motocicleta que se acercaba a través de la ventana abierta. Ya reconocía el sonido de la Harley de Bill. A toda prisa, sin hacerse más preguntas, Rosie guardó el anillo en el trapo azul, junto a la semilla. Luego lo dobló, se dirigió al escritorio y cogió el bolso. Estaba desgastado y era poco elegante, pero significaba mucho para ella... Era el bolso que había traído consigo de Egipto aquella primavera. Lo abrió y guardó el paquete en el fondo, donde estaría mejor escondido que el frasquito de cerámica en el botiquín. Una vez hecho aquello, se acercó a la ventana abierta y aspiró profundas bocanadas de aire fresco.

Cuando Bill entró con el grueso periódico dominical y una cantidad ingente de panecillos, Rosie se volvió hacia él con una sonrisa radiante.

–¡Has tardado una eternidad! –exclamó mientras se decía: Qué zorra eres, pequeña Rosie. Qué zo...

La sonrisa que Bill había esbozado en respuesta a la suya se apagó de repente.

–Rosie, ¿estás bien?

La sonrisa de Rosie se ensanchó.

–Perfectamente. Es que me acaba de dar un escalofrío.

Pero no había sido un escalofrío cualquiera.

¿Me permites que te dé un consejo antes de que te vayas?, había preguntado Rose Madder, y a última hora de aquella tarde, después de que el teniente Hale les diera la terrible noticia de la muerte de Anna Stevenson (a la que no habían encontrado hasta aquella mañana a causa del desagrado que le inspiraban las visitas no autorizadas a su despacho), Rosie siguió aquel consejo. Era domingo, pero la peluquería Hair 2000, en el centro comercial de Skyview, estaba abierta. La peluquera que le asignaron comprendió lo que Rosie quería, pero aun así protestó por un instante.

–¡Si lo lleva precioso! –aseguró.

–Ya, supongo que tiene razón, pero a mí me parece horrible.

Así pues, la peluquera siguó sus instrucciones, y las protestas sorprendidas que había esperado de Bill no llegaron.

–Llevas el pelo más corto, pero por lo demás tienes el mismo aspecto que el día que fuiste a la tienda –constató–. Creo que me gusta eso.

–Perfecto –dijo Rosie al tiempo que lo abrazaba. –¿Te apetece comida china para cenar? –Sólo si me prometes que te quedarás a pasar la noche. –Si todas las promesas fueran tan fáciles de cumplir–suspiró él con una sonrisa.

Titular del lunes: POLICÌA DELINCUENTE VISTO EN WISCONSIN.

Titular del martes: LA POLICÍA BUSCA AL POLICÍA ASESINO DANIELS.

Titular del miércoles: ANNA STEVENSON INCINERADA: DOS MIL PERSONAS PARTICIPAN EN LA MARCHA CONMEMORATIVA.

Titular del jueves: DANIELS PUEDE HABERSE SUICIDADO, ESPECULAN LOS EXPERTOS.

El viernes, Norman pasó a segunda página.

El viernes siguiente había desaparecido del mapa.

11

Poco después del Cuatro de julio, Robbie Lefferts asignó a Rosie la lectura de una novela completamente distinta de las obras de Richard Racine. Se titulaba Heredarás la tierra y su autora era Jane Smiley. Era la historia de una familia de granjeros de Iowa, aunque en realidad no trataba de eso; Rosie había sido diseñadora de vestuario en el grupo de teatro del instituto durante tres años, y aunque jamás se había puesto ante los focos, reconocía al rey loco de Shakespeare cuando se lo ponían delante. Smiley había vestido a Lear con un mono de trabajo, pero el hábito no hace al monje.

Asimismo lo había convertido en una criatura que a Rosie le recordaba terriblemente a Norman. El día en que terminó la lectura («Tu mejor trabajo hasta ahora–afirmó Rhoda–, y una de las mejores lecturas que he oído en mi vida»), Rosie volvió a su habitación y sacó el viejo óleo sin marco del armario en que lo había tenido guardado desde la noche de la..., bueno, de la desaparición de Norman. Era la primera vez que lo miraba desde aquella noche.

Lo que vio no la sorprendió demasiado. En el cuadro volvía a ser de día. La colina seguía igual, cubierta de maleza y bastante agreste, y el templo también seguía igual (o casi igual; Rosie tenía la sensación de que la perspectiva extrañamente torcida del templo había cambiado de forma sutil y se había tornado normal); las mujeres seguían ausentes. Rosie creía que Dorcas había llevado a la mujer loca a ver a su hijita por última vez..., y a continuación Rose Madder iría sola a dondequiera que las criaturas como ella fueran cuando les llegaba por fin la hora.

Atravesó el rellano con el cuadro en dirección a la trampilla del incinerador, sosteniéndolo por los bordes con mucho cuidado, como había hecho anteriormente, sosteniéndolo como si temiera que su mano pudiera adentrarse en ese otro mundo si no se andaba con ojo. Lo cierto era que temía que algo así sucediera.

Una vez junto a la trampilla del incinerador se detuvo a contemplar por última vez el cuadro que la había llamado desde el estante polvoriento de la casa de empeños, que la había llamado con una voz muda e imperiosa que bien podía haber pertenecido a la mismísima Rose Madder. Y probablemente así era, pensó Rosie. Levantó una mano hacia la trampilla del incinerador, pero se detuvo cuando le llamó la atención algo que no había visto antes: dos siluetas en la hierba alta a medio camino del templo. Deslizó un dedo sobre la .superficie pintada de aquellas formas, intentando averiguar qué serían. Al cabo de unos instantes se le ocurrió. El bulto de color rosa clavel era su jersey. El bulto negro junto a él era la cazadora que Bill le había prestado para pasear en moto por la carretera 27. El jersey no le importaba, pues no era más que una prenda barata, pero sentía mucho lo de la cazadora. No era nueva, pero aún le quedaban muchos años de vida. Además, le gustaba devolver las cosas que la gente le prestaba.

Sólo había utilizado la tarjeta de Norman en una ocasión.

Se quedó mirando el cuadro con un suspiro. No tenía sentido conservarlo; pronto se marcharía de la habitación que Anna le había encontrado y no tenía intención de llevarse más pasado con ella del estrictamente necesario. Suponía que no le quedaba más remedio que apechugar con la parte que tenía incrustada en el cerebro como fragmentos de metralla, pero...

Recuerda el árbol, Rosie, dijo una voz, y esta vez le pareció la voz de Anna .... Anna, que la había ayudado cuando no tenía a nadie a quien recurrir, por quien no había sido capaz de llorar como habría querido..., aunque había derramado ríos de lágrimas por la dulce Pam, con los bonitos ojos azules siempre buscando a «alguien interesante». Sin embargo, en aquel momento sintió una punzada de dolor que le hizo cosquillas en la nariz y le provocó temblores en los labios.

–Lo siento, Anna –murmuró.

No importa, dijo aquella voz y ligeramente arrogante. Tú no me creaste a mí, no creaste a Norman y no tienes por qué cargar con la responsabilidad. Eres Rosie McClendon, no un personaje desgraciado de Dickens, y será mejor que lo recuerdes cuando el melodrama amenace con devorarte. Pero debes recordar...

–No –atajó Rosie.

Dobló el cuadro como quien cierra un libro con firmeza. La madera vieja que sostenía el lienzo se quebró. El lienzo no se rasgó, sino que más bien estalló y se hizo jirones. La pintura que cubría aquellos jirones era mortecina y carecía de significado.

–No, no. Nada de nada, si no quiero, ¡y no quiero!

Aquella que olvida el pasado...

–¡A tomar por el culo el pasado! –gritó Rosie.

Yo resarzo, susurró una voz entre halagadora y amenazadora.

–Note oigo –dijo Rosie mientras abría la trampilla del incinerador, sentía el calor y olía el hollín–. No te oigo, no te escucho, se acabó.

Tiró el cuadro rasgado y doblado por la trampilla, enviándolo como una carta dirigida al infierno, y luego se puso de puntillas para verlo estrellarse contra las llamas.

 

LA MUJER ZORRA

En octubre, Bill la lleva de nuevo al merendero de Shoreland. Esta vez van en coche; es un precioso día de otoño, pero hace demasiado frío para ir en moto. Una vez allí, con la comida extendida ante ellos y el bosque anaranjado ardiendo a su alrededor, Bill le pregunta lo que Rosie sabe hace algún tiempo que desea preguntarle.

–Sí –asiente–, en cuanto dicten sentencia.

Bill la abraza y la besa, y en cuanto Rosie le rodea el cuello con los brazos y cierra los ojos, oye la voz de Rose Madder en lo más profundo de su mente: Todas las cuentas cuadran ahora..., y si recuerdas el árbol, nunca importará.

Pero ¿qué árbol?

¿El Árbol de la Vida?

¿El Árbol de la Muerte?

¿El Árbol de la Sabiduría?

¿El Árbol del Bien y el Mal?

Rosie se estremece y abraza a su futuro marido con más fuerza, y cuando Bill cierra la mano sobre su pecho izquierdo, se extraña al percibir qué su corazón late con tal violencia.

¿Qué árbol?

Se casan en una ceremonia civil que tiene lugar entre el Día de Acción de Gracias y Navidad, diez días después de hacerse definitiva la sentencia de su divorcio en rebeldía de Norman Daniels. La primera noche que pasa como Rosie Steiner despierta por los gritos de su marido.

–¡No puedo mirarla! –grita en sueños–. ¡No le importa a quién mata! ¡No le importa a quién mata! Oh, por favor, ¿no puedes hacer que deje de GRITAR? –Y entonces, en voz más baja–: ¿Qué tienes en la boca? ¿Qué son esos hilos?

Se hallan en un hotel de Nueva York, pasando la noche antes de seguir rumbo a St. Thomas, donde pasarán la luna de miel, pero aunque Rosie ha dejado el paquetito azul en casa, en el fondo del bolso que trajo consigo de Egipto, se ha llevado el frasquito de cerámica. Un instinto, intuición femenina, si se quiere, así se lo ha indicado. Lo ha usado en otras dos ocasiones después de pesadillas como ésta, y a la mañana siguiente, mientras Bill se afeita, le echa la última gota en el café.

Tendrá que bastar, piensa más tarde mientras arroja el frasquito al inodoro y tira de la cadena. Y si no basta, tendrá que bastar de todas formas.

La luna de miel es perfecta, con mucho sol, mucho sexo agradable y ninguna pesadilla.

En enero, un día en que la nieve se extiende a ráfagas por la ciudad, el test doméstico de embarazo revela a Rosie Steiner lo que ya sabe, que va a tener un hijo. Sabe algo más, algo que el test no puede decirle: será una niña.

Caroline está en camino por fin.

Todas las cuentas cuadran, piensa con una voz que no es la suya mientras contempla la nieve por la ventana de su piso nuevo. Le recuerda la niebla de aquella noche en el parque Bryant, cuando llegaron a casa y se encontraron con Norman.

Sí, sí, piensa ya casi aburrida de aquella idea, que le vuelve a la memoria con la frecuencia de una melodía pegadiza que no se puede olvidar. Cuadran siempre y cuando recuerde el árbol, 2 no?

No, replica la mujer loca con voz tan mortalmente clara que Rosie gira en redondo mientras el corazón le da un vuelco, convencida por un instante de que Rose Madder está en la habitación con ella. Pero aunque la voz sigue ahí, la habitación está vacía. No..., siempre y cuando domines tu mal genio. Siempre y cuando consigas eso. Pero sale a lo mismo, ¿verdad?

–Vete –ordenó a la habitación vacía con voz temblorosa–. Vete, zorra. Note acerques a mí. Desaparece de mi vida.

El bebé pesa más de cuatro kilos al nacer. Y aunque Caroline es y será siempre su nombre secreto, el nombre que consta en su partida de nacimiento es Pamela Gertrude. Al principio, Rosie se opone, argumentando que tras añadir el apellido al segundo nombre de pila, el nombre de la niña se convertiría en un juego de palabras literario. Accede, aunque sin gran entusiasmo, a llamarla Pamela Anna.

–Vamos, por favor –dice Bill–; suena a postre hortera en un restaurante finolis de California.

–Pero...

–Y no te preocupes por lo de Pamela Gertrude. En primer lugar, nunca confesará ni a su mejor amiga cuál es su segundo nombre de pila. Y en segundo lugar, la escritora a la que te refieres es la que escribió lo de una rosa es una rosa es una rosa, así que no se me ocurre un nombre mejor.

Y el asunto queda zanjado.

Poco antes de que Pammy cumpla los dos años, sus padres deciden comprarse una casa en las afueras. Ya pueden permitírselo sin problemas, pues ambos han prosperado en sus trabajos. Empiezan con montones de folletos y van descartando casas hasta quedarse con doce, luego seis, luego cuatro y por fin dos. Y es entonces cuando empiezan los problemas. Rosie quiere una, mientras que Bill quiere la otra. La discusión se convierte en una disputa a medida que sus posturas se alejan cada vez más, y la disputa degenera en una pelea..., una lástima, pero desde luego, no es la primera vez que sucede en un matrimonio. Ni la pareja más enamorada y armoniosa es inmune a las discusiones... ni a los gritos ocasionales.

Al final de ésta, Rosie se va a la cocina y empieza a preparar la cena, metiendo el pollo en el horno y poniendo agua a hervir para las mazorcas de maíz que ha comprado frescas en un puesto de carretera. Al cabo de un rato, mientras pela un par de patatas en el mostrador, junto al fogón, Bill entra desde el salón, donde ha estado contemplando fotografías de las dos casas que han provocado la desacostumbrada disputa entre ellos..., aunque en realidad se ha dedicado a pensar en la pelea.

Al contrario de lo que suele hacer, Rosie no se vuelve al oír sus pasos ni cuando Bill se inclina para besarla en la nuca.

–Siento haberte gritado por lo de la casa –se disculpa–. Sigo pensando que la de Windsor es mejor para nosotros, pero siento mucho haberte levantado la voz.

Espera una respuesta, pero al ver que Rosie guarda silencio, vuelve al salón arrastrando los pies, probablemente pensando que sigue enfadada. Pero Rosie no está enfadada; el enfado no es el término adecuado para expresar el estado en que se encuentra. Se halla inmersa en una furia negra, casi asesina, y su silencio no se debe a algo tan infantil como el típico «pues ahora no te hablo», sino a algo tan desesperado como (recuerda el árbol) evitar coger la olla de agua hirviendo, darse la vuelta y arrojársela a la cara. La imagen vívida que aflora a su mente es espeluznante y atractiva a un tiempo: Bill retrocede dando tumbos, gritando mientras su piel se torna de un color que Rosie aún ve en sueños a veces. Bill se lleva las manos a las mejillas cuando las primeras ampollas se forman en su piel humeante.

De hecho, la mano izquierda ya se ha acercado a la olla, y aquella noche, mientras yace insomne en la cama, dos palabras surcan su mente una y otra vez: Yo resarzo.

En los días siguientes a la pelea, Rosie empieza a mirarse obsesivamente las manos, los brazos y el rostro..., pero sobre todo las manos, pues es allí donde empezará.

¿Donde empezará qué? No lo sabe a ciencia cierta..., pero sabe que lo reconocerá (el árbol) en cuanto lo vea.

Descubre un lugar llamado Jaulas de Bateo Elmo en la parte oeste de la ciudad y comienza a acudir con regularidad. La mayor parte de la clientela consiste en hombres de mediana edad que intentan conservar el físico que lucían en la universidad y adolescentes dispuestos a gastar cinco dólares por el privilegio de fingir por un rato que son Ken Griffey Jr. o Big Hurt. De vez en cuando, alguna novia se aventura a batear, pero por lo general sólo sirven de adorno y permanecen junto a las jaulas de bateo o el Túnel de Primera División, algo más caro, contemplando el espectáculo. Algunas mujeres de treinta y tantos años lanzan bolas rasas y paralelas. ¿Algunas? Ninguna, en realidad, a excepción de esa señora de cabello castaño corto y rostro pálido y solemne. Así pues, los chicos bromean, cuchichean, se dan codazos y se calan las gorras del revés para demostrar lo enrollados que son, pero Rosie no hace caso ni de sus risas ni de las miradas exhaustivas que lanzan a su cuerpo, que se ha recuperado muy bien después del parto. ¿Muy bien? Para una pava que ya no es precisamente una cría, la verdad es que está como un tren, sí, señor.

Y al cabo de un tiempo dejan de reír. Dejan de reír porque la señora de la camiseta sin mangas y los pantalones de chándal grises, después de la torpeza inicial y los errores (varias veces incluso la golpean las pelotas de goma dura que salen disparadas de la máquina), empieza a lanzar bien y luego de maravilla.

–Cómo controla –exclama uno un día, después de que Rosie, jadeante y con el rostro enrojecido, el cabello aplastado sobre la cabeza por el casco empapado, haya lanzado tres paralelas seguidas al otro extremo del túnel de bateo delimitado por una valla. Cada vez que batea profiere un grito estridente y sobrenatural, como Monica Seles tras servir un ace. Es como si la pelota la hubiera ofendido.

–Y la máquina está a tope –dice otro cuando la máquina de lanzamiento escupe una pelota a ciento veinte kilómetros por hora. Rosie profiere otro grito, con la cabeza baja, y adelanta las caderas. La pelota sale disparada a toda velocidad. Se estrella contra la valla a setenta metros de distancia, chocando contra ella en curva aún ascendente, con gran estruendo, antes de caer y unirse a las que ya ha lanzado.

–Bah, no le da tan fuerte –masculla un tercero, saca un cigarrillo, se lo mete en la boca, saca un sobre de cerillas y enciende una–. Sólo está...

Esta vez, Rosie grita de verdad, un alarido que recuerda el chillido de un pájaro hambriento, y la pelota sale disparada por el túnel en una línea blanca y plana. Se estrella contra la valla... y la atraviesa. El agujero que abre en el metal parece obra de un disparo de escopeta a bocajarro.

El muchacho del cigarrillo se queda paralizado mientras la cerilla encendida se consume entre sus dedos.

–¿Decías? –interviene el primero en voz baja.

Al cabo de un mes, cuando las jaulas de bateo terminan la temporada, Rhoda Simons interrumpe de repente a Rosie mientras ésta lee la nueva novela de Gloria Naylor y le dice que lo deje. Rosie protesta arguyendo que es temprano. Rhoda asiente, pero le dice que está perdiendo expresión, que es mejor dejarlo para mañana.

–Sí, ya, pero es que quiero terminar hoy –insiste Rosie–. Sólo quedan veinte páginas. Quiero terminar el puñetero libro, Rhoda.

–Todo lo que leas a partir de ahora tendremos que repetirlo –asegura Rhoda en un tono que no admite discusión–. No sé hasta qué hora te habrá tenido despierta Pamelita esta noche, pero no vas bien.

Rosie se levanta y abre la puerta con tal violencia que está apunto de arrancarla de las bisagras gruesas y silenciosas. Una vez en la sala de control, agarra a la aterrorizada Rhoda Simons por el cuello de la maldita blusa de Norma Kamali y la arroja de cara sobre el panel de control. Un interruptor se clava en su nariz patricia como si de un tenedor se tratara. La sangre se extiende por todas partes, salpicando el vidrio de la ventana del estudio y fluyendo en espantosos regueros de color rojo violáceo.

–¡Rosie, no!–grita Curt Hamilton–. Dios mío, ¿qué haces?

Rosie clava las uñas en la garganta palpitante de Rhoda y se la abre antes de sepultar el rostro en el torrente de sangre que surge, deseosa de bañarse en él, de bautizar esta nueva vida contra la que ha estado luchando en vano. Y no hay necesidad de contestar a Curt; sabe perfectamente lo que está haciendo. Está resarciendo, eso es lo que hace, resarciendo, y que Dios ayude a cualquiera que figure en la columna equivocada de sus libros de contabilidad. Que Dios ayude...

–¿Rosie? –llama Rhoda por el intercomunicador, despertándola de su ensoñación horripilante, pero tan atractiva a un tiempo–. ¿Estás bien?

Domina tu mal genio, pequeña Rosie.

Domina tu mal genio y recuerda el árbol.

Rosie baja la vista y comprueba que el lápiz que sostenía en la mano está partido en dos. Se queda mirando a sus compañeros durante unos instantes, respirando profundamente en un intento de controlar su corazón desbocado.

–Sí –asiente cuando tiene la sensación de que puede hablar en un tono más o menos sereno–. Estoy bien. Pero tienes razón; la niña no me ha dejado dormir mucho, y estoy cansada. Dejémoslo por hoy.

–Buena chica –dice Rhoda.

Y la mujer al otro lado del vidrio, la mujer que se está quitando los auriculares con manos ligeramente temblorosas, piensa: No, buena no. Enfadada. Chica enfadada.

Yo resarzo, susurra una voz en las profundidades de su mente. Tarde o temprano, Rosie, yo resarzo. Quieras o no, resarzo.

Espera no poder pegar ojo en toda la noche, pero se duerme poco después de medianoche y sueña. Sueña con un árbol, el árbol, y cuando despierta piensa: No me extraña que me costara tanto entenderlo. No me extraña. Durante todo este tiempo he estado pensando en el árbol equivocado.

Yace junto a Bill, mirando al techo y pensando en el sueño. En él oye el chillido de las gaviotas sobre el lago, gaviotas chillando y chillando, y la voz de Bill: No les pasará nada si siguen sanos, decía. Si siguen sanos y recuerdan el árbol.

Sabe lo que tiene que hacer.

Al día siguiente llama a Rhoda y le dice que no irá a trabajar. La gripe, aduce. Luego vuelve al merendero por la carretera 27, aunque esta vez sola. Sobre el asiento del acompañante yace su bolso viejo, el que trajo consigo de Egipto. El merendero está desierto a esta hora del día y en esta época del año. Se quita los zapatos, los deja bajo una mesa de picnic y camina hacia el norte por el agua poco profunda de la orilla, como hizo con Bill la primera vez que la trajo aquí. Cree que tal vez le costará encontrar el sendero cubierto de maleza que sube desde la orilla, pero no es así. Mientras asciende por él, clavando los dedos de los pies en la arena grumosa, se pregunta cuántos sueños olvidados la han traído hasta aquí desde que empezaron los ataques de furia. Por supuesto, no hay forma de averiguarlo, y además no importa demasiado.

Al final del sendero se halla el claro irregular, y en el claro yace el árbol caído, el que por fin ha recordado. Jamás ha olvidado las cosas que le sucedieron en el mundo del cuadro, y ahora comprende sin un ápice de sorpresa que este árbol y el que bloqueaba el sendero que conducía al «granado» de Dorcas son idénticos.

Distingue la tierra de los zorros bajo las raíces polvorientas en el extremo izquierdo del árbol, pero no hay nadie, y el lugar parece abandonado desde hace algún tiempo. Sin embargo, Rosie se acerca y se arrodilla, pues no está segura de que sus piernas temblorosas estén dispuestas a sostenerla. Abre el bolso y vierte los restos de su antigua vida sobre la tierra cubierta de hojas y hierbajos. Entre listas de la compra arrugadas y recibos ancestrales, bajo una lista con las palabras

¡CHULETAS DE CERDO!

escritas en mayúscula en la parte superior y marcadas con signos de exclamación (las chuletas siempre fueron la comida favorita de Norman), encuentra el paquetito azul salpicado de manchas rojas violáceas.

Temblando y sollozando, en parte porque los vestigios de su anterior y terrible vida la entristecen, en parte porque teme que la nueva esté en peligro, Rosie cava un hoyo en la tierra, junto a la base del árbol caído. Cuando tiene unos veinte centímetros de profundidad, Rosie coloca el paquetito junto a él y lo abre. La semilla sigue allí, rodeada por el anillo de oro de su primer marido.

Introduce la semilla en el hoyo (y la semilla ha conservado su poder mágico, pues los dedos se le entumecen en cuanto la toca) y la rodea con el anillo.

–Por favor –susurra sin saber si reza o por quién reza si es que reza.

En cualquier caso, obtiene respuesta. Oye un ladrido corto y severo. En él no detecta compasión, pena ni delicadeza. No me jodas, dice el ladrido.

Rosie levanta la vista y ve a la zorra en el otro extremo del claro, observándola inmóvil. La cola erguida se recorta como una antorcha contra el cielo gris.

–Por favor –repite en voz baja y atormentada–. Por favor, no me dejes ser lo que tengo tanto miedo de ser. Por favor..., por favor, ayúdame a dominar mi mal genio y a recordar el árbol.

No escucha nada que pueda interpretar como una respuesta, ni siquiera otro de esos ladridos impacientes. La zorra se limita a observarla. Ha sacado la lengua y jadea. Rosie tiene la sensación de que está sonriendo.

Vuelve a bajar la vista para mirar la semilla y el anillo antes de cubrirlos de tierra fragante y llena de hierbajos.

Una para mi señora, piensa, otra para mi dama y otra para la niña que no quiere irse a la cama. Una para Rosie.

Retrocede hasta el borde del claro, hasta el sendero que la conducirá de vuelta a la orilla. Cuando llega allí, la zorra trota hasta el árbol caído, olisquea el lugar en que Rosie ha enterrado el anillo y la semilla y se tumba. Aún jadea, aún sonríe (Rosie está convencida ahora de que sonríe), aún mira a Rosie con sus ojos negros. Los cachorros se han ido, dicen aquellos ojos, y el zorro que me los hizo también se ha ido. Pero yo, Rosie..., yo aguanto. Y si es necesario, resarzo.

Rosie busca locura o cordura en aquellos ojos... y encuentra ambas cosas.

Y entonces la zorra se lleva el bonito hocico a la bonita cola y parece dormirse.

–Por favor –susurra Rosie una vez más antes de marcharse.

Y cuando regresa por la ronda del lago, de vuelta a lo que espera sea su vida, arroja el último vestigio de su antigua vida, el bolso que trajo consigo de Egipto, por la ventanilla a la Bahía de Coori.

Los ataques de furia han desaparecido. .

A la niña, Pamela, le falta aún mucho para ser adulta, pero ya tiene edad para tener sus propios amigos, para haber desarrollado pechos como manzanas verdes y para tener la regla. Edad suficiente para que ella y su madre discutan sobre ropa, salidas nocturnas y las personas a las que Pamela puede ver y durante cuánto rato. El huracán de la adolescencia de Pam todavía no ha estallado en toda su magnitud, pero Rosie sabe que se avecina. Sin embargo, espera el momento con ecuanimidad, porque los ataques de furia han desaparecido.

Bill tiene el cabello casi completamente gris y una calva cada vez más pronunciada.

Rosie sigue teniendo el cabello castaño. Lo lleva en un estilo sencillo, suelto sobre los hombros. A veces se lo recoge, pero nunca se lo trenza.

Hace años que no van de picnic a Shoreland, el merendero de la carretera 27. Bill parece haber olvidado el lugar desde que vendió la Harley–Davidson porque, según dijo: «Mis reflejos ya no son lo que eran, Rosie. Cuando los placeres se convierten en peligros, es hora de dejarlos». Rosie no le contradice, pero tiene la sensación de que Bill ha vendido un montón de recuerdos con esa moto y llora por ellos. Es como si buena parte de su juventud estuviera guardada en las maletas de la moto, y Bill hubiera olvidado comprobar que la había sacado antes de que el agradable joven de Evanston se la llevara.

Ya no van de picnic a aquel lugar, pero una vez al año, siempre en primavera, Rosie va allí sola. Ha visto el nuevo árbol crecer a la sombra del otro, lo ha visto convertirse de un brote en un árbol joven y robusto, de tronco liso y ramas fuertes. Lo ha visto desarrollarse año a año en el claro donde ya no juguetean los cachorros de zorro. Se sienta ante el árbol en silencio, a veces durante una hora, con las manos entrelazadas sobre el regazo. No viene para adorarlo ni para rezar, pero tiene la sensación de que se trata de un ritual necesario, de que está cumpliendo con un deber, renovando una alianza. Y si estar allí la ayuda a no hacer daño a nadie, a Bill, Pammy, Rhoda, Curt (Rob Lefferts ya no la preocupa, pues el año en que Pammy cumplió cinco años, murió pacíficamente de un infarto), entonces es un tiempo bien empleado.

¡Con qué perfección crece el árbol! Sus ramas jóvenes ya están cubiertas de hojas estrechas de color verde oscuro, y en los últimos dos años ha distinguido destellos de color en las profundidades de esas hojas, brotes que, en el futuro, se convertirán en frutos. Si alguien pasa por este claro y come la fruta del árbol, Rosie está segura de que la consecuencia será la muerte..., una muerte terrible. De vez en cuando la preocupa esta posibilidad, pero mientras no descubra indicios de que otras personas han estado aquí no se preocupará en exceso. Hasta ahora no ha visto rastro de nadie, ni una sola lata de cerveza, ni un paquete de cigarrillos, ni un envoltorio de chicle. Por ahora le basta con venir, entrelazar las manos blancas e inmaculadas en el regazo y contemplar el árbol de su furia y los destellos de color rojo violáceo que, con el tiempo, se convertirán en la dulce fruta de la muerte.

En ocasiones, mientras permanece sentada ante este pequeño árbol, canta.

–Soy realmente Rosie –canta–, y soy Rosie Real... será mejor que me creas... soy fantástica...

No es fantástica, por supuesto, salvo para la gente importante en su vida, pero puesto que estas personas son las únicas que le preocupan, no pasa nada. Todas las cuentas cuadran, como habría dicho la mujer del zat. Ha llegado a puerto, y en estas mañanas de primavera que pasa junto al lago, sentada en el claro silencioso y cubierto de maleza que no ha cambiado en absoluto a lo largo de los años (es como un cuadro..., el tipo de cuadro mediocre que suele encontrarse en las tiendas de curiosidades o las casas de empeño), con las piernas dobladas bajo el cuerpo, a veces experimenta una gratitud tan plena que tiene la sensación de que el corazón le va a estallar. Es esta gratitud la que la impulsa a cantar. Tiene que cantar. No le queda otra opción.

Y en ocasiones, la zorra, que ya es vieja y ha dejado atrás sus años fértiles, se acerca al borde del claro, yergue la brillante cola ahora salpicada de mechas grises y permanece inmóvil, como si escuchara los cantos de Rosie. Sus ojos negros no le comunican ningún pensamiento claro, pero resulta imposible pasar por alto la cordura esencial del cerebro anciano e inteligente que se oculta tras ellos.

 

                                                                                            Stephen King  

 

                      

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